11. El fin de la República
El heredero de César
Muerto César, Bruto se levantó de un salto, blandiendo su puñal manchado de sangre, y gritó a los senadores que él había salvado a Roma de un tirano. En particular apeló a Cicerón para que concluyese la reorganización del gobierno.
Pero la ciudad se hallaba en un estado de parálisis, en el que nadie esperaba más que el horror y la efusión de sangre. Los partidarios de César estaban demasiado aturdidos para emprender una acción inmediata. Hasta Marco Antonio se escabulló para esconderse.
Pero al llegar la noche, la situación empezó a moverse. Había una legión que se hallaba bajo el mando de uno de los leales generales de César, Marco Emilio Lépido, hijo y tocayo del general que había sido derrotado por Pompeyo treinta y tres años antes (véase página 90). Esas tropas fueron llevadas a Roma, de modo que los conspiradores tuvieron que moverse con cautela.
Mientras tanto, Marco Antonio había recobrado la calma lo suficiente como para echar mano a los tesoros que César había reservado para la campaña militar que había planeado, y para persuadir a Calpurnia a que le entregase los documentos de César.
En cuanto a los asesinos, trataron de ganar a Cicerón para su causa, quien decidió unírseles. Luego (teniendo en consideración las tropas de Lépido) negociaron con Marco Antonio, quien también pareció llegar a un acuerdo con ellos. El peligro de guerra civil se había evitado, aparentemente.
Se convino en llegar a un compromiso. El Senado ratificaría todas las acciones de César, de modo que se mantuviesen sus reformas. También se acordó que se consideraría válido el testamento de César, desconocido hasta ese momento. A cambio de esto se asignarían provincias a los principales conspiradores, asignaciones que les daría poder y los llevaría fuera de Roma.
Hechos estos acuerdos no parecía haber razón para no permitir un funeral público a César. Marco Bruto, con la opinión de algunos de los otros conspiradores, pensó que sería una acción peligrosa, que conciliaria y consolaría a los admiradores de César.
En el funeral, Marco Antonio se levantó para pronunciar una oración fúnebre. Relató las grandes hazañas de César y leyó su testamento, por el cual donaba sus jardines para uso del público y en el que cada ciudadano romano recibía un donativo de, quizá, unos 25 dólares en dinero moderno. Este ejemplo de magnanimidad conmovió profundamente al pueblo
Marco Antonio siguió describiendo las heridas que César había recibido como recompensa de toda su grandeza y generosidad, e inmediatamente todo el público clamó venganza contra los conspiradores. Aquellos de los presentes que eran amigos de los conspiradores se sobresaltaron y trataron de ponerse a salvo. Marco Antonio era, por el momento, el amo de Roma.
Una nueva personalidad había llegado a Roma, un joven de diecisiete años llamado Cayo Octavio.
Cayo Octavio era nieto de Julia, la hermana de Julio César, y era, por ende, sobrino nieto del dictador. Había nacido en 63 a. C., el año de la conspiración de Catilina. César no tenía hijos, de modo que Octavio era su heredero natural.
Octavio era un joven enfermizo, y obviamente poco dotado para la guerra. Tampoco su tío abuelo deseaba meterlo en guerra; lo necesitaba vivo como heredero suyo. Por ello, cuando César hizo sus preparativos para la campaña contra los partos, ordenó a Octavio que se trasladase a Apolonia, ciudad situada al sur de Dirraquio, donde pudiera completar sus estudios.
Estaba allí cuando le llegaron las noticias del asesinato de César e inmediatamente partió para Italia. En su testamento, César lo nombraba su heredero, y el testamento había sido ratificado por el Senado. Octavio tenía intención de exigir lo que consideraba suyo, aunque su familia pensó que ello suponía lanzarse a peligrosas aguas políticas y lo instó a que no lo hiciera.
La llegada de Octavio contrarió a Marco Antonio, que se consideraba el heredero real, en términos de poder. No deseaba compartir el poder con un joven enfermizo. Según el testamento de César, éste adoptaba a Octavio como hijo, pero Marco Antonio impidió la ratificación de este punto por el Senado. Pero Octavio adoptó el nombre de Cayo Julio César Octaviano.
Pero Marco Antonio tampoco lo tenía todo a su favor. Muchas de las tropas estaban del lado de Octavio, aunque sólo fuese a causa del nombre de César. Más aún, Cicerón, enemigo jurado de Marco Antonio, se puso de parte de Octavio (a quien esperaba usar para sus propios fines) y pronunció una serie de eficaces y potentes discursos contra Marco Antonio.
Marco Antonio decidió que era hora de ganar popularidad mediante victorias militares. Uno tras otro, los conspiradores habían abandonado Roma para marcharse a sus respectivas provincias. Marco Bruto estaba en Grecia, Casio en Asia Menor, y Décimo Bruto en la Galia Cisalpina. Este era el que se hallaba más cerca de Roma, por lo que Marco Antonio lo eligió como primera víctima. Lépido había sido enviado a España para ocuparse de los restos de los pompeyanos que allí quedaban, pero Marco Antonio confiaba en dar cuenta solo de Décimo Bruto. Obligó al Senado a reasignarle la Galia Cisalpina y marchó hacia el Norte. Así comenzó la Tercera Guerra Civil.
Pero tan pronto como Marco Antonio partió, el Senado fue persuadido por Cicerón y el joven Octavio a declarar a Marco Antonio enemigo público y a enviar un ejército contra él. Este ejército estaba al mando de los dos cónsules, y Octavio era segundo comandante. (Así, Octavio se encontró combatiendo en defensa de Décimo Bruto, asesino de su tío abuelo, y contra Marco Antonio, el más leal adepto de su tío abuelo. Pero esto sólo era un primer paso en los planes de largo alcance de Octavio. Hasta entonces nadie se había percatado de que el heredero de César, aunque no era un general, era un político tan hábil como el mismo César.)
Décimo Bruto se fortificó en Mutina, la moderna Módena, y no pudo ser desalojado de allí. Marco Antonio, con un enemigo dentro de la ciudad y otro fuera de ella, fue derrotado, y en abril del 43 a. C. tuvo que conducir a su ejército en retirada a través de los Alpes, a la Galia Meridional, donde se encontraba entonces Lépido, después de volver de España.
Todo marchó bien para Octavio. No sólo había privado a Marco Antonio de toda oportunidad de ganar gloria militar, sino que además los dos cónsules murieron en la batalla, dejando a Octavio al mando del ejército. Volvió a Roma y, respaldado por sus tropas, no tuvo dificultades para persuadir al Senado a que ratificase su condición de hijo adoptivo de César y se hizo elegir cónsul.
Ahora que tuvo el dominio efectivo de Roma pudo finalmente actuar contra los conspiradores. Obligó al Senado a pronunciarse contra los conspiradores, y en septiembre marchó nuevamente a la Galia Cisalpina, pero esta vez para luchar contra Décimo Bruto. Realizó lo que Marco Antonio no había logrado. Los soldados de Bruto desertaron en grandes cantidades, por lo que el conspirador se vio obligado a huir. Pero fue capturado y ejecutado.
El segundo triunvirato
Entre tanto, Marco Bruto en Grecia y Casio en Asia Menor estaban reuniendo hombres y dinero (Casio fue particularmente brutal en la exacción de dinero a los impotentes provincianos) y estaban adquiriendo gran poder. Si Octavio y Antonio seguían luchando entre sí, ambos perderían.
Por ello, Lépido trabajó para unir al viejo amigo de César y a su heredero. Los tres se encontraron en Bononia, la moderna Bolonia, y convinieron en dividirse los dominios romanos. De este modo se creó el segundo triunvirato, el 27 de noviembre del 43 a. C., con Marco Antonio, Octavio y Lépido.
Al entrar en el acuerdo, Octavio abandonó al Senado, que ahora quedó nuevamente en la impotencia. Cicerón, en particular, que había arriesgado todo en apoyo de Octavio en sus ataques de elocuente orador contra Antonio, comprendió que su muerte era segura.
Antonio, como parte del precio para entrar en el triunvirato, exigió la ejecución de Cicerón, y Octavio aceptó. En verdad, los tres establecieron un sistema de proscripciones, como en tiempos de Sila, casi cuarenta años antes. Muchos individuos acomodados fueron ejecutados y sus propiedades confiscadas.
Cicerón trató de escapar abandonando Italia, pero vientos contrarios llevaron su barco de vuelta a la costa. Antes de que pudiera intentar nuevamente la huida, llegaron los soldados enviados para matarle. Se negó a que sus hombres ofreciesen resistencia, pues habría sido inútil. Enfrentó la muerte solo y con valentía.
Extrañamente, Marco Antonio también señaló para su ejecución al viejo enemigo de Cicerón, Verres (véase página 92). Este aún vivía en un confortable exilio en Massilia. Codicioso hasta el fin, se negó a entregar algunos tesoros artísticos que el igualmente codicioso Marco Antonio deseaba. Verres pagó esto con su inútil vida.
Una vez formado el segundo triunvirato, asentado firmemente su poder en Italia y el partido senatorial acobardado por el terror, era tiempo de enfrentarse con Bruto y Casio. El ejército de los triunviros se dirigió a Italia en su búsqueda. (Octavio cayó enfermo en Dirraquio y tuvo que ser llevado en litera al lugar de la batalla.)
La batalla se libró en Filipos, en Macedonia Oriental, a unos quince kilómetros al norte del mar Egeo. (Filipos había sido desarrollada y fortificada por el rey Filipo de Macedonia, padre de Alejandro Magno, tres siglos antes, y había recibido ese nombre en su honor.)
Los conspiradores habrían hecho bien en esperar, pues Antonio y Octavio estaban mal abastecidos y podían haberse visto obligados a retirarse o haber sido derrotados por hambre. Esta fue la opinión de Casio, pero Bruto no pudo soportar la incertidumbre y quiso dirimir la cuestión rápidamente. En octubre del 42 a. C. se libró una batalla en la que Bruto tuvo considerable éxito contra las fuerzas de Octavio. Pero a Casio no le fue tan bien y se suicidó en una irracional desesperación por una batalla que no fue peor que un empate.
Bruto cayó en una depresión extrema al recibir la noticia, y algunas semanas más tarde forzó una segunda batalla, en la que fue derrotado por fuerzas superiores, y se suicidó a su vez.
Los triunviros ahora dominaban Roma y quizá pensaron que sería mejor para todos separarse. Lépido recibió el Oeste y Antonio el Este, mientras que Octavio permanecía en Roma.
En cierto modo, quizá haya parecido que Antonio obtenía la mejor parte. El Este, pese a su continuo saqueo por los gobernadores romanos y las exigencias de una larga serie de generales romanos, aún podía ser esquilmado un poco más, y Antonio pensó en el botín. A mediados del verano del 41 a. C. llegó a Tarso, situada sobre la costa meridional de Asia Menor, y abordó la cuestión de Egipto, que era aún la nación más rica del mundo mediterráneo.
Egipto parecía apto para el saqueo. Desde que César había puesto a Cleopatra y su hermano menor en la posesión conjunta del trono, Egipto estuvo en calma, sin guerras ni rebeliones . En 44 a. C., cuando su hermano menor cumplió catorce años y exigió una participación activa en los deberes reales, Cleopatra dirimió la cuestión muy sencillamente haciéndolo envenenar. Después de esto gobernó sola.
En los meses siguientes al asesinato, Cleopatra mantuvo una prudente neutralidad, a la espera de ver en qué terminaban las cosas. Pero Antonio pensó que había sido demasiado neutral y que, por no haber apoyado activamente a los triunviros, tendría que pagarlo caro. Por ello, ordenó a la reina de Egipto que acudiese a Tarso.
Cleopatra llegó en la barcaza real con la intención de persuadir a Marco Antonio de la corrección de su actitud, como siete años antes había persuadido a César de lo mismo. Cleopatra tenía entonces veintiocho años y, al parecer, estaba más hermosa que nunca.
Después de pasar algún tiempo juntos, Marco Antonio decidió que ciertamente ella no merecía que se le hiciera pagar tributo. En cambio, decidió devolverle la visita e ir con ella a Alejandría. Allí pasó momentos placenteros, descansando en la encantadora compañía de la reina y olvidando todos los problemas de la guerra y la política.
De vuelta en Italia, Octavio habría deseado poder hacer lo mismo. Pero la esposa de Antonio, Fulvia (que había sido antes esposa de Clodio y era una feroz arpía), estaba particularmente furiosa ante esa situación. Vio claramente que si Octavio permanecía en Roma, sería él quien finalmente gobernaría todos los dominios romanos. Tampoco aprobaba las descansadas vacaciones de que Antonio gozaba en Alejandría con Cleopatra.
Por ello, Fulvia persuadió a Lucio Antonio (hermano de Marco Antonio), que era cónsul ese año, a que reclutase un ejército y marchara contra Octavio. De este modo esperaba debilitar a Octavio y obligar a Antonio a actuar contra él, aunque sólo fuese para proteger a su esposa y a su hermano.
Octavio, con escasas dotes de soldado, confió su ejército a Marco Vipsanio Agripa, hombre de oscura familia que era de la edad de Octavio y había estudiado con él en Apolonia. Agripa empujó a los rebeldes a Perusa y los obligó a rendirse en 40 a. C.
Marco Antonio se movió en apoyo de su familia, pero todo terminó demasiado rápidamente, y cuando Fulvia huyó a Grecia y murió allí casi inmediatamente, realmente fue el fin.
Pero se pensó que era mejor renovar el triunvirato y resolver los problemas que habían surgido. Así, los triunviros se reunieron en el sur de Italia y efectuaron una nueva división de los dominios romanos. Marco Antonio conservó el Este, pero Octavio se quedó con Italia, Galia y España. Lépido, dejado de lado, tuvo que conformarse con África.
Para cimentar la unión se concertó un matrimonio. Así como la encantadora hija de César, Julia, se había casado con Pompeyo para tener a éste en la familia, ahora la encantadora hermana de Octavio, Octavia, fue entregada en matrimonio a Marco Antonio.
Por el momento todo parecía marchar bien. Octavio y Antonio siguieron sus caminos separados.
Pero, al menos para Octavio, continuaron los problemas. Había surgido un nuevo Pompeyo: Sexto Pompeyo, hijo menor del viejo general. Sexto había acompañado a su padre a Egipto después de la batalla de Farsalia y estaba en el barco desde el cual vio asesinar a su padre en la costa. También había estado en la batalla de Munda, después de la cual fue muerto su hermano, mientras que él se salvó ocultándose para aparecer sólo cuando César abandonó España.
Lentamente, Sexto fue ganando adeptos y, durante los desórdenes que siguieron al asesinato de César, reunió barcos y se hizo fuerte en el mar. Fue un pirata de mucho éxito. Se adueñó de Sicilia, lo cual lo situó en una posición fuerte, pues el suministro de alimentos de Roma dependía de los cereales sicilianos. Esto significaba que tenía un lazo puesto alrededor del cuello de Roma, lazo que podía apretar cuando se le antojase. Además, si se enviaban cargamentos de cereales, por ejemplo, de Egipto, los barcos de Sexto Pompeyo podían detenerlos.
El hambre y el descontento obligaron a los tribunos a llegar a algún género de acuerdo con Sexto. Se reunieron con él en Miseno, un promontorio situado al noroeste de la bahía de Nápoles, en el 39 a. C., y se acordó entregarle Sicilia, Cerdeña, Córcega y la parte meridional de Grecia. Eran concesiones importantes, sobre todo para Octavio, pero éste quería ganar tiempo.
En 36 a. C., Octavio reunió con dificultades una flota propia que puso bajo el mando de Agripa. Luego halló un pretexto para iniciar una guerra contra Sexto y envió a la flota de Agripa tras él. Agripa sufrió pérdidas por las tormentas y los combates, pero finalmente acorraló a Sexto cerca del estrecho que se extiende entre Italia y Sicilia. En la batalla que se entabló a continuación, Agripa obtuvo una completa victoria. Sexto huyó y logró llegar a Asia Menor, pero esto no le sirvió de mucho. Allí fue capturado por los soldados de Antonio en 35 a. C. y ejecutado.
Entre tanto, Lépido, en cooperación con Octavio y para combatir a Sexto, había desembarcado tropas en Sicilia. Irritado por la parte insignificante que le había tocado en el triunvirato, pensó que podía conservar Sicilia para sí. Pero sus tropas desertaron para pasarse a Octavio, quien, por consiguiente, libró a Lépido de toda responsabilidad y lo envió a Roma a que llevase una vida tranquila.
En el 36 a. C., pues, Octavio tuvo firmemente en su poder a todo el Occidente. Fulvia había muerto. Sexto Pompeyo había muerto y Lépido se hallaba reducido a la impotencia. Sólo Marco Antonio podía disputarle el predominio, pero no parecía con deseos de disputar nada a nadie.
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