Nerón
Nerón, con dieciséis años de edad cuando ascendió al trono, inició su reinado, al igual que Calígula, de un modo que dio pábulo a esperanzas optimistas. Pero cuando se es joven y se descubre que uno puede satisfacer un deseo, cualquiera que sea, es difícil aprender mesura.
Muy pronto Nerón aprendió a barrer de su camino todo lo que pudiese ser una barrera para la continua satisfacción de sus deseos. Hizo envenenar a Británico, se divorció de su joven mujer, la desterró y más tarde la hizo desaparecer. En 59, se había vuelto tan perverso que no vaciló en hacer ejecutar a su madre porque trató de dominarlo como había dominado a Claudio.
Extrañamente, a Nerón nunca le gustó realmente la tarea de gobernar. Lo que realmente deseaba era ser actor teatral. Era lo que hoy describiríamos como un «apasionado por el teatro». Escribía poesías, pintaba cuadros, tocaba la lira, cantaba y recitaba tragedias. Ansiaba actuar en público y recibir aplausos. Es imposible, desde luego, saber si su actuación era eficiente, porque no hay ningún testimonio imparcial de lo que hacía. Obtenía grandes aplausos en todas las ocasiones y constantemente se le concedían premios destinados a actores profesionales, pero, ¿obedecía todo ello a que era bueno o a que era el emperador? Casi con seguridad, a lo último. Por otro lado, posteriores historiadores senatoriales ridiculizaron sus aptitudes, pero quizá no fue tan incompetente como decían ellos.
De haber sido actor en vez de emperador, Nerón tal vez hubiera podido llevar una vida razonable y hasta lograr algún renombre. Hubiera podido ser un ciudadano respetable y hasta un hombre bueno. Pero, tal como estaban las cosas, su posición como emperador le brindó infinidad de oportunidades de pasar a la historia como uno de los más infames villanos que hayan vivido jamás.
Más por entregado al lujo y por derrochador que fuese el gobierno personal de Nerón, la labor del Imperio continuó.
Nuevamente, surgieron perturbaciones en el Este, y el problema, como siempre, era el juego de la cuerda entre Roma y Partia por el Estado tapón de Armenia, que estaba entre ellos. Poco después de la muerte de Claudio, el gobernador títere romano de Armenia fue muerto por las tribus fronterizas, y el rey parto, aprovechando lo que juzgó que sería un período de trastornos en Roma, invadió Armenia y puso en el trono a su hermano Tiridato.
Nerón envió a Cneo Domicio Corbulón al Este para que se hiciese cargo de la situación. Corbulo había prestado servicios con eficacia en Germania, bajo Claudio, y era un general muy competente. Pasó tres años reorganizando las legiones en el Este y revitalizando su moral. En 58 (811 A. U. C), invadió Armenia, y en el curso del año siguiente ocupó el país, expulsando a los partos y poniendo en el trono a un nuevo títere romano.
Si Corbulón hubiese tenido libertad, Partia habría sufrido una resonante derrota. Pero Nerón cuidaba de que ningún general tuviese demasiado éxito y reemplazó a Corbulón por un general mucho menos competente que, en 62, sufrió una gran derrota. Luego, Corbulón fue puesto nuevamente en el mando y logró restablecer la situación de modo que las cosas terminaron en un empate. Tiridato, el parto, siguió siendo rey de Armenia en definitiva, pero en 63 convino en ir a Roma a recibir su corona de Nerón, con lo cual Armenia, al menos en teoría, sería un satélite romano.
Pero entre tanto surgió una crisis en Judea. La inquietud aumentaba entre los judíos bajo el gobierno de los Herodes y los procuradores. Sus esperanzas mesiánicas se agudizaron y ya no estaban dispuestos de ningún modo a transigir en cuestiones religiosas. El recuerdo de los macabeos y su rebelión gloriosamente triunfante en defensa de su religión y contra Antíoco IV permanecía fresco en sus mentes.
Así, continuamente se oponían a toda forma de homenaje que pudiese concebirse como un culto del emperador o de cualquiera de los símbolos del Imperio. Cuando Poncio Pilato entró en Jerusalén con estandartes en los que estaba pintada la figura del emperador Tiberio, estallaron violentos desórdenes entre la población, porque la pintura era considerada como un ídolo. Poncio Pilato estaba asombrado, pues no hallaba nada de perjudicial en una bandera de combate. Pero Tiberio no deseaba rebeliones innecesarias y costosas por una causa tan trivial, y ordenó quitar los perturbadores símbolos.
Pero tal conducta intransigente, tal certidumbre de que su Dios era el único Dios verdadero y que todos los otros objetos de culto eran malos y repugnantes, hizo a los judíos cada vez más impopulares entre los otros pueblos del Imperio, que aceptaban una multiplicidad de dioses y eran en gran medida indiferentes con respecto a las creencias de sus vecinos. Los judíos eran particularmente impopulares entre los griegos, quienes consideraban que su cultura era la única y verdadera Cultura y tenían tan pobre opinión de otras culturas como los judíos de otros dioses.
En Alejandría, la capital de Egipto, la mayor ciudad de habla griega en el mundo a la sazón y que sólo cedía en importancia ante Roma en todo el Imperio, había una gran colonia de judíos que seguían apegados a sus tradiciones y casi constituían una ciudad dentro de otra. Habían recibido privilegios especiales de Augusto (quien les estaba agradecido por su apoyo, al final de la guerra civil), tales como la exención de participar en los rituales que tenían por objeto la persona del emperador y la del servicio militar. También esto fastidiaba a los griegos.
Los griegos de Alejandría iniciaron disturbios antisemitas, y los judíos enviaron una delegación a Calígula para pedir justicia. Los griegos, inseguros sobre la actitud que adoptaría el emperador loco, se apresuraron a enviar una delegación rival para argumentar que los judíos se negaban a participar en el culto al Emperador y, por ende, eran traidores.
Calígula, deseoso de hacerse adorar en forma absoluta, ordenó colocar su estatua en los diversos templos del Imperio. En muchos lugares, la orden fue obedecida inmediatamente. ¿Qué importaba un bloque de piedra más o menos en un templo? Pero Calígula ordenó específicamente que su estatua fuese colocada en el Templo de Jerusalén, a lo que los judíos se opusieron. La idea de que una figura humana fuese adorada en la Casa del único Dios verdadero era completamente inaceptable para los judíos, y estaban dispuestos a morir antes que acceder a ello. El gobernador de Siria escribió a Calígula contándole esto, y postergó desesperadamente la aplicación de la orden. En su cólera, Calígula quizá habría ordenado la destrucción de Judea. Pero fue asesinado justo a tiempo para impedir una insurrección, y como consecuencia de ello la destrucción se postergó una generación más.
Claudio, al convertirse en emperador, puso a Herodes Agripa, viejo amigo de Calígula, en el trono de Judea, otorgándole nuevamente cierto grado de autonomía. Herodes se esforzó para ganarse a los judíos, y efectivamente alcanzó gran popularidad, pese a ser idumeo. (Se cuenta que durante una Pascua lloró por no ser judío y que los espectadores, también llorando, exclamaron «tú eres un judío y eres nuestro hermano».)
Lamentablemente, su reinado fue breve, pues terminó con su muerte tres años más tarde, en 44. Su hijo, Herodes Agripa II, gobernó durante un tiempo sobre algunas zonas de Judea, pero la parte principal de esa tierra fue nuevamente convertida en provincia y gobernada por procuradores.
Esos procuradores eran a menudo rapaces, y uno en particular, que había sido nombrado por Nerón, desvalijó el tesoro del Templo. Los extremistas antirromanos entre los judíos (llamados los «celotes»), cuya influencia había ido en aumento, provocaron disturbios. Herodes Agripa II, quien estaba en Jerusalén en ese momento, urgió a la calma y la prudencia, pero no fue escuchado. En 66 (819 A. U. C.), Judea estaba en plena y violenta revuelta contra Roma.
La intensidad de la rebelión cogió a los romanos por sorpresa. Las tropas del lugar no pudieron dominarla y Nerón tuvo que enviar tres legiones al Este bajo el mando de Vespasiano (Titus Flavius Sabinus Vespasianus). Bajo Claudio, había prestado servicios en Germania y luego participado en la conquista de la Britania meridional, conduciendo las fuerzas que conquistaron la isla de Wight. Fue cónsul en 51 y luego gobernador de la provincia de África. Realizó con eficiencia la nueva tarea que se le encomendó, aunque lentamente, pues los judíos luchaban hasta la muerte.
En 69, Vespasiano abandonó Judea para retornar a Roma, pero su hijo Tito (se llamaba Titus Flavius Sabinus Vespasianus, igual que su padre), continuó la tarea. El 7 de septiembre del 70 (823 A. U. C.) tomó Jerusalén, y el Templo fue destruido por segunda vez. (La primera vez había sido destruido por los babilonios, cinco siglos antes.) Tito celebró el triunfo en Roma el año siguiente; el Arco de Tito, que aún está en pie en Roma, fue erigido en honor de esa victoria.
Los judíos que sobrevivieron y permanecieron en Judea se hallaron en medio de la devastación, con su Templo destruido, su sacerdocio abolido y una legión romana permanentemente establecida en el lugar.
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