martes, junio 13

libro septimo. cap 8

LXXI. Vercingetórige, primero que los romanos acabasen, de
atrincherarse, toma la resolución de despachar una noche toda la
caballería, ordenándoles al partir: «Vaya cada cual a su patria y
fuerce para la guerra a todos los que tuvieren edad. Represéntales
sus méritos para con ellos, y los conjura que tengan cuenta con su
vida, y no lo abandonen a la saña cruel de los enemigos para ser
despedazado con tormentos, siendo tan benemérito de la pública
libertad; que por poco que se descuiden, verán perecer consigo
ochenta mil combatientes, la flor de la Galia; que por su cuenta
escasamente le quedan víveres para treinta días, bien que podrán
durar algunos más cercenando la ración.» Con estos encargos
despide la caballería sin ruido antes de medianoche por la parte que
aun no estaba cerrada con nuestro vallado; manda le traigan todo el
trigo, poniendo pena de la vida a los desobedientes; reparte por
cabeza las reses recogidas con abundancia por los mandubios; el pan
lo va distribuyendo poco a poco y por tasa. Todas las tropas
acampadas delante de la plaza las mete dentro. Tomadas estas
providencias, dispone aguardar los refuerzos de la Galia y proseguir
así la guerra.
LXXII. Informado César de estos proyectos por los desertores y
prisioneros, formó de esta suerte las líneas: Cavó un foso de veinte
pies de ancho con las márgenes aniveladas, de arte que el suelo
fuese igual en anchura al borde; todas las otras fortificaciones tirólas
a distancia de cuatrocientos píes de este foso, por razón de que
habiendo abarcado por necesidad tanto espacio, no siendo fácil poner
cordón de soldados en todas partes, quería evitar los ataques
improvisos o nocturnos del enemigo, y entre día los tiros contra los
soldados empleados en las obras. Después de este espacio
intermedio abrió don zanjas, anchas de quince pies y de igual de
altura; la interior llenó de agua, guiada del río por sitios llanos y
bajos. Tras éstas levantó el terraplén y estacada de doce pies,
guarnecida con su parapeto y almenas con grandes horquillas a
manera de asta de ciervo, sobresalientes entre las junturas de la
empalizada, para estorbar al enemigo la subida. Todo el terraplén
cercó de cubos, distantes entre sí ochenta pies.
LXXIII. Era forzoso a un tiempo ir a cortar madera, buscar trigo
y fabricar tan grandes obras, divididas las tropas, que tal vez se
alejaban demasiado de los reales; y los galos no perdían ocasión de
atajar nuestras labores, haciendo salidas de la plaza con gran furia
por varias puertas. Por lo cual a las obras dichas trató César de
añadir nuevos reparos, para poder cubrir las trincheras con menos
gente. Para esto, cortan troncos de árboles o ramas muy fuertes,
acepilladas y bien aguzadas las puntas, tirábanse fosas seguidas,
cuya hondura era de cinco pies. Aquí se hincaban aquellos leños, y
afianzados por el pie para que no pudiesen ser arrancados, sacaban
las puntas sobre las enramadas. Estaban colocados en cinco hileras,
tan unidos y enlazados entre sí, que quien allí entraba, él mismo se
clavaba con aquellos agudísimos espolones, a que daban el nombre
de cepos. Delante de éstos se cavaban unas hoyas puestas en forma
de ajedrez, al sesgo, su hondura de tres pies, que poco a poco se
iban estrechando hacia abajo. Aquí se metían estacas rollizas del
grueso del muslo, aguzadas y tostadas sus puntas de arriba, de modo
que no saliesen fuera del suelo más de cuatro dedos. Asimismo, a fin
de asegurarlas y que no se moviesen, cada pie desde el hondón se
calzaba con tierra, y para ocultar el ardid se tapaba la boca de la
hoya con mimbres y matas. Ocho eran las hileras de este género de
hoyas, distantes entre sí tres pies, que llamaban lirios por la
semejanza del tamaño de un pie, erizados con púas de hierro,
sembrados a trechos por todas partes, con el nombre de abrojos.
LXXIV. Concluidas estas cosas, siguiendo las veredas más
acomodadas que pudo según la calidad del terreno, abarcando
catorce millas, dio traza cómo se hiciesen otras fortificaciones
semejantes, vueltas a la otra banda contra les enemigos de fuera,
para que ni aun con mucha gente, si llegase el caso de su retirada,
pudiesen acordonar las guarniciones de las trincheras, y también
porque no se viesen obligados a salir de ellas con riesgo, manda que
todos hagan provisión de pan y heno para treinta días.
LXXV. Mientras iban así las cosas en Alesia, los galos, en una
junta de grandes, determinan, no lo que pretendía Vercingetórige,
que todos los que fuesen de armas tomar se alistasen, sino que cada
nación contribuyese con cierto número de gente; temiendo que con la
confusión de tanta chusma, no les sería posible refrenar ni distinguir
a los suyos, ni hallar medio de abastecerse. A los eduos y a. sus
dependientes los segusianos, ambivaretos, aulercos branovices y
branovíos echan la cuota de treinta y cinco mil hombres; igual
número a los alvernos y a sus vasallos, que solían ser los eleuteros
de Caors, los gabalos y velaunos; a los sens, los sequanos, los de
Berri, del Santonge, de Rodes, de Chartres doce mil; a los beoveses
diez mil; otros tantos a los lemosines; cada ocho mil a los de Poitiers,
de Turs, París y helvios; a los de Soisons, a los amienses, los
metenses, los perigordenses, nervios, morinos, nitióbriges a cinco
mil; otros tantos a los aulercos de Maine; cuatro mil a los de Artois; a
los belocases, lisienses, eulercos eburones cada tres mil; a los
rauracos y boyos treinta mil; a seis mil a todas las merindades de la
costa del Océano, llamadas en su lenguaje armóricas, a que
pertenecen los cornuaille, de Renes, los ambibaros, caletes, osismios,
vaneses y únelos. De éstos los beoveses sólo rehusaron contribuir
con su cuota, diciendo querían hacer la guerra a los romanos por sí y
como les pareciese, sin dependencia de nadie; no obstante, a ruego
de Comió y por su amistad, enviaron dos mil hombres.
LXXVI. Este Comió es el mismo que los años pasados hizo fieles
e importantes servicios a César en Bretaña; por cuyos méritos habían
declarado libre a su república, restituídole sus fueros y leyes,
sujetando a su jurisdicción los morinos. Pero fue tan universal la
conspiración de toda la Galia en orden a defender su libertad y
recuperar su primera gloria militar, que ninguna fuerza les hacían ni
los beneficios recibidos ni las obligaciones de amigos, sino que todos,
con todo su corazón y con todas sus fuerzas, se armaban para esta
guerra, en que se contaban ocho mil caballos y cerca de doscientos
cuarenta mil infantes. Hacíase la masa del ejército y la revista
general en las fronteras de los eduos; nombrábanse capitanes; fíase
todo el peso del gobierno a Comió el de Artois, a los eduos Virdomaro
y Eporedórige, a Vergasilauno Alverno, primo de Vercingetórige,
dándoles por consejeros varones escogidos de todos los Estados.
Alborozados todos y llenos de confianza, van camino de Alesia. Ni
había entre todos uno solo que pensase hallar quien se atreviese a
sufrir ni aun la vista de tan numeroso ejército y más estando entre
dos fuegos: de la plaza con las salidas; de fuera con el terror de
tantas tropas de a caballo y de a pie.
LXXVII. Pero los sitiados de Alesia, pasado el plazo en que
aguardaban el socorro, consumidos todos los víveres, ignorantes de
lo que se trataba en los eduos, juntándose a consejo, consultaban
acerca del remedio de sus desventuras. Entre los varios partidos
propuestos, inclinándose unos a la entrega, otros a una salida
mientras se hallaban con fuerzas, no me pareció pasar en silencio el
que promovió Critoñato por su inaudita y bárbara crueldad. Éste,
nacido en Albernia de nobilísimo linaje y tenido por hombre de grande
autoridad: «Ni tomar quiero en boca, dice, el parecer de aquellos que
llaman entrega la más infame servidumbre; estos tales para mí no
son ciudadanos ni deben ser admitidos a consejo. Hablo sí con los
que aconsejan la salida; cuyo dictamen a juicio de todos vosotros
parece más conforme a la hidalguía de nuestro valor heredado. Mas
yo no tengo por valor sino por flaqueza el no poder sufrir un tanto la
carestía. Más fácil es hallar quien se ofrezca de grado a la muerte que
quien sufra con paciencia el dolor. Yo por mí aceptaría este partido
por lo mucho que aprecio la honra, si viese que sólo se arriesga en él
nuestra vida, pero antes de resolvernos, volvamos los ojos a la Galia,
la cual tenemos toda empeñada en nuestro socorro. ¿Cuál, si pensáis,
será la consternación de nuestros allegados y parientes al ver
tendidos en tierra ochenta mil ciudadanos, y haber por fuerza de
pelear entre sus mismos cadáveres? No queráis, os ruego, privar del
auxilio de vuestro brazo a los que por salvar vuestras vidas han
aventurado las suyas, ni arruinar a toda la Galia condenándola a
perpetua esclavitud por vuestra inconsideración y temeridad, o mejor
diré, por vuestra cobardía. ¿Acaso dudáis de su lealtad y firmeza
porque no han venido al plazo señalado? ¿Cómo? ¿Creéis que los
romanos se afanan tanto en hacer aquellas líneas de circunvalación
por mero entretenimiento? Si no podéis haber nuevas de ellos,
cerradas todas las vías, recibid de su próxima venida el anuncio de
los mismos enemigos, que con el temor de ser sobresaltados no
cesan de trabajar día y noche. Diréisme: pues, ¿qué aconsejas tú?
Que se haga lo que ya hicieron nuestros mayores en la guerra de los
cimbros y teutones, harto diferente de ésta; que sitiados y apretados
de semejante necesidad, sustentaron su vida con la carne de la gente
a su parecer inútil para la guerra, por no rendirse a los enemigos.
Aunque no tuviéramos ejemplo de esto, yo juzgaría cosa muy loable
el darlo por amor de la libertad para imitación de los venideros. Y
¿qué tuvo que ver aquella guerra con ésta? Los cimbros, saqueada
toda la Galia y hechos grandes estragos, al fin salieron de nuestras
tierras y marcharon a otras, dejándonos nuestros fueros, leyes,
posesiones y libertad; mas los romanos, ¿qué otra cosa pretenden o
quieren, sino por envidia de nuestra gloria y superioridad
experimentada en las armas, usurparnos las heredades y
poblaciones, y sentenciarnos a eterna servidumbre, puesto que nunca
hicieron a otro precio la guerra? Y si ignoráis qué sucedió a las
naciones lejanas, ahí tenéis vecina la Galia, que convertida en
provincia suya, mudado el gobierno, sujeta a su tiranía, gime bajo el
yugo de perpetua servidumbre. »
LXXVIII. Tomados los votos, deciden «que los inútiles por sus
ajes o edad despejen la plaza, y que se pruebe todo primero que
seguir el consejo de Critoñato; pero a más no poder, si tarda el
socorro, se abrase, antes que admitir condición alguna de rendición o
de paz». Los mandubios, que los habían recibido en la ciudad, son
echados fuera con sus hijos y mujeres. Los cuales arrimados a las
trincheras de los romanos, deshechos en lágrimas, les pedían
rendidamente que les diesen un pedazo de pan y serían sus esclavos.
Mas César, poniendo guardias en la barrera, no quería darles cuartel.
LXXIX. Entre tanto Comió y los demás comandantes llegan con
todas sus tropas a la vista de Alesia, y ocupada la colina de afuera, se
acampan a media milla de nuestras fortificaciones. Al día siguiente,
sacando la caballería de los reales, cubren toda aquella vega, que,
como se ha dicho, tenía de largo tres millas, y colocan la infantería
detrás de este sitio en los recuestos. Las vistas de Alesia caían al
campo. Visto el socorro, búscanse unos a otros; danse mil
parabienes, rebosando todos de alegría. Salen, pues, armados de
punta en blanco, y plántanse delante de la plaza; llenan de zarzo y
tierra el foso inmediato, con que se disponen para el ataque y
cualquier otro trance.
LXXX. César, distribuido el ejército por las dos bandas de las
trincheras de suerte que cada cual en el lance pudiese conocer y
guardar su puesto, echa fuera la caballería con orden de acometer.
De todos los reales que ocupaban los cerros de toda aquella cordillera
se descubría el campo de batalla, y todos los soldados estaban en
grande expectación del suceso. Los galos habían entre los caballos
mezclado a trechos flecheros y volantes armados a la ligera, que los
protegiesen al retroceder y contuviesen el ímpetu de los nuestros. Por
estos tales heridos al improviso, varios se iban retirando del combate.
Con eso los galos, animados por la ventaja de los suyos y viendo a
los nuestros cargados de la muchedumbre, tanto los sitiados como las
tropas auxiliares con gritos y alaridos atizaban por todas partes el
coraje de los suyos. Como estaban a la vista de todos, que no se
podía encubrir acción alguna o bien o mal hecha, a los unos y a los
otros daba bríos no menos el amor de la gloria que el temor de la
ignominia. Continuándose la pelea desde mediodía hasta ponerse el
sol con la victoria en balanzas, los germanos, cerrados en pelotones
arremetieron de golpe y rechazaron a los enemigos, por cuya fuga los
flecheros fueron cercados y muertos. En tanto los nuestros
persiguiendo por las demás partes a los fugitivos hasta sus reales, no
les dieron lugar a rehacerse. Entonces los que habían salido fuera de
la plaza, perdida la esperanza de la victoria, se recogieron muy
mustios adentro.

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