XLI. Entonces los jefes y personas de autoridad entre los
nervios, que tenían alguna cabida y razón de amistad con Cicerón,
dicen que quieren abocarse con él. Habida licencia, repiten la arenga
de Ambiórige a Titurio: «estar armada toda la Galia: los germanos de
esta parte del Rin: los cuarteles de César y de los otros, sitiados.
Añaden lo de la muerte de Sabino. Ponente delante a Ambiórige,99
para que no dude de la verdad. Dicen ser gran desatino esperar
socorro alguno de aquellos que no pueden valerse a sí mismos.
Protestan, no obstante, que por el amor que tienen a Cicerón y al
Pueblo Romano sólo se oponen a que invernen dentro de su país, y
que no quisieran se avezasen a eso; que por ellos bien pueden salir
libres de los cuarteles, y marchar seguros a cualquiera otra parte».
La única respuesta de Cicerón a todo esto fue: «no ser costumbre del
Pueblo Romano recibir condiciones del enemigo armado. Si dejan las
armas podrán servirse de su mediación y enviar embajadores a
César, que, según es de benigno, espera lograrán lo que pidieren».
XLII. Los nervios, viendo frustradas sus ideas, cercan los reales
con un bastión de once pies y su foso de quince. Habían aprendido
esto de los nuestros con el trato de los años antecedentes, y no
dejaban de tener soldados prisioneros que los instruyesen. Mas como
carecían de las herramientas necesarias, les era forzoso cortar los
céspedes con la espada, sacar la tierra con las manos y acarrearla en
las haldas. De lo cual se puede colegir el gran gentío de los
sitiadores, pues en menos de tres horas concluyeron una fortificación
de diez millas de circuito; y los días siguientes, mediante la dirección
de los mismos prisioneros, fueron levantando torres de altura igual a
nuestras barreras, y fabricando guadañas y galápagos.
XLIII. Al día séptimo del cerco, soplando un viento recio,
empezaron a tirar con hondas bodoques100 caldeados y dardos
encendidos a las barracas, que al uso de la Galia eran pajizas.
Prendió al momento en ellas el fuego, que con la violencia del viento
se extendió por todos los reales. Los enemigos cargando con grande
algaraza, como seguros ya de la victoria, van arrimando las torres y
galápagos, y empiezan a escalar el vallado. Mas fue tanto el valor de
los soldados, tal su intrepidez, que sintiéndose chamuscar por todos
lados y oprimir de una horrible lluvia de saetas, viendo arder todos
sus ajuares y alhajas, lejos de abandonar nadie su puesto, ni aun casi
quien atrás mirase, antes por lo mismo peleaban todos con mayor
brío y coraje. Penosísimo sin duda fue este día para los nuestros;
bien que se consiguió hacer grande estrago en los enemigos, por
estar apiñados al pie del vallado mismo, ni dar los últimos, lugar de
retirarse a los primeros. Cediendo un tanto las llamas, como los
enemigos arrimasen por cierta parte una torre hasta pegarla con las
trincheras, los oficiales de la tercera cohorte hicieron lugar
retirándose atrás, con todos los suyos, y con ademanes y voces
empezaron a provocarlos a entrar, «si eran hombres»; pero nadie osó
aventurarse. Entonces los romanos, arrojando piedras, los derrocaron
y les quemaron la torre.
XLIV. Había en esta legión dos centuriones muy valerosos, Tito
Pulfion y Lucio Vareno, a punto de ser promovidos al primer grado.
Andaban éstos en continuas competencias sobre quién debía ser
preferido, y cada año, con la mayor emulación, se disputaban la
precedencia. Pulfion, uno de los dos, en el mayor ardor del combate
al borde de las trincheras: « ¿En qué piensas, dice, oh Vareno?, ¿o a
cuándo aguardas a mostrar tu valentía? Este día decidirá nuestras
competencias. » En diciendo esto, salta las barreras y embiste al
enemigo por la parte más fuerte. No se queda atrás Vareno, sino que
temiendo la censura de todos, síguele a corta distancia. Dispara
Pulfion contra los enemigos su lanza, y pasa de parte a parte a uno
que se adelantó de los enemigos; el cual herido y muerto, es
amparado con los escudos de los suyos, y todos revuelven contra
Pulfion cerrándole el paso. Atraviésanle la rodela, y queda clavado el
estoque en el tahalí. Esta desgracia le paró de suerte la vaina que,
por mucho que forcejaba, no podía sacar la espada, y en esta
maniobra le cercan los enemigos. Acude a su defensa el competidor
Vareno, y socórrele en el peligro, punto vuelve contra este otro el
escuadrón sus tiros, dando a Pulfion por muerto de la estocada. Aquí
Vareno, espada en mano, arrójase a ellos, bátese cuerpo a cuerpo, y
matando a uno, hace retroceder a los demás. Yendo tras ellos con
demasiado coraje, resbala cuesta abajo, y da consigo en tierra.
Pulfion que lo vio rodeado de enemigos, corre a librarle, y al fin
ambos, sanos y salvos, después de haber muerto a muchos, se
restituyen a los reales cubiertos de gloría. Así la fortuna en la
emulación y en la contienda guío a entrambos, defendiendo el un
émulo la vida del otro, sin que pudiera decirse cuál de los dos
mereciese en el valor la primacía.
XLV. Cuanto más se agravaba cada día la fiereza del asedio,
principalmente por ser muy pocos los defensores, estando gran parte
de los soldados postrados de las heridas, tanto más se repetían
correos a César, de los cuales algunos eran cogidos y muertos a
fuerza de tormentos a vista de los nuestros. Había en nuestro cuartel
un hidalgo llamado Verticón, que había desertado al primer
encuentro, y dado a Cicerón pruebas de su lealtad. Este tal persuade
a un su esclavo, prometiéndole la libertad y grandes galardones, que
lleve una carta a César. Él la acomoda en su lanza, y como galo,
atravesando por entre los galos sin la menor sospecha, la pone al fin
en manos de César, por donde vino a saber el peligro de Cicerón y de
su legión.
XLVI. Recibida esta carta a las once del día, despacha luego
aviso al cuestor Marco Craso que tenía sus cuarteles en los belovacos,
a distancia de veinticinco millas, mandándole que se ponga en camino
a medianoche con su legión y venga a toda prisa. Pártese Craso al
aviso. Envía otro al legado Cayo Fabio, que conduzca la suya a la
frontera de Artois, por donde pensaba él hacer su marcha. Escribe a
Labieno, que, si puede buenamente, se acerque con su legión a los
nervios. No le pareció aguardar lo restante del ejército, por hallarse
más distante. Saca de los cuarteles inmediatos hasta cuatrocientos
caballos.
XLVII. A las tres de la mañana supo de los batidores la venida
de Craso. Este día caminó veinte millas. Da el gobierno de
Samarobriva con una legión a Craso, porque allí quedaba todo el
bagaje, los rehenes, las escrituras públicas, y todo el trigo acopiado
para el invierno. Fabio, conforme a la orden recibida, sin detenerse
mucho, sale al encuentro en el camino. Labieno, entendida la muerte
de Sabino y el destrozo de sus cohortes, viéndose rodeado de todas
las tropas trevirenses, temeroso de que, si salía como huyendo de los
cuarteles, no podía sostener la carga del enemigo, especialmente
sabiendo que se mostraba orgulloso con la recién ganada victoria,
responde a César, representando el gran riesgo que correrá la legión
si se movía. Escríbele por menor lo acaecido en los eburones, y añade
que a tres millas de su cuartel estaban acampados los trevirenses con
toda la infantería y caballería.
XLVIII. César, pareciéndole bien esta resolución, dado que de
tres legiones con que contaba se veía reducido a dos, sin embargo,
en la presteza ponía todo el buen éxito. Entra, pues, a marchas
forzadas por tierras de los nervios. Aquí le informan los prisioneros
del estado de Cicerón y del aprieto en que se halla. Sin perder
tiempo, con grandes promesas persuade a uno de la caballería
galicana que lleve a Cicerón una carta. Iba ésta escrita en griego, con
el fin de que, si la interceptaban los enemigos, no pudiesen entender
nuestros designios; previénele, que si no puede dársela en su mano,
la tire dentro del campo atada con la coleta de un dardo. El contenido
era: «que presto le vería con sus legiones», animándole a perseverar
en su primera constancia. El galo, temiendo ser descubierto, tira el
dardo según la instrucción. Éste, por desgracia, quedó clavado en un
cubo, sin advertirlo los nuestros por dos días. Al tercero reparó en él
un soldado, que lo alcanzó, y trajo a Cicerón, quien después de leída,
la publicó a todos, llenándolos de grandísimo consuelo. En eso se
divisaban ya las humaredas a lo lejos, con que se aseguraron
totalmente de la cercanía de las legiones.
XLIX. Los galos, sabida esta novedad por sus espías, levantan
el cerco, y con todas sus tropas, que se componían de sesenta mil
hombres, van sobre César. Cicerón, valiéndose de esta coyuntura,
pide a Verticón, aquel galo arriba dicho, para remitir con él otra carta
a César, encargándole haga el viaje con toda cautela y diligencia;
decía en la carta, cómo los enemigos, alzando el sitio, habían
revuelto contra él todas las tropas. Recibida esta carta cerca de la
medianoche, la participa César a los suyos y los esfuerza para la
pelea.
Al día siguiente muy temprano mueve su campo, y a cuatro
días de marcha descubre la gente del enemigo que asomaba por
detrás de un valle y de un arroyo. Era cosa muy arriesgada combatir
con tantos en paraje menos ventajoso; no obstante, certificado ya de
que Cicerón estaba libre del asedio, y por tanto no era menester
apresurarse, hizo alto, atrincherándose lo mejor que pudo, según la
calidad del terreno; y aunque su ejército ocupaban bien poco, que
apenas era de siete mil hombres, y ésos sin ningún equipaje, todavía
lo reduce a menor espacio, estrechando Lodo lo posible las calles de
entre las tiendas101 con la mira de hacerse más y más despreciable al
enemigo. Entre tanto despacha por todas partes batidores a descubrir
el sendero más seguro por donde pasar aquel valle.
L. Este día, sin hacer más que tal cual ligera escaramuza de los
caballos junto al arroyo, unos y otros se estuvieron quedos en sus
puestos: los galos, porque aguardaban mayores refuerzos, que aun
no se habían juntado; César, por si pudiese con muestras de temor
atraer al enemigo a esta banda del valle, y darle la batalla sin mudar
de terreno delante de las trincheras, donde no, sendereada la ruta,
pasar el valle y el arroyo con menos riesgo. La mañana siguiente, la
caballería enemiga se acerca a los reales, y trábase con la nuestra.
César de intento la manda cejar y retirarse adentro, y manda
juntamente alzar más la estacada, tapiar las puertas, y ejecutar todo
esto con grandísimo atropellamiento y apariencias de miedo.
99
Poco antes amigo de César y obligado con tantos beneficios; ahora enemigo declarado y cabeza de los
rebeldes.
100
Pelotas caldeadas, o especie de balas rojas.
101
Las de los reales romanos eran ordinariamente de cincuenta, y aun de cien pasos en ancho, con que
se podían estrechar mucho en las ocurrencias.
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