viernes, noviembre 18

parte 32. los obispos

Los obispos
Pero el nuevo sistema de Diocleciano no era el único poder importante en el Imperio. Los desórdenes de las generaciones anteriores habían provocado un gran aumento de la fuerza del cristianismo, pese a las persecuciones de Decio y Valerio. Ahora, en la época de Diocleciano, casi el diez por ciento de la población del Imperio era cristiana. Y era un diez por ciento importante, pues los cristianos estaban bien organizados y solían ser fervientes en sus creencias, mientras que la mayoría pagana tendía a ser tibia o indiferente.
Las causas del crecimiento del cristianismo fueron varías. Entre otras, la inminente desintegración del Imperio hacía parecer más probable que las cosas del mundo estuvieran llegando a su fin y que se produjera el predicho segundo advenimiento de Cristo. Esto aumentaba el fervor de los que ya eran cristianos y convencía a los vacilantes. También, la decadencia de la sociedad y las crecientes penurias que sufrían los hombres hacían este mundo menos atractivo y la promesa del otro mundo más deseable. Esto hacía al cristianismo más atractivo para muchos que hallaban ese otro mundo más convincente que el ofrecido por los diversos misterios no cristianos. Asimismo, la Iglesia, que fortalecía su organización y eficiencia mientras el Imperio perdía las suyas, parecía cada vez más una roca segura en un mundo perturbado y miserable.
Por otro lado, la Iglesia, al aumentar el número de sus adeptos, se vio sumergida en nuevos problemas. Ya no era un puñado de visionarios, ardientes de celo por el martirio. Hombres y mujeres de todas las clases y condiciones eran ahora cristianos, muchos de ellos gente común que deseaba vivir vidas comunes. Por ello, el cristianismo se hizo cada vez más sosegado y hasta «respetable».
La presión por parte de los cristianos comunes estaba dirigida a aumentar el brillo del ceremonial y a la multiplicación de los objetos para venerar. Un monoteísmo frío, austero y absoluto carecía de dramatismo. Por ello, se proporcionaba ese dramatismo aumentando la importancia del principio femenino en la forma de la madre de Jesús, María, y la adición de muchos santos y mártires. Los ritos en su honor, a menudo adaptaciones de diversos ritos paganos, se hicieron más complejos, y esto también contribuyó a difundir el cristianismo; pues a medida que disminuían las diferencias superficiales entre los rituales del paganismo y el cristianismo, se hizo más fácil para la gente atravesar la frontera hacia este último.
Pero a medida que la forma del culto se hizo más compleja y el número de feligreses aumentó, se hizo más fácil que se desarrollasen diferencias de detalle. Las diferencias en el ritual podían aparecer y, lentamente, hacerse más pronunciadas de una provincia a otra y de una iglesia a otra. Hasta dentro de una misma iglesia podía haber quienes favoreciesen un punto de vista o un tipo de conducta en vez de otra.
Para quienes no estaban sumergidos en la cuestión, las variaciones podían parecer secundarías, sin importancia y apenas dignas de algo más que un encogimiento de hombros. Mas para quienes creían que cada elemento del credo y el ritual era parte de una cadena que conducía al Cielo y que toda desviación de él implicaba la condena al Infierno, tales variaciones no podían ser secundarias. No sólo eran cuestión de vida o muerte, sino también de vida eterna o muerte eterna.
Así, las diferencias en el ritual podían conducir a una especie de guerra civil dentro de la Iglesia, hacerla pedazos y, finalmente, destruirla. El que esto no ocurriese a la larga se debió al hecho de que la Iglesia gradualmente edificó una jerarquía compleja que decidió sobre cuestiones de creencia y ritual autoritariamente desde arriba.
De este modo, las iglesias y el clero de una región fueron colocados bajo un obispo (de la palabra griega «epíscopos», que significa «supervisor»), quien tenía autoridad para decidir en puntos discutidos de la religión.
Pero, ¿qué ocurría si el obispo de una región discrepaba con el de otra? Esto podía suceder, desde luego, y con frecuencia ocurrió, pero desde fines del siglo III se generalizó la costumbre de realizar «sínodos» (de una palabra griega que significa «reunión») en los que los obispos se reunían y discutían a fondo los puntos en disputa. Creció el sentimiento de que los acuerdos alcanzados en tales sínodos debían ser defendidos por todos los obispos, para que toda la cristiandad sostuviese un solo conjunto de concepciones y siguiese un solo conjunto de pautas en el ritual.
Había sólo una Iglesia, según esta corriente de pensamiento, una Iglesia Universal o, usando la palabra griega que significa «universal», una Iglesia Católica.
Las decisiones forjadas por los obispos, pues, eran las concepciones ortodoxas de la Iglesia Católica, y todas las demás eran herejías.
En principio, todos los obispos eran iguales, pero no ocurría así en la realidad. Los grandes centros de población tenían el mayor número de cristianos y las iglesias más influyentes. Esas iglesias atraían a los hombres más capaces y, como es de suponer, los obispos de ciudades como Antioquía y Alejandría serían grandes hombres, llenos de literatura y saber, que escribían sus grandes volúmenes y dirigían facciones poderosas entre los obispos.
En verdad, hubo varias ciudades importantes en la mitad oriental del Imperio, cuyos obispos a menudo andaban a la greña unos con otros. La mitad occidental del Imperio, donde generalmente los cristianos eran menos numerosos y menos poderosos, tenía sólo un obispo importante en tiempos de Diocleciano: el obispo de Roma.
En general, el Occidente era menos culto que el Este, tenía una tradición filosófica e intelectual más débil y estaba mucho menos envuelto en las disputas religiosas de la época. Ninguno de los primeros obispos de Roma fue un autor destacado o un gran polemista. Eran hombres moderados, quienes en todas las cuestiones del momento nunca defendieron causas perdidas o concepciones minoritarias. Esto significaba que el obispo de Roma fue el único gran obispado que nunca fue manchado por la herejía. Fue ortodoxo del principio al fin.
Además, alrededor de Roma se sentía el perfume del poder mundial. Fuese Roma o no realmente el centro del gobierno, era Roma la que dominaba el mundo en la mente de los hombres, y a muchos les parecía que el obispo de Roma era el equivalente eclesiástico del emperador romano. Esto fue así tanto más cuanto que era fuerte la tradición según la cual el primer obispo de Roma había sido el mismo Pedro, el primero de los discípulos de Jesús.
Por ello, aunque el obispo de Roma, en los primeros siglos, no tenía un brillo particular en comparación con los obispos de Alejandría y Antioquía, y aun con los de ciudades como Cartago, el futuro (al menos para gran parte del mundo cristiano) era totalmente suyo.
Diocleciano, pues, al contemplar su imperio halló que su autoridad era desafiada por otra, la de la Iglesia. Esto le fastidió y, según algunas historias, fastidió a su César y sucesor, Galerio, aún más.
En 303, a instancias de Galerio, Diocleciano inició una intensa campaña contra todos los cristianos, y más contra la organización de la Iglesia (la cual era lo que Diocleciano realmente temía) que contra los creyentes individualmente. Las iglesias fueron destruidas, las cruces quebradas y los libros sagrados arrancados de los obispos y luego quemados. A veces, cuando las muchedumbres paganas se descontrolaban, se mataba a cristianos. Naturalmente, los cristianos fueron despedidos de todos los cargos, expulsados del ejército, alejados de las cortes y, en general, acosados de todas maneras.
Fue la última y la más intensa persecución física organizada de cristianos en el Imperio, pero se extendió por todo el Imperio. Constancio Cloro, el más benévolo de los cuatro gobernantes del Imperio, hizo que su parte de los dominios romanos quedase exenta de persecuciones, aunque él no era cristiano, sino un devoto del Dios-Sol.
La acción de Diocleciano de iniciar la persecución fue el último acto importante de su reinado. Estaba totalmente harto de gobernar el Imperio. Su decepcionante viaje a Roma lo amargó y deprimió, y poco después de retornar a Nicomedia cayó enfermo. Se estaba acercando a los sesenta años, había sido emperador durante veinte y ya tenía bastante. Galerio, sucesor al trono, estaba totalmente dispuesto a, y hasta ansioso de, suceder a Diocleciano, y urgió al Emperador a abdicar. En 305 (1058 A. U. C.), lo hizo. Es muy poco común en la historia del mundo que un gobernante abdique por su propia voluntad, sencillamente porque se siente viejo y cansado, pero a veces ocurre. Diocleciano es un ejemplo de ello.
El ex emperador se retiró a la ciudad de Salona, cerca de la aldea donde había nacido, y allí construyó un gran palacio donde pasó los últimos ocho años de su vida. (Más tarde, el palacio cayó en ruinas, pero cuando la ciudad de Salona fue destruida por las invasiones bárbaras, tres siglos después de Domiciano, algunos de sus habitantes se trasladaron a las ruinas del palacio y construyeron allí sus hogares. Fueron los comienzos de la ciudad de Spalatum, llamada Spalato por los italianos y Split por los yugoslavos.)

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