jueves, febrero 2

LIBRO QUINTO CAP 4

XXXI. Levántanse con esto de la junta, y los principales se
ponen de por medio y suplican a entrambos no lo echen todo a
perder con su discordia y empeño; cualquier partido que tomen, o de
irse o de quedarse, saldrá bien, si todos van a una; al contrario, si
están discordes, se dan por perdidos. Durando la disputa hasta
medianoche, al cabo, rendido Cota, cede. Prevalece la opinión de
Sabino. Publícase marcha para el alba. El resto de la noche pasan en
vela, registrando cada uno su mochila, para ver qué podría llevar
consigo, qué no de los utensilios de los cuarteles. No parece sino que
se discurren todos los medios de hacer peligrosa la detención, y aun
más la marcha con la fatiga y el desvelo de los soldados. Venida la
mañana, comienzan su viaje en la persuasión de que no un enemigo,
sino el mayor amigo suyo, Ambiórige, les había dado este consejo,
extendidos en filas muy largas y con mucho equipaje.
XXXII. Los enemigos, que por la bulla e inquietud de la noche
barruntaron su partida, armadas dos emboscadas en sitio ventajoso y
encubierto entre selvas, a distancia de dos millas estaban acechando
el paso de los romanos; y cuando vieron la mayor parte internada en
lo quebrado de aquel hondo valle, al improviso se, dejaron ver por el
frente y espaldas picando la retaguardia, estorbando a la vanguardia
la subida, y forzando a los nuestros a pelear en el peor paraje.
XXXIII. Aquí vieras a Titurio, que nunca tal pensara, asustarse,
correr acá y allá, desordenadas las filas; pero todo como un hombre
azorado que no sabe la tierra que pisa; que así suele acontecer a los
que no se aconsejan hasta que se hallan metidos en el lance. Por el
contrario Cota, que todo lo tenía previsto y por eso se había opuesto
a la salida, nada omitía de lo conducente al bien común; ya llamando
por su nombre a los soldados, ya esforzándolos, ya peleando, hacía a
un tiempo el oficio de capitán y soldado. Mas visto que, por ser las
filas muy largas, con dificultad podían acudir a todas partes y dar las
órdenes convenientes, publicaron una general para que, soltando las
mochillas, se formasen en rueda, resolución que, si bien no es de
tachar en semejante aprieto, tuvo muy mal efecto; pues cuanto
desalentó la esperanza de los nuestros, tanto mayor denuedo
infundió a los enemigos, por parecerles que no se hacía esto sin
extremos de temor y en caso desesperado. Además que los soldados
de tropel, como era regular, desamparaban sus banderas, y cada cual
iba corriendo a su lío a sacar y recoger las alhajas y preseas más
estimadas, y no se oían sino alaridos y lamentos.
XXXIV. Mejor lo hicieron los bárbaros; porque sus capitanes
intimaron a todo el ejército que ninguno abandonase su puesto; que
contasen por suyo todo el despojo de los romanos, pero entendiesen
que el único medio de conseguirlo era la victoria. Eran los nuestros
por el número y fortaleza capaces de contrarrestar al enemigo, y
dado caso que ni el caudillo ni la fortuna los ayudaba, todavía en su
propio valor libraban la esperanza de la vida; y siempre que alguna
cohorte daba un avance, de aquella banda caía por tierra gran
número de enemigos. Advirtiéndolo Ambiórige, da orden que disparen
de lejos, y que nunca se arrimen mucho, y dondequiera que los
romanos arremetan, retrocedan ellos; que atento el ligero peso de
sus armas y su continuo ejercicio no podían recibir daño, pero en
viéndolos que se retiran a su formación, den tras ellos.
XXXV. Ejecutada puntualísimamente esta orden, cuando una
manga destacada del cerco acometía, los contrarios echaban para
atrás velocísimamente. Con eso era preciso que aquella parte
quedase indefensa, y por un portillo abierto expuesta a los tiros.
Después al querer volver a su puesto, eran cogidos en medio así de
los que se retiraban, como de los que estaban apostados a la espera;
y cuando quisiesen mantenerse a pie firme, ni podían mostrar su
valor, ni estando tan apiñados hurtar el cuerpo a los flechazos de
tanta gente. Con todo eso, a pesar de tantos contrastes y de la
mucha sangre derramada, se tenían fuertes, y pasada gran parte del
día, peleando sin cesar del amanecer hasta las ocho,97 no cometían la
menor vileza. En esto, con un venablo atravesaron de parte a parte
ambos muslos de Tito Balvencio, varón esforzado y de gran cuenta,
que desde el año antecedente mandaba la primera centuria. Quinto
Lucanio, centurión del mismo grado, combatiendo valerosamente, por
ir a socorrer a su hijo rodeado de los enemigos, cae muerto. El
comandante Lucio Cota, mientras va corriendo las líneas y
exhortando a los soldados, recibe en la cara una pedrada de honda.
XXXVI. Aterrado con estas desgracias Quinto Titurio, como
divisase a lo lejos a Ambiórige que andaba animando a los suyos,
envíale su intérprete Neo Pompeyo a suplicarle les perdone las vidas.
Él respondió a la súplica: «que si quería conferenciar consigo, bien
podía, cuanto a la vida de los soldados, esperaba que se podría
recabar de su gente; tocante al mismo Titurio, empeñaba su palabra
que no se le haría daño ninguno». Titurio lo comunica con Cota
herido, diciendo: «que si tiene por bien salir del combate y abocarse
con Ambiórige, hay esperanza de poder salvar sus vidas y las de los
soldados». Cota dice, que de ningún modo irá al enemigo mientras le
vea con las armas en la mano, y ciérrase en ello.
XXXVII. Sabino, vuelto a los tribunos circunstantes y a los
primeros centuriones, manda que le sigan, y llegando cerca de
Ambiórige, intimándole rendir las armas, obedece, ordenando a los
suyos que hagan lo mismo. Durante la conferencia, mientras se trata
de las condiciones, y Ambiórige alarga de propósito la plática,
cércanle poco a poco, y le matan. Entonces fue la grande algazara y
el gritar descompasado a su usanza, apellidando victoria, echarse
sobre los nuestros, y desordenarlos. Allí Lucio Cota pierde
combatiendo la vida, con la mayor parte de los soldados; los demás
se refugian a los reales de donde salieron, entre éstos Lucio
Petrosidio, alférez mayor, que, siendo acosado de un gran tropel de
enemigos, tiró dentro del vallado la insignia del águila, defendiendo a
viva fuerza la entrada, hasta que cayó muerto. Los otros a duras
penas sostuvieron el asalto hasta la noche, durante la cual todos,
desesperados, se dieron a sí mismos la muerte. Los pocos que de la
batalla se escaparon, metidos entre los bosques, por caminos
extraviados, llegan a los cuarteles de Tito Labieno y le cuentan la
tragedia.
XXXVIII. Engreído Ambiórige con esta victoria, marcha sin
dilación con su caballería a los aduáticos, confinantes con su reino,
sin parar día y noche, y manda que le siga la infantería. Incitados los
aduáticos con la relación del hecho, al día siguiente pasa a los
nervios, y los exhorta a que no pierdan la ocasión de asegurar para
siempre su libertad y vengarse de los romanos por los ultrajes
recibidos. Póneles delante la muerte de dos legados y la matanza de
gran parte del ejército; ser muy fácil hacer lo mismo de la legión
acuartelada con Cicerón, acogiéndola de sorpresa; él se ofrece por
compañero de la empresa. No le fue muy dificultoso persuadir a los
nervios. Así que, despachando al punto correos a los centrones,
grudios, levacos, pleumosios y gordunos,98 que son todos
dependientes suyos, hacen las mayores levas que pueden, y de
improviso vuelan a los cuarteles de Cicerón, que aun no tenía noticia
de la desgracia de Titurio, con que no pudo precaver el que algunos
soldados, esparcidos por las selvas en busca de leña y fajina, no
fuesen sorprendidos con la repentina llegada de los caballos.
Rodeados ésos, una gran turba de eburones, aduáticos y nervios con
todos sus aliados y dependientes empieza a batir la legión. Los
nuestros a toda prisa toman las armas y montan las trincheras. Costó
mucho sostenerse aquel día, porque los enemigos ponían toda su
esperanza en la brevedad, confiando que, ganada esta victoria, para
siempre quedarían vencedores.
XL. Cicerón al instante despacha cartas a César, ofreciendo
grandes premios a los portadores, que son luego presos por estar
tomadas todas las sendas. Por la noche, del maderaje acarreado para
barrearse, levantan ciento y veinte torres con presteza increíble, y
acaban de fortificar los reales. Los enemigos al otro día los asaltan
con mayor golpe de gente y llenan el foso. Los nuestros resisten
como el día precedente; y así prosiguen en los consecutivos, no
cesando de trabajar noches enteras, hasta los enfermos y heridos. De
noche se apresta todo lo necesario para la defensa del otro día. Se
hace prevención de cantidad de varales tostados a raigón y de
garrochones, fórmanse tablados en las torres, almenas y parapetos
de zarzos entretejidos. El mismo Cicerón, siendo de complexión
delicadísima, no reposaba un punto ni aun de noche; tanto que fue
necesario que los soldados, con instancias y clamores, le obligasen a
mirar por sí.


97
Ad horam octavam: que, según la cuenta Indicada de los romanos, corresponde a las dos de la tarde
nuestras.
98
Los de Courtray, Brujas, Lovaina, Tournai y Gand.

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