Adriano
Alrededor de 106, al parecer, Trajano había elegido a su sucesor. Este era Adriano (Publius Aelius Hadrianus), hijo de un primo de Trajano. Adriano prestó buenos y fieles servicios en la campaña de Dacia y se casó con una sobrina nieta de Trajano. A la muerte de éste, se convirtió en emperador sin disputa alguna, y mediante una liberal gratificación a los soldados se aseguró de que no tendría problemas. Abandonó la costumbre romana de afeitarse, que se remontaba a tres siglos atrás, y fue el primer emperador que llevó barba.
El imperio que gobernó no era tan sólido y grande como parecía. Las conquistas de Trajano, por mucho que halagaran el orgullo de los patriotas y tradicionalistas romanos, habían extendido y tensado la economía de un ámbito que estaba demasiado maduro y se estaba volviendo blando y endeble en muchos lugares. Tratar de mantener las fronteras de ese momento, suponía alimentar y abastecer a todo un ejército durante el tiempo que durase una guerra oriental que prometía ser larga, y también que el gobierno interno continuaría perdiendo su vigor.
Adriano decidió no arriesgarse. Si Trajano trató de revivir a Julio César, Adriano intentó revivir a Augusto. Estaba dispuesto a bajar los humos romanos, estableciendo una frontera firme y segura que no traspasaría y dentro de la cual pudiera prosperar.
Con este propósito, pronto renunció a las conquistas orientales de Trajano, y el Imperio Romano, después de estar dos o tres años en la cúspide de su extensión, inició la larga retracción que iba a durar trece siglos y no iba a cesar hasta la caída final de su última ciudad.
Toda la región mesopotámica fue devuelta a Partia y se hizo nuevamente del Eufrates superior, mucho más fácilmente defendible que el Tigris, la frontera oriental del Imperio; una frontera, además, que Partia, agotada y con su orgullo nacional restablecido, no estaba con ánimo de disputar. En cuanto a Armenia, Adriano se contentó con hacer de ella nuevamente un reino satélite, como antes, y no hizo ningún intento de conservarla como provincia. Esto suponía una retracción de unos ochocientos kilómetros y el fin de la momentánea posición romana en el mar Caspio y el golfo Pérsico, pero en realidad era para bien.
Adriano tuvo que rechazar a los bárbaros que hacían incursiones por Dacia, en una guerra que libró con renuencia. En verdad, estaba ansioso de renunciar a las conquistas de Trajano en Dacia, pero esto no fue aceptado por sus consejeros y, probablemente, tampoco por sus propios sentimientos. Dacia era la única de las conquistas recientes en la que se habían asentado en gran número colonos romanos, y habría sido infame abandonarlos a los bárbaros.
Adriano continuó y amplió las medidas humanitarias y caritativas de Nerva y Trajano. Hasta hizo aprobar leyes para lograr que se diese un trato considerado a los esclavos, de los que había cerca de 400.000 en la ciudad de Roma solamente, aunque su número estaba declinando, y estimuló la creación de escuelas gratuitas para los pobres. Mantuvo la política de respeto hacia el Senado e hizo grandes esfuerzos para quedar limpio de la sospecha de que ciertos conspiradores ejecutados por la guardia pretoriana habían sido muertos a instigación suya. Reorganizando los métodos para la recaudación de impuestos, logró aumentar los ingresos imperiales a la par que aligeraba los impuestos. También reconstruyó el Panteón, dándole un aspecto aún más impresionante, después de su destrucción por el fuego.
Con todo, la economía romana estaba en mal estado, sobre todo la agricultura. Cuando Augusto estableció el principado y puso fin a siglos de conquistas, también puso fin a la afluencia de miles de esclavos baratos de los países conquistados. Fueron reemplazados por arrendatarios libres que, al no tener propiedades, podían desplazarse de un lugar a otro en busca de mejores condiciones de trabajo. El porcentaje de soldados y habitantes urbanos (que no contribuían a la producción de alimentos) aumentó, mientras que el conjunto de la población disminuyó, de modo que se hizo cada vez más difícil hallar trabajadores agrícolas y el salario por sus servicios subió desmesuradamente (o al menos así les parecía a los terratenientes). Por esa razón, hubo una tendencia creciente a promulgar leyes para impedir que los campesinos se desplazasen, a mantenerlos ligados a un trozo de tierra determinado. Estos fueron los débiles comienzos de lo que llegaría a ser la servidumbre en la Edad Media.
Aunque Adriano trató al Senado con respeto, el prestigio de este cuerpo declinó constantemente. Ya nadie pretendía que el Senado tuviese algo que ver con la elaboración de leyes; sólo importaban los edictos del emperador. Por supuesto, un emperador concienzudo como Adriano no promulgaba edictos de manera caprichosa o arbitraría, sino que consultaba a un consejo de distinguidos juristas que lo asesoraban.
Adriano era un intelectual y un anticuario; se interesaba por todo el Imperio, no por Italia solamente. En verdad, buena parte de sus veintiún años de gobierno la pasó en viajes de recreo por las diversas provincias, haciéndose ver por la gente y, a su vez, observándola.
En 121, se marchó al Oeste y el Norte, viajando a través de la Galia y Germania para luego entrar en Britania. Por entonces, ya hacía ochenta años que Britania era más o menos romana, pero las tierras altas del Norte, habitadas por los salvajes pictos, aún estaban fuera de la dominación romana. Adriano no sentía allí más entusiasmo por las aventuras militares que en cualquier otra parte. Dirigió la construcción de una muralla (la «Muralla de Adriano») a través de una parte estrecha de la isla, justamente a lo largo de la línea que hoy separa a Inglaterra de Escocia. Los romanos se retiraron al sur de esa muralla, que era fácil de defender contra las correrías desorganizadas de las tribus salvajes, y la Britania romana continuó en paz y en una considerable prosperidad durante casi tres siglos.
Luego Adriano visitó España y África, y después viajó al Este. Las relaciones con Partia estaban empeorando nuevamente, pero Adriano tomó la medida sin precedentes de realizar una «reunión cumbre» con el rey parto para ajustar todas las diferencias.
Finalmente, llegó a Grecia, que era el deseo de su corazón.
En el reinado de Adriano, el período de mayor gloria de Grecia estaba ya cinco siglos y medio atrás. La Atenas de la Era de Pericles estaba tan lejos de él como la Florencia del Renacimiento lo está para nosotros. Los hombres sabios ya habían llegado a comprender que el período de Pericles había sido algo excepcional en la historia humana, y Adriano, que había recibido una educación totalmente griega, era muy consciente de ello.
Cuando visitó Atenas, en 125 (878 A. U. C), no hubo nada que le pareciese demasiado bueno para ella. Le hizo concesiones económicas y políticas, restauró viejos edificios y construyó otros nuevos, y trató de restablecer las costumbres antiguas. Hasta se inició en los misterios eleusinos, en los que fue aceptado, mientras Nerón había sido rechazado (véase página).
También fundó nuevas ciudades, la más importante de las cuales fue la fundada en Tracia con el nombre de Adrianópolis (la «ciudad de Adriano») en su honor. Hoy forma parte de Turquía, con el nombre de Edirne.
En 129, retornó a Atenas en una segunda y prolongada visita, y luego se dirigió a Egipto y al Este una vez más.
En lo que antaño había sido Judea, cometió un error. Ordenó que la Jerusalén en ruinas fuese reconstruida como ciudad romana y que se construyera un templo a Júpiter en el lugar del Templo judío, destruido medio siglo antes. Ante esto, los judíos que quedaban en esa tierra se lanzaron a la rebelión. La santidad de Jerusalén, aun en ruinas, era cara para ellos, y no soportaban su profanación.
Debe admitirse que los judíos, de todos modos, habían estado agitados desde hacía un tiempo. Aunque no fueron tratados particularmente mal bajo Nerva o Trajano, subsistían las viejas esperanzas mesiánicas y el permanente resentimiento por la destrucción del Templo. Mientras Trajano estaba librando sus guerras orientales, los judíos se levantaron en Cirene, al este de Egipto. Este hecho tuvo cierta influencia en la detención de sus conquistas orientales. La revuelta de Cirene fue aplastada, pero esto sólo aumentó los resentimientos que finalmente se desbordaron con la orden de Adriano concerniente a Jerusalén.
El líder judío de la revuelta de Judea era Bar-Kokhba («hijo de una estrella»), un temerario y valiente filibustero a quien el rabino Aquiba, el principal jefe judío de entonces, proclamó el Mesías. Fue una lucha inútil. Aquiba fue capturado y torturado hasta la muerte y, después de tres años durante los cuales cayó una fortaleza judía tras otra, pese al tenaz heroísmo de sus defensores, Bar-Kokhba finalmente fue atrapado y muerto, en 135 (888 de la fundación de Roma).
Judea quedó prácticamente vacía de judíos; tenían prohibido el acceso a Jerusalén, y durante casi dos mil años dejaron de tener historia como nación. Empezó su larga pesadilla, en la que durante muchos siglos fueron una minoría en todas partes, odiados y despreciados en todas partes, acosados y muertos casi en todas partes, pero conservando siempre la fe en su dios y en sí mismos y logrando de algún modo sobrevivir.
Adriano se interesaba particularmente por la literatura.
Suetonio (véase página) fue durante un tiempo su secretario privado. El Emperador también protegió a Plutarco, gran escritor griego de la época, haciéndolo procurador de Grecia hacia el fin de su vida. De este modo, Adriano complacía a Grecia poniendo el país bajo un gobernante nativo.
Plutarco era la encarnación de la paz crepuscular de Grecia en este período. Bajo el Imperio, Grecia se recuperó de los largos períodos de devastaciones que había experimentado como resultado de las querellas entre sus propias ciudades, seguidas por las conquistas macedónica y romana y luego por las diversas guerras civiles romanas que se libraron, en parte, en su territorio. Su población había disminuido y su vigor decaído, pero los griegos vivían rodeados por el recuerdo de su antigua grandeza y todas las reliquias arquitectónicas y artísticas que esa grandeza les había dejado. El calor de la admiración imperial fue también un factor que avivó el orgullo de Grecia.
Ese orgullo estaba encarnado en las obras de Plutarco, la más importante de las cuales era las Vidas Paralelas. Consistía en pares de biografías, una de un griego y otra de un romano, pares elegidos para mostrar semejanzas esenciales. Por ejemplo, Rómulo y Teseo formaban un par, puesto que Rómulo fundó Roma y Teseo organizó Atenas en su forma clásica. Julio César y Alejandro formaban otro par. Coriolano y Alcibíades (el primero traidor a Roma, el segundo traidor a Atenas) constituían otro par. La obra era tan atractiva y las biografías tan llenas de interesantes anécdotas que fue popular en su época y ha seguido siendo popular desde entonces.
Otro autor griego que floreció bajo Adriano fue Arriano, quien llevaba el nombre romanizado de Flavius Arrianus. Nació en Bitinia en 96, y Adriano lo hizo gobernador de Capadocia en 131. Condujo un ejército romano contra los alanos, tribus bárbaras invasoras que venían de más allá de Armenia. Fue la primera vez que las legiones romanas fueron conducidas por un griego.
Escribió una cantidad de libros, el más conocido de los cuales es una biografía de Alejandro Magno. Se supone que se basó en fuentes contemporáneas, entre ellas una biografía escrita por Tolomeo, uno de los amigos generales de Alejandro, que fue rey de Egipto después de la muerte de éste.
Adriano hasta se metió a escribir él mismo y aspiraba a competir con los profesionales, aunque no con la ofensiva vanidad de Nerón. En efecto, poco antes de su muerte Adriano escribió una breve oda a su alma, que sabía a punto de partir; es una oda suficientemente bella como para figurar en muchas antologías poéticas y para ser considerada como una pequeña obra maestra.
En su forma latina original es así:
Animula, vagula, blandula,
Hospes conesque corporis,
Quae nunc abibis in loca
Pallidula, frigida, nudula,
Nec, ut soles, dabis joca.
Su traducción al castellano es: «Amable y huidiza pequeña alma, huésped y compañera de mi cuerpo, ¿adónde irás ahora, pálida, fría y desnuda, y sin inspirar, como antes, alegría?».
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