jueves, junio 2

cap 13. Conmociones internas. Riqueza y esclavitud. Los Gracos

7. Conmociones internas
Riqueza y esclavitud

Es obvio que Roma se benefició con la conquista del mundo mediterráneo, sobre todo con sus victorias sobre el opulento Este, donde largos siglos de civilización habían acumulado gran riqueza. Los tributos impuestos a Cartago, Macedonia y Siria, el botín arrancado a las provincias y las ganancias derivadas del comercio efectuado en condiciones establecidas por los romanos hicieron que entraran en la ciudad enormes riquezas.
En efecto, en 167 a. C., después de la batalla de Pidna y la derrota final de Macedonia, las autoridades romanas dispusieron de tantas riquezas que liberaron a los ciudadanos de todo impuesto directo. Fueron mantenidos por los pueblos que habían conquistado.
Pero Roma no se convirtió en la mayor potencia del mundo sin pagar un precio por ello. Cien años de guerras habían cambiado completamente a la sociedad romana.
Antes de las Guerras Púnicas, los pequeños agricultores eran la columna vertebral de Roma. Trabajaban sus tierras parte del año y combatían en el ejército el resto del tiempo. Las campañas eran breves y cercanas a su hogar.
Pero un siglo de guerras había causado la muerte de muchos de esos robustos corazones (había menos ciudadanos romanos en 133 a. C. que en 250 a. C.) y había arruinado económicamente a otros. Vastas regiones de Italia habían sido devastadas por Aníbal o por los mismos romanos como castigo por cooperar con los cartagineses.
Además, las campañas se fueron haciendo cada vez más prolongadas y distantes del hogar. Los hombres ya no podían ser soldados y agricultores. Los soldados debían ser profesionales, y las armas su modo de vida.
En cuanto al dinero que afluyó a Roma, aunque benefició en cierta medida a todos los ciudadanos romanos, benefició a algunos mucho más que a otros. Los senadores, los administradores, los funcionarios y los generales se enriquecieron. Aquellos a cuyas manos llegó la riqueza extranjera invirtieron en tierras y compraron las granjas de los pequeños agricultores arruinados por la guerra. Se practicó la agricultura en grandes plantaciones, más que por pequeñas familias, de modo que se profesionalizó tanto como la guerra.
También afluyeron a Italia esclavos de África, Grecia, Asia y España, lo cual contribuyó a empeorar la situación del pequeño agricultor. Se usaron grandes cuadrillas de esclavos para las labores agrícolas, bajo la supervisión de capataces cuya única tarea consistía en hacer trabajar hasta la extenuación a los infortunados que estaban bajo su control. El propietario podía vivir en Roma, lejos de la vista del sufrimiento humano y, por ende, sin sentirse responsable por él. (Este «ausentismo del propietario» siempre estimula el mal trato de los arrendatarios y esclavos.) Los pequeños agricultores que lograban conservar su tierra pese a los estragos de la guerra no podían competir con las cuadrillas de esclavos.
Como resultado de esto eran muchos los que abandonaban en tropel el campo para marcharse a Roma y buscar allí cualquier trabajo. Así surgió en la ciudad una gran clase de proletarios. (Esta palabra proviene de una voz latina que significa «criar hijos», pues para la aristocracia gobernante la única función de los pobres era la de producir hijos que sirvieran en las legiones.)
Dentro de Roma, un ciudadano de Roma tenía cierto poder. Por pobre que fuese podía votar, lo cual significaba que los aristócratas que aspiraban a un cargo elevado tenían que tomarlo en cuenta. Los políticos astutos e inescrupulosos comprendieron cada vez más claramente que esos votos romanos estaban en venta. Buscaban la popularidad pujando unos contra otros, votando asignaciones de alimentos a precios reducidos para los ciudadanos romanos y de tanto en tanto distribuyendo cereales gratuitamente. También montaban juegos y espectáculos de todo género gratuitos. De este modo se sobornaba a la gente para que combatiese en las batallas de un líder contra otro, a menudo contra sus propios intereses.
Esta política, que provocó el enriquecimiento de los políticos y la ruina de Roma, es llamada habitualmente «panem et circenses». A menudo se traduce esta frase por «pan y circo», pero «circo» no significaba para los romanos lo que significa para nosotros. Es la palabra latina para «anillo» y alude al recinto (que, en realidad, era habitualmente ovalado) dentro del cual se realizaban competiciones y espectáculos para entretenimiento del pueblo. Allí se llevaban a cabo carreras de carros, combates de gladiadores y luchas con animales, que hacían de tales espectáculos la versión romana de nuestros espectáculos de variedades (una versión ruda y sangrienta, sin duda). Sería mejor traducir «panem et circenses» por «alimentos y espectáculos».
Mientras el rico se hizo cada vez más rico y el pobre cada vez más pobre, mientras los agricultores libres desaparecían y los esclavos se multiplicaban, Roma no avanzó políticamente. Hasta las guerras cartaginesas se produjo una constante ampliación de la base del gobierno, haciéndolo más democrático. Este proceso terminó después de la invasión de Aníbal.
Ello se debió, entre otras causas, a que, durante el mortal peligro de la Segunda, Guerra Púnica, todo el mundo reconoció la necesidad de un gobierno fuerte. No había tiempo para experimentos políticos. El Senado impuso tal gobierno fuerte; en realidad, nunca gobernó mejor en la historia de Roma que en la época de tensiones de la Segunda Guerra Púnica y después de ella.
Pero a ningún grupo gobernante le resulta fácil ceder el poder voluntariamente. La aristocracia terrateniente que formaba el Senado no tenía la menor intención de modificar una situación que ponía en sus manos las riendas del poder, aun después de que la crisis pasara.
Como resultado de esto se dio una enorme y trágica paradoja, pues a Italia se le robó el reposo.
Una vez expulsado Aníbal de la Península, Roma no tenía por qué temer que ningún ejército extranjero, en un futuro previsible, la pusiera en peligro en su propio terreno. En verdad, durante más de cinco siglos Italia no iba a experimentar la amenaza de un ejército extranjero.
Sin embargo, no iba a haber paz en Italia. La estrecha política del Senado y su decisión de no abandonar el poder condujo a un nuevo y más temible tipo de guerra. Fue la guerra de los esclavos contra los hombres libres, de los pobres contra los ricos, de Roma contra sus aliados y de Roma contra Roma.
El primer indicio de que se iniciaba una nueva época de revolución social apareció en la forma de la más temible de todas las guerras: una insurrección de esclavos.
Los esclavos eran importados en cantidades particularmente grandes a Sicilia, que se había convertido en poco más que una enorme plantación de cereales destinados a proveer de trigo barato al proletariado romano. Los esclavos sicilianos eran tratados aún más brutalmente que los animales, pues eran menos valiosos y más fácilmente reemplazables.
Pero no hacía mucho tiempo que esos esclavos habían sido también hombres libres. Muchos de ellos habían sido ciudadanos respetables cuyo único crimen consistía en haber vivido en un país conquistado, o soldados cuyo único crimen era el haber sido derrotados. Puesto que para ellos la vida era peor que la muerte, sólo necesitaban un líder para rebelarse con loca desesperación.
En 135 a. C., un esclavo sirio llamado Euno pretendió ser de la familia real seléucida y se hizo llamar Antíoco. Probablemente nadie lo tomó en serio, pero eso importaba poco y los esclavos se rebelaron.
En esa rebelión, los esclavos, enloquecidos por el sufrimiento y sabiendo que no podían esperar gracia alguna, se entregaron al saqueo y la matanza. Los amos de los esclavos (que son quienes generalmente escriben los libros de historia) detallan muy cuidadosamente las atrocidades cometidas por los esclavos. Pero la verdad es que cuando los esclavos son aplastados, como lo son casi siempre, reciben castigos que son atrocidades aún peores.
La Primera Guerra Servil (del latín «servus», que significa «esclavo») no fue una excepción. Los esclavos convirtieron a Sicilia en un sangriento y horrible escenario durante varios años. Eran más fuertes en Enna, en el centro mismo de la isla, y en Tauromenium, la moderna Taormina, sobre la costa noreste.
Los romanos tardaron tres años en sofocar la rebelión y al principio sufrieron una serie de humillantes derrotas. Hasta el 132 a. C. Sicilia no fue pacificada, y los esclavos ahogados en su propia sangre.
Pero Roma había pasado un gran susto. Frente a tales horrores, y ante la creciente evidencia de la decadencia económica de Italia, al menos algunos de sus líderes comenzaron a pensar que ya era hora de realizar drásticas reformas.
Los Gracos
Entre quienes sentían la necesidad de una reforma estaban dos hermanos: Tiberio Sempronio Graco y Cayo Sempronio Graco. Por lo común se alude conjuntamente a ellos como los Gracos. Su madre era hija de Escipión el Africano y su nombre era Cornelia. (Era común que las mujeres de familias nobles llevasen la forma femenina del nombre tribal familiar. Publio Cornelio Escipión era de la familia Cornelia, por lo que su hija llevó este nombre.)
El marido de Cornelia, que había sido cónsul dos veces y se había destacado militarmente en España, murió en 151 a. C., cuando Tiberio tenía doce años y Cayo dos. Cornelia se dedicó a la crianza de sus hijos (negándose a contraer un segundo matrimonio, lo cual era muy fuera de lo común por entonces) y les hizo dar la mejor educación griega.
Estaba desmesuradamente orgullosa de ellos. Cuando en una visita una matrona romana le mostró sus joyas y pidió luego ver las de Cornelia, ésta llamó a sus hijos y, poniendo uno a cada lado de ella, respondió: «Estas son mis joyas».
Los Gracos tenían una hermana, Sempronia, quien luego casó con Escipión el Joven.
Tiberio, el mayor de los Gracos, combatió bien en los ejércitos romanos. Estuvo presente en la toma de Cartago, donde se dice que fue el primer romano que se abrió paso por las murallas. También prestó servicio bajo Escipión en España.
Pero Tiberio era mucho más que un soldado, pues su educación griega parece haberle dado una visión del mundo más vasta que la corriente entre los romanos. Estaba horrorizado ante los males sociales que aquejaban a Roma, y la guerra de los esclavos en Sicilia fue la gota que hizo rebosar la copa. Roma debía ser reformada y saneada.
En 134 a. C., a la edad de veintinueve años, se presentó como candidato al cargo de tribuno y fue elegido. Ocupó el cargo a fines de ese año e inmediatamente empezó a propiciar una reforma agraria. Quería reducir las enormes propiedades, dividirlas en granjas de moderado tamaño y distribuirlas entre los pobres. Esto era tanto más razonable cuanto que ya existía una ley que limitaba las dimensiones de las fincas (ley que tenía más de doscientos años). Tiberio proponía que, después de la distribución de la tierra, ésta fuese inalienable, esto es, que no pudiese ser vendida, para impedir la formación de grandes propiedades nuevamente.
Naturalmente, los grandes terratenientes se horrorizaron y se opusieron enconadamente a Tiberio. (Si hubiesen sido tiempos modernos se le habría acusado de ser un comunista.)
Los terratenientes entraron en acción. A fin de cuentas había dos tribunos, y si uno de ellos objetaba una acción gubernamental no podía emprenderse tal acción. El otro tribuno, Marco Octavio, era amigo de Tiberio, pero cuando se le ofreció suficiente dinero descubrió que en verdad no era tan amigo de él. Por consiguiente, cuando Tiberio estuvo a punto de hacer aprobar su ley, con el apoyo de la gran mayoría de los votantes romanos, el otro tribuno ordenó detener el proceso.
Tiberio, alarmado y frustrado, hizo todo lo que pudo para lograr que Octavio se retractara, pero fracasó. Desesperado, logró hacer que Octavio fuese despojado de su cargo por votación. Después de esto la ley fue aprobada y se nombró una comisión encargada de ponerla en práctica.
Pero la destitución de Octavio era ilegal (hablando en términos estrictos) y los senadores enemigos de Tiberio usaron ese hecho contra él. Era un revolucionario, decían, que quería derrocar el gobierno. Además, sus leyes habían sido aprobadas sólo después de haber emprendido una acción ilegal y, por lo tanto, no tenían validez.
Tiberio comprendió que estaba perdiendo amigos como resultado de estos argumentos. Por ello trató de ganar popularidad mediante una propuesta radical. Atalo III de Pérgamo acababa de morir y de dejar su país a Roma. Tiberio propuso inmediatamente que el tesoro de Pérgamo, en vez de ir al Estado, a cuyo frente se hallaba el Senado, como era habitual, fuese distribuido entre la gente común, a la que entonces se ayudaría a establecerse en sus propias granjas.
Esto enfureció aún más a los senadores, y era evidente que Tiberio sólo se hallaría a salvo mientras fuese tribuno (pues estaba estrictamente prohibido atacar a los tribunos). Cuando el término de su mandato llegase a su fin, su vida no valdría nada. Por esta razón, Tiberio se presentó como candidato para ser reelegido. Pero también esto fue considerado ilegal por muchos y se le acusó de intentar proclamarse rey, acusación que siempre despertaba los horribles recuerdos de Tarquino en el romano común.
Cuando llegó el día de la votación, los desórdenes fueron en aumento y se convirtieron en motines. Los enemigos de Tiberio estaban mejor organizados, y Tiberio y sus seguidores fueron muertos. Se negó un entierro honorable al mayor de los Gracos y su cadáver fue arrojado al Tíber.
El jefe de la pandilla que había dado muerte a Tiberio era un miembro de la familia de los Escipiones, primo segundo de Cornelia. Tal fue su impopularidad como resultado del asesinato que el Senado lo envió al exterior para protegerlo. Permaneció en el exilio durante el resto de su vida, sin osar jamás retornar a Roma.
Escipión el Joven estaba en España, completando por entonces la conquista de Numancia. Cuando se enteró de la muerte de su cuñado permaneció impasible. Era un conservador que desaprobaba las ideas de Tiberio y declaró públicamente que éste había merecido la muerte. En 132 a. C., Escipión volvió a Roma, junto con Cayo Graco, quien había servido bajo sus órdenes y cuya ausencia de Roma probablemente impidió que le matasen con su hermano.
La batalla entre los conservadores y los reformistas continuó, desde luego, después de la muerte de Tiberio Graco. Escipión se convirtió en el jefe del grupo conservador. Estaba a punto de pronunciar importantes discursos contra las leyes de reforma agraria cuando murió repentinamente mientras dormía. Los conservadores dijeron que había sido asesinado por los reformistas, pero no había ninguna prueba de ello.
Entre tanto, los reformistas trataron de hacer aprobar una ley por la cual fuese legal la reelección de un tribuno, para que si algún otro de su partido obtuviese el poder no recibiese el trato dado a Tiberio.
Mientras vivió Escipión ese intento fue impedido, pero después de su muerte la ley fue aprobada.
Gradualmente pasó a primer plano el joven Graco. En 123 a. C. se presentó como candidato al tribunado (contra los ruegos de su madre, quien había visto la suerte violenta de uno de sus amados hijos y temía que el otro sufriera el mismo destino) y fue elegido.
De inmediato puso en vigor la ley de reforma agraria de su hermano (aún existente, pero que no había sido puesta en práctica por la influencia de Escipión) y comenzó a aplicarla. Impuso medidas de control de precios a fin de impedir que la distribución de alimentos sirviese para enriquecer a los cargadores y los grandes terratenientes, mientras el pueblo sufría hambre (con el tiempo, esta medida fue la base de la distribución gratuita de alimentos al proletariado romano).
También reformó el sistema de votación en Roma para dar mayor poder al proletariado, y reformó el sistema de impuestos de las provincias y de interpretar la ley, para debilitar el poder del Senado en estos campos. Asimismo, Cayo mejoró los caminos e inició muchas obras públicas. Esto sirvió para dar trabajo a la gente y mejorar su vida.
Además, trató de poner en práctica un sistema de colonización por el cual algunos de los sitios arruinados por Roma —Capua, Tarento, Cartago, etc. — adquirirían nueva vida con colonos romanos. Con esto pretendía llevar a los proletarios fuera de Roma y convertirlos en ciudadanos útiles. Por desgracia, el proletariado prefirió «panem et circenses» en Roma y el plan de colonización fracasó, aunque bien merecía tener éxito.
Como resultado de todo esto, Cayo Graco se hizo popular en sumo grado y fue fácilmente reelegido tribuno. Para su segundo año de mandato, Cayo proyectaba una importante reforma que iba a convertir a todos los hombres libres italianos en ciudadanos romanos. Esta hubiera sido una gran medida que habría dado a Roma más popularidad en todos sus dominios; en Italia, ciertamente, y también en otras partes, ya que hubiese sido evidente que todos los súbditos romanos podían llegar a ser ciudadanos romanos. Desde un punto de vista político inmediato habría dado un número mayor de nuevos votantes ligados por gratitud al partido de la reforma.
Pero en esto Cayo fue en contra de los prejuicios aun de las clases más pobres entre los romanos. ¿Por qué convertir en romanos a una horda de extranjeros? ¿Por qué extender más la distribución de alimentos y la exención de impuestos?
Los conservadores alentaron esta posición egoísta y se aprovecharon de la declinante popularidad de Graco. Lograron que fuera a África a una caza de gansos salvajes relacionada con su plan de colonización, y en su ausencia se realizaron elecciones. Pero no fue reelegido para un tercer término.
Luego los senadores trataron de anular la ley de colonización, como paso preliminar para suprimir otras reformas. Nuevamente hubo disturbios y desórdenes y nuevamente los reformadores hallaron la muerte. En 121 antes de Cristo, Cayo Graco fue muerto, y en los diez años siguientes fueron suprimidas la mayoría de las reformas de los Gracos.
La pobre Cornelia, desaparecidos sus hijos, se retiró a una casa de campo cercana a Nápoles, donde pasó el resto de su vida dedicada a la literatura y perdida para el mundo. A su muerte, la inscripción puesta en su tumba no decía que había sido la hija del gran Escipión, vencedor de Aníbal, sino sencillamente: «Cornelia, madre de los Gracos.»
Con la muerte de los Gracos desaparecieron las esperanzas de reformar a Roma e impulsarla en la dirección similar de algo parecido a nuestra democracia moderna. Los conservadores senatoriales se aferraron desesperadamente al poder y, al hacerlo, prepararon crecientes desastres para ellos mismos.

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