lunes, mayo 22

libro septimo. cap 5

XLI. César, después de haber advertido por cartas a la
república Eduana, que por beneficio suyo vivían los que pudieran
matar por justicia, dando tres horas de la noche para reposo al
ejército, dio la vuelta a Gergovia. A la mitad del camino, unos
caballos, despachados por Fabio, le traen la noticia «del peligro
grande en que se han visto; los reales asaltados con todas las fuerzas
del enemigo, que de continuo enviaba gente de refresco a la que se
iba cansando, sin dejar respirar a los nuestros de la fatiga, precisados
por lo espacioso de los reales a estar fijos todos cada uno en su
puesto; ser muchos los heridos por tantas flechas y tantos dardos de
todas suertes, bien que contra esto les habían servido mucho las
baterías; que Fabio, a su partida, dejadas solas dos puertas, tapiaba
las demás y añadía nuevos pertrechos al vallado, apercibiéndose para
el asalto del día siguiente». En visto de esto, César, seguido con gran
denuedo de los soldados, antes de rayar el Sol llegó a los reales.
XLII. Tal era el estado de las cosas en Gergovia cuando los
eduos, recibido el primer mensaje de Litavico, sin más ni más,
instigados unos de la codicia, otros de la cólera y temeridad (vicio
sobre todos connatural a esta gente, que cualquier hablilla cree como
cosa cierta), meten a saco los bienes de los romanos, dando a ellos la
muerte o haciéndolos esclavos. Atiza el fuego Convictolitan,
encendiendo más el furor del populacho, para que, despeñado en la
rebelión, se avergüence de volver atrás. Hacen salir sobre seguro de
Chalons a Marco Aristio, tribuno de los soldados, que iba a juntarse
con su legión; obligan a lo mismo a los negociantes de la ciudad, y
asaltándolos al improviso en el camino, los despojan de todos sus
fardos; a los que resisten cercan día y noche, y muertos de ambas
partes muchos, llaman en su ayuda mayor número de gente armada.
XLIII. En esto, viniéndoles la noticia de que toda su gente
estaba en poder de César, corren a excusarse con Aristio, diciendo:
«que nada de esto se había hecho por autoridad pública»; mandan
que se haga pesquisa de los bienes robados; confiscan los de Litavico
y sus hermanos; despachan embajadores a César con orden de
disculparse, todo con el fin de recobrar a los suyos. Pero envueltos ya
en la traición, y bien hallados con la ganancia del saqueo, en que
interesaban muchos, y temerosos del castigo, tornan
clandestinamente a mover especies de guerra, y a empeñar en ella
con embajadas a las demás provincias. Lo cual, dado que César no lo
ignoraba, todavía respondió con toda blandura a los enviados: «que
no por la inconsideración y ligereza del vulgo formaba él mal
concepto de la república, ni disminuiría un punto su benevolencia
para con los eduos». Él, por su parte, temiendo mayores revoluciones
de la Galia, para no ser cogido en medio por todos los nacionales,
andaba discurriendo cómo retirarse de Gergovia, y reunir todo el
ejército, de suerte que su retirada, ocasionada del miedo de la
rebelión, no tuviese visos de huida.
XLIV. Estando en estos pensamientos, preséntesele ocasión al
parecer de un buen lance. Porque yendo a reconocer los trabajos del
campo menor, reparó que la colina ocupada de los enemigos estaba
sin gente, cuando los días anteriores apenas se podía divisar por la
muchedumbre que la cubría. Maravillado, pregunta la causa a los
desertores que cada día pasaban a bandadas a su campo. Todos
convenían en afirmar lo que ya el César tenía averiguado por sus
espías: que la loma de aquella cordillera era casi llena, mas por
donde comunicaba con la otra parte de la plaza, fragosa y estrecha;
que temían mucho perder aquel puesto persuadidos de que, si los
romanos, dueños ya del uno, los echaban del otro, forzosamente se
verían como acorralados V sin poder por vía alguna salir al forraje;
que por eso Vercingetórige los había llamado a todos a fortalecer
aquel sitio.
XLV. En consecuencia, César manda ir allá varios piquetes de
caballos a medianoche, ordenándoles que corran y metan ruido por
todas partes. Al rayar del día, manda sacar de los reales muchas
recuas de mulos sin albardas, y a los arrieros, montados encima con
sus capacetes, correr en derredor de las colinas, como si fueran unos
diestros jinetes. Mezcla con ellos algunos caballos, que con alargar
más las cabalgadas representen mayor número, mandándoles
caracolear y meterse todos en un mismo término. Esta maniobra se
alcanzaba a ver desde la plaza, como que tenía la vista a nuestro
campo, aunque a tanta distancia no se podía bien distinguir el
verdadero objeto. César destaca una legión por aquel cerro, y a
pocos pasos, apuéstala en la bajada oculta en el bosque. Crece la
sospecha en los galos, y vanse a defender aquel puesto todas las
tropas. Viendo César evacuados los reales enemigos, cubriendo las
divisas de los suyos y plegadas las banderas, hace desfilar de pocos
en pocos, porque no fuesen notados de la plaza, los soldados del
campo mayor al menor; y declara su intento a los legados
comandantes de las legiones. Sobre todo les encarga repriman a los
soldados, no sea que por la gana de pelear o codicia del pillaje se
adelanten demasiado; háceles presente cuánto puede incomodarles lo
fragoso del sitio, a que sólo se puede obviar con la presteza; ser
negocio éste de ventura, no de combate. Dicho esto, da la señal, y al
mismo tiempo a mano derecha por otra subida destaca los eduos.
XLVI. El muro de la ciudad distaba del llano y principio de la
cuesta por línea recta, si no fuese por los rodeos, mil doscientos
pasos; todo lo que se rodeaba para suavizar la pendiente, alargaba el
camino. En la mitad del collado, a lo largo, habían los galos fabricado
de grandes piedras una cortina de seis pies contra nuestros asaltos; y
desocupada la parte inferior del collado, la superior hasta tocar el
muro de la plaza estaba toda erizada de municiones y gente armada.
Los soldados, dada la señal, llegan corriendo a la corrida, y,
saltándola, se apoderan de tres diversas estancias; pero con tanta
aceleración, que Teutomato, rey de los nitióbriges, cogido de
sobresalto en su pabellón durmiendo la siesta, medio desnudo,
apenas pudo escapar, herido el caballo, de las manos de los soldados
que saqueaban las tiendas.
XLVII. César, ya que consiguió su intento, mandó tocar la
retirada, y la legión décima, que iba en su compañía, hizo alto. A los
soldados de las otras legiones, bien que no percibieron el sonido de la
trompeta a causa de un gran valle intermedio, todavía los tribunos y
legados, conforme a las órdenes de César, los tenían a raya. Pero
inflamados con la esperanza de pronta victoria, con la fuga de los
enemigos, y con los buenos sucesos de las batallas anteriores,
ninguna empresa se proponía tan ardua que fuese a su valor
insufrible, ni desistieron del alcance hasta tropezar con las murallas y
puerta de la ciudad. Aquí fueron los alaridos que resonaban por todas
partes, tanto que los de los últimos barrios, asustados con el
repentino alboroto, creyendo a los enemigos dentro de la plaza,
echaron a huir corriendo. Las mujeres desde los adarves arrojaban
sus galas y joyas, y descubiertos los pechos, con los brazos abiertos,
suplicaban a los romanos las perdonasen, y no hiciesen lo que en
Avarico, donde no respetaron ni al sexo flaco ni a la edad tierna.
Algunas, descolgadas por las manos de los muros, se entregaban a
los soldados. Lucio Fabio, centurión de la legión octava, a quien se
oyó decir este mismo día que se sentía estimulado de los premios que
se dieron en Avarico, ni consentiría que otro escalase primero el
muro, tomando a tres de sus soldados, y ayudado de ellos, montó la
muralla, y dándoles después la mano, los fue subiendo uno a uno.
XLVIII. Entre tanto los enemigos, que, según arriba se ha
dicho, se habían reunido a la parte opuesta de la plaza para
guardaría, oído el primer rumor, y sucesivamente aguijado de
continuos avisos de la toma de la ciudad, con la caballería delante
corrieron allá de tropel. Conforme iban llegando, parábanse al pie de
la muralla, y aumentaban el número de los combatientes. Juntos ya
muchos a la defensa, las mujeres que poco antes pedían merced a los
romanos, volvían a los suyos las plegarias, y desgreñado el cabello al
uso de la Galia, les ponían sus hijos delante. Era para los romanos
desigual el combate, así por el sitio, como por el número; demás que
cansados de correr y de tanto pelear, dificultosamente contrastaban a
los que venían de refresco y con las fuerzas enteras.
XLIX. César, viendo la desigualdad del puesto, y que las tropas
de los enemigos se iban engrosando, muy solícito de los suyos, envía
orden al legado Tito Sestio, a quien encargó la guarda de los reales
menores, que sacando prontamente algunas cohortes, las apostó a la
falda del collado hacia el flanco derecho de los enemigos, a fin de que
si desalojasen a los nuestros del puesto, pudiese rebatir su furia en el
alcance. César, adelantándose un poco con su legión, estaba a la
mira del suceso.
L. Trabado el choque cuerpo a cuerpo con grandísima porfía, los
enemigos, confiados en el sitio y en el número, los nuestros en sola
su valentía, de repente, por el costado abierto de los nuestros,
remanecieron los eduos destacados de César por la otra ladera a
mano derecha para divertir al enemigo. Ésos por la semejanza de las
armas gálicas espantaron terriblemente a los nuestros, y aunque los
veían con el hombro derecho desarmado, que solía ser la contraseña
de gente de paz, eso mismo atribuían los soldados a estratagema de
los enemigos para deslumbrarlos. En aquel punto el centurión Lucio
Fabio y los que tras él subieron a la muralla, rodeados de los
enemigos y muertos, son tirados el muro abajo. Marco Petreyo,
centurión de la misma legión, queriendo romper las puertas, viéndose
rodeado de la muchedumbre y desesperando de su vida por las
muchas heridas mortales, vuelto a los suyos: «Ya que no puedo, les
dijo, salvarme con vosotros, por lo menos aseguraré vuestra vida,
que yo he puesto a riesgo por amor de la gloria. Vosotros aprovechad
la ocasión de poneros en salvo. » Con esto se arroja en medio de los
enemigos, y matando a dos, aparta los demás de la puerta.
Esforzándose a socorrerle los suyos: «En vano, dice, intentáis salvar
mi vida; que ya me faltan la sangre y las fuerzas. Por tanto, idos de
aquí, mientras hay tiempo, a incorporaros con la legión. » Así
peleando, poco después cae muerto, y dio a los suyos la vida.

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