viernes, junio 3

cap 14. Mario . La guerra social.

Mario
Aunque Roma perdió la oportunidad de transformarse en una sociedad totalmente sana, no entró inmediatamente en una obvia decadencia. En verdad, extendió su poder sobre regiones aún más vastas durante dos siglos, pero a un ritmo más lento que antes y, excepto en uno o dos casos, con escasa oposición.
Las tribus celtas de Europa Occidental se contaban entre los enemigos que podían ofrecer una resistencia más dura a Roma. Las tribus españolas se habían defendido durante tres cuartos de siglo antes de sucumbir, y entre las provincias españolas e Italia había una vasta extensión de unos 500 kilómetros habitada por otras tribus celtas. Esa región, que se extendía desde los Pirineos a los Alpes y desde el mar Mediterráneo hasta el océano Atlántico, era la Galia, que tenía unos 630.000 kilómetros cuadrados.
Las tribus galas habían ocupado Roma en 390 a. C., y otras habían hecho incursiones en Macedonia y Grecia en 280 a. C., de modo que el mundo antiguo conocía bien su formidable potencia. Pero Roma no tuvo ocasión para temerles ahora. Las tribus que se habían establecido en el Valle del Po (la Galia Cisalpina) fueron absorbidas y romanizadas, y su tierra era prácticamente parte de Italia, aunque todavía era considerada una provincia separada. Los galos del otro lado de los Alpes tampoco causaron perturbaciones directamente.
Pero en la costa mediterránea de la Galia estaba la ciudad de Massilia, fundada por colonos griegos alrededor del 600 a. C., cuando Roma era aún una ciudad etrusca. Massilia floreció como el más occidental puesto avanzado del mundo griego. Su gran rival en el comercio, por supuesto, era Cartago, por lo que Massilia selló una firme alianza con Roma durante todas las Guerras Púnicas. Posteriormente fue el puesto avanzado de Roma en territorio galo.
En 125 a. C., Massilia se quejó a Roma de que los galos estaban violando su territorio. Los romanos respondieron de inmediato. Siempre lo hicieron, y, además, eso brindó al Senado romano la oportunidad de sacar fuera de la ciudad al cónsul Marco Fulvio Flaco. Flaco era un enérgico defensor de los Gracos y del movimiento reformista, de modo que, cuanto antes abandonase Roma y cuanto más tiempo permaneciese fuera de ella, tanto mejor para el Senado.
Flaco derrotó a los galos y retornó triunfalmente, pero su recompensa fue su asesinato junto con Cayo Graco, algunos años más tarde. Los romanos se trasladaron a la Galia meridional en forma permanente y se establecieron a lo largo de la ruta que había seguido Aníbal para pasar de España a Italia. Treinta kilómetros al norte de Massilia fundaron un puesto militar en 123 a. C. y la llamaron Aquae Sextiae (la moderna Aix), por Sextio Calvino, quien era cónsul por entonces. En 118 a. C. fundaron la ciudad de Narbo Marcio (la moderna Narbona), sobre la costa mediterránea, a unos 200 kilómetros al oeste de Massilia.
La parte romana de la Galia fue organizada como provincia en 121 a. C., y cuando Narbo Marcio se convirtió en su principal ciudad, la provincia fue llamada la Galia Narbonense. Como era una región muy agradable, apropiada para los turistas y los que iban de vacaciones, pronto se convirtió en la provincia para los romanos. Y aún se la conoce por este nombre, pues la región sudeste de lo que es la Francia actual, región cuya principal ciudad es Aix, es llamada Provenza.
Roma podía haber proseguido la conquista de toda la Galia a la sazón, pero ésta tuvo que ser postergada por tres cuartos de siglo más, pues por entonces otros problemas la requerían. Entre otros surgieron peligrosas complicaciones en África que mostraron la rápida y repugnante decadencia del gobierno romano no reformado.
Después de la muerte de Masinisa de Numidia al comienzo de la Tercera Guerra Púnica (véase página 68), el miembro más notable de su familia fue su nieto Yugurta. Su tío, que había sucedido a Masinisa en el trono, envió al joven a España, en parte para que adquiriera preparación militar y en parte para librarse de él. Allí Yugurta sirvió bajo las órdenes de Escipión el Joven. Este quedó muy impresionado por el joven númida y lo envió de vuelta a su país con grandes elogios y recomendaciones para que se le diera un alto cargo. Después de la muerte de su tío, Yugurta compartió el trono con un par de primos.
Pero Yugurta no vio la ventaja de compartir nada. En 117 a. C. hizo matar a uno de sus primos, envió al otro al exilio y se proclamó rey de Numidia. Esto era obviamente ilegal (y también inmoral, aunque a Roma eso le preocupaba menos), y puesto que Numidia era un protectorado romano, correspondía a Roma impedir que ocurriesen tales cosas. Sin embargo, Yugurta halló el método adecuado para tratar con los romanos de nuevo cuño. Cuando llegaron senadores a Numidia para investigar la situación, los colmó de presentes y los envió de vuelta a Roma para que dijeran al gobierno romano que Yugurta era una bella persona y no había hecho nada malo.
Los romanos buscaron compromisos, como el de dividir Numidia y dar al primo de Yugurta la parte menos deseable. Yugurta hizo la guerra contra su primo, lo mató también y en 112 a. C. se apoderó de todo el país.
Roma no podía permitir que sus órdenes fuesen burladas de este modo, y el Senado tuvo que enviar un ejército a Numidia en 111 a. C., con lo cual comenzó la Guerra de Yugurta. Esto no inmutó a Yugurta, quien sencillamente sobornó al general y estuvo en paz nuevamente. Ante esto, el partido honesto de Roma (lo que quedaba de él) hizo que se ordenase a Yugurta comparecer ante la ciudad para dar explicaciones personalmente. Yugurta acudió rápidamente a Roma, sobornó a un tribuno e hizo detener el proceso. Mientras se hallaba en Roma, hasta se las arregló para hacer asesinar a uno de sus enemigos númidas.
Luego, cuando se embarcó para volver a Numidia, dijo torvamente —-según se cuenta—: «La vida de la ciudad está en venta, y si hallase un solo comprador, moriría».
Se reinició la guerra con Yugurta, una guerra de lanzas de hierro contra monedas de oro, y triunfó el oro. El ejército romano se vio obligado a retirarse de Numidia.
Había que hallar de algún modo un general honesto, y Roma empezaba a descubrir que tenía escasez de ellos. (Es difícil encontrar hombres sanos en una sociedad enferma.) Finalmente, los romanos dieron con Quinto Cecilio Metelo, sobrino del general que había ganado la Cuarta Guerra Macedónica (véase página 69).
Metelo, que era rígido y anticuadamente honesto, partió para Numidia en 109 a. C., y Yugurta, quien al fin se encontró con un general al que no podía sobornar, empezó a recibir una paliza. Tuvo que abandonar la guerra regular y limitarse a una lucha de guerrillas y correrías. Durante dos años logró frustrar a Metelo (como Fabio había antaño frustrado a Aníbal).
Bajo las órdenes de Metelo combatía por entonces Cayo Mario, hombre de carácter inflexible y escaso intelecto, pero un duro combatiente, con una gran capacidad para odiar. Era hijo de un granjero pobre y odiaba a los aristócratas. En 119 a. C. había sido tribuno y se había revelado como un violento adepto del partido popular (esto es, «del pueblo»), como era comúnmente llamado el grupo reformista.
Al igual que Yugurta, Mario había combatido bajo Escipión el Joven en España. En 115 a. C. había ejercido solo el mando en España y sometido a algunas tribus distantes que no aceptaban aún la soberanía romana. Ahora estaba prestando servicio en Numidia, donde ejercitaba a la perfección su odio contra Metelo, quien pertenecía a una vieja familia patricia y era conservador como el que más.
Mario se desempeñó en Numidia suficientemente bien como para tener buenas probabilidades de ser elegido cónsul, en calidad de héroe guerrero. Volvió a Roma y usó como lema de su campaña la afirmación de que Metelo prolongaba la guerra innecesariamente para su propio beneficio. Esto no era cierto, pero era buena política. Mario fue elegido en 107 a. C. y pronto quiso ponerse él mismo al frente del ejército en reemplazo de Metelo. Esto era una flagrante desobediencia de las órdenes del Senado, claro está, y éste se negó a concederle un ejército.
Con firme determinación, Mario ignoró al Senado, reunió voluntarios, como había hecho Escipión el Africano un siglo antes, pronunció violentos discursos contra los conservadores y logró su propósito. Eligió deliberadamente para su ejército hombres de las clases pobres, hombres que sentirían más lealtad hacia su general que hacia una ciudad y un Senado de los que habían recibido pocos beneficios. Con ellos volvió a Numidia.
Mario tenía como lugarteniente a Lucio Cornelio Sila, que era otro soldado capaz, pero mucho más inteligente y cuyas simpatías iban hacia los conservadores. Entre ambos derrotaron a Numidia y capturaron a Yugurta en 105 a. C. Sila logró su captura mediante una sutil diplomacia y el uso del suegro de Yugurta, Boco, rey de Mauritania (la región que ocupa hoy el moderno Marruecos), quien, por dinero, convino en volverse contra Yugurta.
Yugurta se rindió a Sila, no a Mario, e inmediatamente los conservadores trataron de difundir la creencia de que fue Sila, no el odiado Mario, quien había ganado la guerra. Esto dio origen a cierta enemistad entre los dos jefes militares que iba a tener importantes consecuencias más tarde. En 104 a. C., Yugurta fue llevado a Roma, donde murió miserablemente en la prisión.
Después de su muerte, la parte oriental de Numidia siguió bajo el mando de gobernantes nativos, pero la parte occidental anexada al Reino de Mauritania.
Por entonces surgió ante Roma la amenaza de los bárbaros. De las regiones septentrionales de Europa llegaron nuevas tribus de bárbaros, gentes rudas y toscas que nunca habían oído hablar de Roma.
Los romanos los llamaron «cimbrios», y su patria de origen quizá haya estado en lo que es la actual Dinamarca, aunque esto no es en modo alguno seguro. Habían estado migrando de un lugar a otro por Europa Central, y en 113 a. C. cruzaron el Rin y entraron en la Galia, lanzándose hacia el Sur en hordas salvajes y desenfrenadas.
Dos veces los cimbrios derrotaron a los ejércitos romanos enviados para detenerlos, pero en ningún momento los bárbaros hicieron intento alguno de entrar en la misma Italia. Se contentaban con matar a los soldados que encontraban en su paso y, por lo demás, sólo pretendían buscar un lugar donde asentarse. En su búsqueda penetraron en España.
En Roma cundía el pánico. Era como si hubiesen vuelto los días de los galos. Ejércitos romanos eran derrotados por bárbaros, mientras en Numidia otros ejércitos romanos se habían comportado vergonzosamente en la sórdida guerra con Yugurta.
Pero una vez que Mario completó la derrota de Yugurta, los romanos se volvieron hacia él como al único hombre con el que podían contar frente a la terrorífica amenaza del Norte. El Senado mismo, desesperado y sin saber qué hacer, no se opuso cuando el populacho atemorizado exigió que se diera el mando a Mario. En 104 antes de Cristo, Mario fue elegido cónsul por segunda vez, mientras aún estaba en África, y luego se le siguió eligiendo mientras duró el peligro, en 103, 102, 101 y 100 a. C., cinco años seguidos, hecho totalmente sin precedentes. Esto era en un todo ilegal, pero los romanos sintieron que la ciudad estaba en peligro y decidieron que no había tiempo para sutilezas legalistas.
(Contando su elección en 107 a. C., Mario había sido cónsul seis veces por el 100 a. C. Se cuenta que, cuando era joven, le profetizaron que sería cónsul siete veces. Pero el séptimo consulado iba a tardar en llegar.)
Mario organizó con energía un ejército que parecía tener las antiguas virtudes romanas. Pero nuevamente apeló a las clases inferiores y creó una fuerza militar fiel a él personalmente. Los generales habían estado adquiriendo cada vez más importancia e independencia por una serie de causas. Por ejemplo, solían tener una guardia de corps.
Puesto que el general, por lo común, era al menos un pretor, si no un cónsul, la guardia de corps fue llamada guardia pretoriana. Escudados tras las lanzas de ésta, los generales adquirieron suficiente poder para desafiar a la ley romana.
Afortunadamente, Mario tuvo tiempo de organizar su ejército, pues los cimbrios perdieron el tiempo en España, donde sufrieron algunas derrotas que les bajaron los humos. En 103 a. C. recibieron el refuerzo de otra tribu, que originalmente quizá vivió en la costa báltica al este de Dinamarca. Los miembros de esta segunda tribu, los teutones, hablaban una lengua que tal vez sea una antecesora del alemán moderno. Si es así, fueron el primer pueblo germánico que apareció en el horizonte del mundo antiguo. (Del nombre de esta tribu deriva la palabra «teutónico» como sinónimo de «germánico».)
Juntos, los cimbrios y los teutones sumaban 300.000 guerreros, según algunos cálculos, y ahora enfilaron claramente hacia Italia.
En 102 a. C., Mario condujo su ejército a la Galia, halló a los teutones a orillas del Ródano, los siguió hacia el Sur fríamente, dejando que se desgastaran en ataques parciales, mientras permanecía estrictamente a la defensiva. Luego, en Aquae Sextiae tuvo lugar la verdadera batalla. Los salvajes ataques de los bárbaros se quebraron contra las disciplinadas filas romanas, y cuando los teutones llegaron al agotamiento cayó sobre su retaguardia un destacamento de soldados romanos ocultos hasta ese momento. Atrapados, los bárbaros fueron muertos sin merced, casi hasta el último hombre.
Pero, mientras tanto, los cimbrios habían atravesado los Alpes y se habían lanzado sobre la Galia Cisalpina. Los ejércitos romanos que los enfrentaron se retiraron al Valle del Po, casi en los límites de la misma Italia. Mario dejó la Galia y se unió al ejército del Po. Bajo su enérgica conducción, los romanos volvieron a cruzar el río e hicieron frente a los cimbrios en Vercellae, a mitad de camino entre el Po y los Alpes. Allí, en 101 a. C., los cimbrios fueron aniquilados. Roma estaba salvada, y Mario alcanzó la cúspide de su fama.
(El Norte no fue el único peligro de Roma. Aprovechando el terror y la desorganización reinantes en Italia, los esclavos de Sicilia se rebelaron nuevamente en 103 antes de Cristo, en la Segunda Guerra Servil. Durante dos años, Sicilia experimentó nuevamente el terror por ambas partes.)
La Guerra Social
Pero en 100 a. C., Roma pudo respirar otra vez. Yugurta estaba muerto; los cimbrios y los teutones habían sido exterminados; los esclavos estaban en calma; todo parecía marchar bien. Era tiempo de considerar una vez más la cuestión de la reforma.
Mario estaba en su sexto consulado y en la cúspide de su popularidad. Quiso usar esta popularidad para cumplir con sus obligaciones hacia sus soldados. Para recompensarlos necesitaba granjas, y esto suponía dividir las grandes propiedades y fundar colonias en las que pudieran establecerse los veteranos. En resumen, necesitaba aplicar el plan propuesto por Cayo Graco.
Para ello apeló al partido popular , hacia el cual ya sentía simpatías. Pero Mario no era un político. Sin educación, analfabeto, no podía hacer hábiles discursos ni idear una política sagaz. No era más que un soldado, que podía ser un títere en manos de otros hombres más listos.
Así, Mario cayó en manos del tribuno Lucio Apuleyo Saturnino, quien pocos años antes había sido eliminado de un puesto político por el Senado, como consecuencia de lo cual se convirtió en un vigoroso opositor de éste. Saturnino hizo aprobar las leyes que quería Mario, intimidando a los senadores mediante disturbios y movilizando muchedumbres violentas. Hasta obligó a aprobar una cláusula que imponía a los senadores el deber de jurar que cumplirían las diversas leyes aprobadas dentro de los cinco días de su aprobación. Sólo Metelo, el general bajo cuyo mando había estado Mario en Numidia, se negó a jurar y marchó a un exilio voluntario.
Saturnino, como Cayo Graco, defendía extender el otorgamiento de la ciudadanía romana. Y como en el caso de Cayo Graco, de este modo Saturnino se atrajo la hostilidad de las clases bajas. El Senado aprovechó esta hostilidad, organizó al populacho de la ciudad para lograr sus fines y, como consecuencia de esto, indujo a los tribunos radicales a la rebelión abierta. Aumentaron los disturbios y la violencia provocados por ambas partes. El Senado declaró el estado de emergencia en la ciudad y llamó a Mario, como cónsul, para que protegiera al gobierno capturando y poniendo en prisión a los jefes de su propio partido.
Mario fue incapaz de hallar un modo de salir del dilema y, finalmente, impulsado por lo que él creía que era su deber como cónsul, obedeció al Senado. En una batalla campal librada en el Foro, Saturnino y sus partidarios fueron derrotados y obligados a rendirse. Después de su rendición fueron muertos por multitudes violentas.
La popularidad de Mario desapareció completamente. La muerte de Saturnino socavó su posición en el partido popular sin que contribuyese en nada a reconciliarlo con los conservadores. Durante un tiempo, Mario se vio obligado a retirarse de la política.
Pero el problema de la reforma no quedó liquidado. Durante el período de las conquistas había surgido en Roma una clase de hombres que se habían enriquecido por la especulación, el comercio o la recaudación de impuestos para el gobierno. (Roma subastaba el derecho a recaudar impuestos, y lo otorgaba al que ofrecía más. De este modo obtenía dinero sin tener que cargar con todos los detalles administrativos de la recaudación. El que obtenía tal derecho luego esquilmaba a la provincia que había comprado. Todo lo que reunía por encima de lo que había pagado era su beneficio, por lo que trataba de exprimir al máximo a los infelices provincianos. Si era necesario, les prestaba dinero para que pagasen los impuestos, pero a una elevada tasa de interés. Así, sacaba de ellos impuestos e intereses.)
Los ricos no eran los senadores, pues esta forma de enriquecerse no estaba permitida a los viejos patricios, a quienes la costumbre impedía dedicarse al comercio o la recaudación de impuestos. Se suponía que su riqueza provenía de la tierra. Los nuevos ricos eran llamados e quites, palabra que significa «jinetes», porque en tiempos antiguos sólo los ricos podían permitirse tener un caballo, mientras que los pobres tenían que combatir a pie. Podemos llamarlos la «clase comercial».
El Senado miraba despectivamente a la clase comercial, pero a menudo entraba en una alianza no oficial con ella. Mientras el recaudador de impuestos hacía dinero, el gobernador de la provincia (que era de la clase senatorial) podía fácilmente obtener una parte del botín con sólo hacer la vista gorda y no investigar mucho los métodos empleados.
Cuando Cayo Graco se enfrentó con el Senado, trató de ganar a la clase comercial para la causa de la reforma haciendo asumir a sus miembros la función de jurados. Hasta entonces éste había sido un derecho exclusivo de la clase senatorial. Pero a medida que aumentó la corrupción de los senadores se hizo casi imposible castigar a cualquiera de ellos, por vergonzosa que hubiese sido su conducta, ya que los senadores —que eran jueces y jurados— no estaban dispuestos a condenar a uno de su clase. (A fin de cuentas, luego podía llegarle el turno a uno cualquiera de los jurados.)
Desafortunadamente, los equites no eran mejores, sino que demostraron ser tan corruptos y egoístas como los senadores. Por consiguiente, además de los objetivos habituales de los reformistas —la distribución de tierras, la fundación de colonias y la extensión de la ciudadanía—, la reforma judicial se convirtió en una preocupación fundamental.
En 91 a. C., un nuevo tribuno reformista, Marco Livio Druso, abordó ese problema. Era hijo de un hombre que había sido tribuno junto con Cayo Graco y que se había opuesto a las reformas de éste. Pero el hijo era muy diferente; era un idealista y un verdadero reformador. Propuso que a los 300 senadores se añadiesen 300 equites y que asumiesen juntos la función judicial. La idea era que los senadores vigilasen a los equites y que éstos, a su vez, vigilasen a los senadores. De este modo, la nueva clase gobernante se vería obligada a ser honesta. Pero probablemente esto no habría dado resultado; las dos clases habrían formado una alianza que hubiese permitido la corrupción de unos y otros.
Para luchar contra esa corrupción conjunta, Druso también propuso crear una comisión especial que juzgase a todos los jueces acusados de corrupción.
Ni el Senado ni los equites habrían aceptado esto, por lo que Druso se dirigió al pueblo con el habitual programa de reforma agraria y colonización. Y como de costumbre, también, agregó la concesión de la ciudadanía a los aliados italianos, lo cual, como siempre, alarmó a los prejuiciosos.
Los senadores y los equites lograron paralizar todas las leyes de Druso aun después de haber sido aprobadas, y el mismo Druso murió misteriosamente. Nunca se encontró a su asesino.
Para muchos italianos, el asesinato de Druso fue la gota que colmó el vaso. Durante dos siglos habían sido fieles aliados de Roma, en los buenos como en los malos tiempos. En su gran mayoría habían permanecido junto a Roma después de los sombríos días de Cannas. ¿Y cuál fue su recompensa?
Sin duda, no era mucho otorgarles la ciudadanía. Esta implicaba que podían votar, pero sólo si se trasladaban a Roma, pues las costumbres romanas exigían la presencia de los votantes en Roma. No era de esperar que los italianos acudirían en grandes cantidades a Roma desde distancias de cientos de kilómetros para cada votación, de modo que no era probable, como sostenían muchos romanos que se oponían a la concesión de la ciudadanía, que los italianos llegasen a controlar el gobierno.
(Por desgracia, los romanos nunca tuvieron un «gobierno representativo» por el cual quienes habitaban en regiones alejadas pudieran elegir individuos que, residiendo en Roma, defendiesen los intereses de sus electores en el Senado.)
Pero aun dejando de lado la cuestión del voto, la ciudadanía romana era deseable. Como ciudadanos romanos, los italianos habrían tenido mayores derechos en los tribunales de justicia, habrían estado exentos de diversos impuestos y compartido las riquezas que afluían de las conquistas en el extranjero. Además, se habrían sentido más importantes y abrigado una mayor autoestima.
Era indudable que la ciudadanía no constituía una gran recompensa por su lealtad; sin embargo, una y otra vez, durante medio siglo, habían sido defraudados. Los romanos partidarios de conceder la ciudadanía a los italianos eran expulsados de sus cargos y, habitualmente, asesinados por los intransigentes senadores y sus secuaces. Después de cada una de esas victorias senatoriales, los regocijados italianos que acudían a Roma con la esperanza de que se les otorgara la ciudadanía eran expulsados ásperamente.
Pues bien, si Roma no necesitaba de los italianos, éstos no necesitaban de Roma. Llenos de furia, varios distritos italianos se declararon independientes y formaron una república separada que llamaron «Italia». Establecieron su capital en Corfinio, a unos 130 kilómetros al este de Roma.
Naturalmente, esto suponía la guerra, y la contienda que siguió es llamada habitualmente la Guerra Social, de la palabra latina que significa «aliados». Las tribus italianas que se rebelaron contra Roma en 91 a. C. eran en su mayoría del grupo samnita, por la que casi podríamos llamar a esa guerra la Quinta Guerra Samnita.
Roma no pensaba ceder, pero fue cogida por sorpresa. Los italianos habían estado preparándose, y, tan pronto como anunciaron su defección, sus ejércitos estaban listos y sus ciudades dispuestas a defenderse. Pero Roma no estaba preparada. Hasta había dejado que sus murallas se deteriorasen desde los días de Aníbal, más de un siglo antes.
Los ejércitos romanos reunidos apresuradamente sufrieron derrotas iniciales, particularmente en el Sur, contra los samnitas, donde el mismo cónsul Lucio Julio César sufrió una dura derrota. César, para evitar en lo posible la defección de los etruscos y los umbros del norte de Roma, decretó en 90 a. C. que se otorgaría la ciudadanía romana a los italianos que permaneciesen fieles.
El Senado, contra su voluntad, se vio obligado a pedir a Mario (quien había vuelto de una gira por el Este) que se pusiese al frente de las tropas romanas, pero evitaron concederle plenos poderes. Mario aceptó a regañadientes, pues, por supuesto, había sido partidario de dar la ciudadanía a los italianos. Ahora tenía que luchar contra su propia gente, por así decir, y en defensa del odiado Senado, después de haber destruido a Saturnino. Por ello, Mario trató de evitar la lucha y, cuando se veía obligado a combatir, trataba de mantener las pérdidas en un mínimo.
Pero después de la muerte de Lucio César, el antiguo ayudante de campo de Mario en los días de la guerra con Numidia, Sila, se puso al frente de los ejércitos romanos del Sur. No tenía las inhibiciones de Mario, sino que prosiguió la guerra vigorosamente. En 89 a. C. los rebeldes italianos fueron rechazados en todas partes.
Esto regocijó el corazón de los senadores. Su hombre, Sila, había tenido que combatir bajo el mando de Mario contra Yugurta y contra los bárbaros del Norte. Ahora, por fin, Sila iba a combatir independientemente, y lo haría mejor que Mario. Por fin el Senado tenía un campeón militar.
Los rebeldes italianos fueron aún más debilitados por la oferta romana de conceder la ciudadanía a todos los italianos que la pidieran dentro de los sesenta días siguientes. Puesto que era eso lo que originalmente habían pedido, muchos italianos cedieron. Los samnitas resistieron hasta el fin, pero en 88 a. C. la Guerra Social había terminado.
Desapareció la última chispa de libertad nativa italiana. Los samnitas fueron prácticamente barridos. Roma hasta tomó medidas para desalentar el uso de la lengua italiana nativa, el oseo (perteneciente a la misma familia de lenguas que el latín). El latín se convirtió en la lengua de casi toda Italia.
Parecía que Roma sufrió grandes perjuicios por la estrechez mental de los conservadores senatoriales. Al fin y al cabo tuvieron que otorgar la ciudadanía a los italianos. ¿Por qué no lo hizo tres años antes y se ahorró tanta muerte y destrucción?
El cambio de opinión de los romanos no se produjo porque repentinamente vieran la luz o por un sentimiento de afecto hacia los aliados y los daños que les habían causado. En realidad, un peligro nuevo y totalmente inesperado había surgido en el Este, que durante un siglo había permanecido tan quieto y dócil. Para hacer frente a ese peligro, Roma sencillamente debía tener paz y calma internamente, y la concesión de la ciudadanía a los aliados italianos fue el precio que se vio obligada a pagar.

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