El dictador
Después de la batalla contra Farnaces, César finalmente retornó a Roma, después de una ausencia de más de un año.
No había dejado de prestar atención a Roma, por supuesto. Marco Antonio (el segundo jefe de César en la batalla de Farsalia) había sido enviado a Roma mientras César marchaba a Egipto. Marco Antonio mantuvo el dominio en Roma, aunque carecía de la capacidad de César, y era demasiado precipitado para mantener tranquila la situación, sobre todo cuando empezaron a circular rumores de que César había muerto en Egipto. Lo más que Marco Antonio pudo hacer fue usar sus soldados para matar a algunos ciudadanos romanos, cuando había demasiada agitación.
Pero el retorno de César hizo que el dominio de la situación estuviese nuevamente en manos seguras. Para sorpresa de muchos no siguió la táctica habitual de ejecutar a muchos y recompensar a sus seguidores con sus propiedades. En cambio, practicó la indulgencia, con lo que se ganó a muchos que se le habían opuesto.
Cicerón fue uno de ellos. Había mantenido una larga amistad con Pompeyo, pero en los meses en que iba cobrando impulso el conflicto entre César y Pompeyo, Cicerón no supo qué hacer.
Pero finalmente abandonó Italia con las fuerzas de Pompeyo, aunque mostrando tal incertidumbre y timidez que fue para Pompeyo más un estorbo que una ayuda. Después de la batalla de Farsalia, se cansó y volvió a Italia.
César podía haber hecho ejecutar a Cicerón; tal acción no habría sorprendido a nadie y estaba en consonancia con los tiempos. A fin de cuentas, Cicerón había prestado dinero a Pompeyo y la influencia de su nombre. Más aún, Marco Antonio, que odiaba a Cicerón, indudablemente trató de impulsar a César por el camino de la acción enérgica.
Sin embargo, César trató a Cicerón con bondad y muchas muestras de respeto. En retribución, Cicerón no manifestó ninguna hostilidad abierta hacia César o su política.
Pero la suavidad de César le ocasionó algunos problemas. Una de sus legiones se rebeló porque había recibido toda clase de promesas que no se habían cumplido. (Quizá habían esperado enriquecerse como consecuencia de ejecuciones que, según veían, no se producían.) Así avanzaron sobre Roma para presentar sus exigencias personalmente.
César se adelantó hacia la legión rebelde solo, como si los desafiara a ejercer la violencia contra él. Los soldados observaron al hombre que los había conducido y puesto a salvo en tantos peligros, y por un momento hubo un silencio total.
Luego, César dijo despectivamente: «Estáis dados de baja, ciudadanos.»
Al oír la palabra ciudadanos, los soldados se sintieron tocados en su orgullo militar. Pidieron volver al favor de César y poder ostentar el título de soldados, y estaban dispuestos a soportar que los castigasen sólo con que se les permitiese permanecer en el ejército. (El hecho de que la palabra «ciudadano», antaño motivo de orgullo, se hubiese convertido en un insulto era un triste indicio de la decadencia del modo de vida romano.)
Pero no habían terminado las fatigas militases de César. Aunque Pompeyo había sido derrotado y muerto, el partido pompeyano aún tenía un ejército en Dirraquio, a cuyo frente se hallaba Catón. También tenían considerables sumas de dinero y una flota. Además, había derrotado a las tropas de César en África, de modo que tenían una base terrestre desde la cual operar.
Catón llevó sus fuerzas a África para unirlas a las de Juba de Numidia. No pasó mucho tiempo antes de que el equivalente de diez legiones se concentraran en Utica, ciudad situada a 25 kilómetros al noroeste del lugar donde antaño había existido Cartago. Juba aportó 120 elefantes, y Cneo Pompeyo, el hijo mayor de Pompeyo, llevó la flota. Era una fuerza respetable, y los pompeyanos tenían una razonable probabilidad de invertir el curso de los hechos.
Sin embargo, una vez más perdieron su mejor oportunidad por retraso. Podían haber aprovechado la apurada situación de César en Alejandría y su ausencia en Asia Menor; podían haber efectuado la invasión de Italia. Desgraciadamente para él, el ejército africano perdió la mayor parte del tiempo esperando a que sus jefes terminasen de disputar entre sí, pues, de todos ellos, sólo Catón estaba interesado en algo más que el poder personal.
El ejército se hallaba aún en África cuando César finalmente zarpó para atacarlo. Las fuerzas rivales se encontraron en Tapso, a unos 160 kilómetros al sur de Utica, el 4 de febrero del 46 a. C. Muchos de los hombres de César eran reclutas nuevos y no estaba seguro de su firmeza. Por ello trató de refrenarlos, esperando librar la batalla sólo en el mejor momento posible. Pero no hubo modo de parar a sus tropas, que se lanzaron a la acción sin que él hubiese dicho una palabra y arrollaron con todo. Los elefantes enemigos, heridos por las flechas, retrocedieron y aumentaron la confusión. Fue una completa victoria de César.
Cuando los restos del ejército derrotado volvieron a Utica, Catón trató de persuadirlos a que se reorganizaran para la defensa de la ciudad, pero habían perdido todo ánimo. Por ello, Catón hizo que los barcos de la flota los llevasen a España. Su familia y sus amigos esperaban que él los siguiera, pero finalmente perdió toda esperanza y se suicidó.
También Juba se suicidó, y el Reino de Numidia, que había sido gobernado antaño por Masinisa y Yugurta, llegó a su fin. La región oriental fue anexada a Roma como parte de la provincia de África, y la región occidental fue agregada a Mauritania, un reino nominalmente independiente que había permanecido fiel a César.
César volvió nuevamente a Roma, más poderoso que nunca. Después de Farsalia había sido elegido cónsul por un plazo de cinco años, y cada año fue también nombrado dictador. Ahora, después de Tapso, fue elegido dictador por un término de diez años.
En julio del 46 a. C., César celebró cuatro triunfos sucesivos en Roma, en cuatro días sucesivos de homenaje a sus victorias sobre los galos, los egipcios, los del Ponto y los númidas.
Después de esto llegó el momento de librar una última batalla, pues los pompeyanos aún luchaban en España bajo el mando de Cneo Pompeyo. César llevó sus legiones a España, y el 15 de marzo de 45 a. C. tuvo lugar una batalla en Munda. Los pompeyanos combatieron notablemente bien, y las fuerzas de César fueron rechazadas. Por un momento, César debe de haber pensado que tantos años de victorias iban a quedar en la nada en una batalla final, como en el caso de Aníbal. Tan desesperado estaba que cogió un escudo y una espada, mientras gritaba a sus hombres: «¿Dejaréis que vuestro general sea capturado por el enemigo?»
Acicateados a entrar en acción, embistieron una vez más hacia adelante y triunfaron. El último ejército pompeyano fue eliminado. Cneo Pompeyo huyó del campo de batalla, pero fue perseguido, atrapado y muerto.
César permaneció en España unos meses, reorganizando el país, y luego volvió a Roma, donde el 45 a. C. celebró el último triunfo. Fue nombrado dictador vitalicio y no quedó duda de que pretendía proclamarse rey en algún momento propicio.
La mayor parte del período durante el cual César tuvo el poder supremo en Roma estuvo empeñado en guerras contra sus enemigos. Estuvo en Roma de junio a septiembre de 46 a. C. y de octubre del 45 a. C. a marzo del 44 a. C., un total de ocho meses. Durante este tiempo trabajó febrilmente en la reorganización y la reforma del gobierno.
César tuvo visión suficiente para comprender que el vasto dominio romano no podía ser gobernado por la ciudad de Roma solamente. Aumentó el número de senadores a 900, incluyendo a muchos de las provincias entre los nuevos senadores. Debilitó a los conservadores, pues el Senado ya no representó los estrechos intereses de una cerrada oligarquía. Pero fortaleció el dominio romano, pues las provincias tuvieron voz en el gobierno. César también trató de ayudar a las provincias de otro modo: reformando el sistema de impuestos.
César fue el primero en extender la ciudadanía romana más allá de Italia. Se la otorgó a toda la Galia Cisalpina, lo mismo que a una cantidad de ciudades de la Galia propiamente dicha y de España. César tuvo especial consideración con los sabios, a quienes dio la oportunidad de obtener la ciudadanía cualquiera que fuese su lugar de origen, y planeó otorgar la ciudadanía a todos los sicilianos, aunque no tuvo tiempo de llevar a cabo este proyecto.
Inició la reconstrucción de Cartago y Corinto, las dos ciudades destruidas por Roma un siglo antes, poblando a la primera con romanos y a la segunda con griegos.
Trató de reorganizar y hacer más eficiente el sistema de distribución de cereales entre los ciudadanos. Trató de estimular el matrimonio y la natalidad concediendo a las madres permiso para usar ornamentos especiales y aliviando de impuestos a los padres. Creó la primera biblioteca pública de Roma; esbozó grandiosos planes (que no vivió para llevar a cabo), destinados a levantar mapas de todo el ámbito romano, desecar marismas, mejorar los puertos, reorganizar los códigos de leyes, etc.
Su reforma más duradera fue la del calendario. Hasta el 46 a. C., el calendario romano se regía por la Luna, según un sistema que, de acuerdo con la leyenda, se remontaba a Numa Pompilio. Doce meses lunares (considerando que un mes dura veintinueve días y medio, de luna nueva a luna nueva) dan sólo trescientos cincuenta y cuatro días. Cada año lunar tiene once días de retraso con respecto al año solar de un poco más de trescientos sesenta y cinco días, de modo que los meses caen gradualmente fuera de las estaciones correspondientes.
Para que la siembra, la cosecha y otras actividades agrícolas cayeran en el mismo mes cada año, era necesario insertar un mes adicional al año de tanto en tanto. Los babilonios habían inventado un complicado sistema para que esto funcionase bastante bien, sistema que había sido adoptado por los griegos y los judíos.
Los romanos no adoptaron este sistema. En cambio, pusieron el calendario en manos del Pontifex Maximus (el sumo sacerdote, y dicho sea de paso, aún llamamos el «Pontífice» al papa), quien era habitualmente un político. Podía fácilmente introducir un mes adicional cuando deseaba un año largo para mantener a sus amigos en el poder durante más tiempo, o no incluirlo si deseaba un año corto, cuando sus enemigos estaban en el poder.
Por ello, en 45 a. C., el calendario romano se hallaba en un estado de confusión. Tenía ochenta días de retraso con respecto al año solar. Los meses de invierno caían en otoño, los meses de otoño en verano, etc.
En Egipto había observado el funcionamiento de un calendario mucho mejor, y quería poner en práctica algo similar. Buscó la ayuda de un astrónomo egipcio, Sosígenes, y estableció un nuevo calendario. Primero prolongó el año 46 a. C. hasta completar cuatrocientos cuarenta y cinco días, con el agregado de dos meses, para que el calendario romano quedase a la par con el año solar. (Este fue el año más largo de la historia de la civilización, y es llamado a veces «el Año de la Confusión». Se lo debería llamar mejor «el Ultimo Año de Confusión».)
A partir del 1 de enero del 45 a. C., el año tuvo doce meses de treinta o treinta y un días (excepto febrero, que los romanos consideraron un mes infausto y al que se dio sólo veintiocho días). La extensión total del año fue de trescientos sesenta y cinco días, y las fases de la Luna fueron ignoradas.
Claro que la extensión real del año solar es, aproximadamente, de trescientos sesenta y cinco días y un cuarto. Para impedir que el calendario se retrasase un día cada cuatro años con respecto al año solar se introdujo un «año bisiesto» cada cuatro años, un año en el que se añadía un día adicional, el 29 de febrero, de modo que el año bisiesto tiene trescientos sesenta y seis días.
César también modificó la fecha en que comenzaba el año, abandonando 1.° de marzo tradicional por el 1.° de enero, pues en este día asumían su cargo los funcionarios romanos. Este cambio hizo que perdiesen sentido los nombres de algunos de los meses. Septiembre, octubre, noviembre y diciembre son derivados de las palabras latinas que significan «siete», «ocho», «nueve» y «diez», pues eran los meses séptimo, octavo, noveno y décimo, respectivamente, cuando el año comenzaba en marzo. En el sistema actual, septiembre es el noveno mes, no el séptimo, y los otros quedan igualmente desplazados. Pero no parece importar a nadie.
Este calendario, llamado el Calendario juliano en honor a Julio César, ha sobrevivido desde entonces con sólo modificaciones menores. Además, el mes que los romanos llamaban «Quintillis» cambió de nombre por el de «Julius» en honor a César (era el mes de su nacimiento), que nosotros llamamos «julio».
El asesinato
Si consideramos lo que César trataba de realizar, no podemos sino estar de su parte. A fin de cuentas, era menester una drástica organización del gobierno romano. El sistema romano de gobierno estaba originalmente destinado a gobernar una pequeña ciudad, pero demostró su ineficacia para ser aplicado a una región casi tan grande como los Estados Unidos.
Ese sistema contenía ciertos elementos democráticos, pues había elecciones para varios cargos. Pero sólo podían votar quienes estaban presentes en Roma, y gran parte del poder estaba en manos del Senado, que representaba los intereses de sólo una estrecha clase de la sociedad.
Podemos pensar que fue lamentable el hecho de que los romanos nunca elaborasen un sistema de gobierno representativo, por el que regiones diversas pudiesen elegir personas que viajasen a Roma y representasen sus intereses en un Senado de todo el ámbito romano. Pero debemos recordar que era una época en la que el medio más veloz de comunicación consistía en el galope de un caballo. Reunir a representantes de diversas partes de los dominios romanos y mantenerlos informados de los problemas y opiniones que surgían en Roma habría sido una tarea imposible. De hecho, nuestra forma de democracia no adquirió un carácter verdaderamente práctico para los grandes países hasta los tiempos modernos.
En tiempos romanos, la opción no era entre monarquía y democracia, sino entre un gobierno eficiente y honesto y un gobierno ineficaz y deshonesto. Desde la época de los Gracos, el gobierno romano bajo el Senado se hizo cada vez más ineficaz y deshonesto. Más aún, la misma oposición al Senado consistía muy a menudo en políticos del mismo carácter o canallescos, y ambas partes utilizaban al populacho para alcanzar el poder.
En las condiciones de la época, la mejor manera de lograr un gobierno eficiente y honesto era mediante alguna persona que fuese eficiente y honesta y tuviese suficiente energía y capacidad para dominar a otros hombres y hacer que fuesen también eficientes y honestos o reemplazarlos. (En otras palabras, alguien con el poder de un Presidente norteamericano fuerte.)
Julio César no era ideal para tal fin; ningún hombre habría sido ideal. Pero fue uno de los hombres más capaces de la historia y nadie en Roma, por entonces, podía haberse desempeñado mejor. Hubo épocas en su vida en que se mostró derrochador, deshonesto, traicionero o cruel, pero también podía ser concienzudo y eficiente, suave y benigno. Sobre todo, parecía que ansiaba ver bien gobernada a Roma, y para ello necesitaba afirmarse en el poder. No veía otro camino.
Puesto que era dictador vitalicio, poseía todo el poder, pero quería ser rey. También esto tenía cierto sentido. Como dictador, su muerte habría dado la señal para una nueva lucha por el poder, mientras que, si hubiera sido rey, podía ser sucedido por un hijo o algún otro pariente de manera natural y habría habido paz continua. (Por supuesto, la historia de los otros reinos de la época mostraban que prácticamente todos eran víctimas de la guerra civil entre miembros de la familia gobernante, pero cabía esperar que esto no ocurriera en un pueblo tan acostumbrado a ser gobernado por la ley como el romano.)
Pero los romanos sentían un horror por la dignidad de rey que se remontaba a la época de los Tarquines. Todo niño romano era educado en la historia antigua de Roma, y los relatos sobre los Tarquines y la gloriosa creación de la república originaba en su mente una predisposición perdurable contra los reyes. Además, la historia de Roma mostraba que la República había triunfado sobre todos los reinos orientales, uno tras otro. Obviamente, pues, la forma republicana de gobierno era mejor que la monarquía.
La oposición secreta a César, pues, creció después de su retorno de España. Parte de la oposición venía de miembros del viejo partido senatorial, que veía en las reformas de César la destrucción del viejo sistema que, según pensaban, había creado la grandeza de Roma. Otra parte provenía de gente que temía el establecimiento de una monarquía. Otros eran individuos personalmente celosos de César y a quienes irritaba el hecho de que, alguien que antes había sido solamente otro político, ahora fuese reverenciado y casi adorado. En verdad, se empezó a rendir honores divinos a César, y quienes se negaban a que un hombre se convirtiese en rey se negaban aún más a que se convirtiese en un dios.
Entre los que conspiraban contra César estaba Marco Junio Bruto, nacido alrededor del 85 a. C. Era sobrino de Catón el Joven y había acompañado a éste a Chipre cuando Catón fue obligado a abandonar la ciudad por César y Pompeyo. En Chipre, Bruto no manifestó rasgos de carácter muy elevados, pues arrancó dinero a los provincianos de la manera más implacable.
Era natural, quizá, que el sobrino de Catón estuviese de parte de Pompeyo. Acompañó a Catón y Pompeyo a Grecia y combatió en el ejército de Pompeyo en Farsalia. Allí Bruto fue hecho prisionero, pero César lo perdonó y lo liberó.
Antes de marcharse a África para combatir con las fuerzas de Catón, César hasta puso a Bruto al frente de la Galia Cisalpina. Mientras Catón se suicidaba antes que someterse a César, su sobrino estaba realizando una buena labor en favor de César en el Valle del Po.
Cuando César volvió de España, Bruto se casó con su prima, Porcia, hija de Catón, y César lo nombró para un alto cargo en la misma Roma. Luego se unió a la conspiración contra César, presumiblemente porque temía que César se proclamase rey.
Es común considerar a Bruto como un patriota de elevado espíritu, principalmente por el retrato que Shakespeare hizo de él en su obra Julio César. En ésta se le llama «el más noble romano de todos ellos» (aludiendo al resto de los conspiradores), pues se suponía que sólo él había entrado en la conspiración por idealismo. Pero este idealismo habría sido más convincente si se hubiese manifestado un poco antes y si no hubiese aceptado hasta el último momento el perdón y los honores que recibió de César.
Otro de los conspiradores era Cayo Casio Longino. Este había acompañado a Craso a Partia, y, después de la desastrosa derrota de Garres, llevó los restos del ejército a Siria. Luego, cuando los partos invadieron a su vez Siria, Casio los derrotó y los obligó a retirarse.
Casio estuvo del lado de Pompeyo, estuvo al mando de una escuadra de la flota de Pompeyo y obtuvo también algunas victorias. Después de la batalla de Farsalia, reconsideró la situación. Pasó a Asia Menor; allí se encentró con César en ocasión de la guerra contra Farnaces y se entregó a la merced del conquistador. César lo perdonó y le permitió que siguiese prestando servicios bajo su mando.
Al parecer, Casio fue el espíritu inspirador de la conspiración. Se había casado con Junia, hermana de Bruto, y a través de ella se acercó a Bruto y lo persuadió a que se uniera a la conspiración.
Otro de los conspiradores era Décimo Junio Bruto, que había sido uno de los generales de César en la Galia y había sido gobernador de ésta durante un tiempo. César hasta lo hizo uno de sus herederos. Otro aún era Lucio Cornelio Cinna, hijo y tocayo del Cinna que había sido cónsul con Mario (véase página 86) y hermano de la primera mujer de César.
En febrero del 44 a. C. (709 A. U. C.), los conspiradores pensaron que debían apresurarse. Ya César estaba tanteando el terreno para ver cómo caía al pueblo romano la idea de la monarquía. En una fiesta celebrada el 15 de febrero, Marco Antonio, el fiel amigo de César, le ofreció una diadema o faja de lino, que en el Este era el símbolo de la monarquía. Siguió un tenso silencio, y César la rechazó diciendo: «Yo no soy rey, sino César». Hubo tumultuosos aplausos. El intento había fracasado.
Sin embargo, los conspiradores estaban seguros de que César haría una nueva tentativa y pronto. Se estaba preparando para llevar las legiones más allá del Adriático, quizá para una campaña contra los partos. Antes de marcharse quería que se le proclamase rey, y una vez que se uniese a su ejército estaría rodeado por soldados devotos y entonces sería imposible matarlo.
El Senado había sido convocado para el 15 de marzo (los «idus de marzo», según el calendario romano), y todo el mundo estaba convencido de que ese día César trataría de proclamarse rey. Se han contado toda clase de historias sobre los idus de marzo: que César recibió advertencias proféticas sobre ese día, que su mujer, Calpurnia, tuvo malos sueños y le pidió que no acudiese al Senado, etc.
Presuntamente, César pasó la mañana en la incertidumbre sobre si ceder a las supersticiones o no, hasta que Décimo Bruto fue enviado a visitarlo. Este le señaló que el prestigio de César se derrumbaría si permanecía en su casa, y César, consciente de la importancia de la «imagen» pública, se decidió a ir.
Cuando se dirigía a la Cámara del Senado, alguien puso en su mano un mensaje, en el que se le delataba la conspiración, pero César no tuvo ocasión de leerlo. Lo tenía en la mano cuando entró al Senado.
Los conspiradores, todos los cuales eran amigos de César y éste los conocía bien, lograron rodearlo cuando se acercó al Senado y estaban cerca de él cuando se sentó al pie de la estatua de Pompeyo (justamente). Marco Antonio, que podía haber defendido a César, fue deliberadamente llamado aparte por uno de los conspiradores para hacerle entablar conversación. (Algunos eran partidarios de matarle también, pero Marco Bruto se opuso por considerarlo un innecesario derramamiento de sangre.)
César estaba solo, pues, cuando súbitamente salieron a relucir puñales. César, desarmado, trató desesperadamente de luchar con el salvaje atentado en masa, hasta que reconoció entre los atacantes a Marco Junio Bruto, que era uno de sus favoritos.
¿Et tu, Brute? («¿Tú también, Bruto?»), balbuceó, y desistió de defenderse. Fue apuñalado veintitrés veces. El dictador de Roma yacía muerto en un charco de sangre al pie de la estatua de Pompeyo.
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