Antonio y Cleopatra
El casamiento de Marco Antonio con Octavia realmente no fue beneficioso, pues, al parecer, Antonio no se interesaba por ella. Tan pronto como le fue posible volvió a Alejandría con Cleopatra, situación que le placía mucho más.
Mientras estuvo lejos de Egipto surgieron considerables problemas con los partos, a causa de las acciones de un traidor romano, Quinto Labieno. Era hijo de un general que había prestado servicios bajo César en la Galia, pero luego se había pasado al bando de Pompeyo y fue muerto en la batalla de Munda. El joven Labieno era un intransigente opositor a César y se incorporó al ejército de Bruto y Casio. Aun después de la batalla de Filipos se negó a someterse y se refugió entre los partos.
Orodes, cuyos ejércitos habían derrotado a Craso, era aún rey de Partia. Se había mantenido al margen de las guerras civiles romanas, muy satisfecho de que Roma se destrozase internamente sin tener que correr ningún riesgo.
Pero Labieno lo persuadió a que aprovechase el sentimiento contrario a los tribunos que, afirmaba, prevalecía en Siria y Asia Menor. Orodes, pues, puso un ejército parto a su disposición y resultó que Labieno no había exagerado. En 40 a. C., los partos, con Labieno al frente, se desplazó al Oeste y en breve ocupó casi toda Siria y Asia Menor. Varias guarniciones romanas se unieron al renegado romano.
Estas derrotas romanas se produjeron en la parte del ámbito romano que correspondía a Marco Antonio, de modo que tuvo que contraatacar. A tal fin, Marco Antonio utilizó a Publio Ventidio Baso. Originariamente, Ventidio había sido un hombre pobre, que vivía del alquiler de mulas y carros. Había llegado a general bajo César, en la Galia. A diferencia del padre de Labierno, permaneció fiel a César en la guerra contra Pompeyo y luego se unió a Marco Antonio después del asesinato de César.
En 39 a. C., Ventidio se trasladó a Asia Menor, y el enemigo se retiró ante él. Libró una batalla en la parte oriental de la península, logró la victoria y obligó a los partos a abandonar sus conquistas.
Al año siguiente, los partos hicieron un nuevo intento, y Ventidio se enfrentó nuevamente con ellos en Siria, derrotándolos aún más rotundamente. Los historiadores antiguos fechaban esta batalla el 9 de junio del 38 a. C., decimoquinto aniversario de la derrota de Craso. Orodes murió el mismo año, como para señalar el ocaso del poder parto. Pero aunque los romanos quizá pensaron que habían vengado a Craso, sólo habían conservado su propio territorio. Partia no pudo anexarse tierras romanas, pero su propio territorio permaneció intacto y siguió estándolo.
En 37 a. C., Marco Antonio volvió al Este, pero no estaba totalmente satisfecho con las victorias de Ventidio. Quería para sí la gloria de ellas. Relevó a Ventidio y lo envió de vuelta a Roma a que disfrutase de un triunfo, y luego se preparó para atacar él mismo a Partia (después de pasar algún tiempo en Alejandría).
La campaña de Antonio, comenzada en 36 a. C., fue un fracaso. No derrotó a los partos. Por el contrario, se vio obligado a retirarse con grandes pérdidas cuando trató de invadir Partia. Todo lo que pudo conseguir fue una victoria al año siguiente sobre los armenios, que eran adversarios mucho más débiles. Volvió a Alejandría con su reputación militar muy disminuida, al tiempo que Octavio llegaba a la cúspide del poder en Occidente.
Octavio pensó que había llegado el momento de aplastar al único rival que le quedaba. Se hizo cada vez más popular en Roma, pues redujo el bandidaje en Italia, restableció la calma y la prosperidad, llevó a cabo programas de edificación en Roma y, en general, demostró ser un gobernante juicioso y prudente. En 38 a. C. se casó con Livia, sagaz matrona romana que lo aconsejó bien durante toda su vida, en favorable contraste con la reina extranjera de Antonio.
Al pueblo romano le pareció que Antonio había descuidado su posición como gobernante romano del Este y se contentaba con pasar su tiempo solazándose con Cleopatra. Llegaban a Roma informes que lo describían usando vestimentas griegas y dedicado solamente a complacer a la reina egipcia. Estaba dispuesto, se decía, a darle toda Roma a ella o todo lo de Roma que pudiera obtener.
Indudablemente, los informes eran exagerados, pero convenían a Octavio. Este obtuvo cartas de Antonio a Cleopatra y su testamento, y los usó como pruebas de que Antonio realmente pretendía cederle Roma. (Quizá fuesen falsificaciones, pues Octavio era suficientemente inescrupuloso como para usar documentos falsos si ello le beneficiaba, pero también pueden haber sido reales, ya que Antonio era tan insensato que podía poner tales cosas por escrito.)
En 32 a. C. Antonio se divorció de Octavia, lo cual hizo pensar que se disponía a convertir a Cleopatra en su esposa legítima. Esto fue el colmo. Octavio había estimulado cuidadosamente el odio y el temor hacia la reina egipcia entre el populacho romano, y ahora hizo que el Senado le declarase la guerra.
Marco Antonio comprendió que la guerra era realmente contra él, y trató de despertar de sus tres años de vacaciones. Reunió barcos, se trasladó a Grecia, estableció su cuartel general en las regiones occidentales de este país y se dispuso a invadir el Epiro, para luego invadir Italia.
Pero la flota de Octavio, conducida por Agripa, también apareció en las aguas occidentales de Grecia. Después de interminables maniobras y preparativos, Cleopatra urgió a Antonio a que presentase una batalla naval.
Los barcos de Antonio eran dos veces más numerosos que los de Octavio y, por añadidura, más grandes. Si Antonio ganaba la batalla naval, señaló Cleopatra, se aseguraría la victoria final, pues su ejército era más numeroso que el de Octavio.
La batalla se dio el 2 de septiembre del 31 a. C., frente a Accio, promontorio de la costa meridional del Epiro, y fue la culminación de lo que podemos llamar la Cuarta Guerra Civil.
Al principio, los barcos de Octavio causaron poca impresión en los barcos más grandes de Antonio, y la batalla pareció ser un inútil enfrentamiento entre la capacidad de maniobra y el poderío. Pero finalmente Agripa maniobró de tal manera que obligó a Antonio a extender su línea, de modo que los barcos de Agripa pudieron deslizarse por los vacíos que se abrieron para dirigirse hacia la flota de sesenta barcos de Cleopatra que se hallaba detrás de la línea.
Según relatos, Cleopatra, presa de pánico, ordenó a sus barcos que zarpasen. Cuando Antonio se dio cuenta de que Cleopatra y sus barcos abandonaban el escenario de la batalla, cometió el acto más insensato de su vida llena de actos insensatos. Subió a un barco pequeño, abandonando a sus barcos y sus leales hombres (quienes aún podían haber obtenido la victoria) y zarpó en pos de la cobarde reina.
Su flota combatió lo mejor que pudo, pero, sin su comandante, cundió el desaliento, y antes de que cayera la noche estaba destruida. Octavio fundó la ciudad de Nicópolis o «ciudad de la victoria», cerca del lugar de la batalla, ciudad que en el futuro iba a convertirse en la capital del Epiro. Luego volvió a Roma para recibir el consabido triunfo.
Mientras tanto, Antonio y Cleopatra huyeron a Alejandría. Sólo les restaba esperar a que Octavio hallase tiempo para acudir a Egipto tras ellos. Esto ocurrió en 30 antes de Cristo.
Octavio apareció por el Este, en dirección de Judea. Antonio trató de resistir, pero fue en vano. El 1 de agosto, Octavio entró en Alejandría y Marco Antonio se suicidó.
Quedaba Cleopatra. Conservaba su belleza y su encanto, y esperaba usarlos con Octavio como los había usado con César y Antonio. Tenía treinta y nueve años por entonces; no era demasiado vieja quizá.
Así, ella solicitó verlo, y hubo una entrevista en la que todo parecía marchar bien. Octavio fue amable, pero obviamente no logró conmoverlo. No era César ni Antonio, y no había nada que lo apartase de sus objetivos. Cleopatra lo comprendió, y se dio cuenta de que si le había hablado suavemente era sólo porque pensaba llevarla a Roma para celebrar su triunfo. Sería obligada a caminar encadenada detrás del carro de Octavio.
Sólo había un modo de escapar a esa suprema humillación. Ella fingió una total sumisión, pero cuando más tarde los mensajeros de Octavio llegaron para ordenarle que los acompañara, la hallaron muerta. Octavio había previsto esta posibilidad y hecho quitar de sus aposentos todo utensilio cortante o capaz de proporcionar la muerte, pero ella de algún modo se las arregló para suicidarse. De este modo arrebató a Octavio el placer de saborear hasta el fin su victoria.
Luego surgió la tradición de que se había hecho picar por una serpiente venenosa (un áspid) que le habían llevado disimuladamente en una cesta de higos, y esto quizá sea el incidente más dramático y conocido de su interesante vida. Pero nadie sabe si es cierto y es muy probable que nadie lo sepa nunca.
En ese año, Egipto fue convertido en provincia romana y fue prácticamente una propiedad personal de Octavio. Así llegaron a su fin el último reino macedónico y el último monarca macedónico, tres siglos después de la muerte de Alejandro Magno.
La paz, por fin
Octavio había llegado a la cúspide. Habían transcurrido justamente cien años desde los intentos de reformas de Tiberio Graco y habían llegado a su fin un siglo de política caótica y cuatro guerras civiles. Grandes nombres habían sonado durante ese siglo: Mario, Sila, Pompeyo, César y Marco Antonio, pero sólo uno permaneció: Octavio.
Ya no hubo enemigos ni oposiciones que temer. En el 30 a. C, Octavio era el amo absoluto de todo el mundo romano. El 11 de enero del 29 a. C. (724 A. U. C.), el templo de Jano fue cerrado por primera vez en doscientos años. Era la paz, por fin.
Pese a toda la turbulencia de ese último siglo, Roma, además de un centro de poder militar, se convirtió en un centro cultural.
El mismo Cicerón había sido el más grande y brillante ejemplo de esa cultura. De su obra sobrevive más que de cualquier otro autor romano, y ha sido más admirada que cualquier otra. Poseemos cincuenta y siete de sus discursos en forma completa, y sabemos de otros ochenta que no han sobrevivido en su totalidad. Esos discursos son amargos y a menudo contienen cosas que hoy consideraríamos de mal gusto, pero no era habitual en aquellos tiempos tratar a los enemigos con lo que hoy llamamos caballerosidad y juego limpio. Su estilo es considerado perfecto; ningún otro autor puede compararse con Cicerón en lo que respecta a fluidez y maestría en el dominio de la lengua latina. Durante dos mil años ha sido considerado como el modelo de todo lo que es admirable en el lenguaje.
Cicerón también escribió sobre retórica y filosofía, no tanto para hacer contribuciones profundas propias como para dar a conocer las obras griegas sobre esos temas a los romanos, y lo hizo maravillosamente. Además, subsisten casi mil de sus cartas, en las que discute francamente los problemas del momento. En verdad, es tan franco (aparentemente porque no pensaba en su publicación) que revela sus propias debilidades: su vanidad, sus ansias de elogios y alabanzas, su timidez, su capacidad para la autocompasión, etc.
Pero en conjunto Cicerón se nos presenta como la figura más atractiva y humana de todos los romanos, honesto y humanitario sin ser presumido, tímido pero capaz de llegar a la valentía en ocasiones.
Después de Cicerón, el más grande prosista del período es César, cuyos comentarios sobre la guerra de las Galias subsisten y son estudiados en las escuelas hasta hoy. La frase inicial —«La Galia se divide en tres partes»— se ha convertido casi en un estribillo. Están escritos con todas las virtudes de un soldado, de modo claro, sencillo y directo, sin ornamentos innecesarios. Por desgracia, no nos han llegado sus discursos, lo cual es de lamentar, pues eran muy admirados en Roma.
Entre los poetas romanos de ese período se destacan dos figuras. Una de ellas es la de Tito Lucrecio Caro, nacido alrededor del 95 a. C. Su fama reposa en su largo poema «De Rerum Natura» («Sobre la Naturaleza de las Cosas»), publicado en 56 a. C. En él Lucrecio describe el Universo según la filosofía del pensador griego Epicuro, que había vivido dos siglos y medio antes. En esta filosofía figuraba la idea de que todo se compone de diminutas partículas invisibles, que los griegos llamaban «átomos». Elaboró una concepción racional, materialista y casi atea del Universo.
De todos los escritos antiguos que conocemos, el poema de Lucrecio es el que más se acerca al punto de vista filosófico de la ciencia moderna. Se perdió y fue olvidado en los siglos posteriores, pero en 1147 se descubrió un manuscrito de él. Poco después de la invención de la imprenta, el poema fue publicado y se editaron muchos ejemplares, por lo que se hizo popular y, sin duda, ejerció una importante influencia sobre el desarrollo del pensamiento que condujo a las concepciones modernas del Universo.
Mucho más ligera, pero mucho más hermosa, era la poesía lírica de Cayo Valerio Cátulo. Sobreviven de sus versos 116 trozos, de los muchos que escribió. Algunos de ellos hoy serían considerados indecentes, pero muchos otros son conmovedores y delicados. Muchos están dirigidos a «Lesbia», de quien se piensa que no es sino Clodia (la hermana del infame Clodio), de la que Cátulo estaba enamorado desesperanzada e inútilmente. Con Cátulo entró en el latín la flexibilidad de la poesía griega
Varios historiadores romanos de nota florecieron también durante este período. Uno de ellos era Gaius Crispus Sallustius, comúnmente conocido en castellano como Salustio. Fue uno de los seguidores de Clodio, y luego de César. Este lo dejó como gobernador de Numidia después de la destrucción del ejército de Catón y fue acusado de enriquecerse por medios ilegales. Nunca se llevó la cuestión a juicio, pero Salustio, que era un hombre pobre antes de su magistratura africana, después fue rico, lo cual es una prueba indirecta bastante convincente de su culpabilidad. Escribió un relato de la conspiración de Catilina y otra historia (quizá bajo la influencia de su estancia en África) sobre la guerra contra Yugurta. Ambas han llegado hasta nosotros. También escribió una historia de Roma, pero de ella sólo quedan fragmentos.
Cornelio Nepote, amigo de Cicerón y Cátulo, escribió una serie de biografías de griegos y romanos destacados.
La larga vida de noventa años de Marco Terencio Varrón transcurrió durante prácticamente todo el período de agitación (de ll6 a 27 a. C). Luchó del lado de Pompeyo, pero se sometió a César y fue perdonado. Escribió prolíficamente; según algunos informes, fue autor de casi 600 volúmenes. Pero sólo dos de sus libros sobreviven. Uno de ellos es una parte de un libro sobre la lengua latina, y el otro, escrito a los ochenta años, es un tratado sobre la agricultura, que es quizá el más importante libro sobre el tema que nos ha llegado de la antigüedad.
Pero no debe suponerse que la cultura sólo puede florecer en épocas de guerra e insurrección. Con el advenimiento de la paz octaviana iba a iniciarse en Roma un nuevo y aún más brillante período de la cultura.
Después de siglos de guerras, toda la región mediterránea iba a tener siglos de paz, el más largo período de paz continua que hubo en el mundo occidental antes o después. Se la iba a llamar la Pax Romana («La Paz Romana»).
Pero se pagó un precio por ella, pues la República Romana, que había progresado durante quinientos años de guerras continuas y que había pasado de ser una aldea atrasada al dominio del mundo, ya no existía. En cambio, la ley fue la palabra de un hombre, Octavio.
En 27 a. C., Octavio recibió el nombre de Augusto, que significa «de buen augurio», una especie de nombre de la buena suerte por el que se le conoce en la historia desde entonces.
Como su tío abuelo, permitió que el mes de su nacimiento recibiera un nuevo nombre en su honor. El mes llamado «Sextilis» en los días de la República ahora fue llamado «Augustus», de donde proviene nuestro «agosto».
Augusto siempre declaró que su intención era «restaurar la República». Nunca asumió el título de rey y mantuvo todas las formas de la República. Pero concentró todos los cargos en su persona y fue el Imperator, que significa «líder». Esta palabra ha dado «emperador» en castellano. Augusto, pues, fue el primero de una larga serie de emperadores romanos, y el ámbito sobre el cual él y sus sucesores gobernaron fue el Imperio Romano.
La historia de este imperio, de sus glorias y sus miserias, de la influencia que ha ejercido sobre la historia humana hasta hoy, la contaré en otro libro.
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