9. El triunvirato
La conspiración de Catilina
Mientras Pompeyo estaba en Asia, Craso había estado ascendiendo como líder del partido popular. Tenía como partidario al encantador pero extravagante aristócrata Cayo Julio César, quien había osado resistirse al mismo Sila y no había sido castigado.
César, nacido en 102 a. C., pertenecía a una de las más antiguas y más nobles familias de Roma, por lo que se habría supuesto que estaría firmemente de parte de los conservadores del Senado. Pero había nacido el año de la gran victoria de Mario sobre los bárbaros; su tía se había casado con Mario, y él mismo se había casado con la hija del compañero de Mario, Cinna. Al parecer, César experimentaba un fuerte vínculo emocional con la memoria de Mario, y esto lo llevó al bando del partido popular.
Prudentemente, después de su refriega con Sila, en la que perdió propiedades y posición, aunque salvó la vida, no tentó al destino. Abandonó Italia para incorporarse a los ejércitos romanos que combatían en Asía Menor y no volvió hasta que Sila murió. Entonces, como Cicerón, se hizo famoso como orador ante los tribunales. En verdad, en cuanto a habilidad oratoria, sólo Cicerón lo superó.
En 76 a. C. zarpó hacia la isla de Rodas para estudiar oratoria aún más a fondo con los mejores maestros griegos. En el camino fue capturado por los piratas, quienes pidieron un rescate por él. Pedían algo así como 100.000 dólares en dinero moderno. Mientras amigos y parientes trataban de reunir el dinero, César encantó a sus capturadores (encantaba a todo el mundo). Al parecer, lo pasaban muy bien todos y, en el curso de una conversación amistosa, los piratas preguntaron a César qué haría cuando estuviese libre. César respondió tranquilamente que retornaría con una flota, capturaría y haría ejecutar a quienes ahora pedían rescate por él.
Los piratas se rieron de la broma. Pero cuando llegó el rescate de César y éste estuvo libre, procedió a reunir barcos, volvió, capturó a los piratas y los hizo ejecutar... como había prometido. Con el joven y alegre aristócrata no se jugaba.
Después de una breve estancia en Rodas, César pasó nuevamente a Asia Menor y prestó servicios contra Mitrídates. Luego volvió a Roma y decidió entrar en la política de lleno. Se hizo elegir para diversos cargos, comprando popularidad. Derramó como agua la riqueza que había heredado, para que nadie quedase con las manos vacías; patrocinó enormes juegos para el populacho y encantó a todo el mundo con su dadivoso y alegre modo de vida.
Más aún, hizo suya la causa de Mario, cuya memoria todavía era venerada por muchos entre el pueblo. Sila había hecho quitar la estatua de Mario y los trofeos en su honor que estaban en el Capitolio. Pero en el 68 a. C., cuando murió la tía de César (la viuda de Mario), César hizo audazmente figurar un busto de Mario en la procesión fúnebre. Luego, en 65 a. C., hizo reponer la estatua y los trofeos de Mario en el Capitolio. El Senado estaba horrorizado, pero no se atrevió a actuar por temor al rugido de alegría de la multitud.
Las increíbles extravagancias de César agotaron completamente su fortuna y lo dejaron con deudas de millones de dólares. Esto podía haber acarreado su destrucción, pero no fue así. Craso comprendió la utilidad de un individuo como César: buen orador, lleno de encanto para el pueblo y con una contante necesidad de dinero. Si Craso proporcionaba el dinero, podría contar con el encanto, el ingenio y la popularidad de César para su propio provecho, y César podía seguir siendo extravagante.
El partido popular atrajo a muchas personas que, por una u otra razón, querían socavar la sociedad romana y poner en marcha algún género de revolución. No siempre era por idealismo o por simpatías hacia los pobres y oprimidos. A veces, quienes deseaban un cambio sólo lo deseaban para obtener poder, riqueza o venganza.
Uno de esos revolucionarios egoístas era un noble cargado de deudas, Lucio Sergio Catilina. Como César, pertenecía a una familia aristocrática, y, como César, se había arruinado por extravagancia. Pero, a diferencia de César, carecía de atractivo y del don del éxito.
Las únicas descripciones que tenemos de Catilina son las de sus enemigos e indudablemente son muy exageradas. Pero, aunque sólo una parte de lo que se dice de él fuese verdad, de ello se desprende que era una persona horrible, cruel, viciosa y hasta un asesino. Había sido partidario de Sila y miembro del partido conservador. Pero cuando su situación financiera tocó fondo no vaciló en volverse violentamente contra los conservadores para salir del paso.
Pensó que el único modo en que podría liberarse de sus deudas era hacerse elegir cónsul. Para lograrlo cortejó al partido popular, favoreciendo su programa de división de la tierra entre los que carecían de ella y de saquear las provincias en beneficio de Roma.
Craso lo apoyó, como apoyó a César, pero Catilina no logró el consulado. Empezó a planear la realización de un plan mucho más desesperado: la de asesinar a los cónsules y saquear a la ciudad misma. (Al menos esto era lo que decían sus enemigos.) Es dudoso que Craso y César siguieran apoyando a Catilina en este siniestro plan. Parece improbable que Craso quisiese ver a Roma trastornada y saqueada, cuando él mismo era el más rico cebo posible para el saqueo. Quizá no conocía los planes más extremos de Catilina; o quizá los planes de Catilina no fuesen tan radicales como decían sus enemigos.
Sea como fuere, los conservadores luego afirmaron que Craso y César estaban totalmente comprometidos en la conspiración; y la mayoría de los historiadores parecen creer que así fue.
Contra Catilina se alzó resueltamente el líder de los conservadores del Senado, Marco Porcio Catón, bisnieto y tocayo del viejo Catón el Censor. (Este nuevo Catón es llamado a veces «Catón el Joven» y a veces «Catón de Utica», por el lugar en que murió.)
Catón el Joven era un modelo de rígida virtud. Había prestado servicios en Asia bajo el mando de Lúculo, cuya severa disciplina admiraba mucho. Catón condujo deliberadamente su vida según los principios implícitos en las historias que se contaban sobre los antiguos romanos. Como siempre hacía ostentación de su virtud, fastidiaba a otras personas; como jamás toleraba las debilidades humanas de los demás, los encolerizaba; y como nunca aceptaba compromisos, finalmente era derrotado. (Las generaciones posteriores, que no tuvieron que tratar con él, admiraron mucho su rígida honestidad y su inflexible devoción a sus principios.)
Contra Catilina también estaba Cicerón, que no pertenecía al partido senatorial ni al popular. En general, Cicerón fue un hombre amable, noble y honesto, con elevados principios. Cicerón tenía la honestidad de Catón sin su presunción. Pero no era un hombre fuerte. A menudo permanecía indeciso con respecto al curso de acción que debía seguir en casos particulares, y esta indecisión le hacía parecer a veces un cobarde.
Pero en esta ocasión Cicerón actuó con la mayor decisión de su vida. Se presentó como candidato al consulado para el 63 a. C. contra Catilina, y fue elegido. Como cónsul, Cicerón emprendió rápidamente la acción. Por indiscreción de uno de los conspiradores, Cicerón obtuvo un conocimiento específico de algunos de los planes de la conspiración, que incluían el intento de asesinar al mismo Cicerón. Reunió diligentemente nuevas pruebas. Además, se previno contra una posible insurrección militar. Hizo guarnecer de hombres las murallas de Roma, armó a los ciudadanos y luego convocó a una reunión del Senado.
Catilina tuvo el descaro de aparecer en la reunión, pues a fin de cuentas era senador. Cicerón se levantó y pronunció el discurso más elocuente y eficaz de su vida, exponiendo frente a Catilina todos los planes, las acciones y las intenciones de éste. A medida que hablaba, los senadores que estaban sentados cerca de Catilina se alejaron de él, dejando al conspirador solo y rodeado de asientos vacíos.
Las apasionadas palabras de Cicerón le dieron el triunfo, y Catilina, no osando permanecer en Roma, escapó por la noche para unirse al ejército que estaban reclutando sus asociados. Ahora estaba en abierta rebelión contra Roma, cuyo pueblo fue enfurecido por un segundo elocuente discurso de Cicerón pronunciado en el Foro Romano.
Cicerón luego descubrió pruebas de que los amigos de Catilina dentro de Roma estaban en conversaciones con representantes de las tribus aún no conquistadas de la Galia Central y Septentrional. El plan era, presuntamente, que los galos atacasen las fronteras romanas, mientras Catilina daba el golpe en el corazón de Roma.
Los conspiradores que estaban en la ciudad fueron inmediatamente capturados y se planteó el problema de qué hacer con ellos. Según la ley romana, debían ser juzgados, pero Cicerón los hizo ejecutar de inmediato (fueron «linchados», diríamos hoy). Temía que, en caso de cumplir con la ley, pudiesen escapar mediante sus influencias y por la corrupción.
Craso se mantuvo prudentemente al margen, pues conocía los rumores sobre sus relaciones con la conspiración. César, sobre quien corrían los mismos rumores, fue más audaz. Pronunció un enérgico discurso instando a que los conspiradores fuesen juzgados, no linchados. Tan persuasivo estuvo que por un momento pareció que la ley prevalecería sobre el linchamiento.
Pero entonces se levantó Catón el Joven y habló tan eficazmente que la opinión cambió de nuevo, y los conspiradores fueron ejecutados sin juicio.
Un ejército romano se enfrentó con el de Catilina a 360 kilómetros al norte de Roma y Catilina fue derrotado. Tomó la única decisión que le parecía posible y se suicidó, en 62 a. C.
El fin de la conspiración de Catilina llevó a Cicerón a la cúspide de su carrera política. Durante un momento, breve, fue aclamado como el salvador de Roma o, con las lisonjeras palabras de Catón, como «el padre de la patria».
El gobierno de los tres líderes
Cicerón, que era un hombre vanidoso, probablemente pensó que su vida sería ahora un largo camino lleno de gloria, pero no fue así. En primer lugar, había vuelto Pompeyo, el invencible general que había puesto todo el Este a los pies de Roma, había barrido a los piratas, dado fin a la permanente amenaza de Mitrídates, doblegado a Armenia y borrado a Siria y Judea de un manotazo.
Pompeyo recibió un magnífico triunfo y luego, confiando totalmente en que no se le negaría nada, aunque hubiese disuelto su ejército, pidió al Senado que ratificase todos sus actos en el Este. Pidió que fuesen ratificados en una sola gran votación todos los tratados de paz que había firmado, las provincias que había anexado y los reyes que había creado o quitado. Pidió también que se distribuyesen tierras entre sus soldados. Tenía la completa seguridad de que el Senado respondería con un estruendoso «Sí» a todos sus pedidos.
Pero no fue así. Como Cicerón, Pompeyo descubrió que la gloria del último año no conmovía a los hombres de ese año. Para humillación y sorpresa de Pompeyo, la recompensa por disolver su ejército fue la pérdida de todo poder. Algunos senadores recelaban de él, otros le envidiaban. Catón pidió que cada uno de los actos de Pompeyo fuese discutido separadamente. Lúculo (a quien Pompeyo había reemplazado y cuya dura labor había servido para aumentar los laureles de Pompeyo) fue particularmente enconado. Atacó sin reservas los actos de Pompeyo. Craso sentía envidia hacia Pompeyo, por lo que también el partido popular estuvo contra el general.
Mientras la olla política bullía, César estaba ausente. Inseguro sobre las intenciones de Pompeyo y consciente de que la conspiración de Catilina lo había manchado, se marchó a España antes del retorno del general. En España, César derrotó a algunas tribus rebeldes en los tramos occidentales de la provincia, con lo cual logró dos cosas. Primero, reunió por uno u otro medio riquezas suficientes como para pagar sus deudas con Craso y otros; segundo, empezó a ganar reputación militar.
Cuando retornó a Italia en el 60 a. C. halló una situación favorable para él. Pompeyo, frustrado y colérico, estaba dispuesto casi a cualquier cosa para vengarse de los conservadores del Senado, con tal que alguien le dijera qué tenía que hacer. Y César estaba muy dispuesto a servirle de consejero.
César le propuso unir sus fuerzas: Pompeyo, el gran general, con César, el brillante orador. Sólo necesitaban dinero, y Craso podía proporcionarlo. Había que unirse también con él. Pompeyo y Craso estaban en malos términos, sin duda, pero César estaba seguro de que podía arreglar eso, y lo hizo.
Por tanto, los tres acordaron actuar conjuntamente en beneficio unos de otros. Así se formó el Primer Triunvirato (palabra proveniente de una frase latina que significa «tres hombres»).
César tenía razón. Con el dinero de Craso, la reputación militar de Pompeyo y la capacidad política de César, los tres hombres dominaron Roma. Cicerón, pese a su momento de gloria en la lucha contra Catilina, fue olvidado, mientras que Catón y su grupo conservador se hallaron impotentes.
César fue fácilmente elegido cónsul para el 59 a. C., y como cónsul defendió lealmente los intereses de los otros miembros del triunvirato. El otro cónsul era un conservador y trató de poner obstáculos, pero César (como había predicho antaño Sila) era un hombre más decidido y menos fácil de confundir que Mario. Sencillamente expulsó al otro cónsul del Foro y lo obligó a permanecer prisionero en su propia casa. Luego desempeñó su mandato como prácticamente único cónsul. Hizo que todos los actos de Pompeyo en el Este fuesen ratificados y tomó medidas para que los soldados de Pompeyo recibiesen lotes de tierras en Italia.
El único hombre con valentía suficiente para resistir a César, pese a todas las amenazas de prisión o muerte, fue Catón. Por ello, César lo hizo nombrar gobernador de la distante isla de Cirena, y tuvo que marcharse.
Cicerón, que era otro oponente, era menos valiente que Catón. Podía ser intimidado, y para tal fin César lanzó contra el gran orador a un hombre depravado.
Se trataba de Publio Clodio, un aristócrata completamente inescrupuloso, engreído, autoritario y desenfrenado. Constantemente provocaba trastornos que habitualmente redundaban en su propio perjuicio. Había prestado servicio bajo Lúculo (su cuñado) en Asia Menor, pero no ganó reputación militar.
Primero atrajo mucho la atención en 62 a. C., cuando, en una broma insensata, se entrometió en ciertos ritos religiosos que se llevaban a cabo en casa de César. En ellos sólo podían participar mujeres, pero Clodio se disfrazó de mujer y quiso intervenir en los ritos, pero fue descubierto por la madre de César y llevado a juicio por sacrilegio. Fue absuelto gracias a los pródigos sobornos que distribuyó.
Corrían rumores de que había podido efectuar su broma de mal gusto porque se entendía con la segunda mujer de César, Pompeya. (Después de todo, Clodio era un villano de hermosa apariencia, hasta el punto de que recibió el apodo de «Pulcher», o sea «guapo».) César declaró a su mujer inocente, pero se divorció de ella de todos modos, pues la mera sospecha era intolerable para César. Se le atribuyen las palabras de que «la mujer de César debe estar por encima de toda sospecha», que se han hecho famosas como expresión de una extrema exigencia de rígida virtud.
Durante el juicio de Clodio, Cicerón actuó firmemente en nombre de la acusación. Su amargo sarcasmo contra Clodio despertó el implacable odio de éste.
En 59 a. C., Clodio se había hecho adoptar por una familia plebeya para poder aspirar al cargo de tribuno. Clodio fue elegido, en efecto, y para desacreditar a Cicerón planteó la cuestión del linchamiento de los conspiradores de Catilina de cinco años antes. Al ejecutarlos sin juicio, sostuvo, Cicerón había violado la ley y debía a su vez ser ejecutado. Cicerón respondió que la ciudad había estado en peligro y que, lejos de ser condenado, debía ser elogiado por su rápida acción.
Si Cicerón hubiese sido tan audaz como César podía haber triunfado, pero le faltó coraje. Clodio tenía a su servicio a una pandilla de matones a quienes pagó para que hostigasen al pobre Cicerón. Este no podía ir de su casa a la cámara del Senado sin que sus sirvientes fuesen atacados, corriendo peligro de muerte.
Cicerón cedió. Se marchó al Epiro en un exilio voluntario, triste y deprimido. En su ausencia, Clodio hizo confiscar sus propiedades.
Así logró César manejar a todos los hombres poderosos de Roma. Dos de ellos, Pompeyo y Craso, estaban firmemente ligados a él. Otros dos, Catón y Cicerón, habían sido alejados. Ahora podía dar el paso siguiente, que era ganar gloria militar. Conseguido esto, podría gobernar solo.
A tal fin puso su mira en la Galia. La Galia Meridional era una provincia romana, pero al Norte había vastas extensiones de territorios no conquistados que, pensó, él lograría dominar.
Otros quizá habrían pensado que era demasiado optimista al respecto. Era un hombre de edad mediana por entonces, de cuarenta y cuatro años. Hasta ese momento había tenido poca experiencia en batallas: alguna acción librada en Asia Menor y un poco más en España, pero no mucho más. Había llevado una vida de comodidades y lujo que no proporcionaba el temple necesario para combatir en las salvajes regiones bárbaras de la Galia Septentrional.
Pero César era un hombre notable, y él lo sabía bien. Pensó que podía lograr cualquier cosa que se propusiera, y ciertamente la historia de su vida parece demostrar que era así.
En 58 a. C. se hizo asignar las provincias de la Galia Cisalpina y Transalpina por el período sin precedentes de cinco años. Antes de marcharse quiso asegurarse de que en su ausencia Pompeyo no se volvería enemigo suyo. Para ello arregló el casamiento de su encantadora hija Julia con Pompeyo. El mismo César se casó, por tercera vez, con Calpurnia, hija de uno de los amigos de Pompeyo.
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