El principado
Conquistada la paz, Octavio se dispuso a reorganizar el gobierno. Hasta su época Roma había sido gobernada por el Senado, un grupo de hombres que provenían de familias ricas y nobles de la ciudad. Esta forma de gobierno funcionó bien cuando Roma era un país pequeño, pero, pese a todos los esfuerzos para adaptarla al gobierno de un gran imperio que se extendía a lo largo de miles de kilómetros, era ya anticuada. Los senadores, muy a menudo corruptos, saqueaban las provincias que, se suponía, debían gobernar y se resistían a los necesarios cambios sociales internos que hubiesen debilitado su poder.
Durante un siglo, hubo una constante oposición dentro de Roma al partido senatorial por políticos que no eran senadores y querían parte del poder y del botín para ellos. (Sin duda, había también idealistas en ambos lados que hubiesen deseado un gobierno honesto y eficiente.) Tanto el Senado como la oposición hicieron uso de la fuerza, y fue esto lo que originó medio siglo de guerras civiles.
Julio César planeaba poner fin a esto suprimiendo el Senado como institución puramente romana formada sólo por hombres nacidos y educados en Italia. Comenzó a hacer el intento de introducir en el Senado a hombres de las diversas provincias. De este modo, se establecería un gobierno en el cual los intereses generales de todo el ámbito romano estarían representados. Sin duda, pensó también que, en un gobierno en el cual figurarían muchos hombres de fuera de Italia, podría hacerse proclamar rey. Los romanos de Italia tenían un gran prejuicio contra los reyes, pero la gente de las provincias estaba muy acostumbrada a los reyes y habría aceptado un «rey Julio». Entonces, establecida la dominación de un solo hombre, podía imponerse mayor orden y eficiencia en Roma, siempre que ese hombre que gobernase fuese una persona capaz y supiese cómo gobernar, cosa que Julio César ciertamente era.
A la larga, esto habría sido de inestimable valor para la civilización occidental, pero la dificultad consistía en poner en práctica este ideal de igualdad racial y nacional. Eran demasiados los romanos de Italia que se consideraban amos de los dominios sometidos a Roma, y no estaban dispuestos a renunciar a sus prerrogativas. Indudablemente, este prejuicio nacional tuvo importancia en las motivaciones de los hombres que asesinaron a César.
Una vez que Octavio subió al poder, comprendió que, para reformar el gobierno, era necesaria la supremacía de un solo hombre. Pero el destino de su tío abuelo le enseñó a proceder con cautela. Decidió no arriesgarse a implantar la monarquía ni a permitir que el poder se alejase de Italia. Una y otra línea de acción le habría hecho demasiado impopular y cernerían sobre él el puñal de un asesino. Por ello, declaró que su intención era restaurar la república y gobernar con las viejas instituciones a las que los romanos estaban acostumbrados.
Y lo hizo, en cierto modo. Destituyó a los senadores introducidos por Julio César, dejando solamente a los de aceptable ascendencia italiana. Octavio se esmeró en tratar a los senadores y al Senado con todo respeto y en reservar todo el poder senatorial en las manos de los italianos. Hizo que el Senado discutiese asuntos de gobierno, para gran alborozo de los senadores, cumpliese con todas las viejas formas, hiciese recomendaciones, tuviese voz en el gobierno de ciertas provincias y en la designación de algunos funcionarios inferiores.
Pero era el mismo Octavio (que controlaba todos los cargos importantes del gobierno) el que decidía quién iba a ser senador y quién no, y esto lo sabía cada miembro del Senado. Por consiguiente, aunque hablaban libremente, siempre terminaban decidiendo hacer exactamente lo que Octavio quería que hiciesen.
Octavio también atrajo a su bando a los «equites». Estos constituían la clase media del mundo romano, los hombres de negocios. Su nombre de «equites» provenía de una palabra latina que significa «caballo», porque, cuando eran llamados a prestar servicios en el ejército, podían costearse un caballo y el equipo militar correspondiente. Podían servir como jinetes en la caballería, mientras que los soldados de a pie provenían de las clases más pobres. Se les puede llamar asimismo «caballeros», de otra voz latina que significa «caballo», nombre que también se dio a los jinetes en los ejércitos medievales, aunque los «caballeros» medievales eran muy diferentes de los equites romanos.
Los equites eran suficientemente ricos como para ser senadores, pero no pertenecían a las viejas familias senatoriales. A algunos de ellos Octavio los hizo senadores, pero a otros los colocó en cargos administrativos importantes. Se convirtieron en los «funcionarios públicos» del imperio, por así decir. De este modo, las clases medias, bien tratadas, se hicieron ardientemente leales a Octavio y sus sucesores.
Un aspecto importante del poder de Octavio fue su absoluto dominio sobre todo el ejército. Este solo obedecía a él, pues sólo él tenía el dinero para pagarle.
Octavio esparció cuidadosamente unos diez mil soldados a todo lo largo y lo ancho de Italia. Estos constituyeron la «guardia pretoriana» (nombre derivado de los días en que un general, o praetor, usaba un grupo de soldados como su guardia de corps personal). La guardia pretoriana fue la fuerza privada de Octavio, y constituyó su puño de hierro bajo el guante de terciopelo de su política deliberadamente moderada. Había también una fuerza especial de unos 1.500 hombres que formaban la policía de la misma ciudad de Roma. Esta impidió los motines y disturbios callejeros que fueron una característica tan acentuada del período de intranquilidad social y guerra civil del siglo anterior a Octavio.
Pero la parte principal del ejército no permaneció en Italia, donde generales rebeldes podían intrigar con el Senado y provocar revueltas repentinas. En cambio, las legiones romanas (en número de veintiocho, de seis mil hombres cada una, más fuerzas auxiliares que hacían ascender el total a unos 400.000 hombres) fueron apostadas en las fronteras exteriores de los dominios romanos, justamente en los lugares donde podía haber problemas con las tribus bárbaras del otro lado de las fronteras. De este modo, se mantenía a las tropas ocupadas y atareadas en sus propios asuntos, permaneciendo, al mismo tiempo, bajo el control de Octavio, quien podía enviarlas a una u otra parte, según le conviniera. Además, Octavio cuidó de que los oficiales del ejército y las tropas de élite fuesen italianos. Esto también estableció la supremacía de Italia sobre las provincias y aseguró que el ejército fuera dirigido por gente que adhería a la tradición romana.
Más aún, aunque se concedió al Senado el tradicional derecho de gobernar provincias, su gobierno quedó limitado a las provincias del interior, donde no había ejércitos estacionados. Las provincias fronterizas, donde sí los había, estuvieron bajo el control personal de Octavio. Y hasta las regiones senatoriales pasaban bajo el mando de Octavio cuando éste quería ejercer su influencia en ellas.
En otras palabras, el Senado no controlaba parte alguna del ejército, y sabía que toda agitación por su parte lo dejaría inerme y sin defensa frente a hombres armados que podían matarlos, si se les ordenaba, sin ningún escrúpulo. Por ello, los senadores se comportaron juiciosamente y no plantearon problemas.
Por cierto, en 27 a. C. Octavio anunció que los peligros habían pasado, que la paz había sido restaurada, que todo estaba tranquilo y que, por lo tanto, renunciaba a todos sus poderes especiales, inclusive su control del ejército. Pero no lo decía en serio, y el Senado lo sabía. Lo que Octavio quería era que el Senado le devolviese todos los poderes. Entonces los tendría legalmente y nadie podría elevar contra él la acusación de ser un «usurpador ilegal».
El Senado desempeñó su papel sumisamente. Solicitó humildemente a Octavio que aceptase numerosos poderes, incluyendo el fundamental: el mando de las fuerzas armadas. También le pidió que aceptase el título de Princeps, que significaba «el primer ciudadano». (De esa palabra deriva la nuestra «príncipe».) Por esta razón, el período de tres siglos de la historia romana que comenzó en el 27 a. C. (726 A. U. C.) es llamado a veces «el Principado».
Octavio también recibió ese año el título de «Augusto», título que anteriormente sólo se había dado a ciertos dioses. El título implicaba que la persona del dios así llamada era responsable por el incremento (el «aumento») del bienestar del mundo. Octavio aceptó el título, y en la historia es más conocido como «Augusto». Por ende, así lo llamaré de aquí en adelante.
Mientras tanto, el ejército lo consideró el «Imperator», que significa «comandante» o «líder». Fue un título que había llevado desde una temprana victoria obtenida en 43 a. C., durante los desórdenes que siguieron al asesinato de César. Esa palabra se ha convertido en «Emperador» en el castellano moderno, por lo que Augusto es considerado el primero de los emperadores romanos y el ámbito que gobernó es llamado el «Imperio Romano».
Sin embargo, aunque el sobrino nieto de Julio César se había convertido en príncipe y emperador y, como Augusto, en alguien casi divino, no se convirtió en rey. Pensó que esto no lo habrían tolerado los romanos. Aunque tenía todos los poderes de un rey, y más aún, nunca usó el título; le bastaba con serlo de hecho. En vez de proclamarse rey, se hizo elegir cónsul (el cargo tradicional del poder ejecutivo romano, al que se era elegido por un año) cada año. Puesto que los romanos siempre elegían dos cónsules, Augusto hacía elegir a algún otro con él. En teoría, el otro cónsul tenía tanto poder como Augusto, pero en la realidad no era así, y sabía muy bien que no podía ni soñar con tenerlo.
Posteriormente, Augusto renunció al consulado, dejándolo como medio de recompensar a diferentes senadores año tras año. En cambio, se hizo tribuno vitalicio, y arregló las cosas para que este cargo tuviese más poderes legislativos que el de cónsul. También se hizo nombrar pontifex maximus, o sumo sacerdote, y, uno tras otro, acumuló también otros cargos adicionales.
Como resultado de esa acumulación de cargos, controló la dirección del gobierno mediante las viejas costumbres republicanas. Pocos, romanos de la época percibían alguna diferencia práctica en el modo como eran gobernados, excepto por el hecho de que ya no había guerra civil, lo cual, por supuesto, era un gran cambio positivo.
Solamente los senadores, que soñaban con la época en que eran los verdaderos amos, y unos pocos intelectuales idealistas sentían realmente la diferencia. A veces soñaban con la vieja república, que, en sus recuerdos o en las lecturas históricas, llegó a parecer mucho mejor de lo que realmente era. Y cuanto más se remontaban en el tiempo, tanto más noble les parecía en sus sueños.
No fue sólo el mando militar de Augusto y su autoridad oficial lo que mantuvo la paz en Roma bajo su gobierno. Estaba también el problema de las finanzas. La República Romana siempre tuvo un método muy ineficaz de recaudar el dinero necesario para uso del gobierno. Los impuestos recaudados a menudo iban a parar a los bolsillos de los recaudadores, y el gobierno debía recurrir al saqueo directo de las tierras conquistadas. Los ciudadanos romanos estaban libres de impuestos, como recompensa por haber conquistado el mundo antiguo; en verdad, muchos de los ciudadanos romanos más pobres eran mantenidos por el Estado directamente con dinero tomado de las provincias.
En el siglo anterior a Augusto, los provincianos estaban abrumados, primero por los impuestos legales, luego por los sobornos y el robo mediante los cuales los gobernadores provinciales se enriquecían personalmente y, por último, por las exacciones ilegales de generales que libraban sus guerras civiles en una provincia determinada.
Tan abrumadoras eran las exigencias financieras y tan poco dinero iba al tesoro central que, cuando terminó el período de conquistas y las nuevas fuentes de botín se secaron, el gobierno romano se enfrentó con la bancarrota.
Augusto tampoco podía planear nuevas conquistas para evitar la ruina financiera. Todas las regiones ricas del mundo civilizado al alcance de los ejércitos romanos ya habían sido engullidas. Sólo quedaban culturas bárbaras que, después de conquistadas, brindaban muy escasas rentas, por mucho que se las esquilmase.
De continuar la vieja extorsión, Roma se hundiría inevitablemente en la anarquía. Entre otras cosas, no se podría pagar a los soldados, lo cual significaba que se rebelarían y Roma caería desgarrada en facciones contendientes, como había ocurrido con el imperio de Alejandro Magno tres siglos antes.
Por ello, Augusto hizo todo lo que pudo para imponer un sistema honesto. Se otorgó a los gobernadores provinciales un generoso sueldo, en el claro entendimiento de que toda tentativa de aumentar ese sueldo mediante el soborno sería castigada rápida y severamente. Antes, los sobornados sabían que el Senado haría la vista gorda con ellos porque cada senador había hecho lo mismo en su momento o pensaba hacerlo en la primera oportunidad. Mas el emperador no tenía necesidad alguna de sobornos, pues ya era el hombre más rico del Imperio. En verdad, cada moneda robada por un funcionario corrupto era dinero que se birlaba al tesoro del Emperador, por lo que no cabía esperar que Augusto mostrase ninguna clemencia.
Además, Augusto trató de introducir reformas en el sistema de impuestos para que un porcentaje mayor del dinero recaudado fuese a parar al tesoro, y una parte menor al bolsillo de los recaudadores.
Innovaciones como éstas mantuvieron tranquilas y razonablemente felices a las provincias. Podían lamentar la pérdida de poder político que parecían a punto de alcanzar con Julio César, pero tampoco la aristocracia romana tenía ningún poder político realmente. Y por último las provincias podían abrigar la esperanza de gozar de un gobierno razonablemente honesto y eficiente, lo cual era más de lo que nunca habían tenido antes, ni siquiera bajo sus propios reyes.
Pero pese la reforma fiscal y al freno a la corrupción, los ingresos del Imperio aún no satisfacían todas sus necesidades y gastos, en particular porque Augusto estaba empeñado en un enorme programa de embellecimiento de la ciudad de Roma (se le atribuye la afirmación de que la encontró de ladrillo y la dejó de mármol), de crear una brigada de bomberos, de extender los caminos por todo el Imperio, etc.
Augusto utilizó las necesidades financieras del Imperio como otro modo de consolidar su dominación. Cuando derrotó a Antonio y Cleopatra, se apoderó de Egipto, no meramente como provincia romana, sino como su propiedad privada. A ningún senador se le permitía siquiera entrar en Egipto sin un permiso especial.
Egipto era por entonces la región más rica del mundo Mediterráneo. Gracias a las inundaciones anuales del Nilo, su agricultura nunca sufría daños y sus cosechas eran enormes, de modo que sirvió de granero, o proveedor de alimentos, a Italia. Todos los impuestos cobrados a los sufridos campesinos egipcios iban al tesoro personal de Augusto. Lo mismo sucedía con gran cantidad de otros dineros obtenidos mediante diversos recursos legales. (Muchos hombres ricos legaban a Augusto parte de sus patrimonios, sea en gratitud por la paz que había impuesto, sea —quizá— como soborno para que sus herederos pudiesen disfrutar del resto sin problemas.)
Augusto, por tanto, podía adelantar dinero de su propia bolsa para satisfacer muchas de las necesidades del Imperio. El lector podría pensar que hubiera sido más sencillo que el dinero fuese directamente al Estado, pero el razonamiento de Augusto era que, si el dinero llegaba al Estado por el Emperador, éste podía no darlo como forma de castigo, o ganarse la gratitud de todos si lo daba. También, sólo él podía asegurar el pago a los soldados, de modo que sólo a él serían leales los soldados.
Augusto trató de fortalecer la posición de Italia tanto mediante una legislación social como mediante una legislación política. Trató de restaurar las costumbres religiosas para que fuesen lo que habían sido antes de que los más coloridos y espectaculares cultos del Este invadieran Roma. Esos cultos fueron llevados por los esclavos del Oriente conquistado. Puesto que la costumbre romana permitía que esos esclavos se liberasen en ciertas condiciones, los «libertos» no romanos —con los derechos de los hombres libres, pero a menudo sin las tradiciones romanas— estaban aumentando de número en Italia. Augusto no quería que la antigua población italiana fuese anegada, y sus reformas menos admirables fueron aquellas mediante las cuales trató de restringir la liberación de esclavos.
De esta manera, durante cuarenta y cinco años después de conquistar el poder, Augusto gobernó a Roma en la prosperidad y, al menos internamente, en la paz.
No hay ninguna duda de que las reformas de Augusto señalaron un giro importante en la historia. Si no hubiese sido tan sabio como fue o no hubiese vivido tanto tiempo, Roma habría continuado con las guerras civiles y, tal vez, en unas pocas generaciones más se habría desmembrado en fragmentos en decadencia. Tales como ocurrieron las cosas, el mundo romano permaneció fuerte e intacto durante cuatro siglos. Fue tiempo suficiente para que la cultura romana se asentara sobre gran parte de Europa tan firmemente que ni siquiera los desastres que siguieron pudieron borrarla. Nosotros mismos somos herederos de esa cultura.
Debe recordarse también que el cristianismo, la principal religión del mundo occidental, evolucionó bajo el Imperio, y no se habría expandido y desarrollado como lo hizo si un vasto dominio unido no hubiese permitido a sus primeros misioneros viajar libremente por muchas provincias populosas. Aún hoy, la Iglesia Católica conserva mucho de la atmósfera y del lenguaje del Imperio Romano.
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