Como he conseguido este libro tan impresionante, donde además vienen muchas fotografías de restos arqueológicos, pues me he hecho esta pregunta.
Lo primero, es que no se le puede considerar un diseño ibérico. Su origen más lógico sería griego.
Aquí podemos ver una muestra de armas griegas. La segunda es igual a la falcata.
1
sobre todo por que los griegos, tan orgullosos como pueblo, no parece que estuviesen muy predispuestos a utilizar armas de pueblois BARBAROS (recordemos que barbaro significaba extranjero)
2
Pero también se han encontrado espadas de origen estrusco...
Por lo tanto, es la FALCATA una evolución mejorada de espadas más antiguas.... SEGURO...
3
Aqui podemos ver los restos de espadas curvadas que se han encontrado. Las dos últimas son falcatas ibéricas.
4
Volvamos a la pregunta inicial. ¿Llevaban falcatas los soldados cantabros?.
Primero es interesante pensar como lucharía un cantabro.
Guerra de guerrillas... todos de acuerdo, y luego pensemos que la falcata es un arma pesada, y por lo tanto que necesita mucho espacio para moverse, y sobre todo un escudo para protegerse, ¿llevarían un arma tan lenta los cantabros en sus emboscadas?.... NO
Lo normal es que llevasen objetos arrojadizos, y nuNca buscasen la lucha cuerpo a cuerpo...
En artículos que he leído por ahí, se considera la falcata un arma muy cara y personal... el guerrero cuando moría era enterrado con ella y esta se inutilizaba...
Esto no parece muy acorde con la necesidad para la guerra, donde cualquier arma es necesaria.
También dice que aunque se utiliza para pinchar, su principal uso es como arma de corte, siendo el movimiento habitual de corte hacia abajo, en el cuál la forma del arma hacía considerables destrozos en los escudos enemigos...
Otra reflexión, es que si era un arma tan terrible. por que no la adoptaron los romanos.... La respuesta es que el gladius era mucho más útil para el tipo de guerra de los romanos... Se utilizaba para pinchar.
Hay algunos restos que indican, que los cantabros también tenían infantería pesada )vease la estela de zurita, con esos enormes escudos).
Puede que este tipo de combatientes si usasen la espada ibérica, pero lo más normal, es que como sus vecinos los celtíberos, prefiriesen la gladius hispaniensis y como arma pesada utilizasen el hacha bipenne...
vemos la gladius hispanienses.
Los pueblos Cantabros, eran pueblos guerreros, que vivían de la guerra, por lo que su uniforme variaría mucho ya que el que pudiera permitirselo mejoraría su equipo...
(es como si pudiendo llevar un chaleco antibalas, no lo llevase por que soy así de chulo)
lunes, octubre 31
PETER CONNOLLY
Acabo de conseguir por el emule... (tanto lo critican, pero eres un verdadero transmisor de conocimiento), este libro:
PORTADA DEL LIBRO
Es una maravilla, y deja a Osprey un poco mal. Todo el que pueda conseguirlo, adelante. Pero el único problema es que esta versión está en inglés.Más de 300 páginas de información.
una de las ilustarciones que aparecen en este maravilloso documento.
ILUSTRACI�N
no solo por los romanos, si no tb por los griegos.
Obviamente, iremos colgando cosas por que es un libro con tanta información, que merece la pena.
Su autor es Peter connolly, y transcribimos un comentario sobre el en la página celtiberia.
celtiberia
PETER CONNOLLY. IMAGINANDO LA HISTORIA
Hemos tenido que esperar casi hasta finales del siglo XX para ver a un ilustrador que hiciera realidad en imágenes fidedignas una parte de la Historia de Grecia y Roma. Me imagino las dificultades que tendrían los historiadores del pasado hasta los decimonónicos, e incluso parte de los actuales, que sin contar con fotografías ni datos completos sobre un tema puntual a veces cometían errores de interpretación o contando con láminas y dibujos poco fiables, y más al gusto de la época que les tocó vivir.
No en vano Peter Connolly es un historiador ex militar británico que desde los años 70 nos ha venido recreando con representaciones de lo que debía ser el Mundo Antiguo, tanto desde un punto de vista militar como civil y destacando como pocos por su minuciosidad, perfeccionismo y veracidad. Ha tenido otros seguidores desde entonces, muchos de los cuales ilustran las revistas Osprey, pero él fue el primero y tal vez el mejor.
Basándose en los bocetos de Adolf Schulten de su obra Numantia (en 4 volúmenes), nos reprodujo visualmente los barracones de Quinto Fulvio Nobilior en el Atalayón de Numancia, el esquema de un campamento polibiano o la toma de Alesia o Jerusalén; infinidad de descripciones de armas antiguas o de puertas, cerrojos e infinidad de detalles de la vida cotidiana en una ciudad de aquellos tiempos. Sus libros, lejos de ser sesudos tratados del Mundo Antiguo son más bien manuales divulgativos, quizás para los más profesionales incluso elementales, pero que sin duda ayudan a imaginarse las cosas como realmente eran, yo los he visto en despachos de catedráticos y conservadores de museos y como aficionado al estudio de la Historia y la Arqueología también los tengo.
ha seguir investigando y aumentando nuestro conocimiento.
Alguien dijo por ahí, que cuanto más estudiamos o leemos sobre Roma, más conscientes somos de nuestra ignoracia.
PORTADA DEL LIBRO
Es una maravilla, y deja a Osprey un poco mal. Todo el que pueda conseguirlo, adelante. Pero el único problema es que esta versión está en inglés.Más de 300 páginas de información.
una de las ilustarciones que aparecen en este maravilloso documento.
ILUSTRACI�N
no solo por los romanos, si no tb por los griegos.
Obviamente, iremos colgando cosas por que es un libro con tanta información, que merece la pena.
Su autor es Peter connolly, y transcribimos un comentario sobre el en la página celtiberia.
celtiberia
PETER CONNOLLY. IMAGINANDO LA HISTORIA
Hemos tenido que esperar casi hasta finales del siglo XX para ver a un ilustrador que hiciera realidad en imágenes fidedignas una parte de la Historia de Grecia y Roma. Me imagino las dificultades que tendrían los historiadores del pasado hasta los decimonónicos, e incluso parte de los actuales, que sin contar con fotografías ni datos completos sobre un tema puntual a veces cometían errores de interpretación o contando con láminas y dibujos poco fiables, y más al gusto de la época que les tocó vivir.
No en vano Peter Connolly es un historiador ex militar británico que desde los años 70 nos ha venido recreando con representaciones de lo que debía ser el Mundo Antiguo, tanto desde un punto de vista militar como civil y destacando como pocos por su minuciosidad, perfeccionismo y veracidad. Ha tenido otros seguidores desde entonces, muchos de los cuales ilustran las revistas Osprey, pero él fue el primero y tal vez el mejor.
Basándose en los bocetos de Adolf Schulten de su obra Numantia (en 4 volúmenes), nos reprodujo visualmente los barracones de Quinto Fulvio Nobilior en el Atalayón de Numancia, el esquema de un campamento polibiano o la toma de Alesia o Jerusalén; infinidad de descripciones de armas antiguas o de puertas, cerrojos e infinidad de detalles de la vida cotidiana en una ciudad de aquellos tiempos. Sus libros, lejos de ser sesudos tratados del Mundo Antiguo son más bien manuales divulgativos, quizás para los más profesionales incluso elementales, pero que sin duda ayudan a imaginarse las cosas como realmente eran, yo los he visto en despachos de catedráticos y conservadores de museos y como aficionado al estudio de la Historia y la Arqueología también los tengo.
ha seguir investigando y aumentando nuestro conocimiento.
Alguien dijo por ahí, que cuanto más estudiamos o leemos sobre Roma, más conscientes somos de nuestra ignoracia.
CAMBIO EN LA PRESIDENCIA DE LA AGUECAN
Ya se ha hecho oficial la renuncia del presidente de la AGUECAN Juan Miguel Villamuera, después de casi 6 años en el puesto.
Es una renuncia lógica, por que después de tantos años, poco a poco el cansancio se va acumulando y las responsabilidades la verdad es que han sido muchas.
Este año ya se vió un reparto de las tareas en diferentes comisiones, algunas que han funcionado muy bien y otras que no tanto.
A partir de ahora se abre un período electoral entre las personas que se quieran presentar al puesto de presidente.
Yo al menos espero, que haya un sucesor , preparado por el propio Juan Miguel para seguir con su trabajo (al igual que hacían los emperadores romanos), por que dejar que esto funcione como un proceso democrático de manera espontánea, es un poco utópico.
Sobre todo, por que yo pienso que no se va a presentar nadie fuera de la gente que está ahora en la junta directiva. ( y si hay dos candidaturas, será milagroso).
También quiero decir, que hay mucha gente que no está de acuerdo en como se hacen las cosas. Este es buen momento para involucrarse y sacar esas ideas que se tienen para mejorar un pco más las fiestas.
Desde está página, apoyamos una línea mucho más realista y reconstruccionista del evento... (sin olvidar la fiesta)... y sobre todo muy divulgativa y temática...
parte 21. Antonino Pío
Antonino Pío
Adriano, como Nerva y Trajano, no tuvo hijos, pero cuidó de elegir un sucesor antes de su muerte. Su primera elección no parece haber sido muy buena, pero afortunadamente el sucesor elegido murió antes que Adriano, y hubo tiempo para una segunda elección.
Esa segunda elección fue afortunada. Adriano eligió a Antonino (Titus Aurelius Fulvus Boionus Arrius Antoninus), quien había prestado buenos servicios en varios cargos oficiales, entre ellos, el consulado, en 120, y durante un tiempo se había desempeñado eficazmente como gobernador provincial en Asia. Pero ya tenía cincuenta y dos años en el momento de su elección, por lo que Adriano dispuso que también Antonino tuviese un sucesor. Dos hombres fueron elegidos como «sucesores-nietos», uno de los cuales era el sobrino de la esposa de Antonino, un joven muy prometedor.
Adriano murió en 138 (891 A. U. C.) y Antonino le sucedió sin problemas. Fue quizás el más bondadoso y humanitario de todos los emperadores romanos. Mantuvo todas las actitudes paternalistas de los anteriores emperadores. Extendió e intensificó la política de «suavidad» con los cristianos. Por entonces, la diferencia entre judaísmo y cristianismo ya era clara entre los romanos paganos, como lo era el hecho de que esas religiones hermanas eran cada vez más hostiles una frente a otra. Puesto que en tiempos de Adriano los judíos estaban en rebelión contra Roma, automáticamente los cristianos fueron considerados con ojos más favorables, según la vieja idea de que «el enemigo de mi enemigo es mi amigo».
El cristianismo estaba más interesado que el judaísmo en hacer prosélitos y tuvo mucho más éxito en ello. Se difundió muy rápidamente entre las mujeres, los esclavos y las clases más pobres en general. Estos tenían poco que esperar en esta vida, aun con el Imperio en paz y bajo un gobierno estable. La concentración de los cristianos en las bendiciones del otro mundo, para el que la vida en la Tierra sólo servía como período de ensayo temporal, para someter a prueba los merecimientos de cada uno para la existencia real, aportaba a esos individuos un profundo consuelo.
Pero durante largo tiempo el cristianismo fue una religión urbana. La población agrícola, aislada de la nueva corriente de pensamiento y siempre conservadora y aferrada a sus viejas costumbres, mantuvo éstas. De hecho, la misma palabra «pagano», usada para identificar a quien no era cristiano ni judío, sino que adhería a alguna religión nativa, deriva de una palabra latina que significa «campesino», uno que vive en un «pagus» o aldea. Del mismo modo, la palabra inglesa «heathen» [pagano] designó a uno que vive en un «heath» [brezal], es decir, en algún remoto distrito rústico.
Pero no debemos pensar que el cristianismo fue sólo una religión de proletariado urbano. También se difundió en cierta medida entre la gente culta. Hasta algunos filósofos se convirtieron al cristianismo, como Justino (comúnmente llamado Justino Mártir por haber muerto en el martirio). Nació alrededor del 100 en lo que había sido Judea. Si bien era hijo de padres paganos y había recibido una educación totalmente griega, no pudo por menos de familiarizarse con las escrituras sagradas de los judíos y con la historia de la muerte y resurrección de Jesús. Se convirtió al cristianismo sin abandonar su filosofía. En verdad, usó su capacidad filosófica para argüir en defensa de la verdad del cristianismo y, así, se convirtió en un importante «apologista» (uno que habla en defensa de una causa) cristiano.
Se enzarzó en un debate de folletos con un judío eminente y abrió una escuela en Roma donde enseñaba la doctrina cristiana. Se supone que sus escritos llegaron a Adriano y Antonino, quienes quedaron tan impresionados por ellos que practicaron una política de tolerancia con el cristianismo, tolerancia que Antonino extendió a los judíos, pese a su reciente rebelión.
Aunque Antonino era de mediana edad en el momento de subir al trono, reinó durante veintitrés años, hasta la edad de setenta y cinco años. Su reinado fue de una paz total; fue la culminación de la Pax Romana, y tan pocos sucesos tuvieron lugar en dicho reinado que casi se carece de noticias históricas concernientes a él. (Son los desastres, las guerras, plagas, insurrecciones y catástrofes naturales las que aparecen en grandes titulares y llenan las páginas de los libros de historia.)
Antonino no compartía el placer de Adriano por los viajes. Reconoció el hecho de que, si bien Adriano se hizo popular en las provincias al aparecer en ellas, sus visitas eran una sangría para los tesoros provinciales. Además, disgustaban a la misma Roma, que quedaba sin su emperador durante largos períodos. La ausencia imperial parecía una afrenta a la dominación italiana sobre el Imperio. En verdad, después de la muerte de Adriano, el Senado, en una petulante exhibición de vanidad italiana, se resistió a otorgar al emperador muerto los habituales honores divinos. Antonino tuvo que hacer una vigorosa intervención personal antes de que el Senado accediese a ello. Esto fue considerado como una actitud filial y piadosa por parte de Antonino hacia su padre adoptivo, por lo que se lo llamó Antonino Pío, el nombre por el que es más conocido en la historia.
Casi los únicos problemas fronterizos que hubo en su reinado se localizaron en Britania. Las tribus hostiles al norte de la muralla de Adriano hicieron incursiones al sur de ella, pero el gobernador romano las rechazó. Para mantenerlas a raya, construyó otra muralla a través del estrechamiento de lo que es ahora Escocia, desde el estuario de Forth hasta el de Clyde. Se la llamó la «Muralla de Antonino». Sirvió como segundo rompeolas contra los bárbaros.
Antonino murió en 161 (914 A.U.C.), tan pacíficamente como había vivido. En su último día, cuando el capitán de la guardia del palacio llegó para recibir la contraseña del día, Antonino respondió «Ecuanimidad», y murió.
Adriano, como Nerva y Trajano, no tuvo hijos, pero cuidó de elegir un sucesor antes de su muerte. Su primera elección no parece haber sido muy buena, pero afortunadamente el sucesor elegido murió antes que Adriano, y hubo tiempo para una segunda elección.
Esa segunda elección fue afortunada. Adriano eligió a Antonino (Titus Aurelius Fulvus Boionus Arrius Antoninus), quien había prestado buenos servicios en varios cargos oficiales, entre ellos, el consulado, en 120, y durante un tiempo se había desempeñado eficazmente como gobernador provincial en Asia. Pero ya tenía cincuenta y dos años en el momento de su elección, por lo que Adriano dispuso que también Antonino tuviese un sucesor. Dos hombres fueron elegidos como «sucesores-nietos», uno de los cuales era el sobrino de la esposa de Antonino, un joven muy prometedor.
Adriano murió en 138 (891 A. U. C.) y Antonino le sucedió sin problemas. Fue quizás el más bondadoso y humanitario de todos los emperadores romanos. Mantuvo todas las actitudes paternalistas de los anteriores emperadores. Extendió e intensificó la política de «suavidad» con los cristianos. Por entonces, la diferencia entre judaísmo y cristianismo ya era clara entre los romanos paganos, como lo era el hecho de que esas religiones hermanas eran cada vez más hostiles una frente a otra. Puesto que en tiempos de Adriano los judíos estaban en rebelión contra Roma, automáticamente los cristianos fueron considerados con ojos más favorables, según la vieja idea de que «el enemigo de mi enemigo es mi amigo».
El cristianismo estaba más interesado que el judaísmo en hacer prosélitos y tuvo mucho más éxito en ello. Se difundió muy rápidamente entre las mujeres, los esclavos y las clases más pobres en general. Estos tenían poco que esperar en esta vida, aun con el Imperio en paz y bajo un gobierno estable. La concentración de los cristianos en las bendiciones del otro mundo, para el que la vida en la Tierra sólo servía como período de ensayo temporal, para someter a prueba los merecimientos de cada uno para la existencia real, aportaba a esos individuos un profundo consuelo.
Pero durante largo tiempo el cristianismo fue una religión urbana. La población agrícola, aislada de la nueva corriente de pensamiento y siempre conservadora y aferrada a sus viejas costumbres, mantuvo éstas. De hecho, la misma palabra «pagano», usada para identificar a quien no era cristiano ni judío, sino que adhería a alguna religión nativa, deriva de una palabra latina que significa «campesino», uno que vive en un «pagus» o aldea. Del mismo modo, la palabra inglesa «heathen» [pagano] designó a uno que vive en un «heath» [brezal], es decir, en algún remoto distrito rústico.
Pero no debemos pensar que el cristianismo fue sólo una religión de proletariado urbano. También se difundió en cierta medida entre la gente culta. Hasta algunos filósofos se convirtieron al cristianismo, como Justino (comúnmente llamado Justino Mártir por haber muerto en el martirio). Nació alrededor del 100 en lo que había sido Judea. Si bien era hijo de padres paganos y había recibido una educación totalmente griega, no pudo por menos de familiarizarse con las escrituras sagradas de los judíos y con la historia de la muerte y resurrección de Jesús. Se convirtió al cristianismo sin abandonar su filosofía. En verdad, usó su capacidad filosófica para argüir en defensa de la verdad del cristianismo y, así, se convirtió en un importante «apologista» (uno que habla en defensa de una causa) cristiano.
Se enzarzó en un debate de folletos con un judío eminente y abrió una escuela en Roma donde enseñaba la doctrina cristiana. Se supone que sus escritos llegaron a Adriano y Antonino, quienes quedaron tan impresionados por ellos que practicaron una política de tolerancia con el cristianismo, tolerancia que Antonino extendió a los judíos, pese a su reciente rebelión.
Aunque Antonino era de mediana edad en el momento de subir al trono, reinó durante veintitrés años, hasta la edad de setenta y cinco años. Su reinado fue de una paz total; fue la culminación de la Pax Romana, y tan pocos sucesos tuvieron lugar en dicho reinado que casi se carece de noticias históricas concernientes a él. (Son los desastres, las guerras, plagas, insurrecciones y catástrofes naturales las que aparecen en grandes titulares y llenan las páginas de los libros de historia.)
Antonino no compartía el placer de Adriano por los viajes. Reconoció el hecho de que, si bien Adriano se hizo popular en las provincias al aparecer en ellas, sus visitas eran una sangría para los tesoros provinciales. Además, disgustaban a la misma Roma, que quedaba sin su emperador durante largos períodos. La ausencia imperial parecía una afrenta a la dominación italiana sobre el Imperio. En verdad, después de la muerte de Adriano, el Senado, en una petulante exhibición de vanidad italiana, se resistió a otorgar al emperador muerto los habituales honores divinos. Antonino tuvo que hacer una vigorosa intervención personal antes de que el Senado accediese a ello. Esto fue considerado como una actitud filial y piadosa por parte de Antonino hacia su padre adoptivo, por lo que se lo llamó Antonino Pío, el nombre por el que es más conocido en la historia.
Casi los únicos problemas fronterizos que hubo en su reinado se localizaron en Britania. Las tribus hostiles al norte de la muralla de Adriano hicieron incursiones al sur de ella, pero el gobernador romano las rechazó. Para mantenerlas a raya, construyó otra muralla a través del estrechamiento de lo que es ahora Escocia, desde el estuario de Forth hasta el de Clyde. Se la llamó la «Muralla de Antonino». Sirvió como segundo rompeolas contra los bárbaros.
Antonino murió en 161 (914 A.U.C.), tan pacíficamente como había vivido. En su último día, cuando el capitán de la guardia del palacio llegó para recibir la contraseña del día, Antonino respondió «Ecuanimidad», y murió.
viernes, octubre 28
ya está aqui: MOD 4.0 PRAETORIANS
Ya no me acuerdo cuando, hable de como un grupo de aficionados, estaba manteniendo vivo el gran juego español de estrategia basado en la época anigua PRAETORIANS.
La versión 3.0 incorporaba una nueva raza... los griegos..
era bastante impresionante ver avancar a los hoplitas en falange, y le daba un aire nuevo.
Esta nueva versión es aún mejor.
Dos nuevas razas. Cartagineses y Persas.
Una gran novedad, los elefante...
y una agradable sorpresa... las tropas auxiliares cartaginesas... son CANTABROS...
ni celtiberos, ni iberos ni leches... CANTABROS.
DESCARGATE LA VERSIÓN 4.0
A PROBADLO... Y HABER CUANDO HACEMOS UNA QUEDADA
La versión 3.0 incorporaba una nueva raza... los griegos..
era bastante impresionante ver avancar a los hoplitas en falange, y le daba un aire nuevo.
Esta nueva versión es aún mejor.
Dos nuevas razas. Cartagineses y Persas.
Una gran novedad, los elefante...
y una agradable sorpresa... las tropas auxiliares cartaginesas... son CANTABROS...
ni celtiberos, ni iberos ni leches... CANTABROS.
DESCARGATE LA VERSIÓN 4.0
A PROBADLO... Y HABER CUANDO HACEMOS UNA QUEDADA
Parte 20. Adriano
Adriano
Alrededor de 106, al parecer, Trajano había elegido a su sucesor. Este era Adriano (Publius Aelius Hadrianus), hijo de un primo de Trajano. Adriano prestó buenos y fieles servicios en la campaña de Dacia y se casó con una sobrina nieta de Trajano. A la muerte de éste, se convirtió en emperador sin disputa alguna, y mediante una liberal gratificación a los soldados se aseguró de que no tendría problemas. Abandonó la costumbre romana de afeitarse, que se remontaba a tres siglos atrás, y fue el primer emperador que llevó barba.
El imperio que gobernó no era tan sólido y grande como parecía. Las conquistas de Trajano, por mucho que halagaran el orgullo de los patriotas y tradicionalistas romanos, habían extendido y tensado la economía de un ámbito que estaba demasiado maduro y se estaba volviendo blando y endeble en muchos lugares. Tratar de mantener las fronteras de ese momento, suponía alimentar y abastecer a todo un ejército durante el tiempo que durase una guerra oriental que prometía ser larga, y también que el gobierno interno continuaría perdiendo su vigor.
Adriano decidió no arriesgarse. Si Trajano trató de revivir a Julio César, Adriano intentó revivir a Augusto. Estaba dispuesto a bajar los humos romanos, estableciendo una frontera firme y segura que no traspasaría y dentro de la cual pudiera prosperar.
Con este propósito, pronto renunció a las conquistas orientales de Trajano, y el Imperio Romano, después de estar dos o tres años en la cúspide de su extensión, inició la larga retracción que iba a durar trece siglos y no iba a cesar hasta la caída final de su última ciudad.
Toda la región mesopotámica fue devuelta a Partia y se hizo nuevamente del Eufrates superior, mucho más fácilmente defendible que el Tigris, la frontera oriental del Imperio; una frontera, además, que Partia, agotada y con su orgullo nacional restablecido, no estaba con ánimo de disputar. En cuanto a Armenia, Adriano se contentó con hacer de ella nuevamente un reino satélite, como antes, y no hizo ningún intento de conservarla como provincia. Esto suponía una retracción de unos ochocientos kilómetros y el fin de la momentánea posición romana en el mar Caspio y el golfo Pérsico, pero en realidad era para bien.
Adriano tuvo que rechazar a los bárbaros que hacían incursiones por Dacia, en una guerra que libró con renuencia. En verdad, estaba ansioso de renunciar a las conquistas de Trajano en Dacia, pero esto no fue aceptado por sus consejeros y, probablemente, tampoco por sus propios sentimientos. Dacia era la única de las conquistas recientes en la que se habían asentado en gran número colonos romanos, y habría sido infame abandonarlos a los bárbaros.
Adriano continuó y amplió las medidas humanitarias y caritativas de Nerva y Trajano. Hasta hizo aprobar leyes para lograr que se diese un trato considerado a los esclavos, de los que había cerca de 400.000 en la ciudad de Roma solamente, aunque su número estaba declinando, y estimuló la creación de escuelas gratuitas para los pobres. Mantuvo la política de respeto hacia el Senado e hizo grandes esfuerzos para quedar limpio de la sospecha de que ciertos conspiradores ejecutados por la guardia pretoriana habían sido muertos a instigación suya. Reorganizando los métodos para la recaudación de impuestos, logró aumentar los ingresos imperiales a la par que aligeraba los impuestos. También reconstruyó el Panteón, dándole un aspecto aún más impresionante, después de su destrucción por el fuego.
Con todo, la economía romana estaba en mal estado, sobre todo la agricultura. Cuando Augusto estableció el principado y puso fin a siglos de conquistas, también puso fin a la afluencia de miles de esclavos baratos de los países conquistados. Fueron reemplazados por arrendatarios libres que, al no tener propiedades, podían desplazarse de un lugar a otro en busca de mejores condiciones de trabajo. El porcentaje de soldados y habitantes urbanos (que no contribuían a la producción de alimentos) aumentó, mientras que el conjunto de la población disminuyó, de modo que se hizo cada vez más difícil hallar trabajadores agrícolas y el salario por sus servicios subió desmesuradamente (o al menos así les parecía a los terratenientes). Por esa razón, hubo una tendencia creciente a promulgar leyes para impedir que los campesinos se desplazasen, a mantenerlos ligados a un trozo de tierra determinado. Estos fueron los débiles comienzos de lo que llegaría a ser la servidumbre en la Edad Media.
Aunque Adriano trató al Senado con respeto, el prestigio de este cuerpo declinó constantemente. Ya nadie pretendía que el Senado tuviese algo que ver con la elaboración de leyes; sólo importaban los edictos del emperador. Por supuesto, un emperador concienzudo como Adriano no promulgaba edictos de manera caprichosa o arbitraría, sino que consultaba a un consejo de distinguidos juristas que lo asesoraban.
Adriano era un intelectual y un anticuario; se interesaba por todo el Imperio, no por Italia solamente. En verdad, buena parte de sus veintiún años de gobierno la pasó en viajes de recreo por las diversas provincias, haciéndose ver por la gente y, a su vez, observándola.
En 121, se marchó al Oeste y el Norte, viajando a través de la Galia y Germania para luego entrar en Britania. Por entonces, ya hacía ochenta años que Britania era más o menos romana, pero las tierras altas del Norte, habitadas por los salvajes pictos, aún estaban fuera de la dominación romana. Adriano no sentía allí más entusiasmo por las aventuras militares que en cualquier otra parte. Dirigió la construcción de una muralla (la «Muralla de Adriano») a través de una parte estrecha de la isla, justamente a lo largo de la línea que hoy separa a Inglaterra de Escocia. Los romanos se retiraron al sur de esa muralla, que era fácil de defender contra las correrías desorganizadas de las tribus salvajes, y la Britania romana continuó en paz y en una considerable prosperidad durante casi tres siglos.
Luego Adriano visitó España y África, y después viajó al Este. Las relaciones con Partia estaban empeorando nuevamente, pero Adriano tomó la medida sin precedentes de realizar una «reunión cumbre» con el rey parto para ajustar todas las diferencias.
Finalmente, llegó a Grecia, que era el deseo de su corazón.
En el reinado de Adriano, el período de mayor gloria de Grecia estaba ya cinco siglos y medio atrás. La Atenas de la Era de Pericles estaba tan lejos de él como la Florencia del Renacimiento lo está para nosotros. Los hombres sabios ya habían llegado a comprender que el período de Pericles había sido algo excepcional en la historia humana, y Adriano, que había recibido una educación totalmente griega, era muy consciente de ello.
Cuando visitó Atenas, en 125 (878 A. U. C), no hubo nada que le pareciese demasiado bueno para ella. Le hizo concesiones económicas y políticas, restauró viejos edificios y construyó otros nuevos, y trató de restablecer las costumbres antiguas. Hasta se inició en los misterios eleusinos, en los que fue aceptado, mientras Nerón había sido rechazado (véase página).
También fundó nuevas ciudades, la más importante de las cuales fue la fundada en Tracia con el nombre de Adrianópolis (la «ciudad de Adriano») en su honor. Hoy forma parte de Turquía, con el nombre de Edirne.
En 129, retornó a Atenas en una segunda y prolongada visita, y luego se dirigió a Egipto y al Este una vez más.
En lo que antaño había sido Judea, cometió un error. Ordenó que la Jerusalén en ruinas fuese reconstruida como ciudad romana y que se construyera un templo a Júpiter en el lugar del Templo judío, destruido medio siglo antes. Ante esto, los judíos que quedaban en esa tierra se lanzaron a la rebelión. La santidad de Jerusalén, aun en ruinas, era cara para ellos, y no soportaban su profanación.
Debe admitirse que los judíos, de todos modos, habían estado agitados desde hacía un tiempo. Aunque no fueron tratados particularmente mal bajo Nerva o Trajano, subsistían las viejas esperanzas mesiánicas y el permanente resentimiento por la destrucción del Templo. Mientras Trajano estaba librando sus guerras orientales, los judíos se levantaron en Cirene, al este de Egipto. Este hecho tuvo cierta influencia en la detención de sus conquistas orientales. La revuelta de Cirene fue aplastada, pero esto sólo aumentó los resentimientos que finalmente se desbordaron con la orden de Adriano concerniente a Jerusalén.
El líder judío de la revuelta de Judea era Bar-Kokhba («hijo de una estrella»), un temerario y valiente filibustero a quien el rabino Aquiba, el principal jefe judío de entonces, proclamó el Mesías. Fue una lucha inútil. Aquiba fue capturado y torturado hasta la muerte y, después de tres años durante los cuales cayó una fortaleza judía tras otra, pese al tenaz heroísmo de sus defensores, Bar-Kokhba finalmente fue atrapado y muerto, en 135 (888 de la fundación de Roma).
Judea quedó prácticamente vacía de judíos; tenían prohibido el acceso a Jerusalén, y durante casi dos mil años dejaron de tener historia como nación. Empezó su larga pesadilla, en la que durante muchos siglos fueron una minoría en todas partes, odiados y despreciados en todas partes, acosados y muertos casi en todas partes, pero conservando siempre la fe en su dios y en sí mismos y logrando de algún modo sobrevivir.
Adriano se interesaba particularmente por la literatura.
Suetonio (véase página) fue durante un tiempo su secretario privado. El Emperador también protegió a Plutarco, gran escritor griego de la época, haciéndolo procurador de Grecia hacia el fin de su vida. De este modo, Adriano complacía a Grecia poniendo el país bajo un gobernante nativo.
Plutarco era la encarnación de la paz crepuscular de Grecia en este período. Bajo el Imperio, Grecia se recuperó de los largos períodos de devastaciones que había experimentado como resultado de las querellas entre sus propias ciudades, seguidas por las conquistas macedónica y romana y luego por las diversas guerras civiles romanas que se libraron, en parte, en su territorio. Su población había disminuido y su vigor decaído, pero los griegos vivían rodeados por el recuerdo de su antigua grandeza y todas las reliquias arquitectónicas y artísticas que esa grandeza les había dejado. El calor de la admiración imperial fue también un factor que avivó el orgullo de Grecia.
Ese orgullo estaba encarnado en las obras de Plutarco, la más importante de las cuales era las Vidas Paralelas. Consistía en pares de biografías, una de un griego y otra de un romano, pares elegidos para mostrar semejanzas esenciales. Por ejemplo, Rómulo y Teseo formaban un par, puesto que Rómulo fundó Roma y Teseo organizó Atenas en su forma clásica. Julio César y Alejandro formaban otro par. Coriolano y Alcibíades (el primero traidor a Roma, el segundo traidor a Atenas) constituían otro par. La obra era tan atractiva y las biografías tan llenas de interesantes anécdotas que fue popular en su época y ha seguido siendo popular desde entonces.
Otro autor griego que floreció bajo Adriano fue Arriano, quien llevaba el nombre romanizado de Flavius Arrianus. Nació en Bitinia en 96, y Adriano lo hizo gobernador de Capadocia en 131. Condujo un ejército romano contra los alanos, tribus bárbaras invasoras que venían de más allá de Armenia. Fue la primera vez que las legiones romanas fueron conducidas por un griego.
Escribió una cantidad de libros, el más conocido de los cuales es una biografía de Alejandro Magno. Se supone que se basó en fuentes contemporáneas, entre ellas una biografía escrita por Tolomeo, uno de los amigos generales de Alejandro, que fue rey de Egipto después de la muerte de éste.
Adriano hasta se metió a escribir él mismo y aspiraba a competir con los profesionales, aunque no con la ofensiva vanidad de Nerón. En efecto, poco antes de su muerte Adriano escribió una breve oda a su alma, que sabía a punto de partir; es una oda suficientemente bella como para figurar en muchas antologías poéticas y para ser considerada como una pequeña obra maestra.
En su forma latina original es así:
Animula, vagula, blandula,
Hospes conesque corporis,
Quae nunc abibis in loca
Pallidula, frigida, nudula,
Nec, ut soles, dabis joca.
Su traducción al castellano es: «Amable y huidiza pequeña alma, huésped y compañera de mi cuerpo, ¿adónde irás ahora, pálida, fría y desnuda, y sin inspirar, como antes, alegría?».
Alrededor de 106, al parecer, Trajano había elegido a su sucesor. Este era Adriano (Publius Aelius Hadrianus), hijo de un primo de Trajano. Adriano prestó buenos y fieles servicios en la campaña de Dacia y se casó con una sobrina nieta de Trajano. A la muerte de éste, se convirtió en emperador sin disputa alguna, y mediante una liberal gratificación a los soldados se aseguró de que no tendría problemas. Abandonó la costumbre romana de afeitarse, que se remontaba a tres siglos atrás, y fue el primer emperador que llevó barba.
El imperio que gobernó no era tan sólido y grande como parecía. Las conquistas de Trajano, por mucho que halagaran el orgullo de los patriotas y tradicionalistas romanos, habían extendido y tensado la economía de un ámbito que estaba demasiado maduro y se estaba volviendo blando y endeble en muchos lugares. Tratar de mantener las fronteras de ese momento, suponía alimentar y abastecer a todo un ejército durante el tiempo que durase una guerra oriental que prometía ser larga, y también que el gobierno interno continuaría perdiendo su vigor.
Adriano decidió no arriesgarse. Si Trajano trató de revivir a Julio César, Adriano intentó revivir a Augusto. Estaba dispuesto a bajar los humos romanos, estableciendo una frontera firme y segura que no traspasaría y dentro de la cual pudiera prosperar.
Con este propósito, pronto renunció a las conquistas orientales de Trajano, y el Imperio Romano, después de estar dos o tres años en la cúspide de su extensión, inició la larga retracción que iba a durar trece siglos y no iba a cesar hasta la caída final de su última ciudad.
Toda la región mesopotámica fue devuelta a Partia y se hizo nuevamente del Eufrates superior, mucho más fácilmente defendible que el Tigris, la frontera oriental del Imperio; una frontera, además, que Partia, agotada y con su orgullo nacional restablecido, no estaba con ánimo de disputar. En cuanto a Armenia, Adriano se contentó con hacer de ella nuevamente un reino satélite, como antes, y no hizo ningún intento de conservarla como provincia. Esto suponía una retracción de unos ochocientos kilómetros y el fin de la momentánea posición romana en el mar Caspio y el golfo Pérsico, pero en realidad era para bien.
Adriano tuvo que rechazar a los bárbaros que hacían incursiones por Dacia, en una guerra que libró con renuencia. En verdad, estaba ansioso de renunciar a las conquistas de Trajano en Dacia, pero esto no fue aceptado por sus consejeros y, probablemente, tampoco por sus propios sentimientos. Dacia era la única de las conquistas recientes en la que se habían asentado en gran número colonos romanos, y habría sido infame abandonarlos a los bárbaros.
Adriano continuó y amplió las medidas humanitarias y caritativas de Nerva y Trajano. Hasta hizo aprobar leyes para lograr que se diese un trato considerado a los esclavos, de los que había cerca de 400.000 en la ciudad de Roma solamente, aunque su número estaba declinando, y estimuló la creación de escuelas gratuitas para los pobres. Mantuvo la política de respeto hacia el Senado e hizo grandes esfuerzos para quedar limpio de la sospecha de que ciertos conspiradores ejecutados por la guardia pretoriana habían sido muertos a instigación suya. Reorganizando los métodos para la recaudación de impuestos, logró aumentar los ingresos imperiales a la par que aligeraba los impuestos. También reconstruyó el Panteón, dándole un aspecto aún más impresionante, después de su destrucción por el fuego.
Con todo, la economía romana estaba en mal estado, sobre todo la agricultura. Cuando Augusto estableció el principado y puso fin a siglos de conquistas, también puso fin a la afluencia de miles de esclavos baratos de los países conquistados. Fueron reemplazados por arrendatarios libres que, al no tener propiedades, podían desplazarse de un lugar a otro en busca de mejores condiciones de trabajo. El porcentaje de soldados y habitantes urbanos (que no contribuían a la producción de alimentos) aumentó, mientras que el conjunto de la población disminuyó, de modo que se hizo cada vez más difícil hallar trabajadores agrícolas y el salario por sus servicios subió desmesuradamente (o al menos así les parecía a los terratenientes). Por esa razón, hubo una tendencia creciente a promulgar leyes para impedir que los campesinos se desplazasen, a mantenerlos ligados a un trozo de tierra determinado. Estos fueron los débiles comienzos de lo que llegaría a ser la servidumbre en la Edad Media.
Aunque Adriano trató al Senado con respeto, el prestigio de este cuerpo declinó constantemente. Ya nadie pretendía que el Senado tuviese algo que ver con la elaboración de leyes; sólo importaban los edictos del emperador. Por supuesto, un emperador concienzudo como Adriano no promulgaba edictos de manera caprichosa o arbitraría, sino que consultaba a un consejo de distinguidos juristas que lo asesoraban.
Adriano era un intelectual y un anticuario; se interesaba por todo el Imperio, no por Italia solamente. En verdad, buena parte de sus veintiún años de gobierno la pasó en viajes de recreo por las diversas provincias, haciéndose ver por la gente y, a su vez, observándola.
En 121, se marchó al Oeste y el Norte, viajando a través de la Galia y Germania para luego entrar en Britania. Por entonces, ya hacía ochenta años que Britania era más o menos romana, pero las tierras altas del Norte, habitadas por los salvajes pictos, aún estaban fuera de la dominación romana. Adriano no sentía allí más entusiasmo por las aventuras militares que en cualquier otra parte. Dirigió la construcción de una muralla (la «Muralla de Adriano») a través de una parte estrecha de la isla, justamente a lo largo de la línea que hoy separa a Inglaterra de Escocia. Los romanos se retiraron al sur de esa muralla, que era fácil de defender contra las correrías desorganizadas de las tribus salvajes, y la Britania romana continuó en paz y en una considerable prosperidad durante casi tres siglos.
Luego Adriano visitó España y África, y después viajó al Este. Las relaciones con Partia estaban empeorando nuevamente, pero Adriano tomó la medida sin precedentes de realizar una «reunión cumbre» con el rey parto para ajustar todas las diferencias.
Finalmente, llegó a Grecia, que era el deseo de su corazón.
En el reinado de Adriano, el período de mayor gloria de Grecia estaba ya cinco siglos y medio atrás. La Atenas de la Era de Pericles estaba tan lejos de él como la Florencia del Renacimiento lo está para nosotros. Los hombres sabios ya habían llegado a comprender que el período de Pericles había sido algo excepcional en la historia humana, y Adriano, que había recibido una educación totalmente griega, era muy consciente de ello.
Cuando visitó Atenas, en 125 (878 A. U. C), no hubo nada que le pareciese demasiado bueno para ella. Le hizo concesiones económicas y políticas, restauró viejos edificios y construyó otros nuevos, y trató de restablecer las costumbres antiguas. Hasta se inició en los misterios eleusinos, en los que fue aceptado, mientras Nerón había sido rechazado (véase página).
También fundó nuevas ciudades, la más importante de las cuales fue la fundada en Tracia con el nombre de Adrianópolis (la «ciudad de Adriano») en su honor. Hoy forma parte de Turquía, con el nombre de Edirne.
En 129, retornó a Atenas en una segunda y prolongada visita, y luego se dirigió a Egipto y al Este una vez más.
En lo que antaño había sido Judea, cometió un error. Ordenó que la Jerusalén en ruinas fuese reconstruida como ciudad romana y que se construyera un templo a Júpiter en el lugar del Templo judío, destruido medio siglo antes. Ante esto, los judíos que quedaban en esa tierra se lanzaron a la rebelión. La santidad de Jerusalén, aun en ruinas, era cara para ellos, y no soportaban su profanación.
Debe admitirse que los judíos, de todos modos, habían estado agitados desde hacía un tiempo. Aunque no fueron tratados particularmente mal bajo Nerva o Trajano, subsistían las viejas esperanzas mesiánicas y el permanente resentimiento por la destrucción del Templo. Mientras Trajano estaba librando sus guerras orientales, los judíos se levantaron en Cirene, al este de Egipto. Este hecho tuvo cierta influencia en la detención de sus conquistas orientales. La revuelta de Cirene fue aplastada, pero esto sólo aumentó los resentimientos que finalmente se desbordaron con la orden de Adriano concerniente a Jerusalén.
El líder judío de la revuelta de Judea era Bar-Kokhba («hijo de una estrella»), un temerario y valiente filibustero a quien el rabino Aquiba, el principal jefe judío de entonces, proclamó el Mesías. Fue una lucha inútil. Aquiba fue capturado y torturado hasta la muerte y, después de tres años durante los cuales cayó una fortaleza judía tras otra, pese al tenaz heroísmo de sus defensores, Bar-Kokhba finalmente fue atrapado y muerto, en 135 (888 de la fundación de Roma).
Judea quedó prácticamente vacía de judíos; tenían prohibido el acceso a Jerusalén, y durante casi dos mil años dejaron de tener historia como nación. Empezó su larga pesadilla, en la que durante muchos siglos fueron una minoría en todas partes, odiados y despreciados en todas partes, acosados y muertos casi en todas partes, pero conservando siempre la fe en su dios y en sí mismos y logrando de algún modo sobrevivir.
Adriano se interesaba particularmente por la literatura.
Suetonio (véase página) fue durante un tiempo su secretario privado. El Emperador también protegió a Plutarco, gran escritor griego de la época, haciéndolo procurador de Grecia hacia el fin de su vida. De este modo, Adriano complacía a Grecia poniendo el país bajo un gobernante nativo.
Plutarco era la encarnación de la paz crepuscular de Grecia en este período. Bajo el Imperio, Grecia se recuperó de los largos períodos de devastaciones que había experimentado como resultado de las querellas entre sus propias ciudades, seguidas por las conquistas macedónica y romana y luego por las diversas guerras civiles romanas que se libraron, en parte, en su territorio. Su población había disminuido y su vigor decaído, pero los griegos vivían rodeados por el recuerdo de su antigua grandeza y todas las reliquias arquitectónicas y artísticas que esa grandeza les había dejado. El calor de la admiración imperial fue también un factor que avivó el orgullo de Grecia.
Ese orgullo estaba encarnado en las obras de Plutarco, la más importante de las cuales era las Vidas Paralelas. Consistía en pares de biografías, una de un griego y otra de un romano, pares elegidos para mostrar semejanzas esenciales. Por ejemplo, Rómulo y Teseo formaban un par, puesto que Rómulo fundó Roma y Teseo organizó Atenas en su forma clásica. Julio César y Alejandro formaban otro par. Coriolano y Alcibíades (el primero traidor a Roma, el segundo traidor a Atenas) constituían otro par. La obra era tan atractiva y las biografías tan llenas de interesantes anécdotas que fue popular en su época y ha seguido siendo popular desde entonces.
Otro autor griego que floreció bajo Adriano fue Arriano, quien llevaba el nombre romanizado de Flavius Arrianus. Nació en Bitinia en 96, y Adriano lo hizo gobernador de Capadocia en 131. Condujo un ejército romano contra los alanos, tribus bárbaras invasoras que venían de más allá de Armenia. Fue la primera vez que las legiones romanas fueron conducidas por un griego.
Escribió una cantidad de libros, el más conocido de los cuales es una biografía de Alejandro Magno. Se supone que se basó en fuentes contemporáneas, entre ellas una biografía escrita por Tolomeo, uno de los amigos generales de Alejandro, que fue rey de Egipto después de la muerte de éste.
Adriano hasta se metió a escribir él mismo y aspiraba a competir con los profesionales, aunque no con la ofensiva vanidad de Nerón. En efecto, poco antes de su muerte Adriano escribió una breve oda a su alma, que sabía a punto de partir; es una oda suficientemente bella como para figurar en muchas antologías poéticas y para ser considerada como una pequeña obra maestra.
En su forma latina original es así:
Animula, vagula, blandula,
Hospes conesque corporis,
Quae nunc abibis in loca
Pallidula, frigida, nudula,
Nec, ut soles, dabis joca.
Su traducción al castellano es: «Amable y huidiza pequeña alma, huésped y compañera de mi cuerpo, ¿adónde irás ahora, pálida, fría y desnuda, y sin inspirar, como antes, alegría?».
jueves, octubre 27
parte 19. Trajano
Trajano
El hecho de que un oriundo de las provincias como Trajano pudiera convertirse en emperador y ser popular era también un signo de que el Imperio se estaba transformando en algo más que el ámbito dominado por Italia que Augusto había tratado de hacer de él. La fuerza de los hechos estaba restaurando la gran concepción de Julio César de un Imperio basado en la cooperación de todas las provincias, de un extremo a otro, y en la participación de todos en el gobierno.
En el momento de la muerte de Nerva, Trajano se hallaba inspeccionando el ángulo formado por el Rin y el Danubio, tan recientemente fortificado por Domiciano, y sólo volvió a Roma cuando estuvo totalmente satisfecho de su seguridad. El hecho de que su ausencia no diera origen a desórdenes revela la ansiedad con que Italia había recibido la serenidad del reinado de Nerva y su decisión de hacer que continuara.
En 99, Trajano entró en Roma en triunfo y su poderosa personalidad logró someter completamente a la guardia pretoriana.
Pero en el exterior, Trajano dio un nuevo curso a la política romana. Desde la derrota de Varo en Germania, noventa años antes, la política de Roma había sido esencialmente defensiva. Las extensiones territoriales se habían hecho a expensas de los reinos satélites o en rincones aislados como Britania o la región del Rin y el Danubio, pero esto no afectó a la decisión básica de no buscarse problemas con enemigos poderosos.
Trajano no seguiría el mismo camino. En su opinión, Roma se estaba ablandando por falta de buenos enemigos, blandura que llegó a su colmo con la disposición de Domiciano de comprar la paz a los dacios. Trajano estaba decidido a terminar con esta vergüenza y por ende a reavivar las virtudes militares de Roma mediante una dura lucha. Por ello, casi tan pronto como se estableció en Roma, se preparó para ajustar cuentas con Dacia.
Primero, puso fin al tributo, y cuando Decébalo (que aún estaba vivo y aún era el rey de los dacios) respondió con rápidas correrías por el Danubio, Trajano condujo su ejército hacia el Este en 101. Lanzándose hacia el Norte, después de cruzar el Danubio, los soldados romanos llevaron la guerra, con todo rigor, al mismo territorio dacio. En dos años, Decébalo fue totalmente derrotado y se vio obligado a aceptar una paz por la cual se permitía a los romanos mantener guarniciones en el país.
El nuevo estado de cosas era tan humillante para Decébalo como la paz de Domiciano había sido humillante para Roma. Los romanos no se tomaron la molestia de no herir los sentimientos de Decébalo o de salvar las apariencias para él. En 105, reinició la guerra y, en una segunda campaña, los dacios sufrieron una derrota aún peor que la anterior, y Decébalo, desesperado, se suicidó.
Esta vez, Trajano no se anduvo con medias tintas. En 107 anexó toda Dacia y la convirtió en una provincia romana. Luego estimuló al asentamiento de colonias y villas romanas por toda la nueva provincia, que se romanizó rápidamente. Las regiones costeras al norte del mar Negro y al este de Dacia no fueron anexadas realmente a Roma, pero en ellas había desde hacía largo tiempo ciudades de habla griega y ahora formaron un protectorado romano. Esto significaba que cada centímetro de costa dentro del estrecho de Gibraltar estaba ahora bajo el control de un solo gobierno. Esto nunca había ocurrido en toda la historia antes del Imperio Romano, ni iba a ocurrir otra vez después de él.
Dacia nunca fue una provincia tranquila. Más allá de ella, al norte y al este, había otras hordas de tribus bárbaras, y Dacia no estaba protegida por barreras naturales de importancia. Por eso, estaba expuesta a perennes correrías. Durante el siglo y medio que formó parte del Imperio, probablemente costó a Roma más de lo que valía, aunque sirvió como tapón para las ricas provincias del Danubio meridional.
Extrañamente, las huellas de la ocupación romana son mucho más claras en Dacia que en tierras situadas al sur que fueron romanas durante períodos muchos más largos, antes y después. Lo que antaño fue Dacia es hoy Rumania, o, más correctamente, Romania. Su mismo nombre recuerda a Roma, y los habitantes modernos afirman enfáticamente que son los descendientes de los viejos colonos romanos de tiempos de Trajano. Sin duda, la lengua rumana está estrechamente emparentada con el latín. Es clasificada como una lengua romance (junto con el francés, el italiano, el español y el portugués) y se ha mantenido a lo largo de siglos, mientras un mar de lenguas eslavas descendió del Norte y pasó, bordeándola, al Sur.
En honor de su victoria en Dacia, Trajano hizo erigir, en el Foro Romano, una magnífica columna de 33 metros que aún permanece en pie en la Roma actual. En ella se representa la historia de las campañas de Dacia, en un bajorrelieve en espiral que contiene más de 2.500 figuras humanas. Allí aparece casi todo tipo de escena bélica, desde la preparación de la guerra hasta batallas reales, la captura de prisioneros y el triunfante retorno final a Roma.
En lo interior, Trajano adoptó la política paternalista y humanitaria de Nerva. Hasta aumentó la subvención para niños necesitados. Esto, claro está, no era sólo cuestión de humanidad. El índice de natalidad del Imperio estaba declinando , y la posibilidad de que hubiese una escasez de soldados era un peligro real. Proteger a las familias pobres con hijos estimulaba la producción de futuros soldados, según se esperaba.
Es importante recordar, incidentalmente, que el índice de mortalidad en el Imperio Romano era mucho más elevado que en las naciones modernas tecnológicamente avanzadas, y la esperanza de vida era inferior. Por ello, un descenso del índice de natalidad en Roma era algo mucho más serio de lo que sería un descenso análogo en el mundo actual. Decir que el descenso del índice de natalidad hoy sería un «suicidio racial» y usar como ejemplo el Imperio Romano es ignorar completamente las diferencias fundamentales en la situación de entonces comparada con la actual.
Pero la larga ausencia de Roma por parte de Trajano, por mucho que aumentara la gloria en lenta decadencia de las armas romanas, tuvo también sus desventajas. En su ausencia, el gobierno de las provincias tendió a corromperse. Las ciudades, particularmente en el Este, se volvieron cada vez más incapaces de manejar sus asuntos financieros. Se necesitaba cada vez más la intervención y supervisión del gobierno central, no sólo para la reforma fiscal, sino también para la construcción de caminos y otras obras públicas.
En 111, por ejemplo, Trajano tuvo que enviar a Plinio el Joven (Gaius Plinius Cecilius Secundus) como gobernador de Bitinia para que reorganizase la provincia. (Plinio el Joven era sobrino del Plinio que murió en la erupción del Vesubio, llamado a veces Plinio el Viejo).
El joven Plinio era amigo de varias de las grandes figuras literarias del período, particularmente de Marcial y Tácito, y él mismo escribió algo de tanto en tanto. Es más conocido por sus cartas, que escribió con vistas a una publicación futura, por lo que cabe preguntarse hasta qué punto arrojan luz sobre su personalidad.
Para la gente de hoy es importante, sobre todo, una carta que envió a Trajano desde Bitinia. Al parecer, los cristianos eran castigados meramente por ser cristianos, y Plinio pensó que si podía persuadirse a la gente a que se retractara y dejase de ser cristiana, debía ser perdonada, aunque admitiese haber sido cristiana antes. Además, Plinio se resistía a actuar contra las personas sobre la base de acusaciones anónimas. Además, se inquietaba por el hecho de que los cristianos no vivían como criminales, sino que parecían vivir de acuerdo con un elevado código moral. Plinio señaló que el cristianismo se estaba difundiendo rápidamente y que sólo la suavidad, no la severidad, podía detener su difusión.
Trajano respondió brevemente, aprobó la acción de Plinio de perdonar a quienes se retractasen, ordenó ignorar las acusaciones anónimas y, además, afirmó que no se debía estar a la búsqueda de cristianos. Si se informaba legítimamente que lo eran y se los condenaba legítimamente, entonces debían ser castigados de acuerdo con la ley, decía Trajano, pero Plinio no debía salir a buscarlos. (Indiscutiblemente, Plinio y Trajano, en lenguaje moderno, eran «blandos con el cristianismo».)
Plinio murió no mucho después de escribir esa carta, probablemente mientras aún prestaba servicios como gobernador de Bitinia.
El período de paz posterior a la campaña dacia no duró mucho, pues surgieron problemas en el Este. Los dacios habían pedido ayuda a Partía, la vieja enemiga de Roma, y Trajano no lo olvidó. Además, Armenia aún era el Estado tapón en disputa entre los dos grandes imperios. La última lucha se había producido en la época de Nerón, y desde entonces Armenia había estado en un delicado equilibrio.
Pero en 113, el rey parto Cosroes puso un gobernante títere en Armenia y rompió la tregua de cincuenta años. Fue una locura de Partia, pues pasaba desde hacia varias décadas por periódicas guerras civiles entre pretendientes rivales al trono, mientras que Roma atravesaba un período de fortalecimiento. En efecto, durante los veinte años anteriores, fuerzas romanas habían estado avanzando poco a poco hacia el Este, hasta las tierras fronterizas de Arabia. La ciudad comercial de Petra, al sudeste de Judea, junto con la península del Sinaí, entre Judea y Egipto, fueron anexadas en 105 y convertidas en la provincia romana de Arabia. Esto consolidó la posición romana en el Este y la fortaleció para una guerra con Partia.
Cosroes se apercibió sin duda de su error, pues hizo un rápido esfuerzo para aplacar a Trajano. Pero era demasiado tarde, pues Trajano no estaba dispuesto a transigir. Avanzó hacia el Este en 114, se apoderó de Armenia casi sin lucha y la convirtió directamente en una provincia romana. Luego dobló al sudeste, avanzó hacia la capital parta, Ctesifonte, que tomó, y después atravesó toda la Mesopotámia hasta llegar al golfo Pérsico.
Ese fue el punto oriental más lejano al que llegaron las legiones romanas, y cuando Trajano, que tenía sesenta años, miró a través del golfo en dirección a Persia y la India, donde cuatro siglos y medio antes Alejandro Magno había ganado enormes victorias, exclamó tristemente: « ¡Sí yo fuera más joven! ».
En ese momento, el Imperio Romano llegó a su máxima extensión. En 116 (860 A. U. C.), Trajano convirtió a Asiria y Mesopotámia en provincias de Roma y estableció las fronteras orientales del Imperio en el río Tigris.
La superficie del Imperio Romano, unido por 290.000 kilómetros de caminos, era de aproximadamente de 9.000.000 kilómetros cuadrados, de modo que tenía más o menos el tamaño de los Estados Unidos de América en la actualidad. Su población debe de haber sido de un poco más de 100.000.000 de habitantes, y la ciudad de Roma contaba con alrededor de 1.000.000 de habitantes. El Imperio tenía una gran extensión, aun para los tiempos modernos, y en comparación con los Estados que habían existido antes en la zona mediterránea (excepto el Imperio Persa, de vida relativamente corta) era absolutamente monumental. No cabe extrañarse de que causara una impresión tan profunda a los hombres de los siglos que siguieron inmediatamente a la muerte de Augusto que ni siquiera todos los desastres que más tarde sufriría el Imperio bastarían para borrar el recuerdo de su grandeza.
Pero era más fácil derrotar a los partos que consolidar la victoria. Casi inmediatamente, reanudaron la guerra, y Trajano, al tener noticia de desórdenes en otras partes del Imperio, se vio obligado a retirarse un poco de los lejanos puntos a los que había llegado. En 117, en el camino de vuelta a Roma, murió en el sur de Asia Menor.
El hecho de que un oriundo de las provincias como Trajano pudiera convertirse en emperador y ser popular era también un signo de que el Imperio se estaba transformando en algo más que el ámbito dominado por Italia que Augusto había tratado de hacer de él. La fuerza de los hechos estaba restaurando la gran concepción de Julio César de un Imperio basado en la cooperación de todas las provincias, de un extremo a otro, y en la participación de todos en el gobierno.
En el momento de la muerte de Nerva, Trajano se hallaba inspeccionando el ángulo formado por el Rin y el Danubio, tan recientemente fortificado por Domiciano, y sólo volvió a Roma cuando estuvo totalmente satisfecho de su seguridad. El hecho de que su ausencia no diera origen a desórdenes revela la ansiedad con que Italia había recibido la serenidad del reinado de Nerva y su decisión de hacer que continuara.
En 99, Trajano entró en Roma en triunfo y su poderosa personalidad logró someter completamente a la guardia pretoriana.
Pero en el exterior, Trajano dio un nuevo curso a la política romana. Desde la derrota de Varo en Germania, noventa años antes, la política de Roma había sido esencialmente defensiva. Las extensiones territoriales se habían hecho a expensas de los reinos satélites o en rincones aislados como Britania o la región del Rin y el Danubio, pero esto no afectó a la decisión básica de no buscarse problemas con enemigos poderosos.
Trajano no seguiría el mismo camino. En su opinión, Roma se estaba ablandando por falta de buenos enemigos, blandura que llegó a su colmo con la disposición de Domiciano de comprar la paz a los dacios. Trajano estaba decidido a terminar con esta vergüenza y por ende a reavivar las virtudes militares de Roma mediante una dura lucha. Por ello, casi tan pronto como se estableció en Roma, se preparó para ajustar cuentas con Dacia.
Primero, puso fin al tributo, y cuando Decébalo (que aún estaba vivo y aún era el rey de los dacios) respondió con rápidas correrías por el Danubio, Trajano condujo su ejército hacia el Este en 101. Lanzándose hacia el Norte, después de cruzar el Danubio, los soldados romanos llevaron la guerra, con todo rigor, al mismo territorio dacio. En dos años, Decébalo fue totalmente derrotado y se vio obligado a aceptar una paz por la cual se permitía a los romanos mantener guarniciones en el país.
El nuevo estado de cosas era tan humillante para Decébalo como la paz de Domiciano había sido humillante para Roma. Los romanos no se tomaron la molestia de no herir los sentimientos de Decébalo o de salvar las apariencias para él. En 105, reinició la guerra y, en una segunda campaña, los dacios sufrieron una derrota aún peor que la anterior, y Decébalo, desesperado, se suicidó.
Esta vez, Trajano no se anduvo con medias tintas. En 107 anexó toda Dacia y la convirtió en una provincia romana. Luego estimuló al asentamiento de colonias y villas romanas por toda la nueva provincia, que se romanizó rápidamente. Las regiones costeras al norte del mar Negro y al este de Dacia no fueron anexadas realmente a Roma, pero en ellas había desde hacía largo tiempo ciudades de habla griega y ahora formaron un protectorado romano. Esto significaba que cada centímetro de costa dentro del estrecho de Gibraltar estaba ahora bajo el control de un solo gobierno. Esto nunca había ocurrido en toda la historia antes del Imperio Romano, ni iba a ocurrir otra vez después de él.
Dacia nunca fue una provincia tranquila. Más allá de ella, al norte y al este, había otras hordas de tribus bárbaras, y Dacia no estaba protegida por barreras naturales de importancia. Por eso, estaba expuesta a perennes correrías. Durante el siglo y medio que formó parte del Imperio, probablemente costó a Roma más de lo que valía, aunque sirvió como tapón para las ricas provincias del Danubio meridional.
Extrañamente, las huellas de la ocupación romana son mucho más claras en Dacia que en tierras situadas al sur que fueron romanas durante períodos muchos más largos, antes y después. Lo que antaño fue Dacia es hoy Rumania, o, más correctamente, Romania. Su mismo nombre recuerda a Roma, y los habitantes modernos afirman enfáticamente que son los descendientes de los viejos colonos romanos de tiempos de Trajano. Sin duda, la lengua rumana está estrechamente emparentada con el latín. Es clasificada como una lengua romance (junto con el francés, el italiano, el español y el portugués) y se ha mantenido a lo largo de siglos, mientras un mar de lenguas eslavas descendió del Norte y pasó, bordeándola, al Sur.
En honor de su victoria en Dacia, Trajano hizo erigir, en el Foro Romano, una magnífica columna de 33 metros que aún permanece en pie en la Roma actual. En ella se representa la historia de las campañas de Dacia, en un bajorrelieve en espiral que contiene más de 2.500 figuras humanas. Allí aparece casi todo tipo de escena bélica, desde la preparación de la guerra hasta batallas reales, la captura de prisioneros y el triunfante retorno final a Roma.
En lo interior, Trajano adoptó la política paternalista y humanitaria de Nerva. Hasta aumentó la subvención para niños necesitados. Esto, claro está, no era sólo cuestión de humanidad. El índice de natalidad del Imperio estaba declinando , y la posibilidad de que hubiese una escasez de soldados era un peligro real. Proteger a las familias pobres con hijos estimulaba la producción de futuros soldados, según se esperaba.
Es importante recordar, incidentalmente, que el índice de mortalidad en el Imperio Romano era mucho más elevado que en las naciones modernas tecnológicamente avanzadas, y la esperanza de vida era inferior. Por ello, un descenso del índice de natalidad en Roma era algo mucho más serio de lo que sería un descenso análogo en el mundo actual. Decir que el descenso del índice de natalidad hoy sería un «suicidio racial» y usar como ejemplo el Imperio Romano es ignorar completamente las diferencias fundamentales en la situación de entonces comparada con la actual.
Pero la larga ausencia de Roma por parte de Trajano, por mucho que aumentara la gloria en lenta decadencia de las armas romanas, tuvo también sus desventajas. En su ausencia, el gobierno de las provincias tendió a corromperse. Las ciudades, particularmente en el Este, se volvieron cada vez más incapaces de manejar sus asuntos financieros. Se necesitaba cada vez más la intervención y supervisión del gobierno central, no sólo para la reforma fiscal, sino también para la construcción de caminos y otras obras públicas.
En 111, por ejemplo, Trajano tuvo que enviar a Plinio el Joven (Gaius Plinius Cecilius Secundus) como gobernador de Bitinia para que reorganizase la provincia. (Plinio el Joven era sobrino del Plinio que murió en la erupción del Vesubio, llamado a veces Plinio el Viejo).
El joven Plinio era amigo de varias de las grandes figuras literarias del período, particularmente de Marcial y Tácito, y él mismo escribió algo de tanto en tanto. Es más conocido por sus cartas, que escribió con vistas a una publicación futura, por lo que cabe preguntarse hasta qué punto arrojan luz sobre su personalidad.
Para la gente de hoy es importante, sobre todo, una carta que envió a Trajano desde Bitinia. Al parecer, los cristianos eran castigados meramente por ser cristianos, y Plinio pensó que si podía persuadirse a la gente a que se retractara y dejase de ser cristiana, debía ser perdonada, aunque admitiese haber sido cristiana antes. Además, Plinio se resistía a actuar contra las personas sobre la base de acusaciones anónimas. Además, se inquietaba por el hecho de que los cristianos no vivían como criminales, sino que parecían vivir de acuerdo con un elevado código moral. Plinio señaló que el cristianismo se estaba difundiendo rápidamente y que sólo la suavidad, no la severidad, podía detener su difusión.
Trajano respondió brevemente, aprobó la acción de Plinio de perdonar a quienes se retractasen, ordenó ignorar las acusaciones anónimas y, además, afirmó que no se debía estar a la búsqueda de cristianos. Si se informaba legítimamente que lo eran y se los condenaba legítimamente, entonces debían ser castigados de acuerdo con la ley, decía Trajano, pero Plinio no debía salir a buscarlos. (Indiscutiblemente, Plinio y Trajano, en lenguaje moderno, eran «blandos con el cristianismo».)
Plinio murió no mucho después de escribir esa carta, probablemente mientras aún prestaba servicios como gobernador de Bitinia.
El período de paz posterior a la campaña dacia no duró mucho, pues surgieron problemas en el Este. Los dacios habían pedido ayuda a Partía, la vieja enemiga de Roma, y Trajano no lo olvidó. Además, Armenia aún era el Estado tapón en disputa entre los dos grandes imperios. La última lucha se había producido en la época de Nerón, y desde entonces Armenia había estado en un delicado equilibrio.
Pero en 113, el rey parto Cosroes puso un gobernante títere en Armenia y rompió la tregua de cincuenta años. Fue una locura de Partia, pues pasaba desde hacia varias décadas por periódicas guerras civiles entre pretendientes rivales al trono, mientras que Roma atravesaba un período de fortalecimiento. En efecto, durante los veinte años anteriores, fuerzas romanas habían estado avanzando poco a poco hacia el Este, hasta las tierras fronterizas de Arabia. La ciudad comercial de Petra, al sudeste de Judea, junto con la península del Sinaí, entre Judea y Egipto, fueron anexadas en 105 y convertidas en la provincia romana de Arabia. Esto consolidó la posición romana en el Este y la fortaleció para una guerra con Partia.
Cosroes se apercibió sin duda de su error, pues hizo un rápido esfuerzo para aplacar a Trajano. Pero era demasiado tarde, pues Trajano no estaba dispuesto a transigir. Avanzó hacia el Este en 114, se apoderó de Armenia casi sin lucha y la convirtió directamente en una provincia romana. Luego dobló al sudeste, avanzó hacia la capital parta, Ctesifonte, que tomó, y después atravesó toda la Mesopotámia hasta llegar al golfo Pérsico.
Ese fue el punto oriental más lejano al que llegaron las legiones romanas, y cuando Trajano, que tenía sesenta años, miró a través del golfo en dirección a Persia y la India, donde cuatro siglos y medio antes Alejandro Magno había ganado enormes victorias, exclamó tristemente: « ¡Sí yo fuera más joven! ».
En ese momento, el Imperio Romano llegó a su máxima extensión. En 116 (860 A. U. C.), Trajano convirtió a Asiria y Mesopotámia en provincias de Roma y estableció las fronteras orientales del Imperio en el río Tigris.
La superficie del Imperio Romano, unido por 290.000 kilómetros de caminos, era de aproximadamente de 9.000.000 kilómetros cuadrados, de modo que tenía más o menos el tamaño de los Estados Unidos de América en la actualidad. Su población debe de haber sido de un poco más de 100.000.000 de habitantes, y la ciudad de Roma contaba con alrededor de 1.000.000 de habitantes. El Imperio tenía una gran extensión, aun para los tiempos modernos, y en comparación con los Estados que habían existido antes en la zona mediterránea (excepto el Imperio Persa, de vida relativamente corta) era absolutamente monumental. No cabe extrañarse de que causara una impresión tan profunda a los hombres de los siglos que siguieron inmediatamente a la muerte de Augusto que ni siquiera todos los desastres que más tarde sufriría el Imperio bastarían para borrar el recuerdo de su grandeza.
Pero era más fácil derrotar a los partos que consolidar la victoria. Casi inmediatamente, reanudaron la guerra, y Trajano, al tener noticia de desórdenes en otras partes del Imperio, se vio obligado a retirarse un poco de los lejanos puntos a los que había llegado. En 117, en el camino de vuelta a Roma, murió en el sur de Asia Menor.
miércoles, octubre 26
parte 18. La edad de plata
La Edad de Plata
En el nuevo período de paz, seguridad y prosperidad que se inició con Nerva, la aristocracia romana dio un gran suspiro de alivio y los historiadores romanos escribieron libros en los que describían a la mayoría de los emperadores anteriores con los más negros colores, para aumentar el contraste con los amables emperadores protectores del Senado que ahora se estaban sucediendo en el trono y también para obtener una especie de venganza póstuma sobre los gobernantes anteriores.
La venganza fue más eficaz de lo que los mismos historiadores habrían imaginado, pues algunos de sus libros sobrevivieron y han ennegrecido para siempre los nombres de los primeros emperadores. Por malos que hayan sido algunos de esos emperadores, no hay uno solo que no aparezca en las historias senatoriales (y por ende en el pensamiento de los hombres de hoy) mucho peor de lo que probablemente fue en la vida real.
El más importante de esos historiadores fue Cornelio Tácito. Prosperó bajo los Flavios, pero en los años finales del reinado de Domiciano vivió en una considerable inseguridad. Era yerno de Agrícola, el general que había extendido la dominación romana en Britania y había sido llamado por Domiciano. También esto aumentó el resentimiento de Tácito hacia este emperador. Escribió una historia de Roma desde la muerte de Augusto hasta la muerte de Domiciano desde el punto de vista del republicanismo senatorial y no vio nada bueno en la mayoría de los emperadores de ese período. Tiberio, en particular, fue objeto de su desagrado, probablemente porque su carácter era muy similar al de Domiciano.
Tácito también escribió una biografía de Agrícola, libro valioso por la luz que arroja sobre los britanos de la época. Tácito estuvo ausente de Roma entre el 89 y el 93, y quizás pasara parte de ese tiempo en Germania, porque escribió también un libro sobre ese país que es ahora prácticamente la única fuente de conocimiento que tenemos de esa región en la época del temprano Imperio. No podemos dejar de admirar la exactitud del libro, aunque Tácito trataba claramente de emitir un juicio moral, comparando la vida sencilla y virtuosa de los germanos con el decadente lujo de los romanos. Para hacer resaltar esto, probablemente pintó un cuadro demasiado brillante en un aspecto y demasiado oscuro en el otro.
Cayo Suetonio Tranquilo era un historiador más joven que nació alrededor del 70 en la costa africana. Es famoso por un libro titulado «Vida de los Doce Césares». Era un conjunto de biografías chismosas de Julio César y los once primeros emperadores de Roma, hasta Domiciano inclusive. Suetonio gustaba de repetir historias escandalosas e incorporó a su libro muchas cosas que los historiadores modernos habrían descartado por considerarlas mero chismorreo. Pero escribía con sencillez, y las historias escandalosas que repitió dieron popularidad al libro, hasta el día de hoy.
El más importante historiador no romano del período fue un judío llamado José, que romanizó su nombre para convertirlo en Flavio Josefo. Nació en el 37, y no sólo estaba versado en las tradiciones judías, sino que también poseía la suficiente experiencia mundana como para asimilar con facilidad una educación romana. Conocía a ambas partes y visitó Roma en 64 a fin de pedir un tratamiento mejor y más tolerante para los judíos, mientras en Judea instó a la moderación y al freno de los elementos más nacionalistas.
Fracasó, y cuando estalló la Guerra de Judea, se vio obligado a conducir un contingente contra los romanos. Combatió bien, resistiendo durante largo tiempo contra fuerzas superiores. Cuando finalmente se vio obligado a rendirse, no se suicidó como los otros resistentes desesperados. En cambio, se inclinó ante lo inevitable, hizo las paces con Vespasiano y Tito y pasó el último cuarto de siglo de su vida en Roma como ciudadano romano, muriendo en 95, aproximadamente.
Pero no olvidó totalmente a sus infortunados compatriotas. Escribió una historia de la rebelión titulada La guerra de los judíos, publicada a finales de Vespasiano, y una autobiografía para defenderse contra la acusación de haber provocado la rebelión, y otro libro en defensa del judaísmo contra los antisemitas. Su obra maestra fue Las antigüedades judías, una historia de los judíos (con una descripción de los libros históricos de la Biblia) que llegaba hasta el estallido de la rebelión.
En este último libro, se menciona a Jesús de Nazaret en un párrafo, la única referencia contemporánea a Jesús fuera del Nuevo Testamento. Pero la mayoría de los sabios consideran apócrifo el párrafo, y creen que fue insertado posteriormente por algún ardiente cristiano inquieto por la falta de referencia de Josefo a Jesús en su descripción de Judea en la época de Tiberio.
El período de los Flavios se señaló por la producción de una importante literatura. Los críticos no la colocan en el mismo nivel que las grandes creaciones de la época de Augusto y se limitan a aludir a los escritos del tiempo de los Flavios como la «Edad de Plata».
Esta edad de plata incluye a tres destacados satíricos, es decir, autores que se burlaban de los vicios de su tiempo y, de este modo, contribuyeron a mejorar la moral pública. Esos satíricos eran Persio (Aulus Persius Flaccus), Marcial (Marcus Valerius Martialis) y Juvenal (Decimus Junius Juvenalis).
Persio fue el primero y, en realidad, precedió al período navío, pues escribió en los reinados de Claudio y Nerón. Se especializó en burlarse de los gustos literarios del momento, que, pensaba, reflejaban la decadencia general de la moral. Murió antes de los treinta años, y probablemente habría ganado mayor fama si hubiese vivido más tiempo.
Marcial nació en España, en 43, llegó a Roma en época de Nerón y permaneció allí por el resto de su vida, muriendo en 104. Se le conoce sobre todo por su epigramas satíricos, versos cortos, de dos a cuatro líneas, que podían ser sumamente mordaces. Escribió alrededor de 1.500 de ellos, y los dividió en catorce libros. Se mofó de todo lo que a sus ojos era disoluto y erróneo y es probable que sus epigramas estuvieran en los labios de todas las personas importantes de Roma. Tal vez todo el que fuese objeto de su mordaz ingenio sintiese el escozor por años.
Marcial fue muy popular en vida, y recibió el patrocinio de Tito y Domiciano. Esto se debió en parte a que su ingenio era genuinamente divertido y en parte a que a menudo se permitió escribir versos indecorosos, por lo que algunos de sus epigramas son casi como «chistes verdes».
Un epigrama decente que podemos tomar como ejemplo es el siguiente:
Non amo te, Sabidi, nec possum dicere quare;
Hoc tantum possum dicere, non amo te.
Esto significa: «No te quiero Sabidio, y no sé por qué; sólo puedo decir que no te quiero».
Este epigrama es más conocido hoy [en los países de habla inglesa, n. del t. ] en la forma de una traducción libre hecha por Thomas Brown, cuando estudiaba en Oxford, alrededor de 1780, y referida a su decano, John Fell:
I do not love thee, Doctor Fell.
The reason why I cannot tell;
But this alone I know full well,
I do not love thee, Doctor Fell.
Juvenal fue quizás el más grande y el más acre de los satíricos. Carecía de humor y de gracia porque los defectos de la sociedad que veía a su alrededor le eran tan odiosos que sólo podía tratarlos con una ardiente indignación. Despreciaba el lujo y la ostentación, y denunciaba con igual vehemencia la dominación de un hombre como la supremacía de la muchedumbre. Hallaba detestable casi todo aspecto de la vida cotidiana de Roma, y fue él quien dijo que todo lo que interesaba a los romanos era «panem et circenses» («pan y circo»). Sin embargo, esto no significa que Roma bajo los emperadores fuese una ciudad peor que cualquier otra de la historia del mundo. Sin duda, si Juvenal viviese hoy, podría escribir sátiras similares, igualmente amargas e igualmente verdaderas, sobre Nueva York, París, Londres o Moscú. Es importante recordar que los vicios y males de la vida resaltan muy claramente pero que aun en los peores tiempos hay mucho de bueno, amable y decente que pasa inadvertido y no sale en la primera plana de los periódicos.
Un poeta de un estilo más antiguo era Lucano (Marcus Annaeus Lucanus). Nació en Cordoba, España, en el 39, y era sobrino de Séneca, el tutor del joven Nerón (véase página). Su obra más famosa era un poema épico sobre la guerra civil entre Julio César y Pompeyo. Es la única de sus obras que nos ha llegado.
Fue uno de los íntimos de Nerón, pero esta amistad fue fatal para él tanto como para su tío. Nerón se sintió celoso de las aclamaciones que recibían las poesías de Lucano y le prohibió dar recitales públicos. Esto era más de lo que un poeta podía soportar. Entró en la conspiración de Pisón contra el Emperador y, cuando ésta fracasó, fue apresado y obligado a suicidarse, pese a que brindó información y traicionó a quienes habían estado en la conspiración con él.
Otro miembro de la «Escuela Española» que floreció en la Roma de la Edad de Plata y que incluía a Séneca, Marcial y Lucano era Quintiliano (Marcus Fabius Quintilianus), quien nació en España en el 35. Prestó servicios bajo Galba y llegó a Roma cuando este general se convirtió por breve tiempo en emperador. Permaneció en Roma y llegó a ser el más importante maestro de oratoria y retórica de su época. Fue el primer maestro que se benefició del nuevo interés imperial por la educación y recibió de Vespasiano una subvención gubernamental. Quintiliano era un gran admirador de Cicerón y se esforzó por salvar el estilo latino de la tendencia a hacerse demasiado rebuscado y poético.
Roma nunca fue famosa por su ciencia; ésta era el fuerte de los griegos. Sin embargo, en el siglo I del Imperio, varios romanos hicieron contribuciones que deben ser mencionadas en toda historia de la ciencia.
El más famoso de ellos, quizá, fue Plinio (Gaius Plinius Secundus), nacido en Novum Comun (la moderna Como), en el norte de Italia, en 23. Tuvo mando de tropas en Germania, en tiempos de Claudio, pero fue después que Vespasiano (de quien era íntimo amigo) se convirtiese en emperador cuando realmente pudo hacer valer sus méritos. En este reinado, fue gobernador de partes de la Galia y España.
Era un hombre de intereses universales y de una curiosidad universal, que estaba siempre leyendo y escribiendo en todo momento libre que tenía. Su obra principal fue una Historia Natural en treinta y siete volúmenes, publicada en 77 y dedicada a Tito, a la sazón heredero del trono. No era una obra original, sino un compendio de dos mil libros antiguos de casi quinientos autores. Lo hizo con total indiscriminación y elegía los temas a menudo porque eran sensacionalistas e interesantes, no porque fuesen plausibles o sensatos.
El libro trataba de astronomía y geografía, pero en su mayor parte estaba dedicado a la zoología, y en este campo citó profusamente cuentos de viajeros acerca de unicornios, sirenas, caballos voladores, hombres sin boca, hombres con pies enormes, etc. Era fascinante y los libros sobrevivieron porque se hicieron muchísimas copias de ellos, mientras que se perdieron otras obras más sobrias y con más materiales fácticos. La obra de Plinio fue conocida durante toda la Edad Media y comienzos de los tiempos modernos como una maravilla, y generalmente se creyó que trataba de cosas reales.
Plinio tuvo un trágico fin. Bajo Tito, fue puesto al mando de la flota estacionada frente a Nápoles. Desde allí, vio la explosión del Vesubio. En su ansiedad por presenciar la erupción, estudiarla y luego, indudablemente, describirla en detalle, bajó a la costa. Tardó demasiado en retirarse y fue atrapado por las cenizas y el vapor. Más tarde, se le halló muerto.
Entre otros divulgadores cuya obra ha sobrevivido se cuenta Aulo Cornelio Celso. En tiempos de Tiberio, recopiló restos del saber griego para su público. El libro que dedicó a la medicina griega fue descubierto en época moderna y Celso llegó a ser considerado como un famoso médico antiguo, lo cual era hacerle demasiado honor.
En el reinado de Calígula, Pomponio Mela (otro de los intelectuales de la época nacidos en España) escribió una pequeña geografía popular basada en la astronomía griega, excluyendo cuidadosamente las matemáticas que la hubiesen hecho demasiado difícil. Fue muy popular en su tiempo y sobrevivió hasta el período medieval, cuando, durante un momento, fue todo lo que quedaba del conocimiento geográfico antiguo.
En ingeniería los romanos se destacaron e hicieron una importante labor. Vitruvio (Marcus Vitruvius Pollio) floreció en el reinado de Augusto y publicó un gran volumen sobre arquitectura que dedicó al Emperador. Durante muchos siglos, fue un clásico en la materia.
Una labor similar en otras ramas de las ciencias prácticas fue la realizada por Sexto Julio Frontino, nacido alrededor del 30. Fue gobernador de Britania bajo Vespasiano y escribió libros sobre agrimensura y ciencia militar que no nos han llegado. En 97, el emperador Nerva lo puso a cargo del sistema hidráulico de Roma. Como resultado de esto, publicó una obra en dos volúmenes en la que describía los acueductos romanos, probablemente la más importante obra informativa que poseemos sobre la ingeniería antigua. Estaba orgulloso de las realizaciones prácticas de los ingenieros romanos, y las comparaba favorablemente con las hazañas de ingeniería espectaculares pero inútiles de los egipcios y los griegos.
La luz menguante de la ciencia griega aún brillaba en el período del temprano Imperio. Un médico griego, Dioscórides, sirvió en los ejércitos romanos bajo Nerón. Su principal interés residía en el uso de plantas como fuente de drogas. A este respecto, escribió cinco libros que constituyeron la primera farmacopea sistemática y sobrevivieron a lo largo del período medieval.
Aproximadamente por la misma época, vivió en Alejandría Herón, tal vez el más ingenioso inventor e ingeniero de la antigüedad. Es muy famoso por haber concebido una esfera hueca con mangos curvos dentro de la cual podía hervirse agua. El vapor, al salir con fuerza por los mangos, hacía girar la esfera (precisamente, el principio de muchas regaderas automáticas actuales). Se trata de una máquina de vapor muy primitiva, y si la sociedad de la época hubiera sido diferente, cabe imaginar que tal mecanismo habría dado origen a una revolución industrial como la que se produjo, de hecho, sólo diecisiete siglos más tarde. Herón también estudió la mecánica y observó la conducta del aire, temas sobre los que escribió obras muy avanzadas para su época.
Sin embargo, por alguna razón, la luz de la literatura y la ciencia que tanto había brillado en los tiempos inciertos y agitados de tiranos como Calígula, Nerón y Domiciano, fue apagándose hasta convertirse en una débil llama bajo el gobierno suave e ilustrado de los emperadores que siguieron a Nerva.
En el nuevo período de paz, seguridad y prosperidad que se inició con Nerva, la aristocracia romana dio un gran suspiro de alivio y los historiadores romanos escribieron libros en los que describían a la mayoría de los emperadores anteriores con los más negros colores, para aumentar el contraste con los amables emperadores protectores del Senado que ahora se estaban sucediendo en el trono y también para obtener una especie de venganza póstuma sobre los gobernantes anteriores.
La venganza fue más eficaz de lo que los mismos historiadores habrían imaginado, pues algunos de sus libros sobrevivieron y han ennegrecido para siempre los nombres de los primeros emperadores. Por malos que hayan sido algunos de esos emperadores, no hay uno solo que no aparezca en las historias senatoriales (y por ende en el pensamiento de los hombres de hoy) mucho peor de lo que probablemente fue en la vida real.
El más importante de esos historiadores fue Cornelio Tácito. Prosperó bajo los Flavios, pero en los años finales del reinado de Domiciano vivió en una considerable inseguridad. Era yerno de Agrícola, el general que había extendido la dominación romana en Britania y había sido llamado por Domiciano. También esto aumentó el resentimiento de Tácito hacia este emperador. Escribió una historia de Roma desde la muerte de Augusto hasta la muerte de Domiciano desde el punto de vista del republicanismo senatorial y no vio nada bueno en la mayoría de los emperadores de ese período. Tiberio, en particular, fue objeto de su desagrado, probablemente porque su carácter era muy similar al de Domiciano.
Tácito también escribió una biografía de Agrícola, libro valioso por la luz que arroja sobre los britanos de la época. Tácito estuvo ausente de Roma entre el 89 y el 93, y quizás pasara parte de ese tiempo en Germania, porque escribió también un libro sobre ese país que es ahora prácticamente la única fuente de conocimiento que tenemos de esa región en la época del temprano Imperio. No podemos dejar de admirar la exactitud del libro, aunque Tácito trataba claramente de emitir un juicio moral, comparando la vida sencilla y virtuosa de los germanos con el decadente lujo de los romanos. Para hacer resaltar esto, probablemente pintó un cuadro demasiado brillante en un aspecto y demasiado oscuro en el otro.
Cayo Suetonio Tranquilo era un historiador más joven que nació alrededor del 70 en la costa africana. Es famoso por un libro titulado «Vida de los Doce Césares». Era un conjunto de biografías chismosas de Julio César y los once primeros emperadores de Roma, hasta Domiciano inclusive. Suetonio gustaba de repetir historias escandalosas e incorporó a su libro muchas cosas que los historiadores modernos habrían descartado por considerarlas mero chismorreo. Pero escribía con sencillez, y las historias escandalosas que repitió dieron popularidad al libro, hasta el día de hoy.
El más importante historiador no romano del período fue un judío llamado José, que romanizó su nombre para convertirlo en Flavio Josefo. Nació en el 37, y no sólo estaba versado en las tradiciones judías, sino que también poseía la suficiente experiencia mundana como para asimilar con facilidad una educación romana. Conocía a ambas partes y visitó Roma en 64 a fin de pedir un tratamiento mejor y más tolerante para los judíos, mientras en Judea instó a la moderación y al freno de los elementos más nacionalistas.
Fracasó, y cuando estalló la Guerra de Judea, se vio obligado a conducir un contingente contra los romanos. Combatió bien, resistiendo durante largo tiempo contra fuerzas superiores. Cuando finalmente se vio obligado a rendirse, no se suicidó como los otros resistentes desesperados. En cambio, se inclinó ante lo inevitable, hizo las paces con Vespasiano y Tito y pasó el último cuarto de siglo de su vida en Roma como ciudadano romano, muriendo en 95, aproximadamente.
Pero no olvidó totalmente a sus infortunados compatriotas. Escribió una historia de la rebelión titulada La guerra de los judíos, publicada a finales de Vespasiano, y una autobiografía para defenderse contra la acusación de haber provocado la rebelión, y otro libro en defensa del judaísmo contra los antisemitas. Su obra maestra fue Las antigüedades judías, una historia de los judíos (con una descripción de los libros históricos de la Biblia) que llegaba hasta el estallido de la rebelión.
En este último libro, se menciona a Jesús de Nazaret en un párrafo, la única referencia contemporánea a Jesús fuera del Nuevo Testamento. Pero la mayoría de los sabios consideran apócrifo el párrafo, y creen que fue insertado posteriormente por algún ardiente cristiano inquieto por la falta de referencia de Josefo a Jesús en su descripción de Judea en la época de Tiberio.
El período de los Flavios se señaló por la producción de una importante literatura. Los críticos no la colocan en el mismo nivel que las grandes creaciones de la época de Augusto y se limitan a aludir a los escritos del tiempo de los Flavios como la «Edad de Plata».
Esta edad de plata incluye a tres destacados satíricos, es decir, autores que se burlaban de los vicios de su tiempo y, de este modo, contribuyeron a mejorar la moral pública. Esos satíricos eran Persio (Aulus Persius Flaccus), Marcial (Marcus Valerius Martialis) y Juvenal (Decimus Junius Juvenalis).
Persio fue el primero y, en realidad, precedió al período navío, pues escribió en los reinados de Claudio y Nerón. Se especializó en burlarse de los gustos literarios del momento, que, pensaba, reflejaban la decadencia general de la moral. Murió antes de los treinta años, y probablemente habría ganado mayor fama si hubiese vivido más tiempo.
Marcial nació en España, en 43, llegó a Roma en época de Nerón y permaneció allí por el resto de su vida, muriendo en 104. Se le conoce sobre todo por su epigramas satíricos, versos cortos, de dos a cuatro líneas, que podían ser sumamente mordaces. Escribió alrededor de 1.500 de ellos, y los dividió en catorce libros. Se mofó de todo lo que a sus ojos era disoluto y erróneo y es probable que sus epigramas estuvieran en los labios de todas las personas importantes de Roma. Tal vez todo el que fuese objeto de su mordaz ingenio sintiese el escozor por años.
Marcial fue muy popular en vida, y recibió el patrocinio de Tito y Domiciano. Esto se debió en parte a que su ingenio era genuinamente divertido y en parte a que a menudo se permitió escribir versos indecorosos, por lo que algunos de sus epigramas son casi como «chistes verdes».
Un epigrama decente que podemos tomar como ejemplo es el siguiente:
Non amo te, Sabidi, nec possum dicere quare;
Hoc tantum possum dicere, non amo te.
Esto significa: «No te quiero Sabidio, y no sé por qué; sólo puedo decir que no te quiero».
Este epigrama es más conocido hoy [en los países de habla inglesa, n. del t. ] en la forma de una traducción libre hecha por Thomas Brown, cuando estudiaba en Oxford, alrededor de 1780, y referida a su decano, John Fell:
I do not love thee, Doctor Fell.
The reason why I cannot tell;
But this alone I know full well,
I do not love thee, Doctor Fell.
Juvenal fue quizás el más grande y el más acre de los satíricos. Carecía de humor y de gracia porque los defectos de la sociedad que veía a su alrededor le eran tan odiosos que sólo podía tratarlos con una ardiente indignación. Despreciaba el lujo y la ostentación, y denunciaba con igual vehemencia la dominación de un hombre como la supremacía de la muchedumbre. Hallaba detestable casi todo aspecto de la vida cotidiana de Roma, y fue él quien dijo que todo lo que interesaba a los romanos era «panem et circenses» («pan y circo»). Sin embargo, esto no significa que Roma bajo los emperadores fuese una ciudad peor que cualquier otra de la historia del mundo. Sin duda, si Juvenal viviese hoy, podría escribir sátiras similares, igualmente amargas e igualmente verdaderas, sobre Nueva York, París, Londres o Moscú. Es importante recordar que los vicios y males de la vida resaltan muy claramente pero que aun en los peores tiempos hay mucho de bueno, amable y decente que pasa inadvertido y no sale en la primera plana de los periódicos.
Un poeta de un estilo más antiguo era Lucano (Marcus Annaeus Lucanus). Nació en Cordoba, España, en el 39, y era sobrino de Séneca, el tutor del joven Nerón (véase página). Su obra más famosa era un poema épico sobre la guerra civil entre Julio César y Pompeyo. Es la única de sus obras que nos ha llegado.
Fue uno de los íntimos de Nerón, pero esta amistad fue fatal para él tanto como para su tío. Nerón se sintió celoso de las aclamaciones que recibían las poesías de Lucano y le prohibió dar recitales públicos. Esto era más de lo que un poeta podía soportar. Entró en la conspiración de Pisón contra el Emperador y, cuando ésta fracasó, fue apresado y obligado a suicidarse, pese a que brindó información y traicionó a quienes habían estado en la conspiración con él.
Otro miembro de la «Escuela Española» que floreció en la Roma de la Edad de Plata y que incluía a Séneca, Marcial y Lucano era Quintiliano (Marcus Fabius Quintilianus), quien nació en España en el 35. Prestó servicios bajo Galba y llegó a Roma cuando este general se convirtió por breve tiempo en emperador. Permaneció en Roma y llegó a ser el más importante maestro de oratoria y retórica de su época. Fue el primer maestro que se benefició del nuevo interés imperial por la educación y recibió de Vespasiano una subvención gubernamental. Quintiliano era un gran admirador de Cicerón y se esforzó por salvar el estilo latino de la tendencia a hacerse demasiado rebuscado y poético.
Roma nunca fue famosa por su ciencia; ésta era el fuerte de los griegos. Sin embargo, en el siglo I del Imperio, varios romanos hicieron contribuciones que deben ser mencionadas en toda historia de la ciencia.
El más famoso de ellos, quizá, fue Plinio (Gaius Plinius Secundus), nacido en Novum Comun (la moderna Como), en el norte de Italia, en 23. Tuvo mando de tropas en Germania, en tiempos de Claudio, pero fue después que Vespasiano (de quien era íntimo amigo) se convirtiese en emperador cuando realmente pudo hacer valer sus méritos. En este reinado, fue gobernador de partes de la Galia y España.
Era un hombre de intereses universales y de una curiosidad universal, que estaba siempre leyendo y escribiendo en todo momento libre que tenía. Su obra principal fue una Historia Natural en treinta y siete volúmenes, publicada en 77 y dedicada a Tito, a la sazón heredero del trono. No era una obra original, sino un compendio de dos mil libros antiguos de casi quinientos autores. Lo hizo con total indiscriminación y elegía los temas a menudo porque eran sensacionalistas e interesantes, no porque fuesen plausibles o sensatos.
El libro trataba de astronomía y geografía, pero en su mayor parte estaba dedicado a la zoología, y en este campo citó profusamente cuentos de viajeros acerca de unicornios, sirenas, caballos voladores, hombres sin boca, hombres con pies enormes, etc. Era fascinante y los libros sobrevivieron porque se hicieron muchísimas copias de ellos, mientras que se perdieron otras obras más sobrias y con más materiales fácticos. La obra de Plinio fue conocida durante toda la Edad Media y comienzos de los tiempos modernos como una maravilla, y generalmente se creyó que trataba de cosas reales.
Plinio tuvo un trágico fin. Bajo Tito, fue puesto al mando de la flota estacionada frente a Nápoles. Desde allí, vio la explosión del Vesubio. En su ansiedad por presenciar la erupción, estudiarla y luego, indudablemente, describirla en detalle, bajó a la costa. Tardó demasiado en retirarse y fue atrapado por las cenizas y el vapor. Más tarde, se le halló muerto.
Entre otros divulgadores cuya obra ha sobrevivido se cuenta Aulo Cornelio Celso. En tiempos de Tiberio, recopiló restos del saber griego para su público. El libro que dedicó a la medicina griega fue descubierto en época moderna y Celso llegó a ser considerado como un famoso médico antiguo, lo cual era hacerle demasiado honor.
En el reinado de Calígula, Pomponio Mela (otro de los intelectuales de la época nacidos en España) escribió una pequeña geografía popular basada en la astronomía griega, excluyendo cuidadosamente las matemáticas que la hubiesen hecho demasiado difícil. Fue muy popular en su tiempo y sobrevivió hasta el período medieval, cuando, durante un momento, fue todo lo que quedaba del conocimiento geográfico antiguo.
En ingeniería los romanos se destacaron e hicieron una importante labor. Vitruvio (Marcus Vitruvius Pollio) floreció en el reinado de Augusto y publicó un gran volumen sobre arquitectura que dedicó al Emperador. Durante muchos siglos, fue un clásico en la materia.
Una labor similar en otras ramas de las ciencias prácticas fue la realizada por Sexto Julio Frontino, nacido alrededor del 30. Fue gobernador de Britania bajo Vespasiano y escribió libros sobre agrimensura y ciencia militar que no nos han llegado. En 97, el emperador Nerva lo puso a cargo del sistema hidráulico de Roma. Como resultado de esto, publicó una obra en dos volúmenes en la que describía los acueductos romanos, probablemente la más importante obra informativa que poseemos sobre la ingeniería antigua. Estaba orgulloso de las realizaciones prácticas de los ingenieros romanos, y las comparaba favorablemente con las hazañas de ingeniería espectaculares pero inútiles de los egipcios y los griegos.
La luz menguante de la ciencia griega aún brillaba en el período del temprano Imperio. Un médico griego, Dioscórides, sirvió en los ejércitos romanos bajo Nerón. Su principal interés residía en el uso de plantas como fuente de drogas. A este respecto, escribió cinco libros que constituyeron la primera farmacopea sistemática y sobrevivieron a lo largo del período medieval.
Aproximadamente por la misma época, vivió en Alejandría Herón, tal vez el más ingenioso inventor e ingeniero de la antigüedad. Es muy famoso por haber concebido una esfera hueca con mangos curvos dentro de la cual podía hervirse agua. El vapor, al salir con fuerza por los mangos, hacía girar la esfera (precisamente, el principio de muchas regaderas automáticas actuales). Se trata de una máquina de vapor muy primitiva, y si la sociedad de la época hubiera sido diferente, cabe imaginar que tal mecanismo habría dado origen a una revolución industrial como la que se produjo, de hecho, sólo diecisiete siglos más tarde. Herón también estudió la mecánica y observó la conducta del aire, temas sobre los que escribió obras muy avanzadas para su época.
Sin embargo, por alguna razón, la luz de la literatura y la ciencia que tanto había brillado en los tiempos inciertos y agitados de tiranos como Calígula, Nerón y Domiciano, fue apagándose hasta convertirse en una débil llama bajo el gobierno suave e ilustrado de los emperadores que siguieron a Nerva.
martes, octubre 25
Sobre la fiesta de las guerras cantabras.
A todo el mundo al que hablo de las fiestas de las guerras cantabras, le aviso siempre, de manera negativa sobre lo que se va a encontrar en Corrales...
Lo primero, es que el rigor histórico deja mucho que desear, y pongo siempre como ejemplo a la guardia pretoriana:
- Lo primero es el símbolo del escorpión, que fué instaurado por la guardia pretoriana en honor al emperador Tiberio, que fue posterior a Augusto.
- Lo segundo, los escudos planos, cuando está demostrado por frisos que los pretorianos llevaban escudos republicanos o lo que es lo mismo ovalados.
- Y la lórica segmentata, que aunque en esta época empieza a haber una mayor standarización de los uniformes, (aunque eso en un ejercito tan grande llevaría mucho tiempo, y los soldados seguirían llevando cota de malla), era muy complicado que se llevase, y la mayoría de la gente apunta a la época de Tiberio como de inicio de su utilización...
El resto de grupos queda igual de mal parado, ya que no hay ninguno que pueda sacar el pecho sobre su vestimenta militar.
Normalmente cuando vienen se llevan una sorpresa agradable, por que es tan mala la imagen que les pongo, que la final les gusta: "No está tan mal".
Una cosa de la que se quejan todos los visitantes, es la falta de información que hay... la mayoría de los "fiesteros" no saben explicar en que consisten los diferentes actos, y otra gran mayoría ni sabría contarnos nada de las guerras cantabras...
Por lo que en muchos casos no existe ninguna divulgación, y la gente que viene de fuera no sabe en que consiste y por que pasa...
Esto dá una sensación para el "No festero" de que es una fiesta privada...ya que no dispone de información ni la recibe en muchos casos. Y se limita a pasear por los campamentos y simplemente mirar.
Hay mucho en que trabajar para el año que viene... Los pretorianos tenemos un montón de ideas, que surgen en la realización de este Blog y que en muchos casos compartiremos.
saludos desde el castra praetoria.
Lo primero, es que el rigor histórico deja mucho que desear, y pongo siempre como ejemplo a la guardia pretoriana:
- Lo primero es el símbolo del escorpión, que fué instaurado por la guardia pretoriana en honor al emperador Tiberio, que fue posterior a Augusto.
- Lo segundo, los escudos planos, cuando está demostrado por frisos que los pretorianos llevaban escudos republicanos o lo que es lo mismo ovalados.
- Y la lórica segmentata, que aunque en esta época empieza a haber una mayor standarización de los uniformes, (aunque eso en un ejercito tan grande llevaría mucho tiempo, y los soldados seguirían llevando cota de malla), era muy complicado que se llevase, y la mayoría de la gente apunta a la época de Tiberio como de inicio de su utilización...
El resto de grupos queda igual de mal parado, ya que no hay ninguno que pueda sacar el pecho sobre su vestimenta militar.
Normalmente cuando vienen se llevan una sorpresa agradable, por que es tan mala la imagen que les pongo, que la final les gusta: "No está tan mal".
Una cosa de la que se quejan todos los visitantes, es la falta de información que hay... la mayoría de los "fiesteros" no saben explicar en que consisten los diferentes actos, y otra gran mayoría ni sabría contarnos nada de las guerras cantabras...
Por lo que en muchos casos no existe ninguna divulgación, y la gente que viene de fuera no sabe en que consiste y por que pasa...
Esto dá una sensación para el "No festero" de que es una fiesta privada...ya que no dispone de información ni la recibe en muchos casos. Y se limita a pasear por los campamentos y simplemente mirar.
Hay mucho en que trabajar para el año que viene... Los pretorianos tenemos un montón de ideas, que surgen en la realización de este Blog y que en muchos casos compartiremos.
saludos desde el castra praetoria.
LAS TERMOPILAS
VUELVO A POSTEAR ESTE TEXTO, CO TINTES ÉPICOS DE LA BATALLADE LAS TERMÓPILAS:
Detrás de las vallas que cerraban el desfiladero de las Termópilas había apenas 7.000 griegos. Los comandaba el rey de Esparta, Leonidas, que había traído consigo a 300 espartanos.
Cuando se informó de esto a Jerjes, el Gran Rey no entendió nada. Tuvieron que explicárselo: los espartanos, antes de combatir, hacían gimnasia para estar en forma y, antes de morir, se arreglaban como corresponde porque en Esparta no se estilaba ir a la muerte hecho un zarrapastroso. Jerjes creyó que era una bravuconada. Se equivocó.
Cuando, al quinto día, dio la orden de ataque, la aplanadora persa de 175.000 hombres se estrelló contra la formación griega. Hora tras hora, oleada tras oleada, a lo largo de todo el día, las formaciones de los medos y los quisios del ejército persa trataron de romper el frente heleno. En vano. Clavados en sus puestos, los griegos resistieron como un bloque de granito y causaron terribles bajas, sobre todo entre los medos.
Jerjes montó en cólera. Al día siguiente decidió lanzar sus mejores tropas. Según cuenta la leyenda, les decían "Los Inmortales" porque su número era constante: a las bajas producidas por el combate o por la enfermedad se las cubría inmediatamente. De este modo, el número del contingente era siempre estable. Ascendía a 10.000 hombres.
Y tampoco pudieron. Sus lanzas eran más cortas. No tenían espacio para maniobrar a fin de hacer valer su número. Además, no tenían ni el adiestramiento ni la disciplina de los lacedemonios. Durante la batalla, los espartanos jugaron con ellos al gato y al ratón, empleando una táctica que, más tarde, sería la favorita de Atila y sus hunos: a la vista de un ataque enemigo, las tropas espartanas simulaban batirse en retirada como presas del pánico. El enemigo, creyendo que huían, se les tiraba encima desordenadamente. En el último momento, sin embargo, las formaciones espartanas daban media vuelta, tomaban posición y se lanzaban al ataque tomando a todo el mundo de sorpresa. Los perseguidores, antes de darse cuenta, se transformaban en perseguidos. La mayoría de ellos, en perseguidos muertos.
A lo largo de todo el segundo día los persas, con sus tropas de élite, trataron de forzar la resistencia de los griegos. Sin éxito. Las vallas seguían allí y, delante de ellas, los espartanos encabezados por Leónidas no cedieron ni un milímetro. Iban 48 horas de combate. Desde el amanecer hasta la caída del sol. Oleada tras oleada. Escaramuza tras escaramuza. Combate tras combate. Sangre. Muertos. Gritos. Órdenes. Ataques. Retiradas simuladas. Contraataques. Maldiciones. Amigos que caen bañados en sangre. Camaradas de toda la vida que se tiran contra el enemigo y terminan atravesados por dos, tres, cuatro lanzas. Heridos que gimen antes de morir. Estertores. Alaridos. Ruido. Sangre. Más muerte.
Pero nadie abandona su puesto. Al camarada que cae adelante lo vengan los que vienen atrás. La formación resiste. La formación aguanta. La formación da un paso al frente y ataca. La formación se cierra. Los persas se estrellan contra la falange erizada de lanzas. No pasan. No pueden pasar. No deben pasar. Si pasaran, quedarían a la retaguardia de la flota.
No pasaron. Cayó la noche y Jerjes tuvo que admitirlo: estaba atascado. Atascado en Artemisión. Atascado en las Termópilas. ¿De qué sirven 175.000 hombres si no se tiene entre ellos a un Leónidas con 300 espartanos? ¿De qué sirve el número cuando no se tiene la calidad? ¿De qué sirve llamar "inmortales" a un cuerpo de ejército solamente porque siempre son 10.000, cuando ninguno de ellos tiene verdadera vocación de gloria? ¿Para qué sirve la masa de un Imperio? ¿Para qué sirve la muchedumbre?
Los persas - los auténticos persas - eran, en realidad, tan escasos como los espartanos. Se habían conquistado un Imperio y ahora arreaban delante de si a una masa de otros Pueblos, con la esperanza de lograr la fuerza por la cantidad. ¡Oh la cantidad! Esa eterna ramera que ha engañado a tantos grandes hombres. ¡Cuantos han pasado por alto el hecho que la Naturaleza sólo produce la cantidad para tener la oportunidad de elegir a los mejores!
Jerjes, sin duda, se dio cuenta de ello después de 48 horas de mandar a una masa a estrellarse contra las aristas de un diamante. Estaba realmente empantanado. Pero, quizás... la parte de la flota que debía circunnavegar Eubea... si tan sólo pudiese conseguir tomar con ella a los barcos griegos entre dos fuegos... O desembarcar y tomar las Termópilas por el flanco... Quizás...
Al tercer día hasta esta esperanza se le desvaneció. Los barcos que debían dar la vuelta a Eubea fueron sorprendidos por otra tormenta y no quedaba ya casi nada de ellos. ¡Cochina suerte griega!
Las opciones se reducen. En realidad, queda sólo una: ¡forzar las Termópilas! Es la única forma de saber si Artemisión es, o no, una trampa. Después de dos días enteros de combate estos griegos tienen que estar cansados. ¡Forzosamente tienen que estarlo! ¡Manden todo lo que tenemos! Muertos o vivos pero los quiero ver al otro lado de esas malditas vallas! ¡Al precio que sea!
La aplanadora persa volvió a ponerse en movimiento. Volvió a mandar oleada tras oleada con una monotonía tan aburrida como macabra. Los mejores hombres trataron de arrastrar detrás suyo a la masa para abrir una brecha, aunque fuese mínima.
Imposible.
Las formaciones griegas resisten. Los espartanos parecen estar en todas partes y, dónde están, los otros los imitan. Las formaciones permanecen cerradas. No hay un hueco en toda la línea y, cuando lo hay, es una trampa que se traga decenas y decenas de persas. Los mejores hombres de Persia caen en primera fila y los que vienen detrás no están a la altura de sus jefes. La masa vacila. Retrocede. Los griegos atacan. Retirada. No se puede. Es imposible.
Tres días de combate. Tres largos días de lucha, sangre, muertos, esfuerzo, jadeos, lanzazos, gritos, marchas y contramarchas. Órdenes y contraórdenes. Tensiones sobrehumanas y breves minutos de relajamiento. Luego, otra vez a lo mismo. Mi amigo murió anteayer. Tu hermano cayó ayer. El camarada que hoy por la mañana compartió con nosotros el pan está agonizando. ¿ Cuando me tocará a mí? ¿Cuándo te tocará a ti? ¿Cuanto tendremos para vivir todavía? ¿Cuanto tiempo? ¡Oh dioses! ¿Por qué la vida de un hombre estará atada a un tiempo y ni siquiera podemos saber de cuanto tiempo disponemos?
Y en ese momento, cuando - según Heródoto - el Gran Rey ya no sabía cómo salir de la situación, un factor inesperado vino en su ayuda. Apareció un traidor. Siempre aparece un traidor.
Apareció un griego que le reveló el camino por el cual se podía rodear a las Termópilas y llegar a espaldas de Leónidas y su gente. Yo lo llamo traidor pero sé que hoy muchos lo llamarían tan sólo un tipo inteligente. La recompensa debe haber sido jugosa. Lo que no sé es si la disfrutó. Murió asesinado.
Jerjes destacó a su General Hidarnes con un ejército para que avanzara por el paso que el traidor había revelado y apareciese por la retaguardia de Leónidas. Hidarnes juntó a sus hombres y partió al anochecer. Marchó durante toda la noche y a la mañana del día siguiente estaba del otro lado. Arriba de la montaña pero ya a espaldas de Leónidas. Consiguió engañar a los focenses encargados de guardar ese paso y amenazaba ya con atrapar a los espartanos entre dos fuegos.
Al amanecer, en el campamento griego podía verse la larga fila de enemigos descendiendo de la montaña. Era el fin. Pocas horas más y el camino a Atenas quedaría cerrado. Las Termópilas se convertirían en una trampa mortal.
Leónidas supo entonces que le quedaba poco tiempo. Muy poco tiempo. Es probable que haya sabido también que, en ese instante, Grecia estaba en sus manos. Los 7.000 hombres de su ejército original era toda la infantería que se había podido movilizar. Todos los demás estaban sobre los barcos, en Artemisión. ¿Dar una batalla hasta el último hombre? Se perdería todo el ejército. La Armada quedaría sola frente a los persas. Seria el fin; el fin definitivo de toda Grecia. ¿Retirarse?, ¿Huir?. También sería el fin. La Armada también así quedaría sola. El ejército, en campo abierto, no tendría ninguna oportunidad contra la aplanadora.
Leónidas levantó la cabeza, vio el sol que nacía, escuchó los augurios -que eran pésimos - se enteró de que algunos griegos de entre los presentes estaban pensando en retirarse, miró a sus hombres, y con voz tranquila comenzó a dar órdenes. Cortas, concisas, precisas y secas. ¡Oh el laconismo espartano!.
Avisen a la Armada. Que deje Artemisión y que vaya al Sur lo antes posible. No puedo mantener a las Termópilas por mucho tiempo más. La pienso mantener hasta que los barcos estén a salvo. ¡Pero que la marina se mueva!¡Y rápido! En cuanto al ejército: todo el mundo me levanta campamento y se retira hacia el Sur mientras el camino todavía está libre. Los tebanos se quedan. Esparta se queda. Los demás: ¡fuera de aquí!. ¿Alguna pregunta?
No hubo preguntas. Pero 700 tespios no se fueron. Le pidieron a Leónidas su autorización para quedarse y tener el honor de morir con él. ¿Locura?, ¿Histeria colectiva? ¿Insensatez? Dejemos que los enanos respondan a esa pregunta si es que pueden. Dirán que es sí de todos modos. Incapaces de una actitud semejante, su único recurso es denigrarla. Lo que sucedió aquella mañana con los tespios en las Termópilas fue simplemente el fenómeno de resonancia. ¿Esparta se queda? Pues Tespia se queda también, ¡qué tanto embromar! Entre valientes el coraje es contagioso.
A las diez de la mañana de ese día comenzó el último acto en las Termópilas. Poco a poco y lentamente, los barcos griegos fueron desfilando. Sobre las cubiertas, los remeros y los marineros que navegaban hacia el Sur seguramente habrán mirado hacia el desfiladero con una angustia sorda en el corazón. Más de uno habrá inclinado la cabeza en señal de admiración y respeto. Quizás alguno dejó caer una lágrima. Seguramente más de uno masticó una maldición.
Porque allá, en las Termópilas, Leonidas y sus espartanos no esperaron a que llegara Hidarnes y se cerrara la ratonera por delante y por detrás. Salieron, se pusieron en formación de combate sobre una lomada delante de las vallas y avanzaron contra las tropas de Jerjes. ¿Quedó claro? ¡Contra las de Jerjes! Es decir; se lanzaron ¡hacia adelante! Ni siquiera intentaron forzarlo a Hidarnes a presentar batalla. De haber atacado a Hidarnes quizás podrían haber tenido alguna remota esperanza de salir de la ratonera hacia el Sur, hacia Atenas.
Pero, en este tipo de situaciones, una "remota esperanza" no es una opción para un hombre de honor. Leonidas, sus espartanos y los tespios estaban más allá de toda especulación. No se trataba de ponerse a jugar a la ruleta con esperanzas. Se trataba de algo similar a lo que sucedió en medio de la batalla de Waterloo cuando el Mariscal Ney se puso a juntar las tropas dispersas y en retirada gritándoles: "¡Vengan a ver cómo muere un mariscal de Francia!". Se trataba del final. Y cuando llega el final, los hombres de verdad siempre quieren que sea a toda orquesta.
Lo fue.
Los persas cayeron sobre los espartanos como langostas. Pero esta vez los jefes persas no iban adelante. Venían atrás, arreando a la masa. ¡A latigazos! Heródoto nos cuenta que a la masa del ejército persa hubo que empujarla a los latigazos para que enfrentara a los espartanos. Arreados como una manada de búfalos, muchos persas cayeron al mar. Otros perecieron pisoteados por su propia tropa.
Los espartanos resistieron a pie firme la avalancha hasta que se les quebraron las lanzas. Después, desenvainaron sus cortas espadas y se tiraron sobre el enemigo.
Ése fue el momento en que cayó Leonidas.
Alrededor de su cadáver se produjo un tumulto infernal. Los espartanos defendían el cadáver mientras miles de persas trataban de llegar hasta él.
Dos hermanos de Jerjes: Abrocomas e Hiperantes, cayeron muertos en el mismo lugar. Y, aunque parezca increíble, los espartanos llegaron a rescatar el cadáver de su Jefe. No sólo eso: batieron a los persas en retirada cuatro veces. ¡Cuatro veces!
Pero, por último, llega Hidarnes y es - definitivamente - el fin. Para no quedar completamente entre dos fuegos, el puñado de tespios y espartanos que aun resiste se repliega contra un farallón. De espaldas al mismo, deben soportar una lluvia de proyectiles. Sí: ¡proyectiles! Más de 100.000 hombres contra un centenar, apretado contra la espada y la pared en el más literal de los sentidos, y todavía se los remata a flechazos y a lanzazos.
¿Es que todavía los persas no se atrevían a acercarse?
El sitio de la Batalla Final con la piedra de la inscripción
No. No se atrevieron. Esa es la verdad. Hasta el día de hoy los enanos no se atreven a acercarse a un gigante y se conforman con escupirlo de lejos. Siempre ha sido así. Desgraciadamente, quizás siempre siga siendo así. Pero en los gigantes derrotados de antaño los gigantes de mañana hallarán un espejo en el cual mirarse y reconocerse. Y, algún día, cuando hayamos llegado al fondo de la decadencia, la estupidez, la hipocresía, la falsedad, la mentira, el egoísmo y la mediocridad; cuando el mundo entero esté convertido en un ciénaga infame que devorará y corromperá hasta a los mismos idiotas que la han producido; cuando los seres humanos nos hallemos como Leónidas, con los caminos cerrados por delante y por detrás; ése día — ¡Oh Dioses! ¡Cómo quisiera vivir para ver ese día! — ese día los enanos se arrastrarán de rodillas a los pies del último gigante y llorando le implorarán que los salve.
Y el último gigante mirará hacia las Termópilas y los salvará. Aún a riesgo de que, una vez a salvo, los pequeños energúmenos mediocres terminen escupiéndolo a él también. Porque para eso están los gigantes. Para eso son héroes. Por eso existen. Por eso, hace ya más de 2400 años, alguien colocó un león de piedra sobre la tumba de Leónidas. Por eso, desde hace más de 2400 años, los que pasan por el lugar en que se batieron los 300 espartanos se encuentran con aquella vieja, triste, terrible pero hermosa inscripción:
Viajero:
Si vas para Esparta, dile a los espartanos
que aquí yacen sus hijos,
caídos en el cumplimiento de su deber.
Hace más de 2400 años esta inscripción le grita su mensaje al mundo desde la tumba de aquellos gigantes, y en todo ese tiempo muy pocas personas demostraron entender realmente su significado.
Quizás, en los próximos 2400 años serán algunos más.
Quisiera creerlo.
Detrás de las vallas que cerraban el desfiladero de las Termópilas había apenas 7.000 griegos. Los comandaba el rey de Esparta, Leonidas, que había traído consigo a 300 espartanos.
Cuando se informó de esto a Jerjes, el Gran Rey no entendió nada. Tuvieron que explicárselo: los espartanos, antes de combatir, hacían gimnasia para estar en forma y, antes de morir, se arreglaban como corresponde porque en Esparta no se estilaba ir a la muerte hecho un zarrapastroso. Jerjes creyó que era una bravuconada. Se equivocó.
Cuando, al quinto día, dio la orden de ataque, la aplanadora persa de 175.000 hombres se estrelló contra la formación griega. Hora tras hora, oleada tras oleada, a lo largo de todo el día, las formaciones de los medos y los quisios del ejército persa trataron de romper el frente heleno. En vano. Clavados en sus puestos, los griegos resistieron como un bloque de granito y causaron terribles bajas, sobre todo entre los medos.
Jerjes montó en cólera. Al día siguiente decidió lanzar sus mejores tropas. Según cuenta la leyenda, les decían "Los Inmortales" porque su número era constante: a las bajas producidas por el combate o por la enfermedad se las cubría inmediatamente. De este modo, el número del contingente era siempre estable. Ascendía a 10.000 hombres.
Y tampoco pudieron. Sus lanzas eran más cortas. No tenían espacio para maniobrar a fin de hacer valer su número. Además, no tenían ni el adiestramiento ni la disciplina de los lacedemonios. Durante la batalla, los espartanos jugaron con ellos al gato y al ratón, empleando una táctica que, más tarde, sería la favorita de Atila y sus hunos: a la vista de un ataque enemigo, las tropas espartanas simulaban batirse en retirada como presas del pánico. El enemigo, creyendo que huían, se les tiraba encima desordenadamente. En el último momento, sin embargo, las formaciones espartanas daban media vuelta, tomaban posición y se lanzaban al ataque tomando a todo el mundo de sorpresa. Los perseguidores, antes de darse cuenta, se transformaban en perseguidos. La mayoría de ellos, en perseguidos muertos.
A lo largo de todo el segundo día los persas, con sus tropas de élite, trataron de forzar la resistencia de los griegos. Sin éxito. Las vallas seguían allí y, delante de ellas, los espartanos encabezados por Leónidas no cedieron ni un milímetro. Iban 48 horas de combate. Desde el amanecer hasta la caída del sol. Oleada tras oleada. Escaramuza tras escaramuza. Combate tras combate. Sangre. Muertos. Gritos. Órdenes. Ataques. Retiradas simuladas. Contraataques. Maldiciones. Amigos que caen bañados en sangre. Camaradas de toda la vida que se tiran contra el enemigo y terminan atravesados por dos, tres, cuatro lanzas. Heridos que gimen antes de morir. Estertores. Alaridos. Ruido. Sangre. Más muerte.
Pero nadie abandona su puesto. Al camarada que cae adelante lo vengan los que vienen atrás. La formación resiste. La formación aguanta. La formación da un paso al frente y ataca. La formación se cierra. Los persas se estrellan contra la falange erizada de lanzas. No pasan. No pueden pasar. No deben pasar. Si pasaran, quedarían a la retaguardia de la flota.
No pasaron. Cayó la noche y Jerjes tuvo que admitirlo: estaba atascado. Atascado en Artemisión. Atascado en las Termópilas. ¿De qué sirven 175.000 hombres si no se tiene entre ellos a un Leónidas con 300 espartanos? ¿De qué sirve el número cuando no se tiene la calidad? ¿De qué sirve llamar "inmortales" a un cuerpo de ejército solamente porque siempre son 10.000, cuando ninguno de ellos tiene verdadera vocación de gloria? ¿Para qué sirve la masa de un Imperio? ¿Para qué sirve la muchedumbre?
Los persas - los auténticos persas - eran, en realidad, tan escasos como los espartanos. Se habían conquistado un Imperio y ahora arreaban delante de si a una masa de otros Pueblos, con la esperanza de lograr la fuerza por la cantidad. ¡Oh la cantidad! Esa eterna ramera que ha engañado a tantos grandes hombres. ¡Cuantos han pasado por alto el hecho que la Naturaleza sólo produce la cantidad para tener la oportunidad de elegir a los mejores!
Jerjes, sin duda, se dio cuenta de ello después de 48 horas de mandar a una masa a estrellarse contra las aristas de un diamante. Estaba realmente empantanado. Pero, quizás... la parte de la flota que debía circunnavegar Eubea... si tan sólo pudiese conseguir tomar con ella a los barcos griegos entre dos fuegos... O desembarcar y tomar las Termópilas por el flanco... Quizás...
Al tercer día hasta esta esperanza se le desvaneció. Los barcos que debían dar la vuelta a Eubea fueron sorprendidos por otra tormenta y no quedaba ya casi nada de ellos. ¡Cochina suerte griega!
Las opciones se reducen. En realidad, queda sólo una: ¡forzar las Termópilas! Es la única forma de saber si Artemisión es, o no, una trampa. Después de dos días enteros de combate estos griegos tienen que estar cansados. ¡Forzosamente tienen que estarlo! ¡Manden todo lo que tenemos! Muertos o vivos pero los quiero ver al otro lado de esas malditas vallas! ¡Al precio que sea!
La aplanadora persa volvió a ponerse en movimiento. Volvió a mandar oleada tras oleada con una monotonía tan aburrida como macabra. Los mejores hombres trataron de arrastrar detrás suyo a la masa para abrir una brecha, aunque fuese mínima.
Imposible.
Las formaciones griegas resisten. Los espartanos parecen estar en todas partes y, dónde están, los otros los imitan. Las formaciones permanecen cerradas. No hay un hueco en toda la línea y, cuando lo hay, es una trampa que se traga decenas y decenas de persas. Los mejores hombres de Persia caen en primera fila y los que vienen detrás no están a la altura de sus jefes. La masa vacila. Retrocede. Los griegos atacan. Retirada. No se puede. Es imposible.
Tres días de combate. Tres largos días de lucha, sangre, muertos, esfuerzo, jadeos, lanzazos, gritos, marchas y contramarchas. Órdenes y contraórdenes. Tensiones sobrehumanas y breves minutos de relajamiento. Luego, otra vez a lo mismo. Mi amigo murió anteayer. Tu hermano cayó ayer. El camarada que hoy por la mañana compartió con nosotros el pan está agonizando. ¿ Cuando me tocará a mí? ¿Cuándo te tocará a ti? ¿Cuanto tendremos para vivir todavía? ¿Cuanto tiempo? ¡Oh dioses! ¿Por qué la vida de un hombre estará atada a un tiempo y ni siquiera podemos saber de cuanto tiempo disponemos?
Y en ese momento, cuando - según Heródoto - el Gran Rey ya no sabía cómo salir de la situación, un factor inesperado vino en su ayuda. Apareció un traidor. Siempre aparece un traidor.
Apareció un griego que le reveló el camino por el cual se podía rodear a las Termópilas y llegar a espaldas de Leónidas y su gente. Yo lo llamo traidor pero sé que hoy muchos lo llamarían tan sólo un tipo inteligente. La recompensa debe haber sido jugosa. Lo que no sé es si la disfrutó. Murió asesinado.
Jerjes destacó a su General Hidarnes con un ejército para que avanzara por el paso que el traidor había revelado y apareciese por la retaguardia de Leónidas. Hidarnes juntó a sus hombres y partió al anochecer. Marchó durante toda la noche y a la mañana del día siguiente estaba del otro lado. Arriba de la montaña pero ya a espaldas de Leónidas. Consiguió engañar a los focenses encargados de guardar ese paso y amenazaba ya con atrapar a los espartanos entre dos fuegos.
Al amanecer, en el campamento griego podía verse la larga fila de enemigos descendiendo de la montaña. Era el fin. Pocas horas más y el camino a Atenas quedaría cerrado. Las Termópilas se convertirían en una trampa mortal.
Leónidas supo entonces que le quedaba poco tiempo. Muy poco tiempo. Es probable que haya sabido también que, en ese instante, Grecia estaba en sus manos. Los 7.000 hombres de su ejército original era toda la infantería que se había podido movilizar. Todos los demás estaban sobre los barcos, en Artemisión. ¿Dar una batalla hasta el último hombre? Se perdería todo el ejército. La Armada quedaría sola frente a los persas. Seria el fin; el fin definitivo de toda Grecia. ¿Retirarse?, ¿Huir?. También sería el fin. La Armada también así quedaría sola. El ejército, en campo abierto, no tendría ninguna oportunidad contra la aplanadora.
Leónidas levantó la cabeza, vio el sol que nacía, escuchó los augurios -que eran pésimos - se enteró de que algunos griegos de entre los presentes estaban pensando en retirarse, miró a sus hombres, y con voz tranquila comenzó a dar órdenes. Cortas, concisas, precisas y secas. ¡Oh el laconismo espartano!.
Avisen a la Armada. Que deje Artemisión y que vaya al Sur lo antes posible. No puedo mantener a las Termópilas por mucho tiempo más. La pienso mantener hasta que los barcos estén a salvo. ¡Pero que la marina se mueva!¡Y rápido! En cuanto al ejército: todo el mundo me levanta campamento y se retira hacia el Sur mientras el camino todavía está libre. Los tebanos se quedan. Esparta se queda. Los demás: ¡fuera de aquí!. ¿Alguna pregunta?
No hubo preguntas. Pero 700 tespios no se fueron. Le pidieron a Leónidas su autorización para quedarse y tener el honor de morir con él. ¿Locura?, ¿Histeria colectiva? ¿Insensatez? Dejemos que los enanos respondan a esa pregunta si es que pueden. Dirán que es sí de todos modos. Incapaces de una actitud semejante, su único recurso es denigrarla. Lo que sucedió aquella mañana con los tespios en las Termópilas fue simplemente el fenómeno de resonancia. ¿Esparta se queda? Pues Tespia se queda también, ¡qué tanto embromar! Entre valientes el coraje es contagioso.
A las diez de la mañana de ese día comenzó el último acto en las Termópilas. Poco a poco y lentamente, los barcos griegos fueron desfilando. Sobre las cubiertas, los remeros y los marineros que navegaban hacia el Sur seguramente habrán mirado hacia el desfiladero con una angustia sorda en el corazón. Más de uno habrá inclinado la cabeza en señal de admiración y respeto. Quizás alguno dejó caer una lágrima. Seguramente más de uno masticó una maldición.
Porque allá, en las Termópilas, Leonidas y sus espartanos no esperaron a que llegara Hidarnes y se cerrara la ratonera por delante y por detrás. Salieron, se pusieron en formación de combate sobre una lomada delante de las vallas y avanzaron contra las tropas de Jerjes. ¿Quedó claro? ¡Contra las de Jerjes! Es decir; se lanzaron ¡hacia adelante! Ni siquiera intentaron forzarlo a Hidarnes a presentar batalla. De haber atacado a Hidarnes quizás podrían haber tenido alguna remota esperanza de salir de la ratonera hacia el Sur, hacia Atenas.
Pero, en este tipo de situaciones, una "remota esperanza" no es una opción para un hombre de honor. Leonidas, sus espartanos y los tespios estaban más allá de toda especulación. No se trataba de ponerse a jugar a la ruleta con esperanzas. Se trataba de algo similar a lo que sucedió en medio de la batalla de Waterloo cuando el Mariscal Ney se puso a juntar las tropas dispersas y en retirada gritándoles: "¡Vengan a ver cómo muere un mariscal de Francia!". Se trataba del final. Y cuando llega el final, los hombres de verdad siempre quieren que sea a toda orquesta.
Lo fue.
Los persas cayeron sobre los espartanos como langostas. Pero esta vez los jefes persas no iban adelante. Venían atrás, arreando a la masa. ¡A latigazos! Heródoto nos cuenta que a la masa del ejército persa hubo que empujarla a los latigazos para que enfrentara a los espartanos. Arreados como una manada de búfalos, muchos persas cayeron al mar. Otros perecieron pisoteados por su propia tropa.
Los espartanos resistieron a pie firme la avalancha hasta que se les quebraron las lanzas. Después, desenvainaron sus cortas espadas y se tiraron sobre el enemigo.
Ése fue el momento en que cayó Leonidas.
Alrededor de su cadáver se produjo un tumulto infernal. Los espartanos defendían el cadáver mientras miles de persas trataban de llegar hasta él.
Dos hermanos de Jerjes: Abrocomas e Hiperantes, cayeron muertos en el mismo lugar. Y, aunque parezca increíble, los espartanos llegaron a rescatar el cadáver de su Jefe. No sólo eso: batieron a los persas en retirada cuatro veces. ¡Cuatro veces!
Pero, por último, llega Hidarnes y es - definitivamente - el fin. Para no quedar completamente entre dos fuegos, el puñado de tespios y espartanos que aun resiste se repliega contra un farallón. De espaldas al mismo, deben soportar una lluvia de proyectiles. Sí: ¡proyectiles! Más de 100.000 hombres contra un centenar, apretado contra la espada y la pared en el más literal de los sentidos, y todavía se los remata a flechazos y a lanzazos.
¿Es que todavía los persas no se atrevían a acercarse?
El sitio de la Batalla Final con la piedra de la inscripción
No. No se atrevieron. Esa es la verdad. Hasta el día de hoy los enanos no se atreven a acercarse a un gigante y se conforman con escupirlo de lejos. Siempre ha sido así. Desgraciadamente, quizás siempre siga siendo así. Pero en los gigantes derrotados de antaño los gigantes de mañana hallarán un espejo en el cual mirarse y reconocerse. Y, algún día, cuando hayamos llegado al fondo de la decadencia, la estupidez, la hipocresía, la falsedad, la mentira, el egoísmo y la mediocridad; cuando el mundo entero esté convertido en un ciénaga infame que devorará y corromperá hasta a los mismos idiotas que la han producido; cuando los seres humanos nos hallemos como Leónidas, con los caminos cerrados por delante y por detrás; ése día — ¡Oh Dioses! ¡Cómo quisiera vivir para ver ese día! — ese día los enanos se arrastrarán de rodillas a los pies del último gigante y llorando le implorarán que los salve.
Y el último gigante mirará hacia las Termópilas y los salvará. Aún a riesgo de que, una vez a salvo, los pequeños energúmenos mediocres terminen escupiéndolo a él también. Porque para eso están los gigantes. Para eso son héroes. Por eso existen. Por eso, hace ya más de 2400 años, alguien colocó un león de piedra sobre la tumba de Leónidas. Por eso, desde hace más de 2400 años, los que pasan por el lugar en que se batieron los 300 espartanos se encuentran con aquella vieja, triste, terrible pero hermosa inscripción:
Viajero:
Si vas para Esparta, dile a los espartanos
que aquí yacen sus hijos,
caídos en el cumplimiento de su deber.
Hace más de 2400 años esta inscripción le grita su mensaje al mundo desde la tumba de aquellos gigantes, y en todo ese tiempo muy pocas personas demostraron entender realmente su significado.
Quizás, en los próximos 2400 años serán algunos más.
Quisiera creerlo.
parte 17. 4- El linaje de Nerva. Nerva.
4. El linaje de Nerva
Nerva
Los conspiradores que mataron a Domiciano habían aprendido la lección dada por los que habían matado a Nerón una generación antes. No dejaron un vacío para que fuese llenado por generales en lucha unos con otros, sino que ya tenían un candidato. Puesto que no eran hombres de armas (aunque tuvieron la precaución de ganarse el apoyo del jefe de la guardia pretoriana), no eligieron a un general, sino a un senador.
Su elección cayó sobre un senador sumamente respetado llamado Nerva (Marcus Cocceius Nerva), cuyo padre había sido un famoso abogado y amigo del emperador Tiberio. El mismo Nerva había desempeñado cargos de responsabilidad bajo Vespasiano y Tito, y, en 90, compartió el consulado con el mismo Domiciano. Luego cayó en desgracia con Domiciano, quien lo exilió al sur de Italia.
Tenía sesenta y tantos años en el momento de la muerte de Domiciano y no era de esperar, como es natural, que viviese mucho tiempo. Sin duda, quienes apoyaban a Nerva contaban con esto y pensaban que su reinado sería un breve período de espera en el que podía elegirse un candidato mejor.
Nerva trató de poner fin a la periódica hostilidad entre el emperador y el Senado y de poner en práctica la teoría de que el Imperio Romano en realidad era gobernado por el Senado, y el emperador sólo era el sirviente de éste. Prometió no ejecutar nunca a un senador, y nunca lo hizo. Cuando se descubrió una conspiración contra él, se contentó con desterrar al jefe sin ejecutar a nadie. Puso en práctica una economía estricta, hizo volver a los exiliados políticos, organizó un servicio postal controlado por el Estado, creó instituciones de caridad para el cuidado de los niños necesitados y se mostró en todo aspecto como una persona humanitaria y amable.
Si bien el intento de Nerva de hacer a su gobierno responsable del bienestar de los ciudadanos parece sumamente encomiable, su reinado señaló un inquietante cambio decisivo en la sociedad antigua. Cada vez más, los gobiernos locales se mostraron incapaces de llevar a cabo sus tareas. Y cada vez más se dirigieron al emperador. Se esperaba que el gran gobernante de Roma cuidase de todos. Si lo hacía efectivamente, estaba bien, pero si llegase el tiempo en que el gobierno central fuese corrupto o incapaz, ¿qué sería, entonces, de los gobiernos locales, que ya no eran capaces de cuidar de sí mismos?
Pero, por el momento, sólo la guardia pretoriana estaba insatisfecha. Domiciano había sido popular entre sus miembros porque los favorecía, pues sabía bien que dependía de su apoyo para mantenerse en el poder. Por consiguiente, les pagaba bien y les permitía muchas libertades. Las economías de Nerva y su dependencia del Senado empeoraban la situación de los soldados de la guardia, quienes, con amargo desengaño, exigieron la muerte del principal conspirador contra Domiciano y de su propio jefe, que había apoyado la conspiración. Nerva se halló enfrentado con el destino de Galba (véase página), pero trató con valentía de arrostrar a los soldados de la guardia. Nerva no perdió su vida como resultado de ello, pero le infligieron una dura humillación al matar a quienes quería y luego obligar a Nerva a hacer que el Senado votase una moción de agradecimiento hacia ellos por esa matanza.
Nerva comprendió que no podía dominar al ejército y que su muerte acarrearía serios desórdenes. No tenía hijos a quienes legar el poder, como Vespasiano había hecho con Tito. Por ello, buscó a su alrededor a algún buen general en quien pudiera confiarse que gobernaría bien para adoptarle como hijo y asegurar la sucesión. Si no podía tener un Tito, al menos tendría un Tiberio.
Su elección cayó, muy sabiamente, en Trajano (Marcus Ulpius Trajanus). Este nació en España en el 53, cerca de la moderna ciudad de Sevilla e iba a ser el primer emperador nacido fuera de Italia (aunque era de ascendencia italiana). Fue un soldado toda su vida e hijo de un soldado, que siempre actuó con eficiencia y capacidad.
Tres meses después de efectuarse la adopción, Nerva murió, habiendo reinado cerca de un año y medio, y Trajano le sucedió pacíficamente en el trono.
Trajano iba a seguir el buen ejemplo de Nerva: mantuvo la promesa de no hacer ejecutar nunca a un senador y adoptó a un joven capaz como sucesor. En verdad, a partir de Nerva, hubo una serie de emperadores que se sucedieron unos a otros por adopción. A veces se los llama los «Antoninos», por el apellido de los últimos.
Nerva
Los conspiradores que mataron a Domiciano habían aprendido la lección dada por los que habían matado a Nerón una generación antes. No dejaron un vacío para que fuese llenado por generales en lucha unos con otros, sino que ya tenían un candidato. Puesto que no eran hombres de armas (aunque tuvieron la precaución de ganarse el apoyo del jefe de la guardia pretoriana), no eligieron a un general, sino a un senador.
Su elección cayó sobre un senador sumamente respetado llamado Nerva (Marcus Cocceius Nerva), cuyo padre había sido un famoso abogado y amigo del emperador Tiberio. El mismo Nerva había desempeñado cargos de responsabilidad bajo Vespasiano y Tito, y, en 90, compartió el consulado con el mismo Domiciano. Luego cayó en desgracia con Domiciano, quien lo exilió al sur de Italia.
Tenía sesenta y tantos años en el momento de la muerte de Domiciano y no era de esperar, como es natural, que viviese mucho tiempo. Sin duda, quienes apoyaban a Nerva contaban con esto y pensaban que su reinado sería un breve período de espera en el que podía elegirse un candidato mejor.
Nerva trató de poner fin a la periódica hostilidad entre el emperador y el Senado y de poner en práctica la teoría de que el Imperio Romano en realidad era gobernado por el Senado, y el emperador sólo era el sirviente de éste. Prometió no ejecutar nunca a un senador, y nunca lo hizo. Cuando se descubrió una conspiración contra él, se contentó con desterrar al jefe sin ejecutar a nadie. Puso en práctica una economía estricta, hizo volver a los exiliados políticos, organizó un servicio postal controlado por el Estado, creó instituciones de caridad para el cuidado de los niños necesitados y se mostró en todo aspecto como una persona humanitaria y amable.
Si bien el intento de Nerva de hacer a su gobierno responsable del bienestar de los ciudadanos parece sumamente encomiable, su reinado señaló un inquietante cambio decisivo en la sociedad antigua. Cada vez más, los gobiernos locales se mostraron incapaces de llevar a cabo sus tareas. Y cada vez más se dirigieron al emperador. Se esperaba que el gran gobernante de Roma cuidase de todos. Si lo hacía efectivamente, estaba bien, pero si llegase el tiempo en que el gobierno central fuese corrupto o incapaz, ¿qué sería, entonces, de los gobiernos locales, que ya no eran capaces de cuidar de sí mismos?
Pero, por el momento, sólo la guardia pretoriana estaba insatisfecha. Domiciano había sido popular entre sus miembros porque los favorecía, pues sabía bien que dependía de su apoyo para mantenerse en el poder. Por consiguiente, les pagaba bien y les permitía muchas libertades. Las economías de Nerva y su dependencia del Senado empeoraban la situación de los soldados de la guardia, quienes, con amargo desengaño, exigieron la muerte del principal conspirador contra Domiciano y de su propio jefe, que había apoyado la conspiración. Nerva se halló enfrentado con el destino de Galba (véase página), pero trató con valentía de arrostrar a los soldados de la guardia. Nerva no perdió su vida como resultado de ello, pero le infligieron una dura humillación al matar a quienes quería y luego obligar a Nerva a hacer que el Senado votase una moción de agradecimiento hacia ellos por esa matanza.
Nerva comprendió que no podía dominar al ejército y que su muerte acarrearía serios desórdenes. No tenía hijos a quienes legar el poder, como Vespasiano había hecho con Tito. Por ello, buscó a su alrededor a algún buen general en quien pudiera confiarse que gobernaría bien para adoptarle como hijo y asegurar la sucesión. Si no podía tener un Tito, al menos tendría un Tiberio.
Su elección cayó, muy sabiamente, en Trajano (Marcus Ulpius Trajanus). Este nació en España en el 53, cerca de la moderna ciudad de Sevilla e iba a ser el primer emperador nacido fuera de Italia (aunque era de ascendencia italiana). Fue un soldado toda su vida e hijo de un soldado, que siempre actuó con eficiencia y capacidad.
Tres meses después de efectuarse la adopción, Nerva murió, habiendo reinado cerca de un año y medio, y Trajano le sucedió pacíficamente en el trono.
Trajano iba a seguir el buen ejemplo de Nerva: mantuvo la promesa de no hacer ejecutar nunca a un senador y adoptó a un joven capaz como sucesor. En verdad, a partir de Nerva, hubo una serie de emperadores que se sucedieron unos a otros por adopción. A veces se los llama los «Antoninos», por el apellido de los últimos.
parte 11. 300 el comic
lunes, octubre 24
MURENA
COINCIDIENDO CON EL FIN DE 300. INICIAMOS MURENA.
AMBIENTADO EN LA ÉPOCA DE NERON Y BASADO EN FUENTES CLÁSICAS NOS MUESTRA EL MODO DE VIDA ROMANO Y LAS INTRIGAS DE PALACIO.
Uno de los mejores comics históricos, trozeado en tiras de viñetas...
LA PRoXIMA SEMANA:
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Uno de los mejores comics históricos, trozeado en tiras de viñetas...
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parte 10. 300 el comic
parte 16. Domiciano
Domiciano
A la muerte de Tito, le sucedió su hermano menor, Domiciano (Titus Flavius Domitianus). Fue como si la historia se repitiese. Con Vespasiano y Tito, parecía que habían vuelto los días de Augusto; eran gobernantes amables, muy respetuosos de los senadores y que, por tanto, gozaron de «buena prensa» por parte de los historiadores partidarios del Senado. Pero con el advenimiento de Domiciano, fue como si Augusto hubiera sido sucedido nuevamente por Tiberio.
Al igual que Tiberio, Domiciano era frío, introvertido y sin ningún don para la popularidad. No hizo ningún esfuerzo para fingir respeto hacia el Senado ni para rendirle los honores necesarios a fin de salvar las apariencias para sus miembros. Esto trajo la consecuencia de que los historiadores posteriores lo describieron como cruel y tiránico. Quizá lo fuese con los senadores, pero su gobierno fue, por lo demás, justo y firme. Trató de estimular la vida familiar y la religión tradicional, prohibió que se hiciesen eunucos, reconstruyó los templos destruidos por el incendio del 80, construyó el Arco de Tito en honor de su hermano mayor, edificó bibliotecas públicas y montó pródigos espectáculos para el populacho. Impuso un gobierno eficiente en las provincias y se esforzó por asegurar las fronteras imperiales.
La línea del Rin y el Danubio que señalaba la frontera norte del Imperio tenía su punto más débil en la región cercana a la fuente de los dos ríos. Allí, en lo que es ahora Badén y Württemburg, en el sudoeste de Alemania, la línea de los ríos formaba una protuberancia que avanzaba profundamente hacia el sudoeste. Si atacaban por ese saliente, las tribus germanas podían fácilmente separar Italia de la Galia y causar enormes problemas.
En época de Domiciano, esta posibilidad debía ser tomada seriamente. Las tribus germánicas de la región, los catos, habían luchado contra los romanos de tanto en tanto desde la época de Augusto, y Domiciano decidió poner fin al peligro. A la cabeza de sus tropas, cruzó el Rin en 83, derrotó a los catos y preparó la ocupación permanente de la región por Roma.
Pero, como Tiberio, no estaba interesado en extender irrazonablemente (y costosamente) las conquistas extranjeras. Después de eliminar la amenaza de los catos, volvió a una línea defensiva firme. Construyó a través del peligroso ángulo de Germania sudoccidental una línea de fortalezas, eliminando el saliente y reforzando el punto débil. Después de eso se contentó con mantenerse en la región.
Además, hizo volver a Agrícola de Britania. Los enemigos de Domiciano del Senado se apresuraron a afirmar que lo hacía por celos, pero también puede argüirse que la larga campaña de Agrícola estaba llegando al punto en que disminuían los beneficios. Las desoladas tierras altas de Escocia y los salvajes y bárbaros páramos irlandeses no compensaban los dolores, la sangre y el dinero que se necesitaban para conquistarlos. Domiciano no quería preocupaciones por ellos, particularmente cuando provincias más cercanas exigían emprender acciones militares.
La naturaleza introvertida de Domiciano lo llevó a la soledad, como había ocurrido con Tiberio medio siglo antes. Puesto que no confiaba en nadie, no se sentía a gusto con nadie. Y, naturalmente, cuanto más se retraía, tanto más recelosos se volvían los miembros de la corte y los jefes del ejército, pues, como es de suponer, se preguntaban qué estaba dispuesto a hacer y era fácil creer los rumores de que planeaba efectuar muchas ejecuciones.
La falta de popularidad de Domiciano tentaba a los generales a planear una revuelta contra él. Un general de la frontera germánica, Antonio Saturnino, hizo que sus tropas le proclamasen emperador y se rebeló en 88. Saturnino contó con la ayuda de los bárbaros germanos, temible presagio del futuro y del día en que bandas rivales de bárbaros serían conducidas por facciones romanas opuestas a través del cuerpo agonizante del Imperio.
En ese primer intento, los bárbaros fracasaron y Domiciano aplastó la revuelta. Este suceso fortaleció, como es natural, el espíritu receloso de Domiciano, quien actuó duramente contra todos los que, según él pensaba, podían haber tomado parte en la revuelta o simpatizado con ella, y su carácter ahora parece haber cambiado para peor.
Exilió de Roma a los filósofos, pues creía que adherían a un republicanismo idealizado y, por tanto, estaban automáticamente contra todo emperador fuerte. También emprendió acciones contra los judíos dispersos por el Imperio, pues sabía que no podía esperarse de ellos que estuviesen a favor de ningún Flavio. También se registraron en este reinado persecuciones a los cristianos, aunque esto quizá se haya debido a que los romanos todavía los consideraban sólo como una variedad de los judíos.
Para desalentar toda posterior revuelta militar. Domiciano instituyó la costumbre de acuartelar todas las legiones en campamentos separados en las fronteras, de modo que dos legiones no pudiesen unirse contra el Emperador. Pero esto tendió a inmovilizar las legiones, pues todo intento de unirse contra la amenaza de un ataque del exterior fácilmente podía interpretarse como una tentativa de asociarse con alguna traidora finalidad. Así, las defensas romanas sufrieron cierto endurecimiento y rigidez, pérdida de flexibilidad que hizo cada vez más dificultoso rechazar a los bárbaros del Norte excepto bajo emperadores particularmente enérgicos.
Bajo Domiciano, por ejemplo, hubo sangrientos choques con los dacios, tribus que vivían al norte del Danubio inferior, en la región que ahora constituye la nación rumana. En la década del 80, los dacios quedaron bajo la belicosa dominación de un jefe llamado Decébalo y cruzaron repetidamente el Danubio, congelado en invierno, para hacer incursiones en Mesia, la provincia romana que estaba inmediatamente al sur.
Domiciano se vio obligado a tomar las armas contra ellos. Los expulsó de Mesia y luego invadió Dacia. Durante varios años, los romanos lograron mantener su dominación. Pero la revuelta de Saturnino distrajo a Domiciano; una fuerza romana sufrió un desastre en Dacia, e infructuosos ataques contra las tribus germánicas al oeste de Dacia lo convencieron de la inutilidad de ulteriores esfuerzos en esa dirección.
Domiciano pensó que traería menos problemas aceptar una sumisión nominal de Decébalo, quien recibió su corona de Domiciano pero en realidad siguió siendo independiente. De hecho, Domiciano admitió en 90 pagar a Decébalo un subsidio anual para mantener la paz y evitar las correrías. Esto era más barato que continuar la guerra, pero la oposición senatorial lo consideró como un tributo vergonzoso, el primero de la historia romana.
Finalmente, en 96 (849 A. U. C.), Domiciano, cuyos últimos años son descritos como un reinado del terror, llegó a su fin. Se organizó una conspiración palaciega, en la que participaron cortesanos y la misma emperatriz, y Domiciano fue asesinado.
Así terminó el linaje de Vespasiano, que gobernó a Roma durante veintisiete años y dio tres emperadores.
A la muerte de Tito, le sucedió su hermano menor, Domiciano (Titus Flavius Domitianus). Fue como si la historia se repitiese. Con Vespasiano y Tito, parecía que habían vuelto los días de Augusto; eran gobernantes amables, muy respetuosos de los senadores y que, por tanto, gozaron de «buena prensa» por parte de los historiadores partidarios del Senado. Pero con el advenimiento de Domiciano, fue como si Augusto hubiera sido sucedido nuevamente por Tiberio.
Al igual que Tiberio, Domiciano era frío, introvertido y sin ningún don para la popularidad. No hizo ningún esfuerzo para fingir respeto hacia el Senado ni para rendirle los honores necesarios a fin de salvar las apariencias para sus miembros. Esto trajo la consecuencia de que los historiadores posteriores lo describieron como cruel y tiránico. Quizá lo fuese con los senadores, pero su gobierno fue, por lo demás, justo y firme. Trató de estimular la vida familiar y la religión tradicional, prohibió que se hiciesen eunucos, reconstruyó los templos destruidos por el incendio del 80, construyó el Arco de Tito en honor de su hermano mayor, edificó bibliotecas públicas y montó pródigos espectáculos para el populacho. Impuso un gobierno eficiente en las provincias y se esforzó por asegurar las fronteras imperiales.
La línea del Rin y el Danubio que señalaba la frontera norte del Imperio tenía su punto más débil en la región cercana a la fuente de los dos ríos. Allí, en lo que es ahora Badén y Württemburg, en el sudoeste de Alemania, la línea de los ríos formaba una protuberancia que avanzaba profundamente hacia el sudoeste. Si atacaban por ese saliente, las tribus germanas podían fácilmente separar Italia de la Galia y causar enormes problemas.
En época de Domiciano, esta posibilidad debía ser tomada seriamente. Las tribus germánicas de la región, los catos, habían luchado contra los romanos de tanto en tanto desde la época de Augusto, y Domiciano decidió poner fin al peligro. A la cabeza de sus tropas, cruzó el Rin en 83, derrotó a los catos y preparó la ocupación permanente de la región por Roma.
Pero, como Tiberio, no estaba interesado en extender irrazonablemente (y costosamente) las conquistas extranjeras. Después de eliminar la amenaza de los catos, volvió a una línea defensiva firme. Construyó a través del peligroso ángulo de Germania sudoccidental una línea de fortalezas, eliminando el saliente y reforzando el punto débil. Después de eso se contentó con mantenerse en la región.
Además, hizo volver a Agrícola de Britania. Los enemigos de Domiciano del Senado se apresuraron a afirmar que lo hacía por celos, pero también puede argüirse que la larga campaña de Agrícola estaba llegando al punto en que disminuían los beneficios. Las desoladas tierras altas de Escocia y los salvajes y bárbaros páramos irlandeses no compensaban los dolores, la sangre y el dinero que se necesitaban para conquistarlos. Domiciano no quería preocupaciones por ellos, particularmente cuando provincias más cercanas exigían emprender acciones militares.
La naturaleza introvertida de Domiciano lo llevó a la soledad, como había ocurrido con Tiberio medio siglo antes. Puesto que no confiaba en nadie, no se sentía a gusto con nadie. Y, naturalmente, cuanto más se retraía, tanto más recelosos se volvían los miembros de la corte y los jefes del ejército, pues, como es de suponer, se preguntaban qué estaba dispuesto a hacer y era fácil creer los rumores de que planeaba efectuar muchas ejecuciones.
La falta de popularidad de Domiciano tentaba a los generales a planear una revuelta contra él. Un general de la frontera germánica, Antonio Saturnino, hizo que sus tropas le proclamasen emperador y se rebeló en 88. Saturnino contó con la ayuda de los bárbaros germanos, temible presagio del futuro y del día en que bandas rivales de bárbaros serían conducidas por facciones romanas opuestas a través del cuerpo agonizante del Imperio.
En ese primer intento, los bárbaros fracasaron y Domiciano aplastó la revuelta. Este suceso fortaleció, como es natural, el espíritu receloso de Domiciano, quien actuó duramente contra todos los que, según él pensaba, podían haber tomado parte en la revuelta o simpatizado con ella, y su carácter ahora parece haber cambiado para peor.
Exilió de Roma a los filósofos, pues creía que adherían a un republicanismo idealizado y, por tanto, estaban automáticamente contra todo emperador fuerte. También emprendió acciones contra los judíos dispersos por el Imperio, pues sabía que no podía esperarse de ellos que estuviesen a favor de ningún Flavio. También se registraron en este reinado persecuciones a los cristianos, aunque esto quizá se haya debido a que los romanos todavía los consideraban sólo como una variedad de los judíos.
Para desalentar toda posterior revuelta militar. Domiciano instituyó la costumbre de acuartelar todas las legiones en campamentos separados en las fronteras, de modo que dos legiones no pudiesen unirse contra el Emperador. Pero esto tendió a inmovilizar las legiones, pues todo intento de unirse contra la amenaza de un ataque del exterior fácilmente podía interpretarse como una tentativa de asociarse con alguna traidora finalidad. Así, las defensas romanas sufrieron cierto endurecimiento y rigidez, pérdida de flexibilidad que hizo cada vez más dificultoso rechazar a los bárbaros del Norte excepto bajo emperadores particularmente enérgicos.
Bajo Domiciano, por ejemplo, hubo sangrientos choques con los dacios, tribus que vivían al norte del Danubio inferior, en la región que ahora constituye la nación rumana. En la década del 80, los dacios quedaron bajo la belicosa dominación de un jefe llamado Decébalo y cruzaron repetidamente el Danubio, congelado en invierno, para hacer incursiones en Mesia, la provincia romana que estaba inmediatamente al sur.
Domiciano se vio obligado a tomar las armas contra ellos. Los expulsó de Mesia y luego invadió Dacia. Durante varios años, los romanos lograron mantener su dominación. Pero la revuelta de Saturnino distrajo a Domiciano; una fuerza romana sufrió un desastre en Dacia, e infructuosos ataques contra las tribus germánicas al oeste de Dacia lo convencieron de la inutilidad de ulteriores esfuerzos en esa dirección.
Domiciano pensó que traería menos problemas aceptar una sumisión nominal de Decébalo, quien recibió su corona de Domiciano pero en realidad siguió siendo independiente. De hecho, Domiciano admitió en 90 pagar a Decébalo un subsidio anual para mantener la paz y evitar las correrías. Esto era más barato que continuar la guerra, pero la oposición senatorial lo consideró como un tributo vergonzoso, el primero de la historia romana.
Finalmente, en 96 (849 A. U. C.), Domiciano, cuyos últimos años son descritos como un reinado del terror, llegó a su fin. Se organizó una conspiración palaciega, en la que participaron cortesanos y la misma emperatriz, y Domiciano fue asesinado.
Así terminó el linaje de Vespasiano, que gobernó a Roma durante veintisiete años y dio tres emperadores.
viernes, octubre 21
300. la película.
Nueva obra de Frank Miller es llevada al cine
El suceso conseguido por la adaptación cinematográfica del cómic de Frank Miller, "Sin City", realizado por Robert Rodriguez -del cual ya se prepara su secuela-, ha suscitado que Hollywood se interese por llevar a la gran pantalla otra obra del renombrado dibujante y guionista: "300".
Warner Bros. Pictures es el estudio productor de "300", una historia épica ambientada en la antigua Grecia. Zach Snyder ("El amanecer de los muertos") fue elegido como el realizador de esta cinta que protagonizará Gerard Butler ("El fantasma de la ópera"), que comenzará a rodarse el 17 de octubre en Montreal.
El film narrará la verdadera historia de 300 espartanos, quienes liderados por el rey Leonidas -al que dará vida Butler-, lucharon hasta la muerte con la armada persa del rey Xerxes en los años 481 y 480 A.C. Se considera que el valor demostrado por estos guerreros inspiró a los griegos a levantarse contra los persas, y así establecer las bases para la democracia.
El propio Snyder ha escrito el guión de la película junto a su habitual colaborador Kurt Johnstad. Se ha adelantado que "300" mantendrá el estilo visual de las ilustraciones creadas por Miller para su cómic.
CREO QUE LA GENTE TENDRÁ MÁS INTERÉS EN VER LA PELICULA DESPUÉS DE LEER EL COMIC...
El suceso conseguido por la adaptación cinematográfica del cómic de Frank Miller, "Sin City", realizado por Robert Rodriguez -del cual ya se prepara su secuela-, ha suscitado que Hollywood se interese por llevar a la gran pantalla otra obra del renombrado dibujante y guionista: "300".
Warner Bros. Pictures es el estudio productor de "300", una historia épica ambientada en la antigua Grecia. Zach Snyder ("El amanecer de los muertos") fue elegido como el realizador de esta cinta que protagonizará Gerard Butler ("El fantasma de la ópera"), que comenzará a rodarse el 17 de octubre en Montreal.
El film narrará la verdadera historia de 300 espartanos, quienes liderados por el rey Leonidas -al que dará vida Butler-, lucharon hasta la muerte con la armada persa del rey Xerxes en los años 481 y 480 A.C. Se considera que el valor demostrado por estos guerreros inspiró a los griegos a levantarse contra los persas, y así establecer las bases para la democracia.
El propio Snyder ha escrito el guión de la película junto a su habitual colaborador Kurt Johnstad. Se ha adelantado que "300" mantendrá el estilo visual de las ilustraciones creadas por Miller para su cómic.
CREO QUE LA GENTE TENDRÁ MÁS INTERÉS EN VER LA PELICULA DESPUÉS DE LEER EL COMIC...
parte 9. 300 el comic
parte 15. Tito
Tito
Tito sucedió a su padre sin problemas. Vespasiano había planeado la sucesión y asociado a su hijo en el gobierno. Por vez primera un emperador era sucedido por su hijo consanguíneo.
Tito había llevado una vida alegre y era sumamente popular por su generosidad e indulgencia, y se dispuso, al ascender al trono imperial, a trabajar duro y realizar una buena tarea. Casi el único defecto que el populacho romano podía hallarle era que tenía una amante judía. Mientras combatía en Judea, Tito había conocido a Berenice, hermana de Herodes Agripa II, y se habían enamorado mutuamente. Cuando Tito retornó a Roma, llevó consigo a Berenice, con quien proyectaba casarse. Pero esto no lo permitían los prejuicios antisemitas del populacho y, finalmente, muy a su pesar, tuvo que enviarla de vuelta a su país.
El reinado de Tito se señaló por una paz (excepto la compaña de Britania) y una prosperidad generales. Se abstuvo de cometer actos arbitrarios y fue un gobernante moderado. Desgraciadamente, sólo vivió dos años después de convertirse en emperador, pues murió en 81 a la edad de sólo cuarenta años.
En su breve reinado se produjo una notable catástrofe. Los sabios tenían conocimiento de que una montaña cercana a Nápoles y llamada Vesubio había sido antaño un volcán, pero no se tenía memoria de que hubiese entrado nunca en erupción. Las ciudades de Pompeya y Herculano estaban ubicadas en su vecindad, y las granjas se esparcían por sus laderas. Pompeya, en particular, era una ciudad de veraneo de los romanos ricos. El orador romano Cicerón era uno de los que, un siglo y cuarto antes, se jactaban de poseer una villa pompeyana.
En 63, durante el reinado de Nerón, se produjo un terremoto en la región que dañó a Pompeya y también a Neapolis (Nápoles). Pasó y el daño fue reparado. Pero en noviembre del 79 el monte Vesubio sufrió una violenta erupción y, en pocas horas, Pompeya y Herculano fueron aplastadas y enterradas bajo la ceniza y la lava.
Esa trágica catástrofe tuvo gran valor para los historiadores modernos. Desde comienzos del siglo XVIII, Pompeya ha sido excavada lentamente y ha sido como descubrir una ciudad fosilizada, un escenario montado en tiempos romanos y colocado en el nuestro. Se descubrieron templos, teatros, gimnasios, hogares y tiendas. Han aparecido obras de arte, inscripciones y hasta garabatos hechos por ociosos. Los historiadores bien quisieran que tales accidentes ocurriesen más a menudo si pudiesen suceder sin pérdida de vidas.
Tito se dirigió apresuradamente al escenario de la erupción para supervisar la labor de rescate y ayudar a los supervivientes. Pero cuando se marchó, estalló en Roma un incendio que duró tres días y tuvo que retornar para atender también a esta cuestión.
En una tónica más alegre, inauguró nuevos baños (los «baños de Tito») y completó un proyecto iniciado por su padre, el primero de los grandes anfiteatros que iban a construirse en Roma. Vespasiano lo había comenzado en el lugar del palacio de Nerón, que Vespasiano hizo derribar para devolver ese espacio al uso público. El anfiteatro era de piedra y tenía capacidad para cincuenta mil espectadores, tamaño respetable aun juzgado según patrones modernos. Fue el lugar del tipo de espectáculos de que gozaba el populacho romano: carreras de carros, combates de gladiadores, lucha con animales, etc.
Habría sido mejor llamarlo el anfiteatro Flavio, pero cerca de él había una gran estatua de Nerón. Estas estatuas de gran tamaño eran llamadas «colossae» por los romanos (de donde deriva nuestro adjetivo «colosal»), por lo que el anfiteatro llegó a ser conocido como el «Coliseo». Todavía hoy se lo llama por este nombre y, aunque en ruinas, tiene gran magnificencia y domina la ciudad de Roma.
Tito sucedió a su padre sin problemas. Vespasiano había planeado la sucesión y asociado a su hijo en el gobierno. Por vez primera un emperador era sucedido por su hijo consanguíneo.
Tito había llevado una vida alegre y era sumamente popular por su generosidad e indulgencia, y se dispuso, al ascender al trono imperial, a trabajar duro y realizar una buena tarea. Casi el único defecto que el populacho romano podía hallarle era que tenía una amante judía. Mientras combatía en Judea, Tito había conocido a Berenice, hermana de Herodes Agripa II, y se habían enamorado mutuamente. Cuando Tito retornó a Roma, llevó consigo a Berenice, con quien proyectaba casarse. Pero esto no lo permitían los prejuicios antisemitas del populacho y, finalmente, muy a su pesar, tuvo que enviarla de vuelta a su país.
El reinado de Tito se señaló por una paz (excepto la compaña de Britania) y una prosperidad generales. Se abstuvo de cometer actos arbitrarios y fue un gobernante moderado. Desgraciadamente, sólo vivió dos años después de convertirse en emperador, pues murió en 81 a la edad de sólo cuarenta años.
En su breve reinado se produjo una notable catástrofe. Los sabios tenían conocimiento de que una montaña cercana a Nápoles y llamada Vesubio había sido antaño un volcán, pero no se tenía memoria de que hubiese entrado nunca en erupción. Las ciudades de Pompeya y Herculano estaban ubicadas en su vecindad, y las granjas se esparcían por sus laderas. Pompeya, en particular, era una ciudad de veraneo de los romanos ricos. El orador romano Cicerón era uno de los que, un siglo y cuarto antes, se jactaban de poseer una villa pompeyana.
En 63, durante el reinado de Nerón, se produjo un terremoto en la región que dañó a Pompeya y también a Neapolis (Nápoles). Pasó y el daño fue reparado. Pero en noviembre del 79 el monte Vesubio sufrió una violenta erupción y, en pocas horas, Pompeya y Herculano fueron aplastadas y enterradas bajo la ceniza y la lava.
Esa trágica catástrofe tuvo gran valor para los historiadores modernos. Desde comienzos del siglo XVIII, Pompeya ha sido excavada lentamente y ha sido como descubrir una ciudad fosilizada, un escenario montado en tiempos romanos y colocado en el nuestro. Se descubrieron templos, teatros, gimnasios, hogares y tiendas. Han aparecido obras de arte, inscripciones y hasta garabatos hechos por ociosos. Los historiadores bien quisieran que tales accidentes ocurriesen más a menudo si pudiesen suceder sin pérdida de vidas.
Tito se dirigió apresuradamente al escenario de la erupción para supervisar la labor de rescate y ayudar a los supervivientes. Pero cuando se marchó, estalló en Roma un incendio que duró tres días y tuvo que retornar para atender también a esta cuestión.
En una tónica más alegre, inauguró nuevos baños (los «baños de Tito») y completó un proyecto iniciado por su padre, el primero de los grandes anfiteatros que iban a construirse en Roma. Vespasiano lo había comenzado en el lugar del palacio de Nerón, que Vespasiano hizo derribar para devolver ese espacio al uso público. El anfiteatro era de piedra y tenía capacidad para cincuenta mil espectadores, tamaño respetable aun juzgado según patrones modernos. Fue el lugar del tipo de espectáculos de que gozaba el populacho romano: carreras de carros, combates de gladiadores, lucha con animales, etc.
Habría sido mejor llamarlo el anfiteatro Flavio, pero cerca de él había una gran estatua de Nerón. Estas estatuas de gran tamaño eran llamadas «colossae» por los romanos (de donde deriva nuestro adjetivo «colosal»), por lo que el anfiteatro llegó a ser conocido como el «Coliseo». Todavía hoy se lo llama por este nombre y, aunque en ruinas, tiene gran magnificencia y domina la ciudad de Roma.
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