XXXI. Dúdase si Ambiórige dejó de juntar sus tropas de
propósito, por haber creído que no serían necesarias, o si por falta de
tiempo y nuestra repentina llegada no pudo hacerlo, persuadido de
que venía detrás el resto del ejército. Lo cierto es que despachó luego
secretamente correos por todo el país, avisando que se salvasen
como pudiesen. Con eso unos se refugiaron en la selva Ardena, otros
entre las lagunas inmediatas, los vecinos al Océano en los islotes que
suelen formar los esteros. Muchos, abandonada su patria, se pusieron
con todas sus cosas en manos de las gentes más extrañas.
Cativulco,119 rey de la mitad del país de los eburones, cómplice de
Ambiórige, agobiado de la vejez, no pudiendo aguantar las fatigas de
la guerra ni de la fuga, abominando de Ambiórige, autor de la
conjura, se atosigó con zumo de tejo, de que hay grande abundancia
en la Galia y en la Germania.
XXXII. Los senos y condrusos,120 descendientes de los
germanos, situados entre los eburones y trevirenses, enviaron
legados a César, suplicándole «que no los contase entre los
enemigos, ni creyese ser igualmente reos todos los germanos,
habitantes de esta parte del Rin; que ni se habían mezclado en esta
guerra, ni favorecido el partido de Ambiórige». César, averiguada la
verdad examinando a los prisioneros, les ordenó que si se acogiesen
a ellos algunos eburones fugitivos se los entregasen. Con esta
condición les dio palabra de no molestarlos. Luego, distribuyendo el
ejército en tres trozos, hizo conducir los equipajes de todas las
legiones a un castillo que tiene por nombre Atuatica, situado casi en
medio de los eburones, donde Titurio y Arunculeyo estuvieron de
invernada. Prefirió César este sitio, así por las demás conveniencias,
como por estar aún en pie las fortificaciones del año antecedente, con
que ahorraba el trabajo a los soldados. Para escolta del bagaje dejó
la legión decimocuarta, una de las tres alistadas últimamente y
traídas de Italia, y por comandante a Quinto Tulio Cicerón con
doscientos caballos a sus órdenes.
XXXIII. En la repartición del ejército da orden a Tito Labieno de
marchar con tres legiones hacia las costas del Océano confinantes
con los menapios. Envía con otras tantas a Cayo Trebonio a talar la
región adyacente de los aduáticos;121 él, con las tres restantes,
determina ir en busca de Ambiórige, que, según le decían, se había
retirado hacia el Sambre122 con algunos caballos, donde se junta este
río con el Mosa al remate de la selva Ardena. Al partir promete volver
dentro de siete días, en que se cumplía el plazo de la paga del trigo
que sabía deberse a la legión que quedaba en el presidio. Encarga a
Labieno y Trebonio que, si buenamente pueden, vuelvan para el
mismo día con ánimo de comenzar otra vez con nuevos bríos la
guerra, conferenciando entre sí primero, y averiguando las
intenciones del enemigo.
XXXIV. Éste, como arriba declaramos, ni andaba unido en
tropas, ni estaba fortificado en plaza ni lugar de defensa, sino que por
todas partes tenía derramadas las gentes. Cada cual se guarecía
donde hallaba esperanza de asilo a la vida, o en la hondonada de un
valle, o en la espesura de un monte, o entre lagunas impracticables.
Estos parajes eran conocidos sólo de los naturales, y era menester
gran cautela, no para resguardar el grueso del ejército (que ningún
peligro podía temerse de hombres despavoridos y dispersos), sino
por respeto a la seguridad de cada soldado, de que pendía en parte la
conservación de todo el ejército; siendo así que por la codicia del
pillaje muchos se alejaban demasiado, y la variedad de los senderos
desconocidos les impedía el marchar juntos. Si quería de una vez
extirpar esta canalla de hombres forajidos, era preciso destacar
varias partidas de tropa desmembrando el ejército; si mantener las
cohortes formadas según la disciplina militar de los romanos, la
situación misma sería la mejor defensa para los bárbaros, no
faltándoles osadía para armar emboscadas y cargar a los nuestros en
viéndolos separados. Como quiera, en tales apuros se tomaban todas
las providencias posibles, mirando siempre más a precaver el daño
propio que a insistir mucho en el ajeno, aunque todos ardían en
deseos de venganza. César despacha correos a las ciudades
comarcanas convidándolas con el cebo del botín al saqueo de los
eburones, queriendo más exponer la vida de los galos en aquellos
jarales que la de sus soldados, y tirando también a que ojeándolos el
gran gentío, no quedase rastro ni memoria de tal casta en pena de su
alevosía. Mucha fue la gente que luego acudió de todas partes a este
ojeo.
XXXV. Tal era el estado de las cosas en los eburones en
vísperas del día séptimo, plazo de la vuelta prometida de César a la
legión que guardaba el bagaje. En esta ocasión se pudo echar de ver
cuánta fuerza tiene la fortuna en los varios accidentes de la guerra.
Deshechos y atemorizados los enemigos, no quedaba ni una partida
que ocasionase el más leve recelo. Vuela entre tanto la fama del
saqueo de los eburones a los germanos del otro lado del Rin, y como
todos, eran convidados a la presa. Los sicambros vecinos al Rin, que
recogieron, según queda dicho, a los tencteros y usipetes fugitivos,
juntan dos mil caballos, y pasando el río en barcas y balsas treinta
millas más abajo del sitio donde estaba el puente cortado y la
guarnición puesta por César, entran por las fronteras de los
eburones: cogen a muchos que huían descarriados, y juntamente
grandes hatos de ganados de que ellos son muy codiciosos. Cebados
en la presa, prosiguen adelante, sin detenerse por lagunas ni por
selvas, como gente criada en guerras y latrocinios. Preguntan a los
cautivos dónde para César. Respondiéndoles que fue muy lejos, y con
él todo su ejército, uno de los cautivos: « ¿Para qué os cansáis, dice,
en correr tras esta ruin y mezquina ganancia, pudiendo haceros
riquísimos a poca costa? En tres horas podéis estar en Atuática,
donde han almacenado los romanos todas sus riquezas. La guarnición
es tan corta, que ni aun a cubrir el muro alcanza; ni hay uno que ose
salir del cercado. » Los germanos que esto supieron, ponen a recaudo
la presa hecha, y vanse derechos al castillo, llevando a su consejero
por guía.
XXXVI. Cicerón, todos los días precedentes, según las órdenes
de César, había contenido con el mayor cuidado a los soldados dentro
de los reales, sin permitir que saliese de la fortaleza ni siquiera un
furriel, pero el día séptimo, desconfiando que César cumpliese su
palabra, por haber oído que se había alejado mucho y no tener la
menor noticia de su vuelta, picado al mismo tiempo de los dichos de
algunos que su tesón calificaban con el nombre de asedio, pues no les
era lícito dar fuera un paso, sin recelo de desgracia alguna, como que
en espacio sólo de tres millas estaban acuarteladas nueve legiones
con un grueso cuerpo de caballería, disipados y casi reducidos a nada
los enemigos, destaca cinco cohortes a forrajear en las mieses
vecinas, entre las cuales y los cuarteles sólo mediaba un collado.
Muchos soldados de otras legiones habían quedado enfermos en los
reales. De éstos al pie de trescientos ya convalecidos son también
enviados con su bandera; tras ellos va, obteniendo el permiso, una
gran cáfila de vivanderos que se hallaban en el campo con su gran
recua de acémilas.
XXXVII. A tal tiempo y coyuntura sobrevienen los germanos a
caballo, y a carrera abierta formados como venían forcejean a romper
por la puerta de socorro en los reales, sin que por la interposición de
las selvas fuesen vistos de nadie hasta que ya estaban encima; tanto,
que los mercaderes, que tenían sus tiendas junto al campo, no
tuvieron lugar de meterse dentro. Sorprendidos los nuestros con la
novedad, se asustan, y a duras penas los centinelas sufren la primera
carga. Los enemigos se abalanzan a todas partes por si pueden hallar
entrada por alguna. Los nuestros, con harto trabajo, defienden las
puertas, que las esquinas bien guarnecidas estacan por situación y
por arte. Corren azorados, preguntándose unos a otros la causa de
aquel tumulto; ni aciertan a donde acudir con las banderas, ni a qué
parte agregarse. Quién dice que los reales han sido tomados; quién
asevera que degollado el ejército con el general, los bárbaros
vencedores se han echado sobre ellos; los más se imaginan nuevos
malos agüeros, representándoseles vivamente la tragedia de Cota y
Titurio123 que allí mismo perecieron. Atónitos todos del espanto, los
bárbaros se confirman en la opinión de que no hay dentro guarnición
de provecho, como había dicho el cautivo, y pugnan por abrir brecha
exhortándose unos a otros a no soltar de las manos dicha tan grande.
XXXVIII. Había quedado enfermo en los reales Publio Sestio
Báculo, ayudante mayor de César, de quien hemos hecho mención en
las batallas anteriores, y hacía ya cinco días que estaba sin comer.
Éste, desesperanzado de su vida y de la de todos, sale desarmado del
pabellón; viendo a los enemigos encima y a los suyos en el último
apuro, arrebata las armas al primero que encuentra, y plántase en la
puerta; síguenle los centuriones del batallón que hacía la guardia, y
juntos sostienen por un rato la pelea. Desfallece Sestio traspasado de
graves heridas, y desmayado, aunque con gran pena, y en brazos le
retiran vivo del combate. A favor de este intermedio los demás
cobran aliento de modo que ya se atreven a dejarse ver en las
barreras y aparentar defensa.
XXXIX. En esto, nuestros soldados, a la vuelta del forrajeo,
oyen la gritería; adelántanse los caballos; reconocen lo grande del
peligro, pero sobrecogidos del terror, no hay para ellos lugar seguro.
Como todavía eran bisoños y sin experiencia en el arte militar,
vuelven los ojos al tribuno y capitanes para ver qué les ordenan.
Ninguno hay tan bravo que no esté sobresaltado con la novedad del
caso.
Los bárbaros, descubriendo a lo lejos estandartes, desisten el
ataque, creyendo a primera vista de retorno las legiones, que por
informe de los cautivos suponían muy distantes, Mas después, visto
el corto número, arremeten por todas partes.
XL. Los vivanderos suben corriendo a un altillo vecino. Echados
luego allí, se dejan caer entre las banderas y pelotones de los
soldados, que ya intimidados, con eso se asustan más. Unos son de
parecer que, pues tan cerca se hallan de los reales, cercados en
forma triangular se arrojen de golpe; que si algunos cayeren, siquiera
los demás podrán salvarse. Otros, que no se mueven de la colina,
resueltos a correr todos una misma suerte. No aprobaban este
partido aquellos soldados viejos que fueron también con su bandera
en compañía de los otros, como se ha dicho, y así, animándose
recíprocamente, capitaneados por Cayo Trebonio, su comandante,
penetran por medio de los enemigos, y todos sin faltar uno, entran en
los reales. Los vivanderos y jinetes, corriendo tras ellos por el camino
abierto, amparados del valor de los soldados, se salvan igualmente.
Al contrario los que se quedaron en el cerro, como bisoños, ni
perseveraron en el propósito de hacerse fuertes en aquel lugar
ventajoso, ni supieron imitar el vigor y actividad que vieron haber
sido tan saludable a los otros, sino que intentando acogerse a los
reales, se metieron en un barranco. Algunos centuriones que del
grado inferior de otras legiones por sus méritos habían sido
promovidos al superior de ésta, por no mancillar el honor antes
ganado en la milicia, murieron peleando valerosamente. Por el
denuedo de éstos arredrados los enemigos, una parte de los soldados
contra toda esperanza llegó sin lesión a los reales; la otra, rodeada
de los bárbaros, pereció.
119
Véase Libro V, c. 24.
120
Los de Condroz y el ducado de Limburgo.
121
Los da Namur.
122
Así ha de ser, atento que hoy el Escalda, como se lee vulgarmente Scaldim, no desagua en el Mosa, y
acaso tampoco antiguamente.
123
Véase libro V, c. 37.
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