martes, mayo 31

LA CONQUISTA DE HISPANIA X

La batalla de Ilerda



ENTRE CESAR Y LOS POMPEYANOS

cap XI. La conquista de oriente. El ajuste de cuentas con filipo. Ajuste de cuentas con antíoco.

6. La conquista del Oriente
El ajuste de cuentas con Filipo
En 200 a. C. pudo dirigir su mirada hacia el Este para considerar el estado de los reinos helenísticos. El más cercano y más inmediatamente peligroso era Macedonia. Allí, un rey fuerte, Filipo V, había llegado al trono en 221 a. C. y estaba fortaleciendo la dominación macedónica sobre Grecia.
Por entonces, Grecia sólo era una sombra de lo que había sido. Los poderes principales en Grecia eran dos asociaciones de ciudades. Una de ellas, en Grecia Septentrional, era la Liga Etolia; la otra, en Grecia Meridional, era la Liga Aquea. Reñían continuamente una con otra y con Macedonia. Si se hubiesen unido firmemente, podían haber rechazado a Macedonia, que tenía continuos problemas con los bárbaros circundantes y con otros reinos helenísticos, pero los griegos nunca lograron unirse contra un enemigo común.



La Liga Aquea libraba una guerra constante contra Esparta, que estaba recuperando algo de su antiguo vigor y disputaba a la Liga el dominio de la Grecia Meridional. En efecto, tan mortal era esa rivalidad que la Liga Aquea llegó a pedir ayuda contra Esparta al enemigo común, Macedonia. Esta aplastó a Esparta en una batalla el año anterior a la subida al trono de Filipo, y por entonces la Liga Aquea era poco más que un títere macedónico.
Filipo entró en guerra con la Liga Etolia, que mantenía su postura antimacedónica, y pronto obtuvo victorias sobre ella. Pero esta guerra fue interrumpida en 217 a. C. con un apresurado acuerdo de paz, porque Filipo deseaba tener las manos libres para emprender una acción contra Roma, que acababa de perder sus dos primeras batallas contra Aníbal. Después de Cannas, Filipo selló una alianza con Aníbal, pero no pudo enviar refuerzos mientras la flota romana dominara los mares.
Roma no se contentó con una defensa pasiva solamente. Formó una alianza con los etolios y los espartanos, ansiosos de devolver a Macedonia las humillaciones pasadas, y envió un pequeño contingente al otro lado del Adriático. Así comenzó la Primera Guerra Macedónica.
En verdad, no llegó a ser una guerra, pero sirvió para mantener atareado a Filipo, mientras cambiaba la marea de la guerra contra Cartago. En 206 a. C., los aliados griegos estaban cansados y dispuestos a llegar a un arreglo con Filipo, quien a su vez estaba deseoso de librarse de ellos. Roma decidió hacer una paz de compromiso en 205 a. C.
Mas para Roma las cosas no terminaron allí. Filipo había ayudado a Aníbal; en efecto, envió un pequeño destacamento a luchar al lado de Aníbal en Zama, después del fin de la Primera Guerra Macedónica. Debía ser castigada severamente por ello; Roma estaba decidida a aplicar tal castigo.
Roma tenía también otro motivo de enemistad con Macedonia. Desde que derrotó a Pirro y absorbió a las ciudades griegas de la Magna Grecia, Roma quedó expuesta a las bellezas y atractivos de la cultura griega. Las familias nobles romanas hacían educar a sus hijos por griegos. Y esos hijos, una vez que aprendían griego, leían literatura e historia griegas y se enamoraban de ellas.
Los romanos aprendían los mitos griegos y adaptaban su propia religión a esos mitos. Empezaron a tratar de relacionarse con el mundo griego mediante Eneas y la Guerra Troyana (véase página 6). Nació una literatura latina en imitación de la griega.
El primer autor teatral romano de importancia fue Tito Maccio Plauto, nacido por el 254 a. C. Compuso sus obras principales en la década anterior y la posterior a la batalla de Zama. Escribió robustas y bufonescas comedias, en número de unas 130, de las que sólo sobreviven veinte. Usó los argumentos que encontró en las comedias griegas.
Un contemporáneo más joven, Quinto Ennio, nacido en 239 a. C., había luchado en Cerdeña durante la Segunda Guerra Púnica y había llegado a Roma en 204 antes de Cristo, Escribió tragedias y poemas épicos, usando también originales griegos como inspiración. Fue muy estimado por muchos aristócratas romanos, entre ellos Escipión el Africano.
Con esta creciente popularidad de la cultura griega era natural que muchos aristócratas romanos odiasen a Filipo, que oprimía a los griegos. Para algunos, la guerra contra Filipo era casi una cruzada santa en defensa de la causa griega.
Pero quedaba en pie la cuestión de si un intento romano de ajustar cuentas con Filipo no pondría a todo el mundo helenístico contra Roma. Según veían la situación los romanos, esto parecía dudoso.
El Egipto Tolemaico había sido poderoso bajo los tres primeros Tolomeos, pero el tercero había muerto en 221 antes de Cristo. Tolomeo IV fue un monarca débil, y cuando murió, en 203 a. C., poco antes de la batalla de Zama, subió al trono un niño de ocho años, Tolomeo V. No había peligro de que Egipto interviniera en contra de Roma. Apenas podía defender su propia existencia. Además, Egipto había sido aliado de Roma desde poco después de la derrota de Pirro, cuando el juicioso Tolomeo II comprendió que era conveniente ser amigo de Roma, y Egipto fue desde entonces fiel a esa alianza.
Asia Menor estaba dividida en una cantidad de pequeños reinos helenísticos. El más occidental de ellos —que estaba del otro lado del Egeo con respecto a Grecia— era Pérgamo. Los grandes enemigos de Pérgamo eran los reinos helenísticos mayores vecinos a él, entre ellos Macedonia. Por ello, el rey de Pérgamo, Atalo I, se alió con Roma, a la que juzgaba como su protectora natural.
La única región griega que mantenía su independencia y su prosperidad, ahora que Siracusa había desaparecido como Estado independiente, era Rodas, isla del sudoeste del mar Egeo. Se alió con Roma por las mismas razones de Pérgamo. También Atenas formó una alianza con Roma.
Quedaba el Imperio Seléucida, que justamente por entonces estaba llegando a la cúspide de su poder y era el único reino helenístico amigo de Macedonia. Antíoco III había llegado al trono seléucida en 223 a. C. y obtenido una serie de éxitos. Por ejemplo, sus predecesores habían perdido las vastas regiones de Asia Central, que antaño habían formado parte del Imperio Persa y que Alejandro Magno había conquistado. Ahora, Antíoco, después de algunas difíciles guerras, las reconquistó. En 204 a. C., el Imperio Seléucida se extendía desde el Mediterráneo hasta la India y Afganistán.
Era un reino de impresionante extensión. Antíoco fue llamado «el Grande» por sus cortesanos, y él mismo llegó a creer en su propia propaganda y se consideró otro Alejandro. Pero el dominio de las regiones orientales era muy precario, y la fuerza real de Antíoco estaba en Siria y Babilonia.
Cuando el joven Tolomeo V subió al trono egipcio, Antíoco pensó que se le brindaba una magnífica oportunidad para poner fin a una guerra que duraba intermitentemente hacía un siglo entre seléucidas y tolomeos. En 203 a. C., Antíoco formó una alianza con Filipo V contra Egipto e inició la guerra contra este país.
Pérgamo y Rodas, temerosos de que Antíoco obtuviese la victoria y se hiciese demasiado poderoso para los restantes reinos helenísticos, apelaron a Roma. Esta tenía conciencia del peligro, y también recordaba su larga alianza con Egipto. Los romanos se enteraron, asimismo, que Aníbal, después de huir de Cartago, se dirigió a los dominios seléucidas, y Antíoco había dado refugio a este gran enemigo de Roma. Por todas estas razones, Roma señaló la cuestión para resolverla en el futuro.
Por el momento tenía prioridad el enfrentamiento con Filipo V. Al menos no era probable que Antíoco interviniese contra los romanos en Macedonia mientras se hallase ocupado en Egipto.
En 200 a. C., pues, los romanos, después de recibir de Rodas un pedido de ayuda, envió una embajada a Filipo V ordenándole desistir de actividades juzgadas perjudiciales para Rodas y Pérgamo. Al negarse Filipo a aceptar la intimación dio comienzo la Segunda Guerra Macedónica.
En un principio, los resultados fueron decepcionantes para Roma. Esta esperaba que toda Grecia se rebelase y se le uniese en la lucha contra Filipo, pero esto no ocurrió. Pero aún Filipo demostró poseer considerable capacidad como general. Así, durante dos años, la lucha se mantuvo en un punto muerto frustrante para los romanos.
Luego, los romanos pusieron al frente del ejército a Tito Quinto Flaminio. Había servido bajo las órdenes de Marcelo, el conquistador de Siracusa, y era uno de aquellos romanos que admiraban la cultura griega.
Flaminio asumió el mando con energía, y en 197 a. C. obligó a los macedonios a presentar batalla en Cinoscéfalos, en Tesalia, región del noreste de Grecia. Fue la primera vez que la falange macedónica se enfrentó con la legión romana desde la época de Pirro, casi un siglo antes. Los ejércitos eran casi iguales en número, pero los romanos tenían de su parte una excelente caballería griega y también un grupo de elefantes.
El ejército de Filipo estaba formado por dos falanges que se desempeñaron muy bien durante un tiempo. Pero el terreno era un poco desigual, por lo que las falanges cayeron en cierta confusión. Además, la flexibilidad de la legión demostró ser decisiva. El ala izquierda romana estaba siendo derrotada por la falange que la enfrentaba cuando un oficial romano del ala derecha (que estaba actuando mejor) logró separar una parte de sus tropas y atacar por la retaguardia a la triunfante falange. Esta no pudo maniobrar con suficiente rapidez para hacer frente a la nueva amenaza y fue aplastada.
La legión había demostrado su superioridad, y Filipo V se vio obligado a hacer la paz, sobre todo dado que otros ejércitos macedónicos fueron derrotados por los griegos en Grecia y por Pérgamo en Asia Menor.
Como en el caso de Cartago, Macedonia se vio entonces limitada a sus propios territorios. Tuvo que ceder su flota, disolver la mayor parte de su ejército y pagar un gran tributo. Se permitió a Filipo mantener su corona, pero éste había aprendido la lección. Durante el resto de su vida no iba a intentar ninguna nueva acción contra Roma.
Flaminio pasó entonces a ocuparse de lo que para él debe de haber sido la mejor parte de su victoria. En 196 antes de Cristo, un año después de Cinoscéfalos, asistió a una celebración de los Juegos ístmicos (fiesta religiosa y atlética que se realizaba en la gran ciudad griega de Corinto cada dos años). Allí, con gran solemnidad, declaró libres e independientes a todas las ciudades griegas, después de un siglo y medio de dominación macedónica.
Los griegos aplaudieron cálidamente, pero para demasiados de ellos la libertad sólo significaba la posibilidad de dedicarse más libremente a sus rencillas. Esparta se hallaba bajo un gobernante llamado Nabis, que había introducido drásticas reformas en la ciudad y bajo el cual estaba adquiriendo fuerza rápidamente. La Liga Aquea pidió a Roma que desempeñase el viejo papel de Macedonia y derrotase a Esparta.
Con renuencia, Flaminio llevó a los ejércitos romanos contra Esparta. Esta resistió con sorprendente vigor, y Flaminio, al parecer, no quiso destruir la ciudad. Obligó a todos los griegos a sellar una paz de compromiso, y en 194 a. C. volvió a Roma con su ejército, dejando en el poder a Nabis. Pero una vez que Flaminio se hubo marchado, los griegos guerrearon nuevamente. En 192 antes de Cristo, Nabis fue asesinado y Esparta perdió su última batalla. Nunca volvería a combatir.
Ajuste de cuentas con Antíoco
¿Y qué pasaba con Antíoco? Mientras Roma marchaba contra Macedonia, Antíoco invadía Egipto. Ganó una importante victoria en 200 a. C. y se apoderó de territorios asiáticos que Egipto había poseído durante casi un siglo. Sus ejércitos avanzaron también en Asia Menor.
En 197 a. C. murió Atalo de Pérgamo. Su hijo, Eumenes II, confirmó la alianza con Roma y pidió a Flaminio, quien en ese momento estaba cercando a Filipo, que ordenara a Antíoco que se marchase de Asia Menor. Flaminio envió mensajeros a transmitir esta orden, pero Antíoco no sintió ninguna necesidad de obedecer, pues estaba obteniendo victorias en todas partes. Finalmente, firmó la paz con Egipto en 192 a. C. y retuvo todos los territorios que había conquistado.
Pero cuando Antíoco se detuvo para tomar aliento, halló que su aliada, Macedonia, había sido aplastada y que los romanos dominaban Grecia. Le parecía obvio que Roma no permanecería en paz con él mientras retuviese territorios conquistados a aliados de Roma, y la cuestión era si le convenía o no dar el primer golpe.
Dos consideraciones lo persuadieron. Primera, la Liga Etolia se había cansado ya de la situación creada desde la derrota de Filipo. Puesto que Roma había combatido contra Esparta, la Liga Aquea era pro romana, y puesto que la Liga Aquea era pro romana, la Liga Etolia tenía que ser antirromana. La Liga Etolia, pues, apeló a Antíoco para que la liberase del yugo romano.
En segundo lugar, Aníbal llegó a la corte de Antíoco desde la ciudad provincial de Tiro, en 195 a. C. Su única gran obsesión era la derrota de Roma e instó a Antíoco a luchar contra ella, ofreciéndole conducir otro ejército a Italia si el rey asiático se lo proporcionaba y prometiéndole derrotar a los romanos si Antíoco invadía Grecia como maniobra de diversión.
La vanidad de Antíoco lo impulsaba a asumir el papel de liberador de los griegos y vengador de los macedonios, pero no siguió el consejo de Aníbal. Decidió no dar al cartaginés un ejército y volcar su principal esfuerzo en Grecia, confiando en las promesas etolias de que los griegos se rebelarían y unirían a él.
En 192 a. C., Antíoco dio el paso decisivo. Invadió lo que quedaba de Asia Menor, cruzó el mar Egeo y llevó un ejército a Grecia, dando comienzo a la Guerra Siria.
Por supuesto, los griegos no se levantaron para unirse a él. Además, pese a las desesperadas advertencias de Aníbal, Antíoco se dedicó a las fiestas y las celebraciones.
En 191 a. C. llegó el momento de la verdad. Un ejército romano se enfrentó con las fuerzas de Antíoco en las Termopilas, sobre la costa egea y a 65 kilómetros al sur de Cinoscéfalos. Los romanos obtuvieron una fácil victoria, y Antíoco, aterrado, se retiró apresuradamente a Asia.
Pero los romanos no estaban satisfechos. No podían permitir a Antíoco que retuviese el territorio del fiel aliado de Roma, Pérgamo. Una flota romana, reforzada por barcos de Pérgamo y Rodas, derrotaron a la armada de Antíoco y las legiones desembarcaron en Asia por primera vez en su historia. A su frente estaba Lucio Cornelio Escipión, hermano de Escipión el Africano. (El Senado romano se había resistido a dar el mando a Lucio, pero el Africano se ofreció para ir como segundo jefe, lo cual inspiró confianza.)
En 190 a. C. se libró una batalla en Magnesia, a unos 65 kilómetros del Egeo, tierra adentro. Escipión el Africano estuvo enfermo, en cama, durante la batalla, pero los romanos ganaron de todos modos sin mucha dificultad, por lo que Lucio Escipión recibió el sobrenombre de «Asiático».
Antíoco estaba acabado. En el tratado de paz que se firmó a continuación, Antíoco tuvo que ceder Asia Menor. Pérgamo y Rodas fueron reforzados a expensas del seléucida y las ciudades griegas de la costa egea de Asia fueron liberadas. Antíoco tuvo también que pagar una pesada indemnización equivalente a unos treinta millones de dólares actuales.
Además, Antíoco tuvo que admitir que entregaría a Aníbal a los romanos. Pero pensó que esto sería deshonroso, por lo que arregló las cosas para que Aníbal pudiese escapar. El gran cartaginés huyó a Bitinia, un reino helenístico situado al noroeste de Pérgamo. Allí se convirtió en un valioso consejero del rey bitinio Prusias II. Cuando Bitinia libró una pequeña guerra con Pérgamo, Aníbal hizo obtener una victoria a la flota bitinia en una batalla naval. Esto atrajo la atención de los romanos. Pérgamo era su aliado y Aníbal su mortal enemigo.
El mismo Flaminio fue enviado a Bitinia en 183 a. C. para exigir la entrega de Aníbal. El rey bitinio se vio obligado a aceptar, pero cuando Aníbal vio que los soldados rodeaban su casa, rápidamente privó a Roma de su victoria final, tomando el veneno que siempre llevaba consigo. Así murió Aníbal, treinta y tres años después de su victoria de Cannas y diecinueve años después de su derrota de Zama.
Después de la batalla de Magnesia, también la vida de Escipión entró en la sombra. Cuando volvió de Asia se encontró con que sus enemigos políticos en Roma estaban iniciando una investigación de su manejo de las indemnizaciones pagadas por Antíoco y acusaban a él y a su hermano de haberse quedado con parte del dinero.
Lucio Escipión estaba dispuesto a presentar los libros de contabilidad, pero el Africano, fuese porque era demasiado orgulloso para someterse a una investigación, fuese porque era culpable, se apoderó de los libros y los destruyó. Sus enemigos vociferaron que eso indicaba la culpabilidad de los hermanos. Se impuso a Lucio una pesada multa, y Escipión fue llevado a juicio en 185 a. C., acusado de haber aceptado soborno de Antíoco. Podía haber sido condenado, pero recordó al tribunal que ese día era el aniversario de la batalla de Zama. De inmediato, el griterío de la multitud obligó a absolverle. Escipión murió en 183 a. C., el mismo año en que murió Aníbal.

lunes, mayo 30

mÁS SOBRE EL PASO DE LAS TERMÓPILAS

Detrás de las vallas que cerraban el desfiladero de las Termópilas había apenas 7.000 griegos. Los comandaba el rey de Esparta, Leonidas, que había traído consigo a 300 espartanos.



Cuando se informó de esto a Jerjes, el Gran Rey no entendió nada. Tuvieron que explicárselo: los espartanos, antes de combatir, hacían gimnasia para estar en forma y, antes de morir, se arreglaban como corresponde porque en Esparta no se estilaba ir a la muerte hecho un zarrapastroso. Jerjes creyó que era una bravuconada. Se equivocó.

Cuando, al quinto día, dio la orden de ataque, la aplanadora persa de 175.000 hombres se estrelló contra la formación griega. Hora tras hora, oleada tras oleada, a lo largo de todo el día, las formaciones de los medos y los quisios del ejército persa trataron de romper el frente heleno. En vano. Clavados en sus puestos, los griegos resistieron como un bloque de granito y causaron terribles bajas, sobre todo entre los medos.

Jerjes montó en cólera. Al día siguiente decidió lanzar sus mejores tropas. Según cuenta la leyenda, les decían "Los Inmortales" porque su número era constante: a las bajas producidas por el combate o por la enfermedad se las cubría inmediatamente. De este modo, el número del contingente era siempre estable. Ascendía a 10.000 hombres.

Y tampoco pudieron. Sus lanzas eran más cortas. No tenían espacio para maniobrar a fin de hacer valer su número. Además, no tenían ni el adiestramiento ni la disciplina de los lacedemonios. Durante la batalla, los espartanos jugaron con ellos al gato y al ratón, empleando una táctica que, más tarde, sería la favorita de Atila y sus hunos: a la vista de un ataque enemigo, las tropas espartanas simulaban batirse en retirada como presas del pánico. El enemigo, creyendo que huían, se les tiraba encima desordenadamente. En el último momento, sin embargo, las formaciones espartanas daban media vuelta, tomaban posición y se lanzaban al ataque tomando a todo el mundo de sorpresa. Los perseguidores, antes de darse cuenta, se transformaban en perseguidos. La mayoría de ellos, en perseguidos muertos.



A lo largo de todo el segundo día los persas, con sus tropas de élite, trataron de forzar la resistencia de los griegos. Sin éxito. Las vallas seguían allí y, delante de ellas, los espartanos encabezados por Leónidas no cedieron ni un milímetro. Iban 48 horas de combate. Desde el amanecer hasta la caída del sol. Oleada tras oleada. Escaramuza tras escaramuza. Combate tras combate. Sangre. Muertos. Gritos. Órdenes. Ataques. Retiradas simuladas. Contraataques. Maldiciones. Amigos que caen bañados en sangre. Camaradas de toda la vida que se tiran contra el enemigo y terminan atravesados por dos, tres, cuatro lanzas. Heridos que gimen antes de morir. Estertores. Alaridos. Ruido. Sangre. Más muerte.

Pero nadie abandona su puesto. Al camarada que cae adelante lo vengan los que vienen atrás. La formación resiste. La formación aguanta. La formación da un paso al frente y ataca. La formación se cierra. Los persas se estrellan contra la falange erizada de lanzas. No pasan. No pueden pasar. No deben pasar. Si pasaran, quedarían a la retaguardia de la flota.

No pasaron. Cayó la noche y Jerjes tuvo que admitirlo: estaba atascado. Atascado en Artemisión. Atascado en las Termópilas. ¿De qué sirven 175.000 hombres si no se tiene entre ellos a un Leónidas con 300 espartanos? ¿De qué sirve el número cuando no se tiene la calidad? ¿De qué sirve llamar "inmortales" a un cuerpo de ejército solamente porque siempre son 10.000, cuando ninguno de ellos tiene verdadera vocación de gloria? ¿Para qué sirve la masa de un Imperio? ¿Para qué sirve la muchedumbre?



Los persas - los auténticos persas - eran, en realidad, tan escasos como los espartanos. Se habían conquistado un Imperio y ahora arreaban delante de si a una masa de otros Pueblos, con la esperanza de lograr la fuerza por la cantidad. ¡Oh la cantidad! Esa eterna ramera que ha engañado a tantos grandes hombres. ¡Cuantos han pasado por alto el hecho que la Naturaleza sólo produce la cantidad para tener la oportunidad de elegir a los mejores!

Jerjes, sin duda, se dio cuenta de ello después de 48 horas de mandar a una masa a estrellarse contra las aristas de un diamante. Estaba realmente empantanado. Pero, quizás... la parte de la flota que debía circunnavegar Eubea... si tan sólo pudiese conseguir tomar con ella a los barcos griegos entre dos fuegos... O desembarcar y tomar las Termópilas por el flanco... Quizás...

Al tercer día hasta esta esperanza se le desvaneció. Los barcos que debían dar la vuelta a Eubea fueron sorprendidos por otra tormenta y no quedaba ya casi nada de ellos. ¡Cochina suerte griega!

Las opciones se reducen. En realidad, queda sólo una: ¡forzar las Termópilas! Es la única forma de saber si Artemisión es, o no, una trampa. Después de dos días enteros de combate estos griegos tienen que estar cansados. ¡Forzosamente tienen que estarlo! ¡Manden todo lo que tenemos! Muertos o vivos pero los quiero ver al otro lado de esas malditas vallas! ¡Al precio que sea!

La aplanadora persa volvió a ponerse en movimiento. Volvió a mandar oleada tras oleada con una monotonía tan aburrida como macabra. Los mejores hombres trataron de arrastrar detrás suyo a la masa para abrir una brecha, aunque fuese mínima.

Imposible.

Las formaciones griegas resisten. Los espartanos parecen estar en todas partes y, dónde están, los otros los imitan. Las formaciones permanecen cerradas. No hay un hueco en toda la línea y, cuando lo hay, es una trampa que se traga decenas y decenas de persas. Los mejores hombres de Persia caen en primera fila y los que vienen detrás no están a la altura de sus jefes. La masa vacila. Retrocede. Los griegos atacan. Retirada. No se puede. Es imposible.



Tres días de combate. Tres largos días de lucha, sangre, muertos, esfuerzo, jadeos, lanzazos, gritos, marchas y contramarchas. Órdenes y contraórdenes. Tensiones sobrehumanas y breves minutos de relajamiento. Luego, otra vez a lo mismo. Mi amigo murió anteayer. Tu hermano cayó ayer. El camarada que hoy por la mañana compartió con nosotros el pan está agonizando. ¿ Cuando me tocará a mí? ¿Cuándo te tocará a ti? ¿Cuanto tendremos para vivir todavía? ¿Cuanto tiempo? ¡Oh dioses! ¿Por qué la vida de un hombre estará atada a un tiempo y ni siquiera podemos saber de cuanto tiempo disponemos?

Y en ese momento, cuando - según Heródoto - el Gran Rey ya no sabía cómo salir de la situación, un factor inesperado vino en su ayuda. Apareció un traidor. Siempre aparece un traidor.

Apareció un griego que le reveló el camino por el cual se podía rodear a las Termópilas y llegar a espaldas de Leónidas y su gente. Yo lo llamo traidor pero sé que hoy muchos lo llamarían tan sólo un tipo inteligente. La recompensa debe haber sido jugosa. Lo que no sé es si la disfrutó. Murió asesinado.

Jerjes destacó a su General Hidarnes con un ejército para que avanzara por el paso que el traidor había revelado y apareciese por la retaguardia de Leónidas. Hidarnes juntó a sus hombres y partió al anochecer. Marchó durante toda la noche y a la mañana del día siguiente estaba del otro lado. Arriba de la montaña pero ya a espaldas de Leónidas. Consiguió engañar a los focenses encargados de guardar ese paso y amenazaba ya con atrapar a los espartanos entre dos fuegos.

Al amanecer, en el campamento griego podía verse la larga fila de enemigos descendiendo de la montaña. Era el fin. Pocas horas más y el camino a Atenas quedaría cerrado. Las Termópilas se convertirían en una trampa mortal.

Leónidas supo entonces que le quedaba poco tiempo. Muy poco tiempo. Es probable que haya sabido también que, en ese instante, Grecia estaba en sus manos. Los 7.000 hombres de su ejército original era toda la infantería que se había podido movilizar. Todos los demás estaban sobre los barcos, en Artemisión. ¿Dar una batalla hasta el último hombre? Se perdería todo el ejército. La Armada quedaría sola frente a los persas. Seria el fin; el fin definitivo de toda Grecia. ¿Retirarse?, ¿Huir?. También sería el fin. La Armada también así quedaría sola. El ejército, en campo abierto, no tendría ninguna oportunidad contra la aplanadora.

Leónidas levantó la cabeza, vio el sol que nacía, escuchó los augurios -que eran pésimos - se enteró de que algunos griegos de entre los presentes estaban pensando en retirarse, miró a sus hombres, y con voz tranquila comenzó a dar órdenes. Cortas, concisas, precisas y secas. ¡Oh el laconismo espartano!.



Avisen a la Armada. Que deje Artemisión y que vaya al Sur lo antes posible. No puedo mantener a las Termópilas por mucho tiempo más. La pienso mantener hasta que los barcos estén a salvo. ¡Pero que la marina se mueva!¡Y rápido! En cuanto al ejército: todo el mundo me levanta campamento y se retira hacia el Sur mientras el camino todavía está libre. Los tebanos se quedan. Esparta se queda. Los demás: ¡fuera de aquí!. ¿Alguna pregunta?

No hubo preguntas. Pero 700 tespios no se fueron. Le pidieron a Leónidas su autorización para quedarse y tener el honor de morir con él. ¿Locura?, ¿Histeria colectiva? ¿Insensatez? Dejemos que los enanos respondan a esa pregunta si es que pueden. Dirán que es sí de todos modos. Incapaces de una actitud semejante, su único recurso es denigrarla. Lo que sucedió aquella mañana con los tespios en las Termópilas fue simplemente el fenómeno de resonancia. ¿Esparta se queda? Pues Tespia se queda también, ¡qué tanto embromar! Entre valientes el coraje es contagioso.

A las diez de la mañana de ese día comenzó el último acto en las Termópilas. Poco a poco y lentamente, los barcos griegos fueron desfilando. Sobre las cubiertas, los remeros y los marineros que navegaban hacia el Sur seguramente habrán mirado hacia el desfiladero con una angustia sorda en el corazón. Más de uno habrá inclinado la cabeza en señal de admiración y respeto. Quizás alguno dejó caer una lágrima. Seguramente más de uno masticó una maldición.

Porque allá, en las Termópilas, Leonidas y sus espartanos no esperaron a que llegara Hidarnes y se cerrara la ratonera por delante y por detrás. Salieron, se pusieron en formación de combate sobre una lomada delante de las vallas y avanzaron contra las tropas de Jerjes. ¿Quedó claro? ¡Contra las de Jerjes! Es decir; se lanzaron ¡hacia adelante! Ni siquiera intentaron forzarlo a Hidarnes a presentar batalla. De haber atacado a Hidarnes quizás podrían haber tenido alguna remota esperanza de salir de la ratonera hacia el Sur, hacia Atenas.

Pero, en este tipo de situaciones, una "remota esperanza" no es una opción para un hombre de honor. Leonidas, sus espartanos y los tespios estaban más allá de toda especulación. No se trataba de ponerse a jugar a la ruleta con esperanzas. Se trataba de algo similar a lo que sucedió en medio de la batalla de Waterloo cuando el Mariscal Ney se puso a juntar las tropas dispersas y en retirada gritándoles: "¡Vengan a ver cómo muere un mariscal de Francia!". Se trataba del final. Y cuando llega el final, los hombres de verdad siempre quieren que sea a toda orquesta.

Lo fue.

Los persas cayeron sobre los espartanos como langostas. Pero esta vez los jefes persas no iban adelante. Venían atrás, arreando a la masa. ¡A latigazos! Heródoto nos cuenta que a la masa del ejército persa hubo que empujarla a los latigazos para que enfrentara a los espartanos. Arreados como una manada de búfalos, muchos persas cayeron al mar. Otros perecieron pisoteados por su propia tropa.

Los espartanos resistieron a pie firme la avalancha hasta que se les quebraron las lanzas. Después, desenvainaron sus cortas espadas y se tiraron sobre el enemigo.

Ése fue el momento en que cayó Leonidas.

Alrededor de su cadáver se produjo un tumulto infernal. Los espartanos defendían el cadáver mientras miles de persas trataban de llegar hasta él.

Dos hermanos de Jerjes: Abrocomas e Hiperantes, cayeron muertos en el mismo lugar. Y, aunque parezca increíble, los espartanos llegaron a rescatar el cadáver de su Jefe. No sólo eso: batieron a los persas en retirada cuatro veces. ¡Cuatro veces!

Pero, por último, llega Hidarnes y es - definitivamente - el fin. Para no quedar completamente entre dos fuegos, el puñado de tespios y espartanos que aun resiste se repliega contra un farallón. De espaldas al mismo, deben soportar una lluvia de proyectiles. Sí: ¡proyectiles! Más de 100.000 hombres contra un centenar, apretado contra la espada y la pared en el más literal de los sentidos, y todavía se los remata a flechazos y a lanzazos.

¿Es que todavía los persas no se atrevían a acercarse?
El sitio de la Batalla Final con la piedra de la inscripción

No. No se atrevieron. Esa es la verdad. Hasta el día de hoy los enanos no se atreven a acercarse a un gigante y se conforman con escupirlo de lejos. Siempre ha sido así. Desgraciadamente, quizás siempre siga siendo así. Pero en los gigantes derrotados de antaño los gigantes de mañana hallarán un espejo en el cual mirarse y reconocerse. Y, algún día, cuando hayamos llegado al fondo de la decadencia, la estupidez, la hipocresía, la falsedad, la mentira, el egoísmo y la mediocridad; cuando el mundo entero esté convertido en un ciénaga infame que devorará y corromperá hasta a los mismos idiotas que la han producido; cuando los seres humanos nos hallemos como Leónidas, con los caminos cerrados por delante y por detrás; ése día — ¡Oh Dioses! ¡Cómo quisiera vivir para ver ese día! — ese día los enanos se arrastrarán de rodillas a los pies del último gigante y llorando le implorarán que los salve.

Y el último gigante mirará hacia las Termópilas y los salvará. Aún a riesgo de que, una vez a salvo, los pequeños energúmenos mediocres terminen escupiéndolo a él también. Porque para eso están los gigantes. Para eso son héroes. Por eso existen. Por eso, hace ya más de 2400 años, alguien colocó un león de piedra sobre la tumba de Leónidas. Por eso, desde hace más de 2400 años, los que pasan por el lugar en que se batieron los 300 espartanos se encuentran con aquella vieja, triste, terrible pero hermosa inscripción:

Viajero:
Si vas para Esparta, dile a los espartanos
que aquí yacen sus hijos,
caídos en el cumplimiento de su deber.


Hace más de 2400 años esta inscripción le grita su mensaje al mundo desde la tumba de aquellos gigantes, y en todo ese tiempo muy pocas personas demostraron entender realmente su significado.

Quizás, en los próximos 2400 años serán algunos más.

Quisiera creerlo.

300 de Frank Miller

donde estan las termopilas


la película 300



Que nos cuenta:

El momento: unos cuatro siglos antes de Cristo. La situación: un ejercito de decenas de miles de hombres bajo el mando de Jerjes, rey-dios de Persia, se dirige hacia Atenas para conseguir su sumisión o, si los griegos no ceden, aplastarlos. Pero hay un pequeño inconveniente: Esparta se encuentra justo en mitad del camino. En un alarde de sutileza diplomática, Jerjes intenta quitarse el problema de en medio enviando un embajador a solicitar la sumisión de los espartanos. Los modales arrogantes del embajador persa y la cuestión del prestigio de Esparta ("si los griegos han dicho no a Jerjes, ¿cómo van a inclinarse los espartanos?"), junto con otros factores, resultan en una mezcla explosiva que desencadena la guerra. Una serie de intrigas políticas y la traición de la casta sacerdotal, ocasionan que Leónidas, rey de Esparta, no pueda poner en marcha a su ejército para hacer frente a las fuerzas persas. Como último recurso para ganar tiempo hasta que por fin se organice una defensa eficaz, sale con su guardia personal de trescientos hombres, con la esperanza de retrasar lo suficiente el avance persa.

El lugar elegido: el desfiladero de las Termópilas.













Una auténtica obra del 9º arte.

Este comic relaizado por Frank MIller creador de SIn City, lo estuve hojeando en casa de GLADIATOR (gran coleccionista de comics) y me impactó... de tal manera que estuve un rao hojeandole sin enterarme de lo que pasaba a mi alrededor...

Impresionante...

Al que lo pueda conseguir... se lo aconsejo...

HISTORIA:

Esta es la historia en la que se basa el comic 300


El paso de las Termópilas.
300 ESPARTANOS FRENTE AL IMPERIO PERSA.


A principios del siglo V a.C. el Imperio Persa dominaba un vasto territorio que se extendía desde Egipto a la India. No contentos con esto, y siempre en expansión, los persas atacaron y conquistaron las colonias griegas jónicas de Asia Menor. El apoyo de Atenas y otras ciudades estado griegas a la rebelión de éstas colonias desencadenó la Primera Guerra Médica entre griegos y persas. Una guerra que finalizó con la victoria griega de Maratón en el 490 a.C. Pero los persas no aceptaron la humillación de una derrota y 10 años después, en el 480 a.C., bajo el mando del rey Jerjes se disponían a invadir la Grecia continental con el mayor ejército nunca visto: unos 180.000 hombres y 800 naves. Los dados estaban en el aire, Grecia entera se jugaba su destino y su libertad.

El plan persa se basaba en invadir por tierra Grecia, cruzando el estrecho del Helesponto que separa Grecia de Asia menor, mientras la flota le acompañaba por el mar. Una vez cruzado el Helesponto el ejército persa necesitaba cruzar los pasos montañosos de Tesalia para tener acceso a la parte central de Grecia. El plan griego se basaba en un plan conjunto, por un lado detener al ejército persa terrestre en el paso de las Termópilas, única vía de acceso a Grecia Central y por otro lado el plan se basaba en combatir a la flota persa en los estrechos de Eubea, antes de que pudiera salir a mar abierto y aprovechar su gran superioridad numérica. La interdependencia persa entre ejército y flota era enorme debido a la gran cantidad de suministros que necesitaba un ejército tan grande. Si el ejército se detenía la flota debía detenerse a su vez. Por eso era vital detener a los persas en las Termópilas. Si el ejército persa no se detenía la flota tampoco lo haría y el plan griego fracasaría.

El paso de las Termópilas o “Puertas Calientes” en traducción al español se caracteriza por las numerosas fuentes termales que tenía en la época. El paso es una explanada de unos 30 metros de anchura, que en su entrada y salida se estrecha hasta los 7 metros. En la parte hay una pequeña colina, a la cual va paralela “el muro focense”, un antiguo muro en ruinas, al abrigo del cual construyeron los griegos su campamento. La estrechez inicial del paso impedía que los persas pudieran usar su enorme superioridad numérica y desplegarse en orden de batalla.

El encargado de detener a la marea persa sería uno de los dos reyes de Esparta. Esparta era gobernada en diarquía, dos reyes compartían el poder, uno gobernaría Esparta y el otro comandaría a las tropas. El encargado de comandarlas fue el rey Leónidas, que escogió a 300 "hipéis" de la Guardia Real para que le acompañaran a la batalla. Esparta era el estado mas fuerte militarmente en tropas de tierra, sus guerreros de a pie o “Hoplitas” eran los mejor entrenados de toda Grecia, no tenían comparación a la hora de combatir en formación. Además Esparta tenía un fuerte espíritu militar y de sacrificio, su lema era "igualdad, fidelidad y valor". El valor colectivo de las tropas era preferido al individual, luchaban en equipo como un solo hombre. Además eran tropas con gran espíritu de sacrificio, dispuestas a todo para defender su estilo de vida. Las madres despedían a sus hijos cuando partían al combate con la frase:”vuelve con el escudo o sobre el escudo” es decir; vuelve victorioso o muerto. De estas tropas los “hipéis” de la Guardia Real eran la élite de la élite.

A los 300 espartanos de Leonidas se sumaron 500 hoplitas de Tegea y 500 de Mantinea, 120 de Orcómeno y 1000 hoplitas del resto de Arcadia, 400 de Corinto, 200 de Fliunte y 80 de Micenas, 700 Tespieos y 400 Tebanos. Además de 1000 focenses y todos los locros. Sumando 600 más a estas tropas, pues cada espartano llevaba 2 siervos a su servicio. En total serían unos 7000 griegos los encargados de defender el paso.

Una vez en el paso el ejército de Leónidas se enteró por los traquinios de una senda secreta llamada Asopea que permitía rodear el paso. Alarmado por este dato Leonidas mandó a los locros y focenses a cubrir la ruta para defenderse de un posible ataque por la retaguardia. Él en persona se encargaría con el resto del ejército de defender la entrada del paso. Las tropas espartanas se dedicaron a esperar a los persas entrenándose, haciendo ejercicios de purificación para preparase mentalmente para morir en combate y peinándose, un rito que significaba para ellos el abandono de lo material por lo espiritual.

Cuando le contaron a Jerjes que había un ejército griego defendiendo el paso y que estaba comandado por espartanos no lo tomó en serio. Con los persas estaba Demarato, un ex - rey espartano exiliado por Cleómenes I, quien advirtió a Jerjes de que los espartanos combatirían duramente. Pero Jerjes pensó que cuando vieran su enorme ejército escaparían corriendo hacia el sur. Así que esperó tres días, mientras llegaba la flota, a que el ejército griego se fuera. Pero tras los tres días y en vista de que no retrocedían y de la altanería que en su opinión mostraban decidió expulsarles del paso por la fuerza y darles un escarmiento.

En el primer ataque, Jerjes mandó a los Medos y los Cisios a desalojar a los griegos, pero el ataque fue un desastre que causó muchas bajas, los medos no cedían y nuevos hombres reemplazaban a los muertos, pero no conseguían avanzar y tuvieron que retirarse. Los griegos tenían armas y armaduras de mejor calidad y una gran disciplina en combate, además de que sus “falanges” o formaciones de combate agrupadas por nacionalidades maniobraban en el lado ancho del paso a la perfección. Los persas tenían que maniobrar en la zona estrecha y no podían desplegar a sus arqueros, además tenían que avanzar sobre los cadáveres de sus compañeros, lo cual les desmoralizaba mucho.

El fracaso enfureció a Jerjes que afirmó que tenía muchos hombres pero pocos soldados. Tras el fracaso de los Medos, Jerjes decidió enviar a sus inmortales, tropa de guardia llamada así por que siempre mantenían el mismo número de reclutas, 10.000, cuando caía uno se le sustituía rápidamente por otro para no romper el número. Pero los inmortales también fracasaron y no pudieron avanzar, teniendo muchas bajas y retirándose al caer la noche. El segundo día se repitió la historia y los persas fracasaron de nuevo, teniendo de nuevo muchas bajas.

Jerjes, abrumado y desmoralizado por el fracaso de sus tropas, encontró la inesperada ayuda de Epialtes, habitante de Mélide, que a cambio de una fuerte suma de dinero informó a Jerjes de la existencia de la ruta Asopea que rodeaba el paso. Jerjes no perdió un minuto y mandó a sus inmortales de noche a cruzar la ruta Asopea. El rápido movimiento sorprendió a los locros y focenses, que no descubrieron el avance persa y los inmortales pudieron cruzar el paso.

Leónidas y el resto de tropas que defendían el paso se enteraron la misma noche mediante unos desertores del avance persa por la ruta Asopea y de que los contingentes encargados de detenerles habían sido derrotados. Viendo que ya no podían hacer nada por detener a los persas, la mayoría de los griegos decidió marcharse. Pero Leonidas decidió quedarse por mantener su honor y el honor de Esparta, obligó a los tebanos a quedarse en calidad de rehenes, pues era probable que Tebas decidiera pasarse al bando persa y permitió al resto marcharse. Solo los Tespieos decidieron quedarse junto a los 300 espartanos y los tebanos.

Al amanecer del tercer día Jerjes lanzó a sus tropas contra el paso por los dos lados, Los griegos sabían que iban a morir y no se preocuparon de defender las estrechas entradas, decidieron atacar a los persas hasta que se quedaron sin lanzas. Después combatieron a espada hasta que sucumbieron todos los espartanos y tespieos, incluido el bravo rey Leónidas. Solo los Tebanos supervivientes se rindieron, pero Jerjes los marcó como esclavos. Jerjes mandó cortar la cabeza de Leónidas y ponerla en un palo. El resto de cuerpos fue enterrado allí mismo. Según algunas fuentes sobre la tumba se puso una inscripción que decía:”caminante informa a los lacedemonios (espartanos) de que aquí yacemos obedeciendo sus leyes”.

La victoria de Jerjes obligó a la flota griega a retirarse a Egina y Salamina y a evacuar Atenas. Jerjes tomó Atenas y la destruyó por completo. Pero posteriormente sería derrotado en las batallas de Salamina y Platea. Los griegos honrarían así a sus camaradas muertos en las Termópilas y pondrían fin al expansionismo persa en Europa. La historia recordará siempre a esos espartanos que sabiendo a que se enfrentaban decidieron morir con honor defendiendo su forma de vida y su civilización.El espíritu y valores de los espartanos servirán de modelo a muchas sociedades futuras de europa.

más


el comic

LA CONQUISTA DE HISPANIA IX

Las Guerras sertorianas.

cap 10. cambio de marea. Victoria en áfrica.

Cambio de marea
La batalla de Cannas puso a Roma al borde del desastre. Los contemporáneos, al observar estos sucesos y ver a los romanos sufrir tres gigantescas derrotas, pensaron que estaban presenciando el derrumbe de la advenediza Roma.
Algunos de los aliados italianos, juzgando que Roma estaba acabada, pensaron que sería mejor unirse a Aníbal y estar del lado vencedor antes de que fuese demasiado tarde. Capua fue una de las ciudades más importantes que abrieron sus puertas a los cartagineses. En el exterior, algunos aliados de Roma desertaron; el más notable de ellos fue Siracusa.
En Sicilia, Hieron II de Siracusa moría por la época de la batalla de Cannas. Su nieto, Hierónimo, le sucedió en el trono y decidió cambiar de partido. Si los romanos eran obligados a hacer la paz, ciertamente tendrían que ceder Sicilia a Cartago, y los cartagineses serían implacables con una Siracusa que hubiese estado del lado romano. Hizo lo único que, pensó, podía hacer: unirse a Cartago para asegurarse un buen tratamiento posteriormente.
Otro golpe para Roma fue que Macedonia selló una alianza con Aníbal. Hacia donde mirase, Roma veía hostilidad frente a ella.
Ante un mundo hostil, Roma dio un ejemplo de firmeza como raramente se vio antes o después. No quiso oír hablar de paz; no quiso escuchar los consejos de la desesperación; hasta prohibió toda señal pública de duelo por los miles de muertos de Cannas. Ceñudamente, pese a sus tres derrotas y a sus cien mil muertos, comenzó a construir un nuevo ejército y a planear acciones enérgicas, aun en esa hora de desastre, contra todo enemigo.
Nunca, en ninguna de sus victorias, antes o después, se mostró Roma tan admirable como en el momento del desastre.
Comprendió que Aníbal, aunque invencible en el campo de batalla, con el tiempo debía desgastarle si Roma lograba impedir que le llegasen refuerzos. Por esta razón, no hizo ningún nuevo intento de combatir a los cartagineses en Italia, pero redobló sus esfuerzos para combatirlos fuera de Italia.
En España, los ejércitos romanos lucharon bajo dos Escipiones, el general que había sido derrotado en el río Tesino (véase página 50) y su hermano. No tuvieron mucho éxito en la lucha, pero ésta fue útil, pues el hermano de Aníbal, Asdrúbal, que tenía el mando en España, estaba demasiado ajetreado para enviar refuerzos cartagineses a Italia.
En 212 a. C., ambos Escipiones murieron en batalla, pero el hijo y tocayo del general, el joven que había salvado a su padre en el Tesino, asumió el mando de las tropas. Demostró ser un dinámico general, y mantuvo en jaque a Asdrúbal durante varios años más.
Mientras tanto, la flota romana del Adriático cuidó de que Aníbal no recibiera refuerzos de Macedonia. (En verdad, uno cíe los grandes defectos de la estrategia de Aníbal fue que éste no comprendió la importancia de destruir el control romano del Mediterráneo. Era extraño que un cartaginés fuese tan espléndido en tierra y tan insensible frente al mar.) Roma hasta envió un ejército a Macedonia para asegurarse de que los macedonios estuviesen atareados en su país.
Luego le llegó el turno a Siracusa. Inmediatamente después de Cannas, los romanos eligieron cónsul a Marco Claudio Marcelo. Este había sido uno de los principales artífices de la derrota de los galos cisalpinos, pocos años antes de que Aníbal penetrase en Italia. Luego se había hecho muy popular entre los romanos al lograr rechazar a las fuerzas de Aníbal que trataron de capturar la ciudad de Nola (cerca de Nápoles), poco después de Cannas. Para Aníbal no fue un fracaso muy importante, pero cualquier victoria sobre los cartagineses, por insignificante que fuese, era causa de regocijo entre los romanos.
Marcelo marchó a Sicilia, derrotó a un ejército cartaginés invasor y puso sitio a Siracusa.
Las cosas no marcharon muy bien. Muchos de los soldados siracusanos habían servido antaño en las legiones romanas y sabían que, si eran capturados, serían azotados y luego ejecutados como traidores, por lo que lucharon desesperadamente. Además, era ciudadano de Siracusa un científico llamado Arquímedes. A la sazón tenía más de setenta años, pero fue el más grande científico e ingeniero del mundo antiguo.
Arquímedes se puso a construir máquinas de diversos tipos: catapultas para arrojar proyectiles, piedras o líquidos en combustión contra los barcos romanos. Se decía que había inventado grúas que levantaban los barcos y los volcaban y lentes que concentraban la luz solar y los incendiaban. Sin duda, estas historias del enfrentamiento de un hombre contra un ejército, del cerebro griego frente al músculo romano, fueron exageradas en generaciones posteriores, sobre todo por los historiadores griegos. Sin embargo, Marcelo tuvo que mantenerse apartado de Siracusa y someter a la ciudad a un asedio distante durante dos años. Mientras tanto, los cartagineses se apoderaron de una serie de ciudades sicilianas.
Finalmente, en parte por traición, en parte por negligencia —una parte de la muralla quedó sin vigilancia durante una fiesta nocturna—, las tropas romanas pudieron entrar en la ciudad en 212 a. C.
Dio comienzo el habitual saqueo, en el que las tropas victoriosas se entregaron al pillaje, incendiando y matando. Marcelo dio órdenes estrictas de que Arquímedes fuese tomado vivo, pues tenía suficiente caballerosidad como para respetar a un enemigo digno. Pero Arquímedes, sin parar mientes en el saqueo que se estaba llevando a cabo a su alrededor, estaba trazando figuras en la arena, tratando de resolver un problema geométrico (al menos así cuenta la tradición). Un soldado romano le ordenó que fuese con él, a lo que el científico griego respondió imperiosamente: « ¡No destruyas mis círculos! », tras lo cual el soldado le mató.
Marcelo, afligido por esto, dio a Arquímedes un honroso funeral y tomó medidas para que su familia estuviese a salvo. Luego se dedicó a limpiar Sicilia de cartagineses.
Y mientras tanto, ¿qué ocurría en Italia y con Aníbal?
Los romanos finalmente aprendieron la lección. No libraron más batallas en Italia contra los cartagineses. La política de Fabio fue adoptada durante trece años y Aníbal fue acosado en todas partes. Lo hostigaban, le ponían obstáculos y lo atacaban por sorpresa; pero siempre que Aníbal se volvía para combatir, los romanos se retiraban rápidamente.
No era una acción muy garbosa y noble, pero dio resultado; poco a poco, Aníbal fue desgastándose. Muchos dicen que Aníbal perdió su oportunidad al no marchar sobre Roma y atacarla inmediatamente después de Cannas. Pero Aníbal estaba allí y ciertamente fue uno de los más capaces, osados e intrépidos generales que hayan existido. Si él pensó que no era el momento de atacar a Roma, probablemente tenía razón.
A fin de cuentas, Roma aún era fuerte y la mayor parte de Italia no había roto con ella. Las tropas iniciales de Aníbal habrían obrado milagros, pero la mayoría de los viejos veteranos habían muerto, y para las batallas futuras Aníbal tenía que depender de mercenarios o desertores romanos . Después de dos años de proezas enormes, bien puede haber pensado que merecía un reposo, por lo que después de Cannas invernó en Capua.
Se dice que las comodidades y el lujo de Capua debilitó a los endurecidos veteranos de Aníbal y los echó a perder. Pero esto probablemente no sea más que un desatino romántico. Su ejército era lo suficientemente bueno como para permanecer invicto durante trece años, y si no ganó nuevas grandes victorias fue sólo porque los romanos prudentemente rehusaban brindarle la oportunidad de hacerlo.
En 212 a. C., Aníbal marchó al Sur, a Tarento, y con ayuda de los mismos tarentinos tomó la ciudad y asedió a la guarnición romana en la ciudadela. Los romanos aprovecharon la oportunidad para poner sitio a Capua, con la que estaban particularmente furiosos por su rápida rendición a Aníbal después de Cannas. Aníbal tuvo que elegir entre acabar su faena en Tarento o volver en socorro de Capua.
Se abalanzó hacia Capua, y los romanos se esfumaron ante su aproximación. Cuando volvió a Tarento, los romanos reaparecieron en Capua. Era muy frustrante para Aníbal, y en 211 a. C. decidió efectuar una suprema demostración: haría como si estuviese por atacar a la misma Roma. Así lo hizo y llegó hasta el borde mismo de la ciudad. Según la tradición, arrojó una lanza sobre ella. Pero los romanos no se inmutaron, sino que se dispusieron a soportar un asedio; ni siquiera llamaron a sus tropas de Capua.
Además, llegó a oídos de Aníbal que el terreno sobre el que había acampado su ejército había sido puesto en venta y comprado por un romano en todo su valor. Así, parecía inconmovible la confianza en que la tierra seguiría siendo romana, pese a todo lo que Aníbal pudiera hacer.
Aníbal se vio obligado a retirarse, y ésta fue una gran victoria moral para Roma. Su firmeza impresionó a todos aquellos que creían que la ciudad se desplomaría ante los golpes de Aníbal. Una serie de victorias romanas en diferentes teatros de la guerra reforzó esa impresión.
En 211 a. C., poco después del infructuoso ataque de Aníbal contra Roma, los romanos retomaron Capua y se vengaron terriblemente de los líderes y la población de esta ciudad. En 210 a. C. tomaron Agrigento, en Sicilia, y barrieron allí el poder cartaginés. En 209 a. C., el joven Escipión se adueñó de Nueva Cartago, en España, mientras el viejo Fabio recuperaba Tarento.
Entre Roma y la victoria completa sólo se interponía el mismo Aníbal. Aún estaba en Italia, aún invicto, aún peligroso. Pese a todas sus victorias, los romanos no osaban atacarlo ni siquiera entonces.
Más para que Aníbal pudiese hacer algo, tenía que recibir refuerzos. No pudo obtenerlos de Cartago; nunca los recibió de ella. Los líderes cartagineses sentían muchos recelos contra Aníbal, pues temían (como ocurre a menudo con los gobiernos, y a veces con razón) que un general de tanto éxito constituyese un peligro tan grande como un enemigo victorioso. Por ello, Cartago se abstuvo de ayudarlo y trató de ganar la guerra combatiendo en otras partes, fuera de Italia, dejando a Aníbal sólo su genio.
Aníbal tuvo que apelar a España, donde estaba al mando su hermano Asdrúbal. En respuesta a la creciente desesperación de Aníbal, en 208 a. C. Asdrúbal decidió repetir la hazaña que había llevado a cabo su hermano diez años antes. Eludió a los romanos, atravesó España y la Galia, trepó por los Alpes y descendió sobre Italia con un nuevo ejército. Era tiempo, pues Aníbal, pese a sus heroicos esfuerzos, perdía terreno constantemente. Casi el único suceso favorable a los cartagineses en 208 antes de Cristo fue la muerte de Marcelo en una pequeña escaramuza.
Aníbal, que estaba en el sur de Italia, debía ahora unir sus fuerzas con las de su hermano, que estaba en el norte. Y los romanos debían impedir que ello sucediera.
Un ejército romano permaneció en el Norte para seguir los pasos de Asdrúbal, mientras otro estuvo rondando a Aníbal. Los ejércitos romanos no osaron unirse para atacar a Aníbal en ninguna circunstancia; tampoco osaron unirse para atacar a Asdrúbal, por temor de que Aníbal, al no estar vigilado, se reuniese con su hermano antes de terminar la batalla.
Entonces se produjo un gran cambio en el curso de la guerra. Asdrúbal envió mensajes a Aníbal en los que fijaba un plan de marcha y un punto de reunión. Por una serie de accidentes, los mensajeros fueron capturados y los mensajes cayeron en manos de los romanos. El general que vigilaba a Aníbal sabía exactamente por dónde iba a marchar Asdrúbal, ¡y Aníbal no lo sabía! En esas circunstancias, el general romano Cayo Claudio Nerón (un hombre capaz que había servido bajo las órdenes de Marcelo) pensó que estaba justificado desobedecer las órdenes. Abandonó la vigilancia de Aníbal y marchó apresuradamente hacia el Norte.
El ejército romano unido enfrentó a las fuerzas de Asdrúbal a orillas del río Metauro, a unos 190 kilómetros al noreste de Roma, cerca del Adriático. Asdrúbal trató de retirarse, pero no pudo hallar un vado por donde atravesar el río y perdió tiempo en la búsqueda. Cuando finalmente halló uno era demasiado tarde. Los romanos cayeron sobre él y tuvo que luchar.
Los cartagineses combatieron heroicamente, pero Aníbal no estaba allí y los romanos obtuvieron una completa victoria. Asdrúbal murió junto con su ejército, y la noticia de esto le llegó a Aníbal de horrible manera. Los romanos hallaron el cadáver de Asdrúbal, le cortaron la cabeza, la llevaron al Sur, adonde estaba el ejército de Aníbal, y la arrojaron al campamento de éste.
Al contemplar con profundo dolor el rostro de su leal hermano, Aníbal comprendió que la guerra estaba perdida. No iba a recibir refuerzos, y los romanos no cejarían hasta que él mismo tendría que ceder.
Pero no tenía intención de ceder sin una derrota en una batalla campal. Se retiró a Bruttium, la punta de la bota italiana, donde estuvo acorralado cuatro años más. Pero ni siquiera entonces los romanos osaron atacarlo directamente.
Victoria en África
Sin embargo, en Roma estaban surgiendo nuevos hombres. El principal de ellos era el joven Publio Cornelio Escipión, quien había sucedido a su padre y tocayo como jefe de las fuerzas romanas en España en 210 a. C.
Escipión, que había estado en el desastre de Cannas y había sido uno de los pocos que sobrevivieron (afortunadamente para Roma), siguió en España una ilustrada política de conciliación, logrando ganar a las tribus nativas para la causa de Roma. No pudo impedir que Asdrúbal llevase a Italia a su desafortunado ejército, pero esto hizo que fuera mucho más fácil combatir a las fuerzas cartaginesas que quedaron en España.
En 206 a. C. los cartagineses enviaron refuerzos a España y se reunió un gran ejército para aplastar a Escipión. Los ejércitos enemigos se encontraron en Hipa, en el sudoeste de España, a unos 100 kilómetros al norte de la actual Sevilla. En este caso, los romanos eran superados numéricamente, pero también eran ellos quienes tenían el general más capaz. Durante varios días, los ejércitos estuvieron frente a frente sin combatir, vigilándose atentamente uno al otro, esperando, al parecer, un momento favorable en que uno u otro pudiese atacar ferozmente. Todo el proceso parecía volverse automático, como una danza repetida, y ambos ejércitos eran sacados de sus campamentos y llevados a campo abierto a una hora avanzada de la mañana.
Pero un día, en lugar de salir tarde por la mañana, con las legiones en el centro y los aliados españoles en las alas, Escipión atacó al alba con los aliados en el centro y las legiones en las alas.
Los sorprendidos cartagineses aún no habían desayunado. Las mejores tropas enfrentaron a los españoles, que solamente se mantuvieron firmes luchando mínimamente. Los romanos, en las alas, barrieron a los contingentes débiles que tenían delante y rodearon y destruyeron al ejército cartaginés.
La batalla de Hipa tuvo dos importantes resultados. Primero, Cartago tuvo que evacuar España, perdiendo el imperio que Amílcar Barca había empezado a construir veinte años antes. Segundo, los romanos descubrieron que por fin tenían un general suficientemente bueno como para luchar con Aníbal con una razonable probabilidad, al menos, de ganar.
Ahora fueron los aliados de Cartago los que empezaron a desertar. Uno de ellos era Masinisa, rey de Numidia, un reino situado al oeste de Cartago que ocupaba el territorio de la moderna Argelia. Escipión llegó a un acuerdo secreto con Masinisa, quien desde ese momento fue un leal aliado romano.
Escipión volvió a Italia en 205 a. C. y fue el niño mimado de Roma. Sólo tenía treinta y dos años, por lo que era demasiado joven para ocupar el consulado, pero fue elegido cónsul de todos modos.
Aníbal estaba aún en Bruttium, aún peligroso, siempre peligroso. Pero Escipión pensó que no era necesario combatir con Aníbal. ¿Por qué no hacer como habían hecho antes Agatocles y Régulo? ¿Por qué no llevar la guerra a África una vez más y atacar a la misma Cartago?
A esto se opusieron los generales más viejos, particularmente Fabio, en parte porque pensaban que era peligroso (a fin de cuentas ni Agatocles ni Régulo habían logrado realmente derrotar a Cartago) y en parte porque estaban celosos del joven.
Pero Escipión era demasiado popular para que triunfase la oposición a él. Cuando el Senado se negó a asignarle un ejército, los voluntarios acudieron a él por miles, y en 204 a. C. zarpó hacia África. Allí Masinisa se le unió abiertamente y la caballería númida, que había sido un componente importante del ejército de Aníbal en Italia, ahora se convirtió en el terror de Cartago.
Las victorias de Escipión rápidamente llevaron a Cartago al borde de la desesperación. En su angustia, los cartagineses llamaron a Aníbal, pero luego decidieron que podían esperar a que él llegase. Convinieron una tregua con Escipión y aceptaron términos de paz. Pero antes de que se ratificasen formalmente los términos de la paz llegó el fiel Aníbal con su ejército y Cartago rompió la tregua.
Ahora estaban frente a frente Escipión y Aníbal. La batalla final de la mayor guerra de los tiempos antiguos se libró en Zama, ciudad situada a unos 160 kilómetros al sudoeste de Cartago, el 19 de octubre de 202 a. C. (551 A. U. C.).
Aníbal conservaba toda su vieja maestría, pero Escipión era un general casi tan bueno como él y tenía un ejército mejor. La mayoría de los hombres de Aníbal eran italianos y mercenarios cartagineses, en los que no se podía confiar hasta el fin.
Aníbal tenía ochenta elefantes, más de los que tuvo en cualquier batalla anterior, pero fueron peores que inútiles para él. Inició la batalla con una carga de elefantes, pero los romanos hicieron sonar sus trompetas, que inmediatamente los asustaron y retrocedieron sobre la caballería de Aníbal, sumiéndola en la confusión. Los jinetes de Masinisa cargaron de inmediato y completaron la destrucción de la caballería cartaginesa. Los elefantes restantes pasaron por los espacios entre los manípulos romanos que se habían dejado libres deliberadamente para ellos; los elefantes prefirieron pasar por éstos antes que enfrentarse con las lanzas de los legionarios. (Los elefantes son muy inteligentes.)
Luego les tocó el turno de avanzar a los romanos, y Escipión guió su avance con precisión, lanzando líneas sucesivas de tropas en los intervalos adecuados para ser más efectivas. Las líneas delanteras de los cartagineses huyeron, y sólo permaneció la última línea, compuesta por avezados veteranos de las campañas italianas de Aníbal. Estos lucharon como siempre, y la batalla fue verdaderamente homérica; pero Escipión se retiró deliberadamente para dar a los jinetes de Masinisa la oportunidad de volver y atacar por la retaguardia (como los jinetes cartagineses habían hecho antaño con los romanos en Trebia y Cannas). Esta táctica dio resultado y el admirable ejército de Aníbal fue destrozado. En toda su vida, Aníbal sólo perdió una batalla campal, pero ésta fue la batalla de Zama, la cual anuló todas sus victorias anteriores.
Fue el fin. Cartago tuvo que rendirse incondicionalmente. La Segunda Guerra Púnica había terminado y, pese a Aníbal y pese a Cannas, fue Roma la que obtuvo una completa victoria.



Por el tratado de paz firmado en 201 a. C., el poder cartaginés quedaba destruido para siempre. Cartago no fue barrida completamente, como hubieran deseado algunos vengativos romanos, porque Escipión se opuso a una paz demasiado cruel, aunque lo fue bastante.
El territorio de Cartago fue limitado a sus dominios africanos (la parte norte de la actual Túnez) y, en particular, debía ceder España. También tenía que entregar su flota y sus elefantes. Tuvo que pagar una gran indemnización durante un período de cincuenta años y no podía hacer la guerra, ni siquiera en África, sin el consentimiento de Roma.
Además, Masinisa, como recompensa por su ayuda, fue afirmado como rey de una Numidia engrandecida, independiente de Cartago y aliada de Roma. Era evidente, además, que Masinisa tenía libertad para perjudicar a Cartago y aprovecharse de ella en la forma que quisiese, pues ésta no podía defenderse sin permiso romano, y Roma siempre estaba de parte de Masinisa. Durante cincuenta años después de Zama, el longevo Masinisa hizo de la vida un infierno para Cartago. La que había sido reina de las ciudades de África tuvo que soportar amargos sufrimientos por la humillación que el gran Aníbal había infligido a Roma.
En lo que respecta a Aníbal, después de escapar con vida de Zama, obligó a la renuente Cartago a hacer la paz. Sabía que Cartago ya no podía luchar y que toda descabellada resistencia terminaría en la destrucción completa de la ciudad y la muerte o la esclavitud de todos sus habitantes.
Aníbal fue puesto a la cabeza del gobierno y puso toda su capacidad en las tareas de la paz. Reorganizó las finanzas cartaginesas, aumentó la eficiencia y su administración fue tan buena que pronto la ciudad sintió el pulso de la prosperidad recuperada. Hasta pudo pagar la indemnización que le impuso Roma con sorprendente rapidez.
Los romanos contemplaban esto con la mayor hostilidad. No habían olvidado a Aníbal, ni jamás lo olvidarían. En 196 a. C. fue enviada una misión a Cartago para acusar a Aníbal de planear una nueva guerra y exigir que les fuese entregado. Pero Aníbal escapó a los reinos helenísticos del Este y permaneció en el exilio por el resto de su vida. Nunca cejó en su odio hacia Roma, pero ya nunca más pudo hacer nada contra ella.
Escipión retornó a Roma como el más grande de sus héroes, su liberador de Aníbal. Se le dio el nombre de «Africano», y hoy es más conocido como Escipión el Africano. Pero el Senado no pudo perdonar a Escipión su juventud y su brillantez, y el orgullo de Escipión y la elevada opinión que tenía de su propia capacidad ofendían a muchos. En lo sucesivo, nunca pudo desempeñar un papel importante en el gobierno romano.
Roma ganó una cantidad considerable de nuevos territorios. La provincia de Sicilia ahora incluía a toda la isla, pues los dominios de Siracusa formaban parte de ella.
También heredó los dominios cartagineses en España. En 197 a. C. formó con ellos dos provincias; Hispania Citerior («España Interior») e Hispania Ulterior («España Exterior»). Pero estas dos provincias sólo incluían la parte meridional de la Península Ibérica. La parte septentrional siguió en manos de las tribus nativas y sólo casi dos siglos más tarde llegó a ser completamente sometida por los romanos.
La existencia de España como primera provincia distante de Roma impuso ciertos cambios importantes en la política romana. Fue menester enviar gobernadores por períodos mayores que un año, por lo que los líderes provinciales se sintieron cada vez más independientes del gobierno central. Además, era poco práctico enviar ejércitos a las provincias y llevarlos de vuelta con suficiente rapidez como para permitir arar y cosechar las granjas. En cambio, fue necesario apostar en las provincias un ejército permanente, es decir, un ejército de soldados profesionales que dedicaban todo su tiempo a labores militares y ninguno a la agricultura. Así, los ejércitos se hicieron leales a sus jefes, más que a la Roma distante. Pero durante cien años el poder y la influencia de la tradición romana mantuvo a raya a los militares. Más tarde iba a producirse el desastre.
También Italia sufrió muchos cambios. Las regiones que habían ayudado a Aníbal perdieron privilegios. La Galia Cisalpina fue poblada de colonos latinos y la población gala fue lentamente absorbida por el modo de vida romano. Los colonos latinos también llenaron el lejano Sur, y las ciudades griegas quedaron tan debilitadas que nunca volvieron a tener importancia política. Etruria siguió decayendo y fue también cada vez más absorbida por el romanismo.
Ahora Roma estaba lista para dar el salto final al poder universal. Sólo quedaban en su camino las monarquías helenísticas.

viernes, mayo 27

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LA CONQUISTA DE HISPANIA VIII

Las guerras celtibéricas

cap 9. Aníbal. De hispania a Italia. Los desastres romanos.

5. Aníbal
De España a Italia

Quienquiera que considerase el siglo y medio de constantes victorias de Roma sobre los samnitas, los galos, los griegos y los cartagineses, y su expansión desde ser una pequeña mancha en el centro de Italia hasta el dominio de toda la Península y de los mares que la rodean, jamás habría adivinado que estaba al borde del desastre. Sin embargo, lo estaba, pues tenía un implacable enemigo, un solo hombre, el general cartaginés Amílcar Barca.
Amílcar tenía clara conciencia de que había superado a los romanos allí donde se había enfrentado con ellos, en Sicilia y en Italia. Si su nación había sido derrotada, fue solamente porque él había nacido demasiado tarde y había alcanzado la edad suficiente para combatir sólo después de perdida la guerra. El no había sido derrotado y sentía una profunda amargura por la victoria romana.
Tampoco podía decirse filosóficamente a sí mismo que la guerra era la guerra, que Roma estaría satisfecha con sus conquistas y que Cartago debía olvidar el pasado y comenzar de nuevo en paz. Podía haber llegado a pensar de este modo si sólo se hubiese tratado de la pérdida de Sicilia. Los romanos habían tomado la isla después de una pareja lucha de muchos años y les había costado mucha sangre. Pero la extorsión por Roma de Cerdeña y Córcega en un momento en que Cartago era impotente debe de haberle parecido a Amílcar un acto de implacable intimidación.



Amílcar llegó a la conclusión de que, después de eso, no cabía esperar un trato amable de Roma. Cartago debía esperar ser lentamente aplastada por un enemigo implacable y sin piedad. Cartago debía prepararse para combatir nuevamente con el enemigo romano, y para esto era necesario fortalecer a Cartago. Debía compensar en otra parte lo que había perdido en Sicilia.
Por ello, en 236 a. C., Amílcar persuadió al gobierno cartaginés a que lo pusiera al frente de una expedición que conduciría a España. Cartago ya tenía puestos avanzados en la costa española, y el propósito de Amílcar era ampliar esos puestos y extender la influencia cartaginesa al interior.
Allí, en los años siguientes, mientras Roma se hallaba ocupada con Iliria, Amílcar construyó un nuevo imperio para Cartago. Según la tradición, fundó la ciudad de Barcino, nombre derivado del suyo, la actual Barcelona. Murió en 228 a. C. combatiendo contra tribus nativas españolas.
Su yerno Asdrúbal le sucedió y extendió la dominación cartaginesa sobre España aún más por medios pacíficos. Fundó una ciudad que fue llamada en latín Carthago Nova, que significa «Nueva Cartago», la actual Cartagena. Por el tiempo en que los romanos dieron fin a sus luchas con los ilirios y los galos cisalpinos, se hallaron con la desagradable sorpresa de que Cartago era más fuerte que nunca. En un principio no les preocuparon las empresas cartaginesas en España. Pensaron que era una buena estrategia mantener las energías cartaginesas ocupadas en lugares tan lejanos de Roma. Pero no habían contado con que los cartagineses obtendrían tanto éxito. Por ello, tomaron medidas para limitarlo.
Roma obligó a Asdrúbal a admitir que el poder cartaginés quedaría limitado al sur del río Ebro. Además, debía respetarse la independencia de la ciudad griega de Sagunto, situada a unos 130 kilómetros al sur del Ebro.
En 221 a. C., Asdrúbal fue asesinado, pero si los romanos pensaron que esto pondría fin a los peligros provenientes de España, se equivocaron totalmente. Amílcar Barca había dejado un hijo, un joven llamado Aníbal, que tenía por entonces veintiséis años, edad suficiente para hacerse cargo del mando.
Aníbal, nacido en 247 a. C., sólo era un niño cuando su padre lo llevó a España después de hacerle jurar enemistad eterna hacia Roma. El muchacho recibió de su padre instrucciones en el arte de la guerra y, como se demostró luego, Amílcar Barca compartió con Filipo II de Macedonia (véase página 25) el destino de ser un padre notable que sería superado por un hijo más notable aún.
Al morir Asdrúbal, Aníbal asumió el mando de las fuerzas cartaginesas en España y casi inmediatamente comenzó a poner en práctica sus vastos planos.
Durante dos años puso a prueba su ejército. Lo utilizó hábilmente para conquistar regiones de España que aún no eran cartaginesas. El ejército, al sentir la mano de un gran jefe, adquirió aún más confianza.
Sagunto, a su vez, sintió aumentar su inquietud. Tenía buenas razones para sospechar que Aníbal preparaba la guerra y sabía que sería el primer objetivo en su camino. Pidió ayuda a Roma, que de inmediato envió embajadores al campamento del joven Aníbal para advertirle que le esperaba el desastre si no se aquietaba, pero el general cartaginés no les prestó la menor atención.
En 219 a. C., Aníbal irritó deliberadamente a Roma poniendo sitio a Sagunto y tomándola después de ocho meses. Los romanos enviaron otra embajada para protestar, pero Aníbal la trató con calculada sorna, advirtiéndoles que era mejor para ellos que abandonasen su campamento, pues no se responsabilizaba por su seguridad. De este modo, Aníbal logró dos cosas. Obligó a Roma a declarar la guerra, pues el insulto era demasiado grande para ser aceptado. Segundo, obligó a Cartago a apoyarlo pese a que los príncipes mercaderes que la gobernaban temían la guerra y odiaban a la brillante y demasiado independiente familia de Amílcar Barca. Las coléricas exigencias de Roma eran tan extremadas que Cartago tuvo que aceptar la guerra antes que la rendición. Así comenzó la Segunda Guerra Púnica.



En 218 a. C., Aníbal, con un ejército de 92.000 hombres (y algunos elefantes), cruzó el río Ebro, el límite septentrional del dominio cartaginés en España, y avanzó hacia el Norte. En su marcha tuvo que combatir con las tribus nativas, pero no tenía prisa. No quería que los romanos adivinasen sus planes.
No los adivinaron. Roma supuso que combatiría a los cartagineses allende los mares, en África y en España, y por tanto envió tropas a ambos lugares. El ejército enviado a España estaba bajo el mando del cónsul Publio Cornelio Escipión. Había sido su padre quien había sofocado la última resistencia cartaginesa en Cerdeña y Córcega quince años antes, y ahora su hijo fue enviado para hacer frente al hijo de Amílcar Barca.
Pero cuando Escipión y sus hombres abandonaron Italia por mar y navegaron hacia España, Aníbal los eludió. El iba a invertir las cosas. Griegos y romanos habían llevado la guerra a las murallas de Cartago; pues bien, él no iba a esperar al enemigo en España, sino que iba a llevar la guerra a los muros de Roma.
Bordeó el tramo oriental de los Pirineos y luego avanzó rápidamente por el sur de la Galia. En el Ródano, tribus hostiles trataron de impedirle el paso, pero Aníbal envió unos barcos en una fingida maniobra, atravesó el río más arriba mientras las tribus se concentraban en los barcos y cayó sobre ellos por la retaguardia. Las derrotó completamente y luego avanzó directamente hacia los Alpes.
Ciertamente, los romanos no esperaban ningún peligro desde el Norte, pues los Alpes eran una muralla protectora que pocos hombres osaban atravesar. Pero Aníbal lo hizo. Logró llevar su ejército a través de los Alpes, y hasta algunos de sus elefantes, en una de las grandes hazañas militares de la historia.
Cuando Escipión desembarcó en España, debe de haberse sentido un tonto de remate, pues su enemigo se había marchado. Lo persiguió con toda prisa, pero en el momento en que llegó al Ródano, Aníbal ya lo había cruzado. Escipión no trató de cruzar los Alpes tras la huella del sorprendente cartaginés, sino que volvió a Italia por mar, con la esperanza de hacerle frente en la Galia Cisalpina, del otro lado de los Alpes, si es que Aníbal no se perdía en los escarpados pasos cubiertos de nieve de esas empinadas montañas.
Aníbal logró su propósito. Perdió gran número de hombres en los combates contra tribus hostiles y la mayor parte de sus elefantes en las temibles pendientes de los Alpes durante el otoño. Llegó a Italia con menos de un tercio de los hombres con que había partido de España cinco meses antes. Pero eran las tropas mejores, convertidas por la adversidad en una magnífica fuerza militar que luchaban bajo el mando de un hombre al que amaban, un hombre que pronto iba a ser considerado como uno de los más grandes generales de todos los tiempos.
Los desastres romanos
En 218 a. C., el desconcertado y humillado Escipión halló un ejército enemigo de 26.000 hombres audazmente acampado en la Galia Cisalpina y se dirigió al Norte, lleno de furia.
Los ejércitos se encontraron por vez primera en el río Tesino, corriente que desemboca en el Po desde el Norte. Allí las caballerías enemigas sostuvieron una breve escaramuza y los romanos fueron derrotados. El mismo Escipión fue herido y, según la tradición, habría sido muerto si su hijo de diecinueve años (y tocayo suyo) no se hubiese lanzado a su rescate. Más adelante volveremos a hablar del hijo de Escipión.
Escipión y su ejército lograron retirarse del otro lado del Po y se replegaron al este del río Trebia, corriente que desemboca en el Po desde el Sur. Allí esperó la llegada del ejército del otro cónsul, Tiberio Sempronio Longo, mientras permanecía cautelosamente frente a Aníbal. El río los dividía, romanos al Este y los cartagineses al Oeste.
Aníbal quería presentar batalla; tenía un miedo terrible de que los romanos se retirasen y conservasen intacto su ejército; mientras que si combatían, confiaba en destruirlos. Por ello, cuando llegó el ejército de Sempronio, Aníbal no movió un dedo para impedir que unieran sus fuerzas. Unidos, tal vez se sintieran suficientemente fuertes como para combatir.
Escipión ya conocía lo suficiente a Aníbal y era favorable a la retirada, pese a los refuerzos recibidos. Pero Sempronio, que nunca se había enfrentado con Aníbal, estaba totalmente decidido a luchar y no quiso considerar ni por un momento ninguna cobarde sugerencia de retirarse.
La intención de Aníbal era hacer que los romanos cruzasen el río, si podía lograrlo. Para ello envió un destacamento de caballería al lado romano. Los romanos los atacaron y, después de una breve resistencia, los cartagineses huyeron. Los romanos los persiguieron de cerca, y su infantería, que pronto se olió la victoria, se lanzó al río detrás de ellos.
Era invierno y el agua estaba helada. Los romanos emergieron del otro lado, empapados y congelados, y cuando la caballería en huida se hizo a un lado, los romanos se encontraron con todo el ejército cartaginés que los estaba esperando preparado para el combate, y además fresco y seco.
Las legiones romanas lucharon bravamente y se abrieron paso por las líneas de Aníbal, pero la caballería cartaginesa, reforzada, dio media vuelta y, con la ayuda de los elefantes, se lanzó velozmente sobre la caballería romana y la derrotó. Luego, el hermano menor de Aníbal, Magón, a quien Aníbal había ocultado con dos mil hombres, cargó en el momento decisivo y atacó a los romanos por la retaguardia.
Combatiendo denodadamente, parte del ejército romano consiguió librarse, pero sólo a costa de las más grandes pérdidas. Los romanos conservaron guarniciones en dos ciudades fortificadas a orillas del Po, pero, por lo demás, tuvieron que abandonar toda la Galia Cisalpina, que habían conquistado sólo cuatro años antes. Los galos estaban encantados de este cambio de la fortuna y rápidamente se unieron a Aníbal. De este modo pudo compensar con creces las pérdidas que había sufrido al abrirse camino hacia Italia.
Escipión, que había sido incapaz de detener a Aníbal, fue enviado de vuelta a España para ver qué podía hacer en la retaguardia de Aníbal, mientras otros generales se preparaban para hacer frente al terrible cartaginés.
Si antes los romanos estaban encolerizados, ahora estaban fuera de sí. Aníbal avanzó hacia el Sur y tenía que ser detenido. Para detenerlo y destruirlo se envió un nuevo ejército bajo el mando de Flaminio, el conquistador de la Galia Cisalpina.
Flaminio no tuvo que ir lejos para encontrar a Aníbal. El cartaginés había avanzado por el norte de Etruria, con todo desprecio por el poderío romano, y luego, en la primavera de 217 a. C., marchó hacia el Este pasando por el lago Trasimeno. En el curso de esta marcha, Aníbal perdió la vista de un ojo, pero con el ojo que le quedaba podía ver mejor, como se demostró, que muchos generales romanos con los dos.
Flaminio lo persiguió furiosamente, pero, para desgracia de Roma, todavía era un general poco capaz. Estaba tan ansioso de enfrentarse y destruir al cartaginés que perdió toda cautela y no dedicó el tiempo necesario para enviar patrullas de reconocimiento. Quizá Aníbal sabía bastante de Flaminio como para contar con esto.
En el lago Trasimeno, Aníbal observó un estrecho camino que bordeaba el lago y estaba limitado del otro lado por las colinas. Colocó todo su ejército detrás de las colinas y esperó. El ejército romano apareció en la mañana serpenteando por el estrecho camino y una ligera bruma contribuía a mantenerlos en la ignorancia de que lo esperaba el enemigo. Cuando los romanos estuvieron totalmente extendidos en una prolongada y estrecha línea a lo largo de todo el camino, los cartagineses cayeron sobre ellos y sencillamente hicieron una matanza. Los romanos casi no tuvieron la posibilidad de defenderse y perdieron diez hombres por cada soldado de Aníbal. El ejército fue exterminado y Flaminio con él.
Para horror de los romanos, el segundo ejército enviado contra Aníbal, aunque mayor que el primero, sufrió una derrota aún mayor.
Los romanos ya no estaban furiosos; estaban aterrorizados. Desde el saqueo de Roma por los galos dos siglos antes, nunca se habían hallado en tal peligro. Aníbal parecía un mago, contra el cual no podía ningún enemigo.
Los romanos nombraron un dictador, Quinto Fabio Máximo, nieto y tocayo del general que había derrotado a los galos casi ochenta años antes.
Fabio no hizo ningún intento de marchar sobre Aníbal. Juzgaba que su tarea consistía en mantener intacto su ejército y esperar pacientemente una oportunidad.
Aníbal podía entonces haber marchado directamente sobre Roma, pero sabía que no debía hacerlo. Podía derrotar en el campo de batalla a generales romanos incautos, pero su ejército aún era pequeño y estaba lejos de su patria. Pensó que no podía sostener un asedio formal contra Roma; no sin ayuda. Esperaba obtener esta ayuda de los aliados italianos de Roma.
Fue esta esperanza la que le llevó primero al Este y luego al Sur. Eludiendo Roma, avanzó por el territorio de las tribus, particularmente las del Samnio, a las que esperaba levantar contra Roma. Para estimularlas a ello, liberó sin rescate a todos los prisioneros italianos. Más tarde (esperaba), con toda Italia de su lado, y Roma sin amigos y sola, podría atacarla y aplastarla.
Pero a este respecto, la estrategia de Aníbal fracasó. La maquinaria militar romana podía fallar, pero el dominio había sido construido sobre bases políticas, más que la potencia bélica. Las ciudades italianas apreciaban la prosperidad y el gobierno eficiente que había creado la dominación romana. Tal vez suspiraran por la independencia, pero sabían que, si se alineaban con Aníbal, no obtendrían la independencia, sino que caerían bajo la dominación cartaginesa, y seguramente ésta sería mucho peor que la romana.
Además, Fabio, el dictador, adoptó justamente el curso de acción que menos favorecía a Aníbal. En vez de arriesgarse a una batalla campal, marchó y contramarchó siguiendo los flancos de Aníbal, aislando grupos de cartagineses, mordisqueando en un lado y pellizcando en otro. Pero siempre evitaba una lucha abierta, por mucho que Aníbal lo incitase a ella. A causa de esta política, Fabio se ganó el apodo de Cunctactor, o «el que dilata». (Hasta hoy, se habla de una «política fabiana» para significar una táctica de dilación y paciencia, evitando una vigorosa lucha directa.)
Mediante esta táctica, Fabio desgastó lentamente al ejército de Aníbal, pero, a medida que pasaron los meses, los romanos se sintieron cada vez menos satisfechos con esta manera de actuar. Parecía innoble y por debajo de la dignidad romana. Cuando los romanos tuvieron tiempo de recuperarse de la conmoción que les produjeron las dos derrotas sucesivas, les pareció que Aníbal no era tan temible, a fin de cuentas. Todo lo que se necesitaba, pensaban muchos de ellos, era firmeza y un ataque resuelto. Les parecía que Fabio Cunctactor no era más que un cobarde, indigno del nombre de romano.
Uno de los más agresivos críticos de la política de Fabio, Cayo Terencio Varrón, fue elegido cónsul en 216 antes de Cristo (537 A. U. C.), y junto con él, un hombre más cauteloso, Lucio Emilio Paulo. Fabio fue llamado para que regresara y se confió a los dos cónsules la tarea de buscar a Aníbal y combatir con él. Lo encontraron en Cannas, cerca del mar Adriático y a cerca de 320 kilómetros al sudeste de Roma. (Aníbal había atravesado toda Italia en el año y medio transcurrido desde que cruzó los Alpes.)
Los cónsules se dividieron el mando, dirigiendo el ejército en días alternos. Cuando le tocó el turno a Varrón, no pudo esperar para combatir. Tenía un ejército mayor que el de Sempronio y el de Flaminio, y superaba a Aníbal casi en dos a uno: 86.000 contra 50.000. Consideraba imposible que los romanos perdiesen una batalla en la que tenían tal superioridad.
Aníbal, pese a su desventaja en el número de soldados, parecía dispuesto a complacer a Varrón, y le ofreció la batalla que éste quería. La infantería cartaginesa avanzó en semicírculo y, cuando los romanos atacaron, retrocedió lentamente. La línea cartaginesa se hizo recta a medida que se replegaba y luego empezó a combarse hacia atrás.
Pero, mientras tanto, los extremos de las líneas cartaginesas no se movieron. Los romanos que avanzaban no parecían preocuparse de los extremos de la línea. El centro cartaginés parecía derrumbarse; un empujón más y la línea cartaginesa se rompería y la batalla habría terminado.
En su impaciencia por atacar, los romanos penetraron en el interior de un despliegue cartaginés en forma de U. Fueron forzados a cerrar filas de tal modo que apenas tenían espacio para blandir sus espadas, por lo que su misma superioridad numérica redundó en su desventaja. A una señal de Aníbal, los extremos de la línea cartaginesa se cerraron, y la caballería cartaginesa, que había quitado de en medio a la caballería romana, cayó sobre la retaguardia de los romanos.
El ejército romano estaba como en un saco, y Aníbal sencillamente ató el lazo y dejó que los soldados romanos muriesen. Murieron por decenas de miles, y el cónsul Paulo con ellos. Muy pocos escaparon. (Varrón fue uno de los que escapó, pero se suicidó antes que volver a Roma y enfrentarse con sus conciudadanos.) Fue la mayor derrota que sufrió Roma en la época de su grandeza.
Los romanos habían enviado un tercer ejército, más poderoso que los dos primeros, y habían sufrido una tercera derrota, peor que las dos anteriores. En verdad, Cannas siempre ha sido considerada la clásica «batalla de aniquilamiento», y quizá nunca se dio un ejemplo similar de un ejército débil que barre completamente a otro más poderoso solamente por el genio de su general.
Sin duda, ha habido otros generales que han derrotado enormes ejércitos con fuerzas pequeñas. Alejandro Magno derrotó enormes ejércitos persas y Robert Clive derrotó enormes ejércitos indios, cada uno de ellos con fuerzas relativamente pequeñas. Pero esos enormes ejércitos estaban mal dirigidos y mal organizados, mientras que los pequeños ejércitos de Alejandro y Clive estaban mejor armados y mejor conducidos. Pero Aníbal luchaba contra el mejor ejército del mundo, pues los romanos fueron invencibles durante siglos antes de Aníbal y fueron invencibles durante siglos después de él. Por eso, hay muchos que consideran a Aníbal como el más grande general que haya existido.

jueves, mayo 26

LA CONQUISTA DE HISPANIA VII

Lsa guerras Lusitanas



Viriato es un verdadero genio de la guerra. Fue tan temido y a la vez admirado en Roma que sus historiadores no dudan en considerarle Romulus hispaniensis "el Rómulo hispano". Poseedor de una cabeza privilegiada para la guerra y para la política, formará cuidadosamente un ejército capaz de derrotar a Roma. Alternando las acciones en campo abierto con la guerra de guerrillas, desconocida para los romanos, Viriato consigue frenar las razzias romanas y poner a Roma a la defensiva, lo que ya es un tremendo triunfo. Pero Viriato es más que todo eso, mucho más. Adiestrado ya su ejército, en 147 aC invade el valle del Betis aplastando a su paso todo lo que huele a ejército romano. Viriato es un auténtico mago de la estrategia que utiliza el terreno como un elemento más de su ejército. Se pasea en triunfo por toda la Hispania Ulterior sin que los romanos puedan derrotar a su ejército que tan pronto aparece como se desvanece por arte de magia, desapareciendo para volver a juntarse de repente a espaldas del enemigo y golpearle con toda furia. Las legiones romanas, acostumbradas a enfrentamientos "ortodoxos" con ejércitos formados en líneas compactas, son golpeadas una y otra vez por esta nueva técnica hasta ser derrotadas contundentemente.

En el valle del Tiétar, Viriato derrotará magistralmente al propretor Cayo Plautio y convertirá a Segóbriga en su capital. Los hispanos, armados con sus gladius hispaniensis, machacan a la infantería romana como un martillo machaca una nuez. Desde esta bella ciudad carpetana cuyas impresionantes ruinas aún podemos admirar junto a la autovía de Valencia, iniciará Viriato una serie de golpes contra el dominio romano de tremenda resonancia. Es un insulto que Roma no puede tolerar y envía a Quinto Fabio Máximo, uno de sus mejores generales, que es vencido por Viriato en una brillantísima campaña en la que Máximo cae en una trampa meticulosamente preparada. Todo el ejército romano cae prisionero de Viriato, pero lo que el caudillo quiere no es sangre romana, sino Pax Hispana. Político además de general, Viriato convence a su prisionero Quinto Fabio Máximo para firmar un tratado de paz que asegure la independencia de la Lusitania. El brillante Viriato sabe que puede contener a los romanos, pero no expulsarlos de España, así que admite el status quo vigente: Roma se quedará con sus territorios españoles pero no conquistará ya más. Ya tienen todo el litoral levantino y la Bética y no deben tener más.

Los senadores se quedan perplejos. Es la mayor humillación impuesta a Roma desde las Horcas Caudinas... aunque aún no saben que con el tiempo vendrá después otra aún mayor... El soberbio Senado, acostumbrado a imponer él los tratados, tiene que tragarse su orgullo y ratificarlo. Pero Servilio Cepión, cónsul en 139 aC tiene otros planes. Miembro de una infame familia optimate que pasará a la Historia por la traición, el saqueo y el asesinato (los que hayáis leido a Colleen McCullogh ya sabéis a qué me estoy refiriendo), rompe el tratado atacando la Lusitania. Cuando Viriato envía tres embajadores a Cepión, el romano les soborna prometiéndoles enormes cantidades de oro si asesinan a Viriato que será apuñalado en plena noche en su tienda por los secuaces de los traidores. Traidores que escapan, mientras en el campamento aún se ignora el crimen, al campamento de Cepión. Este miserable canalla, esta joya de la traición, del engaño, del abuso, de la depredación, en el colmo de la mezquindad más mezquina, les espetó la famosa frase de "Roma no paga traidores"... y así se quedó él con la recompensa, claro. Los funerales del gran Viriato, inspirados en los de Aquiles narrados en la Ilíada de Homero, fueron el emotivo homenaje a un hombre cuya inteligencia estuvo a punto de conseguir lo inalcanzable.

cap 8. Los Romanos en el mar. Las primeras provincias.

Los romanos en el mar
Quizá los romanos esperaban una guerra breve y fácil. Después de todo, los griegos habían logrado derrotar varias veces a los cartagineses. Sólo quince años antes, Pirro los había derrotado hábilmente, y Roma a su vez había derrotado a Pirro.
El optimismo de los romanos pareció más justificado aún después de lograr una gran victoria sobre Cartago en Agrigento, sobre la costa meridional de Sicilia, en 262 antes de Cristo. Pero a lo largo de toda su historia, cuando mejor luchaban los cartagineses era cuando estaban con la espalda contra la pared. Obligaron a los romanos a luchar desesperadamente a cada paso, y su lejano baluarte occidental de Lilibeo parecía inexpugnable.
Ningún griego había logrado tomar Lilibeo, y los romanos pensaron que a ellos no les iría mejor. Tampoco podían poner sitio a Lilibeo para rendirla por hambre mientras la flota cartaginesa pudiera llevar cómodamente alimentos y suministros al puerto.
Los romanos, entonces, tomaron una osada decisión. Combatirían y derrotarían a los cartagineses en el mar.
Parecía una decisión insensata, pues Cartago tenía una larga historia de habilidad marina. Poseía la mayor flota del Mediterráneo Occidental y una tradición centenaria de comercio y guerra en el mar. En cuanto a los romanos, todas sus victorias las habían obtenido en tierra. Tenían barcos, claro está, pero pequeños; ninguno que pudiese osar aproximarse a los barcos de guerra cartagineses. Los romanos ni siquiera sabían construir grandes barcos. ¿Cómo, pues, podían abrigar la esperanza de poder combatir en el mar?
Afortunadamente para Roma, un quinquerreme (un barco con cinco hileras de remos, en vez de las tres que tenían los trirremes romanos, mucho más pequeños) cartaginés naufragó y fue arrojado a la costa en la punta de la bota italiana. Los romanos lo estudiaron y aprendieron cómo construir un quinquerreme. Indudablemente recibieron ayuda de sus súbditos griegos (pues también los griegos tenían una larga tradición naval).
Los romanos procedieron a construir una cantidad de quinquerremes, y mientras lo hacían entrenaron a las tripulaciones en tierra.
Esto no fue tan difícil como podría parecer, ya que los romanos no tenían ninguna intención de superar a los hábiles capitanes marinos cartagineses, pues ciertamente habrían fracasado. En cambio, equiparon a sus barcos con garfios. Su intención era ir directamente en busca del enemigo, adherirse firmemente a los barcos cartagineses mediante los garfios y luego hacer pasar sus hombres a ellos. Los romanos pretendían crear condiciones que les permitieran librar algo equivalente a una batalla terrestre, que tendría lugar en las cubiertas de los barcos.
En 260 a. C. los romanos estuvieron listos. Un pequeño contingente de su flota fue capturado por los cartagineses, lo que debe de haber inspirado a éstos un exceso de confianza. El cuerpo principal de la flota romana, recién salida de los bosques italianos, zarpó bajo el mando de Cayo Duilio Nepote. Era él quien había diseñado los garfios. Eran vigas con largas púas fijadas por debajo. Se las levantaba cuando el barco romano se aproximaba y se las dejaba caer pesadamente cuando estaba junto al barco enemigo. Los pinchos se clavaban profundamente en la cubierta enemiga y los dos barcos permanecían unidos.
La flota romana encontró a la cartaginesa frente a Milas, puesto marino situado a 24 kilómetros al oeste de Messana. Los barcos se aproximaron, cayeron las vigas, se clavaron las púas y los soldados romanos se abalanzaron sobre los sorprendidos cartagineses, a los que derrotaron casi sin lucha. Catorce barcos cartagineses fueron hundidos y treinta y uno tomados. La reina de los mares fue derrotada por un recién llegado. Duilio Nepote obtuvo el primer triunfo naval de la historia romana.
Pero la voluntad de lucha de los cartagineses se mantuvo. Su fortaleza de Sicilia Occidental permanecía firme, y los cartagineses tenían suficientes barcos y suficiente habilidad como para mantenerla aprovisionada.
Los romanos, entonces, decidieron tomar otra medida e imitar a Agatocles, es decir, atacar a Cartago en su propio terreno, como había hecho aquél (véase página 33). En 256 a. C. se equipó una enorme flota de 330 trirremes y se la puso bajo el mando de Marco Atilio Régulo, quien era cónsul a la sazón.
La flota bordeó la parte oriental de Italia, su talón, y navegó a lo largo de la costa meridional. A mitad de camino, frente a un lugar llamado Ecnomo, se encontró con una flota cartaginesa aún mayor. Se libró una segunda batalla naval, la mayor de todas las libradas hasta entonces, y nuevamente los romanos obtuvieron la victoria. Abatida temporalmente la potencia marítima cartaginesa, el camino quedaba despejado y los romanos enfilaron hacia la costa cartaginesa.
Se repitió exactamente la misma situación que en tiempo de Agatocles. Los cartagineses no habían aprendido la lección: que su tierra no era inmune a la guerra. Aún estaba desarmada y sin defensa, y Régulo no halló dificultad alguna para derrotar a los ejércitos cartagineses apresuradamente reclutados y en dominar la región. Finalmente, apareció ante los muros de Cartago, y cuando ésta, atemorizada hasta la locura, se mostró dispuesta a hacer la paz, Régulo planteó exigencias tan extremas que el gobierno cartaginés decidió luchar. Era preferible sucumbir combatiendo.
Por entonces estaba en Cartago un espartano llamado Jantipo. Hacía mucho que habían pasado los tiempos de la grandeza militar de Esparta, pero la vieja tradición sobrevivía en los corazones de muchos espartanos. Jantipo habló audazmente y dijo a los cartagineses que habían sido derrotados no por los romanos, sino por la incompetencia de sus generales.
Tan bien habló y tan convincentes sonaron sus palabras que los enloquecidos cartagineses le dieron el mando. Logró esforzadamente reunir un ejército, al que agregó 4.000 jinetes y 100 elefantes. En 255 a. C. condujo sus tropas contra los romanos, debilitados desde hacía algún tiempo porque una gran parte del ejército había sido llamado a combatir en Sicilia. Régulo podía haberse retirado, pero decidió que el orgullo romano exigía que permaneciese en su puesto y luchara. Luchó, fue derrotado y tomado prisionero. La primera invasión romana de África terminó, así, en un completo fracaso.
El Senado romano, al recibir noticia de esto, envió su flota con refuerzos a África. Esta flota derrotó a los barcos cartagineses que trataron de impedirle el paso, pero luego tuvo que enfrentarse con un enemigo peor. Si los romanos hubiesen tenido mayor experiencia, habrían reconocido los signos de una inminente tormenta, y habrían sabido que hasta los barcos romanos debían buscar refugio ante una tormenta. Llegó la tormenta, la flota romana fue destruida y perecieron ahogados miles de soldados romanos.
Los cartagineses, alentados al enterarse de esto, enviaron refuerzos, y hasta elefantes, a Sicilia. Pero los romanos, reaccionando como poseídos por los demonios, construyeron una nueva flota en tres meses. Esta flota zarpó a Sicilia, donde ayudó a tomar Panormo: luego patrulló la costa africana sin hacer nada importante y, cuando quiso volver a Roma, también fue atrapada por una tormenta y destruida.
La guerra continuó inútilmente en Sicilia, y en 250 antes de Cristo los cartagineses pensaron en la conveniencia de llegar a una paz de compromiso. Enviaron una embajada a Roma para proponerla, y Régulo, el general romano capturado, acompañó a la embajada para apoyar (así lo había prometido) el pedido de paz. Régulo dio su palabra de honor de volver a Cartago si la embajada fracasaba.
Pero cuando la embajada llegó a Roma, Régulo, para sorpresa y horror de los cartagineses, se levantó ante el Senado para decir que no merecía la pena salvar a prisioneros como él, que se habían rendido en vez de morir en la batalla, y que la guerra debía continuar hasta el fin.
Luego volvió a Cartago, donde los encolerizados cartagineses lo torturaron hasta su muerte. (Esta historia puede no ser verdadera. Todo lo que sabemos de los cartagineses es lo que nos han dicho autores griegos y romanos, inveterados enemigos de Cartago. Se complacían en relatar historias de atrocidades, y no han sobrevivido escritos cartagineses de autodefensa o de contraataque.)
En 249 a. C., los romanos construyeron otra flota y la enviaron contra Lilibeo, que aún, después de quince años de guerra, seguía firmemente en manos de los cartagineses. Al mando de esta flota se hallaba Publio Claudio Pulcro («Claudio el Hermoso»), hijo menor del viejo censor y hermano de aquel Apio Claudio que fue el primero en conducir un ejército romano a Sicilia.
En vez de mantener el asedio de Lilibeo, Claudio Pulcro decidió atacar a la flota cartaginesa que estaba en Drepanum, a 32 kilómetros al norte. Como era habitual en aquellos tiempos, los sacerdotes de a bordo esperaron augurios favorables de los pollos. Pero los pollos no comían, lo cual era muy mal augurio. Claudio Pulcro era un romano que desdeñaba tales creencias supersticiosas. Cogió los pollos y los arrojó al mar, diciendo: «Pues si no quieren comer, que beban».
Pero si el almirante no era supersticioso, lo eran los marinos, quienes se desalentaron totalmente ante este sacrilegio.
Más grave aún era que Claudio Pulcro no ocultó sus movimientos y perdió la ventaja de la sorpresa. Los cartagineses lo estaban esperando y lo derrotaron, destruyendo su flota. El jefe romano pronto fue llamado de vuelta, juzgado por alta traición (a los pollos, supongo) y se le impuso una pesada multa. Poco después se suicidó.
Finalmente, los cartagineses hallaron el hombre que necesitaban desde hacía mucho. Se trataba de Amílcar Barca, quien fue hecho jefe de los ejércitos sicilianos en 248 a. C., cuando era todavía muy joven. Si desde un comienzo alguien como él hubiese estado al mando de los cartagineses, éstos habrían ganado. Pero en ese momento ya defendía una causa esencialmente perdida.
No obstante, hizo maravillas. Durante dos años asoló la costa italiana y luego, lanzándose sobre Panormo, se apoderó de ella por sorpresa y continuó realizando incursiones por Sicilia. Los romanos no podían atraparlo ni detenerlo. Y Lilibeo todavía resistía firmemente contra los romanos.
Pero en aquellos años la salvación de los romanos estuvo sencillamente en que jamás cedieron. En 242 a. C., construyeron otra flota y derrotaron a la flota cartaginesa frente a la costa occidental de Sicilia. Esto puso fin a toda posibilidad de enviar refuerzos y suministros al audaz Amílcar.
Con renuencia, Amílcar decidió que no había más remedio que hacer la paz, en los términos que fueran. La nación cartaginesa había quedado tan desquiciada por la prolongada guerra que estaba al borde del desastre absoluto. En 241 a. C., Amílcar hizo la paz, con la cual terminó la Primera Guerra Púnica veintitrés años después de ser iniciada.
Era una clara derrota de los cartagineses. Estos fueron expulsados de Sicilia, que desde entonces fue completamente romana, excepto la parte más oriental, gobernada por Hierón II de Siracusa, fiel aliado de Roma. Además, Cartago tuvo que pagar una pesada indemnización. Aun así, Cartago se salvó con suerte. Si Roma no hubiese estado agotada por sus esfuerzos, habría llevado la guerra más adelante.
Las primeras provincias
Sicilia fue el primer territorio fuera de los límites de Italia propiamente dicha que cayó en manos romanas. Su mayor distancia y su separación por el mar hicieron que pareciera diferente al gobierno romano. Las tierras de Italia estaban llegando a ser consideradas como una «confederación italiana», como una patria cada vez más unificada; pero Sicilia era una tierra extraña, en la que había griegos, cartagineses y tribus nativas que habían sido sojuzgadas durante siglos y tenían poco en común con los italianos.
Por ello, Roma consideró a Sicilia como una propiedad conquistada que no podía formar parte integrante del complejo sistema gubernamental impuesto a Italia. Se envió a Sicilia un magistrado cuya gama de funciones («provincia») incluía el gobierno total del territorio. Sus edictos eran las leyes de éste, y era su tarea recoger tributos del territorio y hacer de su propiedad y administración algo provechoso para Roma.
El término «provincia» llegó a aplicarse al territorio mismo, y Sicilia fue la primera provincia de Roma, organizada como tal en 241 a. C. Naturalmente, cuando un magistrado era enviado a gobernar una provincia, habitualmente cuidaba de que no todo el dinero que recaudaba fuese enviado a Roma. Una parte quedaba en sus manos. Se daba por sentado que un funcionario gubernamental romano a quien se asignaba una provincia debía enriquecerse. De esto se sigue que, en general, las provincias eran mal gobernadas (no siempre, por supuesto, ya que hasta en los peores tiempos hay algunos funcionarios honestos).
Sicilia no fue por mucho tiempo la única provincia de Roma.
La larga guerra que llevó a Cartago al borde de la ruina había paralizado su comercio e introducido el caos en sus asuntos comerciales. Había llevado a cabo sus guerras principalmente con tropas mercenarias, y ahora carecía de dinero para pagarles. Los mercenarios pronto se rebelaron y trataron de cobrarse (con creces) saqueando la ciudad.
Amílcar, el único cartaginés que podía resistir con indomable espíritu los desastres que se abatían sobre Cartago, tomó el mando de las tropas leales que pudo hallar y, después de una desesperada lucha de tres años, destruyó a los mercenarios en 237 a. C.
Roma observaba, sin intervenir directamente, totalmente dispuesta a dejar que Cartago se desgarrase. En 239 antes de Cristo, mercenarios de la isla de Cerdeña, que aún era cartaginesa, ofrecieron a Roma entregarle la isla, pues corrían el peligro de ser destruidos por Amílcar. Roma aceptó prestamente y envió una fuerza de ocupación en 238 a. C.
Cartago protestó con todo derecho, afirmando que eso era una ruptura del tratado de paz. Roma le declaró la guerra, desdeñosamente, y ofreció a Cartago anular la declaración de guerra sólo si Cartago no sólo cedía Cerdeña, sino también Córcega (isla que está inmediatamente al norte de Cerdeña). Cartago, impotente, tuvo que aceptar. y Cerdeña y Córcega se convirtieron en territorio romano.
Los romanos tardaron varios años en aplastar la resistencia de las tribus nativas de las islas, pero en 231 a. C. estaban suficientemente pacificadas como para ser organizadas en una segunda provincia.
Tal era la situación entonces que Roma, al observar hacia el exterior, halló todo en un estado de profunda paz. Por primera vez desde el reinado de Numa Pompilio, quinientos años antes, el templo de Jano fue cerrado.
Pero los éxitos de Roma la cargaron con nuevas responsabilidades. Ahora que era una gran potencia naval tenía que preocuparse por el problema de la piratería en alta mar.
En tiempos de la Primera Guerra Púnica, esa piratería se centraba en la costa oriental del mar Adriático, región conocida como Iliria. Bajo los poderosos reyes macedónicos Filipo II y Alejandro Magno, los ilirios se hallaban bajo una firme dominación. Durante los desórdenes que siguieron a la muerte de Alejandro, las tribus ilíricas reconquistaron su independencia y libertad de acción, lo cual significaba piratería.
La costa (que actualmente pertenece a Yugoslavia) es accidentada, con muchas islas, y los nativos podían hacer del filibusterismo un provechoso negocio. Sus barcos ligeros podían salir y atacar rápidamente, para luego perderse entre las islas si eran perseguidos por barcos de guerra. Los griegos, que estaban al sur de Iliria, sufrieron enormemente a causa de esas incursiones piratas.
Macedonia, situada al este de Iliria, parecía la potencia apropiada para pedir ayuda. En 272 a. C., después de la muerte del belicoso e inquieto Pirro, se hallaba bajo la mano firme de Antígono II, nieto de uno de los generales de Alejandro Magno. Sus descendientes, los «antigónidas», conservaron el gobierno durante un siglo.
Por desgracia, Macedonia estaba continuamente enredada en las eternas querellas políticas de Grecia y en guerras con el Egipto Tolemaico, y, al parecer, no tenía tiempo ni ganas de ocuparse de la piratería ilírica. Por ello, los griegos se volvieron a la nueva potencia, Roma, como alternativa natural. Acababa de demostrar su fuerza en el mar y su vigor en general; además, estaba justo frente a Iliria, del otro lado del Adriático.
Roma, siempre bien dispuesta, envió embajadores para advertir a la reina iliria de las consecuencias que podría tener el contrariar a los romanos. La reina inmediatamente los hizo matar. Roma envió entonces doscientos barcos que ajustaron las cuentas a los ilirios en 229 a. C. Una segunda campaña llevada en 219 a. C. contra el sucesor de la reina puso fin a la piratería iliria.
Como consecuencia de la Guerra Ilírica, Roma se adueñó de la isla griega de Corcira, que había sido una posesión iliria durante medio siglo. Está frente al extremo meridional de la costa ilírica y a ochenta kilómetros al sudeste del talón de la bota italiana.
Los griegos se regocijaron en sumo grado de ver el fin de los piratas ilirios y trataron a los romanos con toda muestra de respeto. Hasta les permitieron participar en algunas de sus fiestas religiosas, signo de que consideraban a los romanos como un pueblo civilizado a la par de los mismos griegos.
Mientras los romanos aplastaban a los ilirios, un peligro mayor apareció en el Norte. Los galos, reforzados con contingentes de sus parientes del otro lado de los Alpes, repentinamente lanzaron una nueva invasión sobre el Sur, en 225 a. C. Hicieron correrías por Etruria y llegaron a Clusium, la vieja ciudad de Lars Porsena. Allí se detuvieron, al parecer perdieron ánimo y se retiraron.
Los romanos los siguieron bajo el mando de su cónsul Cayo Flaminio. Este era excepcional entre los líderes romanos por tener lo que hoy llamaríamos ideas democráticas. Cuando fue tribuno, en 232 a. C., logró imponer una distribución de tierras entre los plebeyos, pese a la oposición de los aristócratas del Senado y, en particular, contra la decidida oposición de su propio padre. Flaminio estimuló la creación de juegos para los plebeyos y trató de desalentar la dedicación al comercio de los senadores (donde podían usar su poder político para enriquecerse). No cabe sorprenderse, pues, de que fuese popular entre el pueblo romano e impopular entre los senadores.
Desgraciadamente, Flaminio no era muy buen general. Habitualmente atacaba sin examinar cuidadosamente la situación. En su primera batalla con los galos fue derrotado, y sólo consiguió a su vez derrotarlos después de recibir grandes refuerzos. Pero después de una segunda victoria obtenida en 222 a. C., la Galia Cisalpina quedó totalmente bajo el dominio romano.
Flaminio trató de asegurar esta victoria construyendo un camino que condujese hacia el Norte desde Roma. Comenzó la tarea en 220 a. C., cuando fue censor, y por la época en que la terminó, la Vía Flaminia fue extendida a través de los Apeninos hasta las costas del Adriático, sobre las fronteras de la Galia Cisalpina. En caso de rebelión de los galos, las tropas romanas podían acudir allí rápidamente.
Con las colonias romanas establecidas en la Galia Cisalpina, el poder romano se extendió hasta los Alpes. Roma dominaba ahora un territorio de unos 310.000 kilómetros cuadrados. Dominaba toda la región que constituye la moderna República Italiana (que incluye Sicilia y Cerdeña) y, además, Córcega y Corcira.