lunes, junio 5

libro septimo. cap 7

LXI. Arribado allá, los batidores de los enemigos, distribuidos
como estaban por todas las orillas del río, fueron sorprendidos por los
nuestros a causa de una recia tempestad que se levantó de repente;
a la hora es transportada la infantería y la caballería mediante la
industria de los caballeros romanos escogidos para este efecto. Al
romper del día, casi a un tiempo vienen nuevas al enemigo de la
extraordinaria batahola que traían los romanos en su campo; que un
grueso escuadrón iba marchando río arriba; que allí mismo se sentía
estruendo de remos, y que poco más abajo transportaban en barcas
a los soldados. Con estas noticias, creyendo que las legiones pasaban
en tres divisiones, y que aturdidos todos con la sublevación de los
eduos se ponían en huida, dividieron también ellos sus tropas en tres
tercios; porque dejando uno de guardia enfrente de los reales, y
destacando hacia Meudon una partida pequeña que fuese siguiendo
paso a paso nuestras naves, el resto del ejército lleváronlo sobre
Labieno.
LXII. Al amanecer, ya los nuestros estaban desembarcados y se
divisaban las tropas enemigas. Labieno, después de haber exhortado
a los soldados «que se acordasen de su antiguo esfuerzo y de tantas
victorias ganadas, haciendo ahora cuenta que César, bajo cuya
conducta innumerables veces habían vencido a los enemigos, los
estaba mirando», da la señal de acometer. Al primer encuentro por el
ala derecha, donde la séptima legión peleaba, son derrotados y
ahuyentados los enemigos; por la izquierda, que cubría la legión
duodécima, cayendo en tierra las primeras filas de los enemigos
atravesados con los dardos, todavía los demás se defendían
vigorosamente, sin haber uno que diese señas de querer huir. El
mismo general de los enemigos, Camulogeno, acudía a todas partes
animando a los suyos. Mas estando aún suspensa la victoria, llegando
a saber los tribunos de la legión séptima la resistencia porfiada en el
ala izquierda, cogieron y cargaron a los enemigos por la espalda. Ni
tampoco entonces se movió ninguno de su puesto, sino que cogidos
todos en medio, fueron muertos, y con ellos también Camulogeno. El
cuerpo de observación apostado contra los reales de Labieno, a la
nueva el choque, corrió a socorrer a los suyos, y tomó un collado,
mas no pudo aguantar la carga cerrada de los vencedores. Con que
así mezclados en la fuga con los suyos, los que no se salvaron en las
selvas y montes, fueron degollados por la caballería. Concluida esta
acción, vuelve Labieno a la ciudad de Agendico, donde habían
quedado los bagajes de todo el ejército. Desde allí, con todas sus
tropas, vino a juntarse con César.
LXIII. Divulgado el levantamiento de los eduos, se aviva más la
guerra. Van y vienen embajadas por todas partes. Echan el resto de
su valimiento, autoridad y dinero en cohechar los Estados. Con el
suplicio de los rehenes, confiados a su custodia por César, aterran a
los indecisos. Ruegan los eduos a Vercingetórige se sirva venir a
tratar con ellos del plan de operaciones. Logrado esto, pretenden
para sí la superintendencia; puesto el negocio en litigio, convócanse
Cortes de toda la Galia en Bilbracte. Congréganse allí de todas partes
en gran número. La decisión se hace a pluralidad de votos. Todos, sin
faltar uno, quieren por general a Vercingetórige. No asistieron a la
junta los remenses, langreses, ni trevirenses; aquéllos, por razón de
su amistad con los romanos; los trevirenses, por vivir lejos y hallarse
infestados de los germanos, que fue la causa de no aparecer en toda
esta guerra y de mantenerse neutrales. Los eduos sienten en el alma
el haber perdido la soberanía; quéjanse del revés de la fortuna, y
ahora echan menos la benignidad de César para ellos; mas ya
empeñados en la guerra, no tienen valor para separarse de los
demás. Eporedórige y Virdomaro, mozos de grandes esperanzas, se
sujetan de mala baña a Vercingetórige.
LXIV. Éste exige rehenes de los demás pueblos, señalándoles
plazo. Manda que le acudan luego todos los soldados de a caballo
hasta el número de quince mil, diciendo que se contentaría con la
infantería que hasta entonces había tenido; que no pensaba
aventurarse ni dar batalla, sino estorbar a los romanos las salidas a
las mieses y pastos, cosa muy fácil teniendo tanta caballería; sólo con
que tengan ellos mismos por bien malear sus granos y quemar las
caserías, a trueque de conseguir para siempre, con el menoscabo de
sus haciendas, el imperio y la independencia. Determinadas estas
cosas, da orden a los eduos y segusianos, que confinan con la
Provenza, de aprontar diez mil infantes y a más de ochocientos
caballos. Dales por capitán un hermano de Eporedórige, y le manda
romper por los alóbroges. Por otra parte envía los gabalos y los
albernos de los contornos contra los helvios, como los de Ruerga y
Cuerci contra los volcas arecómicos. En medio de esto no pierde
ocasión de ganar ocultamente con emisarios y mensajes a los
alóbroges, cuyos ánimos sospechaba estar aún resentidos por la
guerra precedente. A los grandes promete dinero, y a la república el
señorío de toda la provincia.
LXV. Para prevenir todos estos lances estaban alerta veintidós
cohortes, que formadas de las milicias, el legado Lucio César tenía
distribuidos por todas partes. Los helvios, adelantándose a pelear con
los pueblos comarcanos, son batidos; y muerto con otros muchos el
príncipe de aquel Estado, Cayo Valerio Donatauro, hijo de Caburo, se
ven forzados a encerrarse dentro de sus fortalezas. Los alóbroges,
poniendo guardias a trechos en los pasos del Ródano, defienden con
gran solicitud y diligencia sus fronteras. César, reconociendo
superioridad de la caballería enemiga, y que por estar tomados todos
los caminos ningún socorro podía esperar de la Provenza y de Italia,
procúralos en Germania de aquellas naciones con quien los años atrás
había sentado paces, pidiéndoles soldados de a caballo con los
peones ligeros, hechos a pelear entre ellos. Llegados que fueron, por
no ser castizos sus caballos, toma otros de los tribunos, de los demás
caballeros romanos, y de los soldados veteranos, y los reparte entre
los germanos.
LXVI. En este entre tanto se unen las tropas de los enemigos
venidos de los alvernos con la caballería que se mandó aprontar a
toda Galia. Junto este grueso cuerpo, Vercingetórige, al pasar César
por las fronteras de Langres a los sequenos, para estar más a mano
de poder cubrir la Provenza, se acampó como a diez millas de los
romanos en tres divisiones, y llamando a consejo a los jefes de
caballería: «venido es, les dice, ya el tiempo de la victoria. Los
romanos van huyendo a la Provenza y desamparan la Galia; si esto
nos basta para quedar libres por ahora, no alcanza para vivir en paz y
sosiego en adelante, pues volverán con mayores fuerzas, ni jamás
cesarán de inquietarnos. Ésta es la mejor ocasión de cerrar con ellos
en la faena de la marcha. Que si la infantería sale a la defensa y en
ella se ocupa, no pueden proseguir el viaje; si tiran, lo que parece
más cierto, a salvar sus vidas, abandonando el bagaje, quedarán
privados de las cosas más necesarias, y sin honra. Pues de la
caballería enemiga, ninguno aun de nosotros duda que no habrá un
solo jinete que ose dar paso fuera de las filas. Para más animarlos les
promete tener ordenadas sus tropas delante de los reales, y poner así
espanto a los enemigos. Los caballeros, aplaudiéndole, añaden, que
deben todos juramentarse solemnísimamente a no dar acogida, ni
permitir que jamás vea sus hijos, sus padres, su esposa, quien no
atravesase dos veces a caballo por las filas de los enemigos».
LXVII. Aprobada la propuesta, y obligados todos a jurar en esta
forma, el día inmediato, dividida la caballería en tres cuerpos, dos se
presentan a los dos flancos, y el tercero por el frente comenzó a
cortar el paso. Al primer aviso César da también orden que su
caballería en tres divisiones avance contra el enemigo. Empiézase un
combate general; detiénese la marcha, y se recoge el bagaje en
medio de las legiones. Dondequiera que los nuestros iban de caído o
se veían más acosados, César estaba encima, revolviendo allá todas
sus fuerzas. Con eso cejaban los enemigos, y con la esperanza del
refuerzo se rehacían los nuestros. Al cabo los germanos por la banda
derecha, ganando un repecho, derrocan a los enemigos, y echan tras
dios, matan a muchos hasta el río, donde acampaba Vercingetórige
con la infantería. Lo cual visto, los demás temiendo ser cogidos en
medio, huyen de rota batida, y es general el estrago. Tres de los
eduos más nobles son presentados a César: Coto, general de la
caballería, el competidor de Convictolitan en la última creación de
magistrados; Cavadlo, que después de la rebelión de Litavico
mandaba la infantería; y Eporedórige, que antes de la venida de
César fue caudillo en la guerra de los eduos con los saqueaos.
LXVIII. Desbaratada toda la caballería, Vercingetórige recogió
sus tropas según las tenía ordenadas delante los reales; y sin
detención tomó la vía de Alesia, plaza fuerte de los mandubios,
mandado alzar luego los bagajes y conducirlos tras sí. César, puestos
a recaudo los suyos en collado cercano con la escolta de dos legiones,
siguiendo el alcance cuanto dio de sí el día, muertos al pie de tres mil
hombres de la retaguardia enemiga, al otro día sentó sus reales cerca
de Alesia. Reconocida la situación de la ciudad, y amedrentados los
enemigos con la derrota de la caballería, en que ponían su mayor
confianza; alentando los soldados al trabajo, empezó a delinear el
cerco fornal de Alesia.
LXIX. Estaba esta ciudad fundada en la cumbre de un monte
muy elevado, por manera que parecía inexpugnable sino por bloqueo.
Dos ríos por dos lados bañaban el pie de la montaña. Delante la
ciudad se tendía una llanura casi de tres millas a lo largo. Por todas
las demás partes la ceñían de trecho en trecho varias colinas de igual
altura. Debajo del muro toda la parte oriental del monte estaba
cubierta de tropas de los galos, defendidos de un foso y de una cerca
de seis pies en alto. Las trincheras trazadas por los romanos
ocupaban once millas de ámbito. Los alojamientos estaban dispuestos
en lugares convenientes, fortificados con veintitrés baluartes, donde
nunca faltaban entre día cuerpos de guardia contra cualquier asalto
repentino; por la noche se aseguraba con centinelas y buenas
guarniciones.
LXX. Comenzada la obra, trábanse los caballos en aquel valle
que por entre las colinas se alargaba tres millas, según queda dicho.
Pelease con sumo esfuerzo de una y otra parte. Apretados los
nuestros, César destaca en su ayuda a los germanos, y pone delante
de los reales las legiones, para impedir toda súbita irrupción de la
infantería contraria. Con el socorro de las legiones se aviva el coraje
de los nuestros. Los enemigos, huyendo a todo huir, se atropellan
unos a otros por la muchedumbre y quédanse hacinados a las
puertas, demasiado angostas. Tanto más los aguijan los germanos
hasta las fortificaciones. Hácese gran riza. Algunos, apeándose,
tientan a saltar el foso y la cerca. César manda dar un avance a las
legiones apostadas delante los reales. No es menor entonces la
turbación de los galos que dentro de las fortificaciones estaban.
Creyendo que venían derechos a ellos, todos se alarman. Azorados
algunos entran de tropel en la plaza. Vercingetórige manda cerrar las
puertas, porque no queden sin defensa los reales. Muertos muchos y
cogidos buen número de caballos, los germanos retíranse al campo.

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