La Galia
César se estableció en la Galia Meridional y esperó la oportunidad para ganar gloria militar. No tuvo que esperar mucho tiempo. El río Rin separaba a las tribus galas del Oeste de las tribus de habla germánica del Este, y éstas empezaron a agitarse.
Uno de los jefes tribales germanos, Ariovisto, cruzó el Rin en 60 a. C. y conquistó vastas regiones de la Galia. En 58 a. C., la tribu gala de los helvecios decidió no enfrentarse con Ariovisto, abandonar su patria (la Suiza moderna) y migrar hacia las costas atlánticas. Los helvecios pidieron permiso a César para atravesar pacíficamente el territorio romano.
César tomó la postura de no permitir una invasión de casi 400.000 galos salvajes. Mediante rápidas marchas y una audaz táctica derrotó a los helvecios; prácticamente los barrió en una batalla librada cerca de la moderna Autun, a 160 kilómetros al oeste de Suiza. El hombre entregado al lujo y los placeres demostró ser muy capaz de llevar una vida dura y peligrosa, y de manejar a los hombres con gran firmeza y competencia.
Las tribus galas pidieron entonces ayuda a César contra Ariovisto. Esto era exactamente lo que deseaba César. Envió mensajes a Ariovisto en un tono deliberadamente arrogante, obligándolo así a replicar de modo arrogante. Inmediatamente pasaron a intercambiar amenazas. César marchó hacia el Norte y en una batalla librada cerca de la moderna Besangon, a 160 kilómetros al noreste de Autun, derrotó a Ariovisto y lo obligó a atravesar de vuelta el Rin. Desde entonces, César desempeñó el papel de protector y patrón de las tribus de la Galia Central.
César quedó satisfecho con los resultados de su campaña de verano y durante el invierno se retiró a la Galia Cisalpina. Hizo esto todos los inviernos siguientes, mientras duró la Guerra de las Galias, pues de esta manera podía estar al tanto de lo que sucedía en Roma.
Ese retiro anual de la Galia hizo difícil la tarea de la conquista. Por muchas que fuesen las victorias que obtuviese César en el verano (y su desempeño como general siguió siendo brillante), los tenaces galos siempre se rebelaban en una región u otra durante el invierno, cuando César estaba ausente.
En 57 a. C., César combatió en la Galia Septentrional y obligó a someterse a casi toda la región. En 56 a. C., las tribus de lo que es ahora Bretaña, el extremo noroccidental de la Galia, se rebelaron y César las aplastó y vendió al por mayor a sus miembros como esclavos.
En 55 a. C. se produjo una nueva invasión germánica a través del Rin. César fue a su encuentro y sostuvo una conferencia con los germanos en territorio de la actual Bélgica. En un acto de mala fe capturó a los jefes germánicos. Luego atacó a las hordas germánicas, que no estaban preparadas para la batalla, pues tenían la ilusión de que estaba en vigencia una tregua mientras sus jefes conferenciaban con César.
Después de exterminar al ejército germánico tendió un puente sobre el Rin y penetró un poco en Germania. No intentó conquistar esa tierra. Sólo quiso exhibir el poderío romano y mantener en calma a los germanos.
César dio luego un paso aún más osado. Las tribus rebeldes galas habían recibido ayuda de la isla de Gran Bretaña, que está al norte de la Galia (de este modo entra esa isla por primera vez en la corriente de la historia). César pensó que sería útil hacer allí una demostración. A fines del verano del 55 a. C. atravesó el Canal de la Mancha e hizo una breve arremetida en lo que es la actual Kent, en el extremo sudoccidental de Inglaterra. Se produjeron algunas escaramuzas y los romanos se marcharon.
Al año siguiente (después de ver renovado su nombramiento en la Galia por cinco años más), César hizo un intento más serio en esa dirección. Su ejército desembarcó nuevamente en Gran Bretaña y fue enfrentado por las tribus nativas al mando de Casivelauno. César penetró profundamente tierra adentro con cinco legiones, atravesó el río Támesis y derrotó a Casivelauno a unos 30 kilómetros al norte del río. Casivelauno se vio obligado a pagar un tributo anual, y César retornó a la Galia.
En realidad no se logró mucho con esta expedición a Gran Bretaña, excepto la espectacular exhibición del poderío romano más al Norte que nunca antes. Casivelauno nunca pagó el tributo y no volvieron a aparecer soldados romanos durante un siglo.
En 53 a. C., César hizo otra demostración de fuerza del otro lado del Rin y luego, en 52 a. C., las tribus de la Galia Central, cansadas de la dominación romana y de las penurias que suponía ser protegidas por César, se lanzaron de nuevo a una peligrosa revuelta, esta vez conducidas por Vercingetórix. César, cogido de sorpresa en la Galia Cisalpina, tuvo que volver a toda velocidad, deslizándose a través del ejército de Vercingetórix para incorporarse al suyo. Luego, después de combates particularmente duros y de pasar por situaciones de peligro, César logró aplastar esta revuelta final. En 50 a. C., toda la Galia estaba en calma. César la declaró provincia romana, y desde entonces, durante casi quinientos años, iba a ser una de las regiones más valiosas de los dominios romanos.
César se ganó finalmente la gloria militar, pues toda Roma vibró ante sus espectaculares hazañas. Y para asegurarse de que esto fuera así, César escribió un libro, los Comentarios sobre la Guerra de las Galias, en una prosa clara y pulida. Habló de sí mismo en tercera persona y logró transmitir una sensación de objetividad e imparcialidad, pero nadie pudo leer el libro sin experimentar la fuerza del genio de César. Por supuesto, esto era exactamente lo que César deseaba.
Partia
Los ocho años que César pasó en la Galia fueron años agitados también en Roma. Tan pronto como César partió para la Galia, los conservadores del Senado empezaron a hacer progresos. En primer lugar, Catón volvió de Chipre llevando consigo una gran cantidad de dinero que había reunido legalmente y que depositó en el tesoro de la ciudad sin tomar nada para sí. (Era el único romano incapaz de robar, y el populacho lo sabía.)
Catón comenzó inmediatamente a oponerse al triunvirato, y a César en particular. Cuando César, en 55 antes de Cristo, capturó a los jefes germanos y destruyó a sus fuerzas mediante traición, Catón se levantó para denunciarlo tan pronto como las noticias llegaron a Roma. Hasta afirmó que el honor romano no quedaría lavado mientras César no fuera entregado a los germanos. Pero el pueblo romano estaba dispuesto a pasar por alto la traición mientras fuera practicada contra el enemigo.
Además, Clodio había ido demasiado lejos en su persecución de Cicerón. Las desgarradoras cartas de éste desde el exterior despertaron simpatía, y lo mismo el hecho de que Clodio hubiese incendiado la villa de Cicerón y perseguido a su esposa e hijos.
Los amigos de Cicerón en el Senado empezaron a maniobrar para hacer que volviera del exilio. Con ayuda de Pompeyo (que había sido siempre amigo de Cicerón) se lo consiguió, y en 57 a. C. Cicerón volvió a Roma.
Luego el Senado trató de neutralizar el poder de Clodio. Este había ganado gran popularidad entre los pobres supervisando las distribuciones gratuitas de cereales, pero su fuerza principal estaba en su banda de matones, formada por gladiadores.
El Senado combatió al hierro con hierro. Uno de los tribunos que se mostró más activo en conseguir el retorno de Cicerón fue Tito Annio Milo Papiniano, casado con una hija de Sila. Este Milo organizó una banda de gladiadores propia, y desde entonces las continuas luchas de estas pandillas rivales sembraron el terror en Roma. Los ciudadanos comunes eran presas del pánico mientras estos grupos (exactamente como los gángsters modernos) se adueñaban de la ciudad.
Finalmente, en 52 a. C., las dos bandas se enfrentaron inesperadamente, con Milo y Clodio al frente de ellas. En la «batahola» que se produjo, Clodio fue muerto.
Este hecho sumió a Roma prácticamente en la anarquía. Los partidarios de Clodio hervían de rabia. Milo fue llevado a juicio, y Cicerón, naturalmente, lo defendió. La desenfrenada muchedumbre y los soldados hostiles que llenaron el Foro aterrorizaron al pobre Cicerón hasta reducirlo casi a la afonía. Sólo pudo pronunciar entre dientes un débil discurso. Milo fue condenado y enviado al exilio.
Con todo, desaparecido Clodio, la situación mejoró para los conservadores. Hacía tiempo que habían reconocido su error al humillar a Pompeyo a su retorno de Asia y se habían arrepentido de ello. Llegaron a comprender que no había habido ninguna razón para tratar a Pompeyo de esa manera, pues no era el tipo de hombre capaz de imponerse a Roma. De habérsele tenido en amistad con el Senado, podía haber sido usado por los conservadores contra César, quien (como comprendían ahora los senadores) era justamente el tipo de hombre capaz de imponerse a Roma.
Tal vez no fuera demasiado tarde. Pompeyo había estado observando los triunfos de César en la Galia y se había llenado de envidia. A fin de cuentas, se suponía que era Pompeyo el gran general, no César.
César sabía perfectamente bien que sus éxitos despertarían la envidia de Pompeyo, y también de Craso, y que tendría que tratar de apaciguar a sus dos asociados. En 56 a. C., César se encontró con Pompeyo y Craso en Luca, sobre el límite meridional de la Galia Cisalpina.
Se convino que Pompeyo y Craso serían cónsules en 55 a. C. Además, Pompeyo y Craso también obtendrían gloria militar, si lo deseaban. César conservaría la Galia por cinco años más, pero Pompeyo tendría España y Craso podía tener Siria.
Esto le venía bien a Craso. Mientras Pompeyo había ganado mucha gloria en Asia y César la estaba ganando en Galia, Craso sólo tenía en su haber una victoria sobre esclavos. Craso pensó que ahora se le presentaba la ocasión de mostrar lo que realmente podía hacer. Además, el rico y espléndido Oriente era donde más fácilmente podía aumentar su ya enorme riqueza. No había en el acuerdo ninguna estipulación específica por la cual Craso tuviese que librar una guerra, pero estaba perfectamente claro que iba al Este a obtener un triunfo militar.
En cuanto a Pompeyo, el nuevo acuerdo también lo favorecía. No iría a España, donde todo estaba en calma, sino que enviaría allí a lugartenientes. El permanecería en Roma, donde podía estar en el centro de los sucesos. Si algo ocurría a César o a Craso, o a ambos, Pompeyo pensó que ello podía redundar fácilmente en su beneficio.
Mientras estuvo solo en Roma, y los otros dos triunviros fuera, fue un blanco fácil de los intrigantes conservadores. El nuevo acuerdo y su amor por la hija de César mantuvo a Pompeyo leal a éste por un tiempo. Desgraciadamente, Julia murió en 54 a. C., a los treinta años, y con ella desapareció el vínculo más fuerte que unía a los dos triunviros.
Luego, llegaron dramáticas noticias del Este.
Craso había zarpado hacia Oriente sólo después de superar una considerable oposición. El Senado no quería que el tercero de los triunviros se convirtiese también en un héroe militar. Además, muchos de los romanos más supersticiosos pensaban que sería infausto entrar en guerra sin una provocación. A lo largo de toda su historia, los romanos siempre esperaron tener alguna excusa, por trivial que fuese, antes de entrar en guerra, y Craso no iba a esperar tal excusa. Hasta hubo intentos de impedir la partida de Craso por la fuerza, pero fracasaron, y Craso se marchó.
Por la época de la partida de Craso, los romanos ya dominaban todas las partes de Asia de lengua y cultura griegas: Asia Menor y Siria.
Más allá de esas tierras se extendían hacia el Este vastas extensiones que antaño habían pertenecido al Imperio Persa y habían sido conquistadas por Alejandro Magno. Durante un siglo y medio después de la muerte de Alejandro, esas regiones habían permanecido bajo la dominación cada vez más débil del Imperio Seléucida, pero la cultura griega nunca había echado raíces duraderas en ellas.
Por el 250 a. C., las tribus nativas de la región situada al sudeste del mar Caspio se rebelaron contra los seléucidas y crearon un reino que, después de algunos altibajos, logró finalmente dominar el territorio de lo que es el Irán moderno. En 140 a. C. habían conquistado la Mesopotamia (el moderno Irak) de los seléucidas y limitado a Siria a este declinante imperio.
Ese reino oriental —llamado Partia, que es una forma de la palabra «Persia»— se extendió aún más hacia el Este en 130 a. C., hasta abarcar la región que hoy constituye el Afganistán y ampliar sus fronteras hasta la misma India. En el Oeste, Mitrídates del Ponto y Tigranes de Armenia detuvieron la expansión de los partos, pero, con la derrota de estos monarcas por Roma, esa muralla occidental quedó muy debilitada.
Así, Partia se convirtió en una importante potencia y en una amenaza para Roma. En 64 a. C., el monarca parto Fraates II derrotó a Tigranes, que era ahora aliado de Roma. Pero Pompeyo, que por entonces se hallaba en Siria, envió embajadores para arreglar las cosas y salvar al rey armenio.
Después de la muerte de Fraates, dos de sus hijos se disputaron el trono, y uno de ellos, Orodes, acababa de obtener la victoria final y proclamarse rey de los partos cuando llegó Craso. Este intentó aprovechar la confusión resultante de la guerra civil de los partos para conquistar el país. Hay indicios de que hasta pensaba extenderse más aún, hasta la fabulosa India, que estaba más allá de Partia.
En 54 a. C., Craso hizo correrías por Mesopotamia y halló escasa resistencia. Dejó guarniciones en algunos de los lugares principales y retornó a Siria para planear la expedición principal del año siguiente. En la primavera de 53 a. C. dejó siete legiones del otro lado del Eufrates y penetró más de 150 kilómetros tierra adentro desde el Mediterráneo.
Su intención era seguir el curso del río hasta Ctesifonte, la capital parta. Pero Craso fue guiado por un jefe árabe que, al parecer, estaba secretamente al servicio de los partos.
El árabe persuadió a Craso a que atacara más al Este, lejos del río y en regiones desérticas. El ejército parto esperaba cerca de Garres, ciudad cuyo nombre antiguo era Harrán, donde el patriarca bíblico Abraham había vivido algunos años durante su migración de Ur de los Caldeos a Canaán.
El ejército parto tenía una fuerte caballería, particularmente hábil en el uso del arco. Aparecía como el rayo, hacía todo el daño posible y luego daba media vuelta para huir. Y cuando el ejército enemigo se lanzaba en su persecución, cada jinete parto se elevaba en su silla y lanzaba una flecha hacia atrás por encima del hombro. El enemigo, cogido de sorpresa a menudo, quedaba sumido en la confusión por este repentino e inesperado ataque. Por esta razón, la frase «flecha del parto» llegó a significar todo dañino golpe de último momento, de palabra o de hecho.
Craso carecía de la habilidad necesaria para ajustar su estrategia a las exigencias de la situación. Pompeyo quizá la tuviera; César ciertamente la tenía, pero Craso no. Libró la batalla según las estrictas reglas romanas de la guerra, como si estuviese luchando nuevamente contra el ejército de Espartaco de esclavos rebeldes.
El hijo de Craso condujo a la caballería romana en una tentativa de rechazar a los partos, pero fracasó y fue muerto. Un grupo de partos burlones se lanzó hacia el cuerpo principal del ejército romano, pero no para luchar... por el momento. En el extremo de una lanza llevaban la cabeza del hijo de Craso.
Produjo un efecto espeluznante sobre el ejército, aunque Craso dio inesperadas muestras de valentía romana gritando a los soldados: « ¡No os desalentéis! ¡La pérdida es mía, no vuestra! »
Pero era también una pérdida del ejército, pues fue gradualmente destrozado, y cuando Craso trató de negociar una tregua, los partos lo mataron; lo que quedó del ejército tuvo que abrirse camino luchando para volver a Siria.
Se cuenta que llevaron la cabeza de Craso al rey parto, quien ordenó que le volcasen oro fundido en la boca. «Esto es lo que has codiciado toda tu vida —dijo—. Pues cómelo ahora.» (Esto suena a invención de los historiadores romanos con fines moralizantes.)
Los romanos no lo sabían a la sazón, desde luego, pero la derrota de Garres marcó un viraje decisivo en su historia. Hasta entonces, las derrotas romanas, aun las derrotas sufridas ante hombres como Pirro, Aníbal y Mitrídates, siempre habían sido vengadas. Los enemigos de Roma luego fueron derrotados y, en definitiva, sus patrias —Epiro, Cartago y el Ponto— cayeron bajo la dominación romana.
No ocurrió así en el caso de Partía. Los romanos derrotarían a los partos en varias ocasiones, pero nunca conquistarían su país. Partia siguió siendo el límite oriental permanente en el que tuvo que detenerse la expansión romana. Es interesante, por ello, que la batalla de Garres (53 a. C.) haya tenido lugar en el 700 A. U. C., exactamente siete siglos después de la fundación de Roma.
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