miércoles, mayo 3

libro septimo. cap 3

XXI. Le vitorean todos, y batiendo las armas, como usan
hacerlo en señal de que aprueban las razones del que habla, repiten a
voces que Vercingetórige es un capitán consumado; que ni se debe
dudar de su fe, ni administrarse puede mejor la guerra; y ordenan
que diez mil hombres escogidos entren en la plaza, no juzgando
conveniente fiar de los bierrienses solos la común libertad; porque de
la conservación de esta fortaleza pendía, según pensaban, toda la
seguridad de la victoria.
XXII. Los galos, siendo como son gente por extremo mañosa y
habilísima para imitar y practicar las invenciones de otros, con mil
artificios eludían el valor singular de nuestros soldados. Unas veces
con lazos corredizos se llevaban a los sitiadores las hoces, y
teniéndolas prendidas, las tiraban adentro con ciertos instrumentos;
otras veces con minas desbarataban el vallado, en lo que son muy
diestros por los grandes minerales de hierro que tienen, para cuya
cava han ideado y usan toda suerte de ingenios. Todo el muro estaba
guarnecido con torres de tablas cubiertas de pieles. Demás de esto,
con salidas continuas de día y de noche, o arrojaban fuego a las
trincheras, o sorprendían a los soldados ocupados en las maniobras;
y cuando subían nuestras torres sobre el terraplén que de día en día
se iba levantando, otro tanto alzaban las suyas trabando postes con
postes, y contraminando nuestras minas, impedían a los minadores,
ya con vigas tostadas y puntiagudas, ya con pez derretida, ya con
cantos muy gruesos, el arrimarse a las murallas.
XXIII. La estructura de todas las de la Galia viene a ser ésta:
Tiéndense en el suelo vigas de una pieza derechas y pareadas,
distantes entre sí dos pies, y se enlazan por dentro con otras al
través, llenos de fagina los huecos; la fachada es de gruesas piedras
encajonadas. Colocado esto y hecho de todo un cuerpo, se levanta
otro en la misma forma y distancia paralela, de modo que nunca se
toquen las vigas, antes queden separadas por trechos iguales con la
interposición de las piedras bien ajustadas. Así prosigue la fábrica
hasta que tenga el muro competente altura. Éste por una parte no es
desagradable a la vista, por la variedad con que alternan vigas y
piedras, unas y otras en línea recta paralela sin perder el nivel; por
otra parte es de muchísimo provecho para la defensa de las plazas,
por cuanto las piedras resisten al fuego, y la madera defiende de las
baterías, que como está por dentro asegurada con las vigas de una
pieza por la mayor parte de cuarenta pies, ni se puede romper ni
desunir.
XXIV. En medio de tantos embarazos, del frío y de las lluvias
continuas que duraron toda esta temporada, los soldados, a fuerza de
incesante trabajo, todo lo vencieron, y en veinticinco días
construyeron un baluarte de trescientos treinta pies en ancho con
ochenta de alto. Cuando ya este pegaba casi con el muro, y César,
según costumbre, velaba sobre la obra, metiendo prisa a los
soldados, porque no se interrumpiese ni un punto el trabajo, poco
antes de medianoche se reparó que humeaba el terraplén minado de
los enemigos; que al mismo tiempo, alzando el grito sobre las
almenas, empezaban a salir por dos puertas de una y otra banda de
las torres. Unos arrojaban desde los adarves teas y materias
combustibles al terraplén, otros pez derretida y cuantos betunes hay
propios para cebar el fuego; de suerte que apenas se podía resolver
adonde se acudiría primero, o qué cosa pedía más pronto remedio.
Con todo eso por la providencia de César, que tenía siempre dos
legiones alerta delante del campo, y otras dos por su turno
empleadas en los trabajos, se logró que al instante unos se opusiesen
a las salidas, otros retirasen las torres132 y cortasen el fuego del
terraplén, y todos los del campo acudiesen a tiempo de apagar el
incendio.
XXV. Cuando en todas partes se peleaba, pasada ya la noche,
creciendo siempre más y más en los enemigos la esperanza de la
victoria, mayormente viendo quemadas las cubiertas de las torres y
no ser fácil que nosotros fuésemos al socorro a cuerpo descubierto,
mientras ellos a los suyos cansados enviaban sin cesar gente de
refresco; y considerando que toda la fortuna de la Galia pendía de
aquel momento, aconteció a nuestra vista un caso que, por ser tan
memorable, he creído no deberlo omitir. Cierto galo que a la puerca
del castillo las pelotas de sebo y pez que le iban dando de mano en
mano las tiraba en el fuego contra nuestra torre, atravesado el
costado derecho con un venablo, cayó muerto; uno de sus
compañeros, saltando sobre el cadáver, proseguía en hacer lo
mismo; muerto este segundo de otro golpe semejante, sucedió el
tercero, y al tercero el cuarto, sin que faltase quien ocupase
sucesivamente aquel puesto, hasta que apagado el incendio, y
rechazados enteramente los enemigos, se puso fin al combate.
XXVI. Convencidos los galos con tantas experiencias de que
nada les salía bien, tomaron al día siguiente la resolución de
abandonar la plaza por consejo y mandato de Vercingetórige. Como
su intento era hacerlo en el silencio de la noche, esperaban ejecutarlo
sin pérdida considerable, porque los reales de Vercingetórige no
estaban lejos de la ciudad, y una laguna continuada que había de por
medio los cubría de los romanos en la retirada. Ya que venida la
noche disponían la partida, salieron de repente las mujeres, corriendo
por las calles, y postradas a los pies de los suyos con lágrimas y
sollozos, les suplicaban que ni a sí ni a los hijos comunes, incapaces
de huir por su natural flaqueza, los entregasen al furor enemigo. Mas
viéndolos obstinados en su determinación (porque de ordinario en un
peligro extremo puede más el miedo que la compasión), empezaron a
dar voces y hacer señas a los romanos de la fuga intentada. Por cuyo
temor asustados los galos, desistieron del intento, recelándose que la
caballería romana no les cerrase los caminos.
XXVII. César, el día inmediato, adelantada la torre y
perfeccionadas las baterías, conforme las había trazado, cayendo a la
sazón una lluvia deshecha, se aprovechó de este incidente,
pareciéndole al caso para sus designios, por haber notado algún
descuido en las centinelas apostadas en las murallas, y ordenó a los
suyos aparentasen flojedad en las maniobras, declarándoles su
intención. Exhortando, pues, a las legiones, que ocultas en las
galerías estaban listas a recoger de una vez en recompensa de tantos
trabajos el fruto de la victoria, propuso premios a los que primero
escalasen el muro, y dio la señal del asalto. Inmediatamente los
soldados volaron de todas partes, y en un punto cubrieron la muralla.
Los enemigos, sobresaltados de la novedad, desalojados del muro y
de las torres, se acuñaron en la plaza y sitios espaciosos con ánimo
de pelear formados, si por algún lado los acometían. Mas visto que
nadie bajaba al llano, sino que todos se atropaban en los adarves,
temiendo no hallar después escape, arrojadas las armas, corrieron de
tropel al último barrio de la ciudad. Allí unos, no pudiendo coger las
puertas por la apretura del gentío, fueron muertos por la infantería;
otros, después de haber salido, degollados por la caballería. Ningún
romano cuidaba del pillaje; encolerizados todos por la matanza de
Genabo y por los trabajos del sitio, no perdonaban ni a viejos, ni a
mujeres, ni a niños. Baste decir que de cuarenta mil personas se
salvaron apenas ochocientas, que al primer ruido del asalto, echando
a huir, se refugiaron en el campo de Vercingetórige: el cual,
sintiéndolos venir ya muy entrada la noche, y temiendo algún
alboroto por la concurrencia de ellos y la compasión de su gente, los
acogió con disimulo, disponiendo les saliesen lejos al camino
personas de su confianza y los principales de cada nación, y
separándolos allí unos de otros, llevasen a cada cual a los suyos para
que los alojasen en los cuarteles correspondientes, según la división
hecha desde el principio.
XXIX. Al día siguiente, convocando a todos, los consoló y
amonestó «que no se amilanasen ni apesadumbrasen demasiado por
aquel infortunio; que no vencieron los romanos por valor ni por
armas, sino con cierto ardid y pericia en el modo de asaltar una
plaza, de que no tenían práctica; yerran los que se figuran que todos
los sucesos de la guerra les han de ser favorables; que él nunca fue
de dictamen que se conservase Avarico, de que ellos mismos le
podían ser testigos; la imprudencia de los berrienses y la
condescendencia mal entendida de los demás ocasionaron este daño;
bien que presto lo resarciría él con ventajas, pues con su diligencia
uniría las demás provincias de la Galia disidente hasta ahora,
formando de todas una Liga general, que sería incontrastable al orbe
todo, y ya la tenía casi concluida. Entretanto era razón que por amor
de la común libertad no se negasen a fortificar el campo para más
fácilmente resistir a los asaltos repentinos del enemigo».
XXX. No fue mal recibido por los galos este discurso,
mayormente viendo que después de una tan grande derrota no había
caído de ánimo, ni escondídose, ni avergonzándose de parecer en
público; demás que concebían que a todos se aventajaba en
providenciar y prevenir las cosas, pues ante el peligro había sido de
parecer que se quemase Avarico, y después que se abandonase. Así
que, al revés de otros generales a quien los casos adversos
disminuyen el crédito, el de éste se aumentaba más cada día después
de aquel mal suceso, y aun por sola su palabra esperaban atraer a los
demás Estados de la Galia. Ésta fue la primera vez que los galos
barrearon el ejército, y quedaron tan consternados, que siendo como
son enemigos del trabajo, estaban determinados a sufrir cuanto se
les ordenase.

132
Eran movedizas, con ruedas por debajo.

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