viernes, junio 17

Cap 19. César. La segunda Guerra Civil. Egipto.

10. César
La Segunda Guerra Civil

La destrucción de Craso y su ejército en 53 a. C. dejó solos a Pompeyo y César. Pero César estaba aún en la Galia y tenía que enfrentar a la más seria rebelión gala que se hubiese producido hasta entonces. Pompeyo, por otra parte, estaba en Roma y sacaba provecho de esto.
No hizo nada para tratar de detener la creciente anarquía en las calles, quizá porque esperaba el momento de entrar en escena como dictador. Si fue así, el momento llegó después del asesinato de estilo gángsters de Clodio. Durante los desórdenes que siguieron, el Senado nombró a Pompeyo único cónsul en 52 a. C,
Pompeyo restableció el orden, y el Senado se dispuso a persuadirlo para que fuese su protector contra el temible César. Pompeyo se dejó persuadir fácilmente por entonces. Había tomado nueva esposa, hija de uno de los líderes de los conservadores del Senado, e hizo cónsul a su suegro. Esto lo puso abiertamente del lado del Senado, y la ruptura con César fue definitiva.
El paso siguiente era reducir a César a la impotencia. Si se le podía destituir de su cargo, podía ser enjuiciado por un motivo u otro. (Todo general o gobernador romano podía ser enjuiciado por algo, y habitualmente era culpable de la acusación, cualquiera que ésta fuese.) Pero César veía lo que se preparaba y arregló las cosas para mantener su provincia durante el 49 a. C. y luego ser nombrado cónsul inmediatamente, sin dejar ningún intervalo durante el cual pudiese ser destituido y llevado a juicio.
Pompeyo aprovechó entonces el desastre romano en Partia para destruir a César. La guerra con Partia era obviamente seria, y el Senado decretó en 50 a. C. que cada uno de los comandantes cediese una legión para ser usada en esta guerra, Algún tiempo antes Pompeyo había prestado a César una de las legiones que se hallaban bajo su mando. Ahora pidió a César que se la devolviese como contribución suya a la guerra con los partos y, además, una segunda legión como contribución de César.
Afortunadamente, la Galia ya había sido conquistada y César podía prescindir de dos legiones. Disimulando su resentimiento, entregó las dos legiones. El Senado tomó esto como un signo de debilidad, y Pompeyo le aseguró que, aunque el ejército que se le asignase a él estaba en España, no tenía nada que temer de César. «Sólo tendré que poner mi pie en el suelo —dijo— para que las legiones se alcen en apoyo nuestro.»
Los conservadores, pues, se sintieron alentados a dar el paso final. El 7 de enero de 49 a. C., el Senado decretó que, si César no disolvía totalmente su ejército y entraba en Roma como un ciudadano más (al igual que había hecho Pompeyo antes), sería declarado un proscrito.
Por supuesto, cuando Pompeyo disolvió su ejército, no había en Roma ningún bando enemigo que lo esperara para exiliarlo o, quizá, ejecutarlo. César sabía bien que no podía disolver su ejército. Pero ¿cuál era la alternativa?
Afortunadamente para César, tenía en Roma partidarios fuertes, tanto como enemigos. Uno de sus amigos era Marco Antonio. Había nacido alrededor del 83 a. C. Su padre había muerto cuando él era niño y había sido criado por un padre adoptivo al que Cicerón hizo ejecutar por ser uno de los que intervinieron en la conspiración de Catilina. Como resultado de ello, Marco Antonio alimentó un odio implacable hacía Cicerón. En 54 a. C. se unió a César (con quien estaba emparentado por parte de su madre) en la Galia y se convirtió en uno de sus más leales partidarios. Volvió a Roma en 52 a. C. y en 49 a. C. fue elegido tribuno.
Como tribuno, Marco Antonio emprendió la acción más adecuada para ayudar a César. El y el otro tribuno, que se habían opuesto a la proscripción de César, afirmaron que sus vidas corrían peligro y huyeron al campamento de César en la Galia Cisalpina.
Esto brindó a César la excusa perfecta. Los tribunos apelaban a César para que los protegiera de la muerte a manos de los senadores. César estaba obligado a actuar para proteger a los tribunos, sagrados representantes del pueblo. El Senado podía llamar a esto traición, pero César sabía que la gente común consideraría correcta su acción.
El 10 de enero César tomó una decisión. Esa noche atravesó el río Rubicón, que dividía su provincia de la Galia Cisalpina de Italia, y con esta acción dio comienzo a la Segunda Guerra Civil. (La primera había sido la de Mario y Sila.) Desde entonces se ha usado la frase «atravesar el Rubicón» para significar una acción que obliga a tomar una decisión fundamental. Se dice que mientras atravesaba el río, César murmuró: «la suerte está echada», otra frase que se usa con el mismo sentido.
Era tiempo de que Pompeyo emprendiese una acción enérgica para obtener sus legiones, pero se había estado engañando a sí mismo y al Senado. Ya no era el conquistador del Este y el niño mimado de los romanos. Y no lo era desde hacía mucho tiempo. Su permanencia en Roma una docena de años, durante los cuales fue constantemente eclipsado por César y superado en popularidad por el bello e inescrupuloso Clodio, lo puso fuera de moda.
Cuando César y sus endurecidas legiones se lanzaron hacia el Sur, poco después de sus victorias en la Galia, Pompeyo se encontró con que sus propios soldados desertaban y se unían al encantador César. No le quedó más remedio que retirarse rápidamente, más bien a toda velocidad mientras César lo perseguía.
Pompeyo logró por los pelos atravesar los estrechos en marcha hacia Grecia, y con él la aristocracia de Roma, incluidos los senadores en su mayoría.
Tres meses después de atravesar el Rubicón, César dominaba toda Italia. Necesitaba ahora barrer a los ejércitos pompeyanos de allende los mares. Marchó apresuradamente a España, donde en Ilerda, la actual Lérida, halló a las legiones que estaban bajo el mando del Senado.
Allí César maniobró como un bailarín de ballet, desconcertando a los pompeyanos y finalmente cortándolos de sus suministros de agua. Los dos ejércitos fraternizaron —a fin de cuentas, ¿por qué habían de luchar romanos contra romanos?— y en poquísimo tiempo César consiguió algo mucho mejor que destruir un ejército enemigo. Se hizo de nuevos amigos y dobló sus fuerzas. Mientras volvía rápidamente a Italia, aceptó la rendición de Massilia, situada en la costa meridional de Galia. La Europa Occidental estaba despejada.
En África las cosas no marcharon tan bien. Allí las fuerzas pompeyanas bajo el mando de Juba, rey de Numidia, lograron vencer a los representantes de César (éste no se hallaba allí personalmente).
Pero África podía esperar por el momento. César se hizo elegir cónsul en 48 a. C. y se dispuso a atacar a las fuerzas pompeyanas en su fortaleza de Grecia, donde estaba el mismo Pompeyo. Ignorando que Pompeyo había logrado reunir un gran ejército, y también una flota, César pasó del talón de la bota italiana directamente al puerto de Dirraquio, la moderna Durres, principal puerto de Albania.
Dirraquio se hallaba bajo el control de los pompeyanos, y César le puso sitio. Pero aquí cometió un error. Sea como fuere, apareció la flota de Pompeyo, la ciudad no mostró intención de rendirse y César, viendo que su ejército era rechazado y estaba cortado de su base, comprendió que debía renunciar a esa empresa.
En verdad, si Pompeyo hubiese emprendido una acción firme y atacado más vigorosamente al ejército sitiador de César, podía haber obtenido la victoria inmediatamente. Pero no lo hizo. Era lento, mientras que César era rápido y decidido. César partió rápidamente y se desplazó hacia Grecia.
Nuevamente Pompeyo perdió una oportunidad. Al desaparecer César en Grecia, Pompeyo habría hecho bien en lanzarse como el rayo sobre la misma Italia. Desgraciadamente para él, Pompeyo (y más aún los jóvenes que llenaban su ejército) estaba lleno de odio contra César personalmente. Pompeyo quería enfrentar a César y derrotarlo para mostrar al mundo quién era el gran general.
Por ello, Pompeyo dejó a Catón en Dirraquio con parte del ejército, y él se lanzó a la persecución de César con las fuerzas principales. Lo alcanzó en Farsalia de Tesalia, el 29 de junio de 48 a. C.
El ejército de Pompeyo superaba al de César en más de dos a uno, por lo que Pompeyo confiaba en la victoria. Podía haber rendido a César por hambre, pero deseaba la gloria de una batalla librada y ganada, y el grupo senatorial que estaba con él la deseaba aún más.
Pompeyo contaba en particular con su caballería, formada por valerosos jóvenes aristócratas romanos. Al comienzo de la batalla, la caballería de Pompeyo cargó rodeando el extremo del ejército de César; podía haber causado estragos en la retaguardia y costado la batalla a César. Pero César había previsto esto y colocado algunos hombres escogidos para hacerles frente, con instrucciones de no arrojar sus lanzas, sino de usarlas directamente contra los rostros de los jinetes. Calculó que los aristócratas no correrían el peligro de ser desfigurados, y tenía razón. La caballería fue deshecha.
Además, la endurecida infantería de César atacó a las fuerzas enemigas superiores en número y rompió sus filas. Pompeyo aún no había perdido, pero estaba acostumbrado a victorias sobre enemigos débiles y no estaba preparado para transformar una aparente derrota en una victoria (algo que César había tenido que hacer muchas veces). Pompeyo huyó, el ejército se derrumbó y César obtuvo una completa victoria.
De este modo se decidió quién era el gran general, pero la decisión no era la que había esperado Pompeyo.
Egipto
Con la pérdida de la batalla, las fuerzas de Pompeyo en toda Grecia y Asia Menor se disolvieron, pues los oficiales se apresuraron a pasarse al bando vencedor. Pompeyo, impotente, tuvo que alejarse rápidamente y escapar a alguna región no gobernada por Roma. Sólo cuando estuviese totalmente fuera de territorio romano se sentiría a salvo.
La única región semejante en el Mediterráneo Oriental era Egipto.
Egipto era el último de los reinos macedónicos. En él gobernaba aún el linaje de los Tolomeos, principalmente porque habían sellado una alianza con Roma inmediatamente después de la época de Pirro y la habían mantenido desde entonces. En ningún momento los Tolomeos dieron a Roma motivo para sentirse ofendida.
De 323 a. C. a 221 a. C., los tres primeros Tolomeos, que eran hombres capaces, mantuvieron a Egipto fuerte y bien gobernado. Pero después hubo una serie de gobernantes que eran niños o incapaces o ambas cosas. La tierra siguió siendo rica, pues el río Nilo era una garantía de que habría siempre buenas cosechas, pero el gobierno se debilitó y se hizo ineficaz.
En varias ocasiones, los romanos intervinieron para impedir que parte o todo Egipto cayese en manos de los seléucidas, más capaces, hasta que el mismo Imperio Seléucida se debilitó al punto de que dejó de constituir una amenaza. Más tarde Roma se anexó algunos de los territorios externos de Egipto, como Cirene y la isla de Chipre, pero en 48 a. C. todavía Egipto permanecía esencialmente intacto. Su grande y populosa capital, Alejandría, rivalizaba con Roma en dimensiones y la superaba en cuanto a cultura y ciencia.
Por supuesto, los gobernantes egipcios no eran más que títeres romanos y Pompeyo esperaba recibir buen tratamiento, pues un Tolomeo reciente había recibido particulares favores de él. Era Tolomeo XI, comúnmente llamado Auletes, que significa «tocador de flauta», pues éste parece haber sido su único talento.
Tolomeo Auletes había reclamado el trono desde 80 antes de Cristo, pero necesitaba el respaldo romano. Finalmente logró repartir bastantes sobornos entre un número suficiente de romanos como para recibir el apoyo necesario en 59 a. C. Pero había gastado tanto dinero que tuvo que elevar los impuestos. El populacho, enfurecido, lo expulsó del trono, y en 58 a. C. se encontraba en Roma tratando de que los romanos le repusiesen en el trono.
Por último obtuvo la ayuda de Pompeyo (mediante enormes sobornos a algunos de sus lugartenientes) y fue restaurado en el trono en 55 a. C. Por esta razón, Pompeyo pensó que la casa real egipcia debía estarle agradecida.
Tolomeo Auletes había muerto en 51 a. C., pero estaba en el trono su hijo pequeño con el nombre de Tolomeo XII, y en su testamento Auletes había puesto al joven rey bajo la protección del Senado romano, que luego asignó esa tarea a Pompeyo. El rey niño de Egipto, pues, era el pupilo de Pompeyo y debía recibir con alegría a su custodio, razonaba Pompeyo. Así, Pompeyo zarpó hacia Egipto con la esperanza de reunir allí tropas y dinero y usar a Egipto como base desde la cual recuperar su poder en Roma.
Pero a la sazón Egipto era presa del caos. El joven rey sólo tenía trece años de edad y, por voluntad de su padre, gobernaba junto con su hermana de veintiún años, Cleopatra. Por supuesto, el rey era demasiado joven para gobernar, y un cortesano llamado Potino era la eminencia gris tras el trono.
Potino había reñido con Cleopatra, quien, aunque mujer y joven, fue la más capaz de los Tolomeos tardíos. Con la intención de dominar en Egipto, Cleopatra huyó de la capital y reunió un ejército, de modo que Egipto se hallaba en medio de una guerra civil cuando el barco de Pompeyo apareció frente a Alejandría.
Potino se halló entonces en un aprieto. Necesitaba la ayuda romana contra Cleopatra, pero ¿cómo podía lograr esta ayuda romana con seguridad si no sabía cuál general romano iba a sobrevivir finalmente? Si se negaba a permitir el desembarco a Pompeyo, éste podía hallar refugio en otra parte y volver algún día para hacer una matanza en Egipto por venganza. Por otro lado, si dejaba desembarcar a Pompeyo, César podía seguirle y, si ganaba, efectuar él una matanza en Egipto.
Al taimado Potino se le ocurrió una solución. Envió un bote al barco de Pompeyo. Pompeyo fue saludado con gran alegría y se le pidió que desembarcase; en la costa, los esperaban toda clase de personas. Luego, cuando Pompeyo desembarcó (y mientras su mujer e hijo observaban desde el barco), fue apuñalado y muerto.
Muerto Pompeyo, ya nunca podría vengarse de Egipto. César estaría agradecido por la muerte de su enemigo, de modo que no tendría motivo para vengarse de Egipto. Por lo tanto, razonó Potino, Egipto estaba a salvo.
Mientras tanto, César fue en persecución de Pompeyo. No quería permitirle que aglutinase a nuevos ejércitos para seguir la lucha. Además, necesitaba dinero y Egipto era un excelente lugar donde obtenerlo. Llegó a Alejandría con sólo 4.000 hombres pocos días después de la muerte de Pompeyo.
Los egipcios rápidamente hicieron aparecer la cabeza de Pompeyo para mostrar su lealtad a César y ganar su gratitud. Para su sorpresa, César se conmovió ante la vista de la cabeza de su asociado y yerno de antaño, muerto a traición después de una vida que —hasta su violación del templo de Jerusalén— había estado llena de gloria.
Después de esto, César podía haber reunido algún dinero y haberse marchado, pero Potino pensó que, estando César allí, podía colocar firmemente en el trono a Tolomeo XII y poner fin a la rebelión de su hermana Cleopatra.
César quizá hubiese estado de acuerdo con esto, después de obtener el pago habitual, sin preocuparse de cuál Tolomeo gobernase Egipto.
Pero aquí se interpuso la inteligencia de Cleopatra. Tenía una ventaja que no tenía Potino: era joven y hermosa. Si podía hablar con César estaba segura de persuadirle a que considerase también su versión de la historia. Zarpó de Siria (que era momentáneamente su cuartel general), desembarcó en Alejandría y logró entregar a César una gran alfombra. Potino no vio razón alguna para impedir la entrega, pues no sabía que, envuelta en la alfombra, estaba la misma Cleopatra.
Su anfitrión fue también totalmente correcto. Una vez que César tuvo una franca conversación con ella, decidió que era una bella persona y sería una excelente reina. Por ello ordenó que se respetase el acuerdo original y que Cleopatra y su joven hermano gobernasen conjuntamente.
Esto no le convenía a Potino en modo alguno. Sabía que Egipto no podía ganar una guerra contra Roma, pero podía ganar una guerra contra César. Este sólo había llevado una pequeña fuerza y podía ser arrollado por el gran ejército egipcio. Muerto César, la facción romana contraria a él podía tomar el poder y, sin duda, sólo tendría alabanzas y gratitud para Potino.
Así provocó una rebelión contra César, y por tres meses se mantuvo sólo gracias a su valentía personal y a la habilidad con que manejó a sus escasas tropas. Pero Potino no obtuvo muchos frutos de la guerra alejandrina que había fomentado, pues César se apoderó de él y le hizo ejecutar. En el curso de esta pequeña guerra fue muy dañada la famosa biblioteca de Alejandría.
Por último, César recibió refuerzos y los egipcios fueron derrotados en una batalla. En la huida que esto originó, el joven Tolomeo XII trató de escapar en una barcaza por el Nilo. Pero la barcaza estaba demasiado cargada y se hundió. Este fue su fin.
Ahora, César pudo poner orden a la situación en Egipto. Se había hecho cada vez más amigo de Cleopatra y estaba decidido a mantenerla en el trono. Pero una reina debe tener algún asociado masculino, y por ello César recurrió al hermano menor de Tolomeo XII (y de Cleopatra). Sólo tenía diez años de edad, pero fue hecho rey conjunto con Cleopatra con el nombre de Tolomeo XIII.
Ya era tiempo de terminar con esto, pues nuevos problemas requerían la atención de César en otras partes. En Asia Menor estallaron nuevos desórdenes.
Al norte del mar Negro vivía aún Farnaces, hijo de Mitrídates del Ponto, el viejo enemigo de Roma. Farnaces se había rebelado contra su padre en 63 a. C., causando el suicidio del viejo rey. Luego se había sometido a Pompeyo, quien le permitió conservar el gobierno de las regiones situadas al norte del mar Negro (la moderna península de Crimea).
Farnaces permaneció fiel a Pompeyo en los años siguientes, pero no pudo resistir la tentación de aprovechar la guerra civil para invadir el Ponto, en un intento de recuperar los dominios perdidos de su familia. En el proceso derrotó a un ejército romano comandado por uno de los subalternos de César.
César marchó a Asia Menor en 47 a. C. y halló a Farnaces en Zalá, ciudad de la frontera occidental del Ponto. La batalla fue breve y desigual. Los hombres de Farnaces rompieron filas y huyeron; así terminó todo.
Fue la última boqueada del Ponto, y César envió un breve mensaje a Roma, que indicaba claramente la rapidez de la victoria: «Veni, vidi, vici» («Llegué, vi y vencí»).

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