8. Sila y Pompeyo
El Ponto
El nuevo peligro surgió en Asia Menor, que hasta entonces nunca había planteado serios problemas a Roma. El tercio occidental había abarcado al leal aliado de Roma, Pérgamo, y ya hacía cuarenta años que era territorio romano, con el nombre de Provincia de Asia.
Al noroeste de esta provincia estaba Bitinia, que un siglo antes había sido el último refugio de Aníbal (véase página 62). Ahora era un títere romano, como lo había sido Pérgamo.
Al este y sudeste de Bitinia había una serie de otros reinos, todos los cuales habían sido creados después de la muerte de Alejandro Magno. Sobre la costa oriental del mar Negro, por ejemplo, estaba el Ponto, que tomó su nombre del nombre griego del mar Negro.
El Ponto había sido originalmente parte del Imperio Persa, pero había estado unido a él por débiles vínculos. Después de que Alejandro Magno conquistase el Imperio Persa y después de morir, el Ponto hizo fracasar todos los intentos de los generales macedónicos de apoderarse de él. En 301 a. C. afirmó su completa independencia bajo Mitrídates I, gobernante de ascendencia persa.
Al sur del Ponto estaban Galacia y Capadocia, cuya historia era semejante a la del Ponto. Galacia fue así llamada porque tribus galas que habían invadido Asia Menor dos siglos antes se habían establecido allí.
Al este del Ponto, desde el mar Negro hasta el Caspio, al sur de las elevadas montañas del Caucaso, estaba Armenia.
De estos reinos, el Ponto fue el que más floreció, bajo un linaje de reyes vigorosos (todos llamados Mitrídates). Luchó contra las monarquías helenísticas mayores, y sus más peligrosos enemigos fueron los seléucidas. Cuando Antíoco III fue humillado por los romanos, el Ponto tuvo ocasión de expandirse y logró dominar el mar Negro hacia el Oeste, hasta el límite con Bitinia.
Cuando Roma se apoderó de Pérgamo, era rey del Ponto Mitrídates V. Al igual que los otros reyes de Asia Menor, hizo alianza con Roma y se cuidó siempre de hacer nada que ofendiese a la ciudad conquistadora. Pero hizo todo lo que pudo para aumentar el poder del Ponto y anexarse partes de Galacia y Capadocia, esforzándose por lograr que Roma aceptase este aumento de su poder. Pero en 121 a. C. fue asesinado por sus propios cortesanos y le sucedió en el trono su hijo de once años, con el nombre de Mitrídates VI (a veces llamado «Mitrídates el Grande»),
Se cuentan toda clase de historias sobre Mitrídates VI. Evitó ser muerto y aun dominado por sus guardianes y parientes por pura habilidad y coraje. Recibió una educación muy vasta y se decía que había aprendido veintidós lenguas. Quizá la historia más famosa que se cuenta de él es que tomaba pequeñas cantidades de toda clase de venenos para inmunizarse a ellos. Esperaba, de este modo, evitar el asesinato por envenenamiento. (Esto sólo es posible lograrlo con respecto a muy pocos venenos, dicho sea de paso.)
Cuando Mitrídates tuvo edad suficiente comenzó un vigoroso programa de expansión, principalmente en la dirección opuesta a los dominios romanos. Se apoderó de la legendaria tierra de Cólquida, a la que llegaron Jasón y los argonautas para obtener el vellocino de oro, según los mitos griegos. Extendió su poder también a las costas septentrionales del mar Negro, donde seis siglos antes se habían establecido ciudades griegas en lo que es ahora la Península de Crimea. Afirmó la dominación del Ponto sobre Galacia y Capadocia, y formó una estrecha alianza con Armenia.
Pudo hacer todo esto sin la intervención romana, pues la atención de Roma estaba puesta concentradamente en Yugurta, al Sur, y en las hordas bárbaras del Norte. No tenía tiempo para preocuparse por un reyezuelo oriental que combatía en montañas y costas remotas.
Mitrídates odiaba a Roma, la cual, durante su juventud, se había anexado un territorio que él consideraba suyo y dominaba a los reyes nativos de Asia Menor. Observaba cómo ese pueblo conquistador era humillado en África y era presa de pánico ante los bárbaros del Norte. Es cierto que había vencido, en definitiva, pero luego en la misma Italia había estallado la guerra civil.
Mitrídates debe de haber pensado que no tenía nada que temer. En 90 a. C. era sin duda la mayor potencia de Asia Menor (excepto los romanos), y avanzó hacia el Oeste, apoderándose del Reino de Bitinia.
Pese a la Guerra Social, Roma reaccionó inmediatamente. Bitinia era su leal aliada y Roma debía prestarle ayuda. Ordenó firmemente a Mitrídates que se retirase de Bitinia, y el monarca del Ponto, sorprendido de la cólera romana, lo hizo. Pero luego Roma estimuló a Bitinia a invadir el Ponto como venganza, y Mitrídates se enfureció. Tomó las armas contra Roma y así comenzó la Primera Guerra del Ponto, en 88 a. C.
Mitrídates estaba bien preparado. Sus ejércitos, conducidos por experimentados generales griegos, se extendieron en Asia Menor como reguero de pólvora. No sólo Mitrídates ocupó los reinos nativos, sino que hasta se apoderó de la misma Provincia de Asia. Luego, como si hubiese querido quemar las naves detrás de sí, ordenó matar a todo comerciante italiano que se hallase en Asia Menor; se ha dicho que 80.000 de ellos fueron asesinados en un solo día, pero esto es probablemente una grosera exageración.
Mitrídates luego envió un ejército a Grecia. Los griegos, asombrados de que alguien pudiera resistir a los arrolladores romanos, se unieron a Mitrídates en número considerable; todo el dominio romano sobre el Este parecía a punto de desplomarse.
Los romanos estaban pasmados ante esta súbita irrupción del que fue su mayor enemigo desde los días de Aníbal. Era importante que actuasen de manera inmediata, pero no podían hacerlo, aunque había dos hombres calificados para recibir el honor de conducir los ejércitos romanos, pues cada uno de ellos tenía el apoyo de uno de los partidos poderosos de Roma, y ninguno quería ceder. Ambos habían estado en el Este en años recientes y ambos habían enfrentado a Mitrídates.
El Senado sabía bien a cuál de los dos preferir y rápidamente nombró a Sila para que condujese a un ejército contra Mitrídates. Mario no pudo tolerar esto y abordó al tribuno Publio Sulpicio Rufo, quien estaba de parte del Senado, pero se hallaba abrumado por las deudas. Se supone con buen fundamento que Mario le prometió pagar sus deudas con los beneficios de la guerra, y Sulpicio Rufo se pasó de inmediato al bando popular. Hizo aprobar una ley que daba mayor importancia a los votos de los nuevos ciudadanos italianos y llevó a cantidad de ellos a Roma. Así, fue elegido Mario para comandar un ejército contra Mitrídates.
Esta actitud era muy natural de parte de los italianos. Mario había estado a favor de ellos antes de la Guerra Social y durante la guerra los había combatido con lenidad, mientras que Sila había sido el principal agente de su derrota.
De este modo había ahora dos generales romanos designados para conducir ejércitos romanos contra Mitrídates y ninguno de ellos podía entrar en acción mientras no se dirimiese la cuestión. Sila logró escapar de Roma y unirse al ejército que se le había asignado, el cual esperaba cerca de Nápoles.
Pero no partió para Grecia. No se atrevió a hacerlo mientras su enemigo, Mario, tuviese el control de Roma. En cambio, hizo algo sin precedentes. Marchó con su ejército hacia Roma. Por primera vez en la historia, un general romano al frente de un ejército romano marchó contra la misma ciudad de Roma. (Hasta Coriolano, quien había marchado contra su ciudad natal cuatro siglos antes, lo hizo al frente de un ejército enemigo.) Así empezó la Primera Guerra Civil entre generales romanos. Otras guerras civiles iban a sumir en la confusión a Roma en el medio siglo siguiente.
Mario trató de defender Roma, pero su turbulenta población no pudo resistir contra el ejército de Sila, conducido por un general decidido y capaz. Mario y Sulpicio Rufo se vieron obligados a huir. Este último fue capturado a treinta kilómetros al sur cíe Roma y muerto, pero Mario logró abrirse paso hasta la costa italiana, escapando por poco de la muerte más de una vez, y luego se dirigió a África. Finalmente, halló refugio en una pequeña isla situada frente a la costa cartaginesa.
La dominación de Sila
Sila era ahora un indiscutido procónsul (esto es, alguien que no es realmente cónsul, pero conduce ejércitos como si lo fuese) y se sintió suficientemente seguro como para abandonar Italia.
En 87 a. C. desembarcó en Grecia e inició una gran marcha hacia el Este. Derrotó a los ejércitos griegos, y en 86 a. C. puso sitio a Atenas. Hacía muchos años que Atenas ya no estaba en condiciones de librar grandes batallas contra enemigos fuertes. Durante dos siglos no había sido más que una especie de «ciudad universitaria», llena de escuelas de filosofía y sueños de su pasada grandeza.
Sin embargo, cuando los ejércitos de Mitrídates aparecieron en Grecia, Atenas sintió la tentación de correr una última aventura. Le abrió sus puertas y se entregó a las delicias de ser antirromana.
Ahora Sila estaba ante sus puertas, ¿y dónde estaban los ejércitos de Mitrídates? Algunos habían sido derrotados y otros estaban en retirada. Sila tomó la ciudad en 86 a. C. y la entregó al violento saqueo de sus soldados. Fue el golpe final para la antigua ciudad. Nunca volvió a levantar la cabeza para emprender una acción independiente, por trivial que fuera.
Sila luego se desplazó hacia el Norte, continuó derrotando ejércitos enemigos con considerable facilidad y se abrió paso por las costas septentrionales del mar Egeo en dirección a Asia Menor. En 84 a. C., Mitrídates vio que toda resistencia era inútil e hizo la paz. Esta fue bastante dura para él. Tuvo que ceder todas sus conquistas, entregar su flota y pagar una enorme indemnización.
Además, se salvó por poco. Sila consideró necesario hacer la paz rápidamente, pues no disponía del tiempo necesario para destruir completamente al rey del Ponto.
Los problemas estaban en Roma. Naturalmente, una vez que Sila dejó Italia, el partido popular, derrotado temporalmente, levantó cabeza de nuevo.
El cónsul Lucio Cornelio Cinna, elegido justamente cuando Sila partía para Grecia, era del partido popular y trató, infructuosamente, de detenerlo. Después de la partida de Sila, Cinna trató de hacer aprobar algunas leyes propuestas por el partido popular. Pero el otro cónsul se opuso, y Cinna fue expulsado de Roma.
Pero fuera de Roma pidió apoyo a los italianos y trajo de vuelta a Mario de la isla en que estaba exiliado. Juntos marcharon contra Roma y la tomaron.
Mario tenía por entonces alrededor de setenta años y parecía enloquecido de odio contra su viejo enemigo, el Senado. Había salvado a Roma de Yugurta y de los bárbaros quince años antes y su recompensa había sido su permanente humillación por el Senado y su favorito, Sila.
Se entregó a una orgía de venganza y mató a sus enemigos allí donde los encontró. Entre ellos, claro está, se contaban todos los senadores que pudo atrapar, y el Senado nunca volvió a recuperarse totalmente de este holocausto. Su dignidad quedó destruida, y en lo sucesivo ningún general romano vaciló en seguir sus propios planes sin consideración alguna por lo que el Senado pudiera decir.
En 86 a. C., Mario y Cinna forzaron su elección como cónsules, con lo que Mario fue cónsul por séptima vez, como (según la tradición) le habían predicho en su juventud. Pero murió dieciocho días después de su elección, dejando a Cinna solo al frente de la ciudad.
Todo dependía ahora de qué actitud tomase Sila. El partido popular envió un general con un ejército a Asia Menor para reemplazar a Sila, pero es difícil reemplazar a un general victorioso. El nuevo ejército se pasó al bando de Sila y su general se suicidó.
Sila dejó dos legiones en Asia Menor y llevó el resto de sus ejércitos a Italia. Los sucesos que siguieron fueron casi una repetición de la Guerra Social. Cinna y los otros reformistas tenían la mayor parte de sus partidarios entre los italianos, y éstos nuevamente se enfrentaron con un ejército romano en 84 a. C., a cuyo frente se hallaba el mismo general que había combatido contra ellos cinco años antes.
Los italianos no tuvieron más suerte esta vez. Cinna murió en un motín y el partido popular retrocedió cada vez más. Finalmente, en 82 a. C., Sila obtuvo una gran victoria sobre los italianos en la Puerta Colina de Roma (la misma puerta a la que se había aproximado Aníbal en su gran correría de siglo y medio antes). Esto puso fin a toda resistencia y a la Primera Guerra Civil.
Sila obtuvo una victoria completa. Celebró un magnífico triunfo y se dio a sí mismo el nombre de Félix («feliz»). Revivió el viejo cargo de dictador que Cincinato había ocupado antaño (véase página 21), y en 81 a. C. (672 A. U. C.) se convirtió en dictador de Roma. Pero no fue un cargo de emergencia por un lapso limitado, como había sido en tiempos de Cincinato. Asumió el cargo por un período indefinido, como un monarca absoluto o un dictador en el sentido moderno.
Fue ahora Sila quien inició una serie de ejecuciones de miles de sus enemigos políticos. Muchos miembros del partido popular, incluidos algunos senadores, perecieron. No era cuestión de mera crueldad o de sed de sangre. Muchos de los que eran señalados para ser ejecutados («proscriptos») no habían cometido ningún crimen particular o contra Sila, pero tenían propiedades. Una vez ejecutados por traición, sus propiedades pertenecían a la ciudad de Roma. Podían ser subastadas, y Sila o sus amigos podían pujar por ellas. Puesto que nadie osaba pujar contra ellos, la gente de Sila obtuvo propiedades prácticamente por nada. Así, la ejecución de personas fue un modo de recompensa y de enriquecimiento de Sila y sus amigos.
Uno de los que podían haber sido ejecutados era un joven aristócrata llamado Cayo Julio César, sobrino del fracasado general romano de la Guerra Social al que Sila había reemplazado. El joven César era sobrino de la esposa de Mario y su propia esposa era hija de Cinna. Sila le ordenó que se divorciase de su mujer, pero César tuvo el valor de negarse. Esto podía haberle costado la vida, pero se salvó por los ruegos de su aristocrática familia. Sila perdonó la vida a César con renuencia, pero dijo con acritud: «Vigiladlo. En ese joven hay muchos Marios.»
Sila se dedicó a restablecer el poder del Senado y a reducir el poder de todas las influencias que estuviesen contra el Senado. Designó nuevos senadores en lugar de los que había matado Mario, y dobló el número de ellos, de 300 a 600. Incluyó equites entre los senadores (como Druso había propuesto diez años antes), para reforzar el vínculo entre los terratenientes y los comerciantes. Debilitó drásticamente los poderes de los censores y los tribunos, y decretó que constituía un delito de traición que un general llevase su ejército fuera de la provincia que tenía asignada. También hizo revisar y actualizar el código de leyes romano, liberándolo de una dependencia demasiado estrecha de las viejas Doce Tablas (véase página 19) y permitiendo a los pretores establecer nuevos precedentes para satisfacer nuevas necesidades, pero reservó cuidadosamente todas las funciones judiciales a los senadores exclusivamente.
Sila también castigó brutalmente a aquellas regiones de Italia que habían estado activamente de parte de Mario. Los restos de las culturas etrusca y samnita fueron totalmente eliminados. También hizo que esto redundase en beneficio del Senado, pues estableció a sus soldados en tierras vacías, en la esperanza de que pudieran ser en el futuro como vigorosa base del poder del partido senatorial.
En 79 a. C., Sila pensó que había completado sus reformas y restablecido lo que él consideraba como los buenos viejos tiempos de Roma. Por ello renunció a la dictadura y devolvió todo el poder al Senado. Al año siguiente murió, a la edad de sesenta años.
Pero las reformas de Sila no perduraron. Sus cambios en el código legislativo sobrevivieron, pero todo lo demás se derrumbó inmediatamente. El Senado no pudo volver a ser lo que había sido antaño, y desde entonces quedó a merced de los generales.
Durante su dictadura, Sila trató de mantener la quietud en el Este. Algunos de los generales menores de allí trataron de ganar gloria mediante escaramuzas contra Mitrídates (a veces llamadas la Segunda Guerra del Ponto), pero Sila los refrenó e impuso la paz en 81 a. C. en los términos con que había concluido la primera guerra.
Mitrídates, sin embargo, sabía que no podía descansar. Los desórdenes internos podían impedir a los romanos ejercer todo su poder en ese momento, pero no podía confiar siempre en tales desórdenes. Los romanos nunca le perdonarían su matanza de italianos en Asia Menor durante el 88 a. C., como nunca habían perdonado a Cartago la matanza de Cannas. La prueba de esto era que el Senado romano se cuidó mucho de ratificar la paz con Mitrídates, de modo que ésta sólo era un acuerdo personal con Sila, y Sila había muerto en 78 a. C.
Por consiguiente, Mitrídates juzgó que era natural prepararse para la reiniciación de la guerra y esperar alguna oportunidad favorable para descargar el golpe. Tal oportunidad surgió en 74 a. C., cuando Nicomedes III de Bitinia murió sin dejar heredero. Nicomedes III había sido siempre un fiel partidario de Roma y había combatido con Mitrídates constantemente. Cuando sintió aproximarse la muerte, tomó la medida que juzgaba lógica para mantener a Bitinia permanentemente fuera del dominio de su enemigo del Ponto. Legó a Roma el Reino de Bitinia, que se convirtió en una provincia romana.
Mitrídates declaró que ese legado carecía de validez, y, con un gran ejército, entró en Bitinia y la ocupó. Así comenzó la Tercera Guerra del Ponto; y, nuevamente, Mitrídates comenzó arrollando a todos lo que se le oponían.
Cuando Sila abandonó Asia Menor, dejó el mando en manos de su ayudante de campo, que era Lucio Licinio Lúculo, un sobrino de Metelo Numídico, quien había luchado contra Yugurta.
Lúculo, un hombre eficiente, pero severo y antipático, dejó las escaramuzas menores de la Segunda Guerra del Ponto a sus lugartenientes y dedicó su tiempo a reorganizar y reformar la administración de Asia Menor. En el proceso impuso pesadas multas a las ciudades que habían ayudado a Mitrídates, y parte del dinero fue a parar a sus arcas privadas.
Pero ahora que Mitrídates estaba nuevamente en campaña, Lúculo emprendió una acción firme. Derrotó a Mitrídates en una serie de batallas y lo rechazó nuevamente al Ponto. En 73 a. C. invadió el Ponto mismo y obligó a Mitrídates a huir al Este, a Armenia.
Armenia estaba gobernada entonces por un monarca fuerte, Tigranes, que había subido al trono en 95 a. C. y se había fortalecido mediante las conquistas y las reformas, como había hecho Mitrídates en el Ponto. Tigranes se casó con la hija de Mitrídates, y ambos reinos habitualmente actuaban como aliados. Tigranes ayudó a Mitrídates desde el comienzo, aunque hasta entonces se cuidó de emprender acciones militares concretas.
Fue a la corte de su yerno a donde Mitrídates huyó. Tigranes, impresionado por las victorias romanas, podía haberlo entregado, pero los embajadores romanos que fueron en 70 a. C. a exigir tal entrega se mostraron innecesariamente arrogantes, y el armenio, ofendido, decidió luchar.
Lúculo inmediatamente tomó Armenia y derrotó al grande pero no muy bien adiestrado ejército de Tigranes, tras lo cual tomó la capital armenia en 69 a. C. mientras Tigranes y Mitrídates huían. Lúculo se lanzó en su persecución. Pero el carácter duro y severo de Lúculo no lo hacía agradable a sus hombres, quienes se encontraron desplazándose cada vez más hacia el Este a través de escarpadas montañas dirigidos por un general impopular y se rebelaron. Como resultado de ello, Lúculo se vio obligado a retirarse al Oeste, mientras Tigranes y Mitrídates lograban recuperar al menos partes de su territorio.
Lúculo ya no pudo hacer nada con sus tropas rebeldes, y en 66 a. C. fue llamado a Roma. Aquí era tan impopular como en Asia Menor, por lo que no trató de meterse en política. El partido popular trató de postergar su triunfo, pero finalmente lo obtuvo, con el sobrenombre de «Póntico».
Luego se retiró a una villa rural y usó el dinero que había arrancado a los infelices habitantes de Asia Menor para vivir en medio de un gran lujo.
Lúculo adquirió particular renombre por las elaboradas cenas que daba y los costosos platos que preparaba. Se creía que había sido el primero en llevar a Roma una pequeña fruta roja de Ceraso, ciudad del Ponto. Los romanos dieron a la fruta el nombre de la ciudad, de donde proviene «cerise» en francés, «cherry» en inglés y «cereza» en español.
Lúculo invitaba a muchas personas a su mesa. En una ocasión en que se había preparado una cena particularmente elaborada, sus sirvientes le preguntaron a quién estaba destinada la cena, pues no se habían enviado invitaciones.
«Esta noche —exclamó Lúculo— el invitado de Lúculo es Lúculo», y cenó a solas.
Desde entonces, la frase «Lúculo cena con Lúculo» se ha usado como expresión de un lujo extremado y una «fiesta a lo Lúculo» es una comida de una suprema exquisitez.
Sin duda, Lúculo también gozó de las cosas más refinadas de la vida. Protegió a poetas y artistas, gozó de su compañía, reunió una magnífica biblioteca y escribió (en griego) una historia de la Guerra Social, en la que había combatido bajo el mando de Sila.
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