miércoles, junio 14

libro septimo. cap 9

LXXXI. Un día estuvieron los galos sin pelear, gastándolo todo
en aparejar gran número de zarzos, escalas, garabatos, con que
saliendo a medianoche a sordas de los reales, se fueron arrimando a
la línea de circunvalación, y de repente alzando una gran gritería que
sirviese a los sitiados por seña de su acometida, empiezan a tirar
zarzos, y con hondas, saetas y piedras a derribar de las barreras a los
nuestros y aprestar los demás instrumentos para el asalto. Al mismo
punto Vercingetórige, oída la grita, toca a rebato, y saca su gente de
Alesia. De los nuestros cada cual corre al puesto que de antemano le
estaba señalado en las trincheras, donde con hondas que arrojaban
piedras de a libra, con espontones puestos a mano y con balas de
plomo arredran al enemigo. Los golpes dados y recibidos eran a
ciegas por la oscuridad de la noche; muchos los tiros de las baterías.
Pero los legados Marco Antonio y Cayo Trebonio, encargados de la
defensa por esta parte, donde veían ser mayor el peligro de los
nuestros, iban destacando en su ayuda de los fortines de la otra
soldados de refresco.
LXXXII. Mientras los galos disparaban de lejos, hacían más
efecto con la gran cantidad de tiros; después que se fueron
arrimando a las líneas, o se clavaban con los abrojos, o caídos en las
hoyas quedaban empalados en las estacas, o atravesados desde las
barreras y torres con los rejones, rendían el alma. En fin, recibidas de
todas partes muchas heridas, sin poder abrir una brecha, rayando ya
el día, por miedo de ser cogidos por el flanco de las tropas de la
cuesta, tocaron retirada. En esto los de la plaza, mientras andan
afanados en manejar las máquinas preparadas por Vercingetórige
para el asalto, en cegar los primeros fosos, gastado gran rato en tales
maniobras, entendieron la retirada de los suyos antes de haberse
acercado ellos a nuestras fortificaciones. Así volvieron a la plaza sin
hacer cosa de provecho.
LXXXIII. Rebatidos por dos veces con pérdida los galos,
deliberan sobre lo que conviene hacer. Consultan con los prácticos del
país. Infórmanse de ellos sobre la posición y fortificaciones de nuestro
campamento de arriba. Yacía por la banda septentrional una colina
que, no pudiendo abrazarla con el cordón los nuestros por su gran
circunferencia, se vieron forzados a fijar sus estancias en sitio menos
igual y algún tanto costanero. Guardábanlas los legados Cayo Antistio
Regino y Cayo Caninio Rehilo con dos legiones. Batidas las estradas,
los jefes enemigos entresacan cincuenta y cinco mil combatientes de
las tropas de aquellas naciones que corrían con mayor fama de
valerosas, y forman entre sí en secreto el plan de operaciones.
Determinan para la empresa la hora del mediodía, y nombran por
cabo de la facción a Vergasilauno Alverno, uno de los cuatro
generales, pariente de Vercingetórige. Sale, pues, de los reales a
prima noche, y terminada su marcha cerca del amanecer, se oculta
tras del monte, y ordena a los soldados que descansen sobre los
reales arriba mencionados, y a la misma hora empieza la caballería a
desfilar hacia las trincheras del llano, y el resto del ejército a
escuadronarse delante de sus tiendas.
LXXXIV. Vercingetórige, avistando desde el alcázar de Alesia a
los suyos, sale de la plaza, llevando consigo zarzas, puntales,
árganos, hoces y las demás baterías aparejadas para forzar las
trincheras. Embisten a un tiempo por todas partes, y hacen todos los
esfuerzos posibles. Si ven algún sitio menos pertrechado, allá se
abalanzan. La tropa de los romanos se halla embarazada con tantas
fortificaciones, ni es fácil acudir a un tiempo a tan diversos lugares.
Mucho contribuyó al terror de los nuestros la vocería que sintieron en
el combate a las espaldas, midiendo su peligro por el ajeno orgullo. Y
es así, que los objetos distantes hacen de ordinario más vehemente
impresión en los pechos humanos.
LXXXV. César, desde un alto, registra cuanto pasa y refuerza a
los que peligran. Unos y otros se hacen la cuenta de ser ésta la
ocasión en que se debe echar el resto. Los galos si no fuerzan las
trincheras, se dan por perdidos; los romanos con la victoria esperan
poner fin a todos sus trabajos. Su mayor peligro era en los reales
altos, atacados, según referimos, por Vergasilauno. Un pequeño
recuesto cogido favorece mucho a los contrarios. Desde allí unos
arrojan dardos; otros avanzan empavesados; rendidos unos, suceden
otros de refresco. La fagina, que todos a una echan contra la
estacada, así facilita el paso a los galos, como inutiliza los pertrechos
que tenían tapados en tierra los romanos. Ya no pueden más los
nuestros, faltos de armas y fuerzas.
LXXXVI. En vista de esto, César destaca en su amparo a
Labieno con seis cohortes; ordénale que si dentro no puede sufrir la
carga, rompa fuera arremetiendo con su gente; pero no lo haga sino
como último recurso. Él mismo va recorriendo las demás líneas,
esforzando a todos a que no desfallezcan; que aquél era el día y la
hora de recoger el fruto de tantos sudores. Los de la plaza,
desconfiando de abrir brecha en las trincheras del llano por razón de
su extensión tan vasta, trepan lugares escarpados, donde ponen su
armería, con el granizo de flechas derriban de las torres a los
defensores; con terrones y zarzos allanan el camino; con las hoces
destruyen estacada y parapetos.
LXXXVII. César destaca primero al joven Bruto con seis
cohortes, y tras él al legado Fabio con otras siete. Por último, él
mismo en persona, arreciándose más la pelea, acude con nuevos
refuerzos. Reintegrado el combate, y rechazados los enemigos, corre
a unirse con Labieno. Saca del baluarte inmediato cuatro cohortes. A
una parte de la caballería ordena que le siga; otra, que rodeando la
línea de circunvalación, acometa por las espaldas al enemigo.
Labieno, visto que ni estacadas ni fosos eran bastantes a contener su
furia, juntando treinta y nueve cohortes, que por dicha137 se le
presentaron de los baluartes más cercanos, da parte a César de lo
que pensaba ejecutar. César viene a toda prisa, por hallarse presente
a la batalla.
LXXXVIII. No bien hubo llegado, cuando fue conocido por la
vistosa sobreveste que solía traer en las batallas; vistos también los
escuadrones de caballería y el cuerpo de infantería que venía tras él
por su orden (pues se descubría desde lo alto lo que pasaba en la
bajada de la cuesta), los enemigos traban combate. Alzado de ambas
partes el grito, responden al eco iguales clamores del vallado y de
todos los bastiones. Los nuestros, tirados sus dardos, echan mano de
la espada. Déjase ver de repente la caballería sobre el enemigo.
Avanzan las otras cohortes; los enemigos echan a huir, y en la huida
encuentran con la caballería. Es grande la matanza. Sedulio, caudillo
y príncipe de los limosines, es muerto; Vergasilauno, en la fuga,
preso vivo; setenta y cuatro banderas presentadas a César; pocos los
que de tanta muchedumbre vuelven sin lesión a los reales. Viendo
desde la plaza el estrago y derrota de los suyos, desesperados de
salvarse, retiran sus tropas de las trincheras. Entendido esto, sin más
aguardar los galos desamparan sus reales. Y fue cosa que a no estar
los nuestros rendidos de tanto correr a reforzar los puestos y del
trabajo de todo el día, no hubieran dejado hombre con vida. Sobre la
medianoche, destacada la caballería, dio alcance a su retaguardia
prendiendo y matando a muchos; los demás huyen a sus tierras.
LXXXIX. Al otro día Vercingetórige, convocada su gente,
protesta «no haber emprendido él esta guerra por sus propios
intereses, sino por la defensa de la común libertad; mas ya que es
forzoso ceder a la fortuna, él está pronto a que lo sacrifiquen, o
dándole, si quieren, la muerte o entregándolo vivo a los romanos
para satisfacerles», Despachan diputados a César, Mándales entregar
las armas y las cabezas de partido. Él puso su pabellón en un
baluarte delante los reales. Aquí se le presentan los generales.
Vecingetórige es entregado. Arrojan a sus pies las armas. Reservando
los eduos y alvernos a fin de valerse de ellos para recobrar sus
Estados, de los demás cautivos da uno a cada soldado a título de
despojo.
XC. Hecho esto, marcha a los eduos, y se le rinden. Allí recibe
embajadores de los alvernos que se ofrecen a estar en todo a su
obediencia. Mándales dar gran número de rehenes. Restituye cerca
de veinte mil prisioneros a los eduos y alvernos. Envía las legiones a
cuarteles de invierno. A Tito Labieno manda ir con dos y la caballería
a los secuanos, dándole por ayudante a Marco Sempronio Rutilo. A
Cayo Fabio y a Lucio Minucio Basilo aloja con dos legiones en los
remenses, para defenderlos de toda invasión contra los beoveses sus
fronterizos. A Cayo Antistio Regino remite a los ambivaretos; a Tito
Sestio a los berrienses; a Cayo Caninio Rebilo a los rodenses, cada
uno con su legión. A Quinto Tulio Cicerón y a Publio Sulpicio acuartela
en Chalóns y Macón, ciudades de los eduos a las riberas del Arar,
para el acopio y conducción del trigo. Él determina pasar el invierno
en Bilbracte. Sabidos estos sucesos por cartas de César, se mandan
celebrar en Roma fiestas por veinte días.

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