lunes, diciembre 5

parte 42. EL visigodo alarico

El visigodo Alarico
Mientras las peripecias de Juan Crisóstomo concentraban la atención de la corte, los obispos y el pueblo de Constantinopla, terribles sucesos se estaban produciendo en las fronteras casi desde el momento en que la muerte arrancó del trono al enérgico Teodosio.
Sus hijos, Arcadio y Honorio, eran ambos jóvenes, débiles e incapaces. En el momento de su ascenso al trono, por instrucciones de Teodosio, ambos estaban bajo la custodia de protectores militares. A cargo de Arcadio estaba el general galo Rufino, mientras la protección de Honorio estuvo en manos de Estilicón, de origen vándalo. Un enconado conflicto surgió entre ambos, pues Rufino se había apoderado de Iliria oriental, y Estilicón estaba decidido a recuperarla.
Pero no pudieron llevar adelante su querella. La interferencia se produjo por obra de los visigodos. Habían pasado casi veinte años desde la batalla de Adrianópolis, y los visigodos aún ocupaban la provincia de Mesia. Por supuesto, no eran tan bárbaros como cuando aparecieron por primera vez en el horizonte romano siglo y medio antes y mataron al emperador Decio. En cierta medida, se habían romanizado.
Por ejemplo, rápidamente adoptaron la religión romana, gracias a la actividad de un misionero que era también visigodo. Su nombre, Wulfila («pequeño lobo»), nos es conocido en su versión romana, Ulfilas.
Había nacido en algún lugar situado al norte del Danubio, en lo que antaño había sido Dacia, en 311. Cuando tenía poco más de veinte años, visitó Constantinopla, recién fundada, como parte de una misión goda o de un grupo de rehenes capturados. Sea como fuere, se convirtió al cristianismo en aquellos días febriles en que esta religión pasaba por sus primeros años de protección oficial, y ardió en deseos de llevar la nueva religión a su pueblo. Durante el resto de su vida trabajó en esta labor de misión entre los godos.
En el curso de sus trabajos, tradujo buena parte de la Biblia a la lengua goda. Al hacerlo, tuvo que crear un alfabeto y una lengua escrita, que no existían entre los godos. En verdad, los fragmentos de su traducción que existen aún (en su mayoría partes del Nuevo Testamento) constituyen casi todos los testimonios escritos de la lengua goda que sobreviven.
Ulfilas no logró convertir en masa a los godos, pero sembró la simiente. Reunió un número creciente de cristianos a su alrededor y su poder creció constantemente.
Pero Ulfilas, al convertirse al cristianismo, tomó sus creencias de los grupos arrianos de Constantinopla y, por ende, era un arriano. En verdad, se supone que volvió a Constantinopla en 383 para tomar parte en un sínodo de obispos arrianos que veían amenazado su destino por el emperador católico Teodosio. Ulfilas murió antes de que pudiera iniciar sus trabajos.
El misionero de los godos dejó el cristianismo arriano en su pueblo, que más tarde se propagaría también a otras tribus germánicas. Aunque el arrianismo se extinguió en gran medida en el Imperio, floreció fuera de él. Esto constituyó una cuestión de considerable importancia. Cuando llegó el día en que bandas guerreras germánicas dominaron grandes partes del Imperio de Occidente, fue su religión lo que los separó del pueblo. Los gobernantes germanos arrianos se enfrentaron con súbditos católicos romanos, y la hostilidad religiosa fue un factor importante que obstaculizó la fusión de los pueblos y, en consecuencia, contribuyó a una destrucción mayor de la antigua cultura.
Por la época de la muerte de Teodosio, un arriano destacado era Alarico, jefe visigodo nacido alrededor de 370 en una isla de la desembocadura del Danubio. Fue uno de los generales de Teodosio, que condujo lealmente un contingente godo en las batallas.
Al parecer, pensó que tenía suficiente favor del emperador como para sentirse seguro de que, bajo sus sucesores, ocuparía altos cargos, y se indignó cuando fue postergado a favor de Rufino y Estilicón. Como venganza, decidió adueñarse por la fuerza de lo que no había recibido por derecho.
Si el Imperio hubiese estado firmemente contra él, muy poco, probablemente, habría podido hacer Alarico y tal vez hubiera pasado a la historia como otro de los jefes de correrías que fastidiaban al Imperio. Pero la oportunidad se la brindó el hecho de que las cortes del Este y el Oeste sólo se veían una a otra como enemigo principal. Poderosas influencias, en Milán y en Constantinopla, estaban totalmente dispuestas, en su ciega lucha por Iliria, a utilizar a un bárbaro, si podían hacer que saquease e hiciese estragos en la otra parte del Imperio. Como resultado de ello, Alarico se movió en el caos de las enemistades internas y fue el primero de los grandes bárbaros que destruyeron el Imperio Romano.
Entró en acción de la manera más directa posible, marchando directamente sobre Constantinopla, con la esperanza de que, con el terror que provocaría su llegada, la corte oriental le hiciera inmediatas concesiones.
Sin duda, los gobernantes de Constantinopla estaban mucho más interesados en rechazar el intento de Estilicón de recuperar Iliria que de impedir la correría de Alarico por Tracia. Estilicón estaba en condiciones de detener a Alarico, pero Constantinopla ordenó implacablemente al general que se marchase de sus dominios. Hirviendo de cólera, Estilicón retornó a Italia, pero se vengó organizando el asesinato de Rufino. Esto no sirvió de nada, pues otros ministros igualmente absortos en metas a corto plazo ocuparon su lugar en Constantinopla.
La fanfarronada de Alarico contra Constantinopla no dio resultado. Sabía que no podía atacar sus fortificaciones, por lo que cambió de rumbo y se lanzó sobre Grecia, inerme, sin que nadie osara detenerlo.
Grecia había tenido una profunda paz durante cuatrocientos años. Ya no era la antigua Grecia, desde luego, pues había estado adormecida durante todos esos siglos, soñando con su pasada grandeza. Muchas de las viejas estatuas, templos y monumentos aún estaban en pie, pero muchas también habían caído bajo la acción del tiempo, muchas habían sido despojadas para enriquecer a la nueva ciudad de Constantinopla y muchas habían sido destruidas por la cólera de los nuevos gobernantes cristianos.
Los templos estaban desiertos y la misma Delfos estaba en ruinas. Los misterios eleusinos seguían celebrándose bajo los ojos hostiles de los cristianos, pero ahora las bandas godas de Alarico, firmes cristianos aunque de la variedad arriana, entraron en Eleusis. El templo de Ceres fue destruido en 396 (1149 A. U. C.) y los antiguos misterios llegaron a su fin.
Tebas se mantuvo a salvo detrás de sus murallas, y Atenas fue perdonada, pues hasta los godos abrigaban un respetuoso recuerdo de su grandeza de antaño. Alarico invadió el Peloponeso y pasó allí todo el invierno, sin que nadie se levantase contra él.
Pero en el Oeste, Estilicón empezó a actuar nuevamente. Pensando que Constantinopla estaba en una situación demasiado desesperada para tratar de detenerlo, vio la posibilidad de lanzar un ataque de éxito contra Alarico que llevase a una unión de ambas mitades del Imperio bajo su dominación.
Su campaña empezó bien. Desafiando a Constantinopla, marchó al Peloponeso y rechazó a Alarico, acorralándolo en lo que parecía una trampa segura. Sin embargo, Alarico logró escapar. Algunos especulan que Estilicón, después de demostrar su superioridad sobre el Imperio Oriental en la lucha contra Alarico, deliberadamente lo dejó escapar para usarlo como chantaje contra Constantinopla y obligarla al reconocimiento de él, Estilicón, como amo indiscutido de todo el Imperio.
Si fue así, el Imperio Oriental burló a Estilicón o, para decirlo más exactamente, lo traicionó. Constantinopla hizo a Alarico gobernador de la disputada Iliria. Fue una astuta medida, desde un punto de vista de corto alcance, pues no sólo sobornaba a Alarico para que cesase las hostilidades en el Este, sino que también lo colocaba al frente de una provincia que Estilicón reclamaba para el Imperio Occidental y aseguraba una permanente hostilidad entre Alarico y Estilicón. La situación se había invertido.
Durante un tiempo, Alarico y Estilicón se vigilaron mutuamente, cada uno esperando el momento apropiado para atacar. Finalmente, Alarico pensó que había llegado el momento y en 400 (1153 A. U. C.) se dirigió al Oeste, hacia el norte de Italia. Estilicón reaccionó lentamente, pero luego se trasladó al Norte para enfrentarse con él y los dos ejércitos (ambos germánicos, en realidad), libraron batalla en Pollentia, en lo que es ahora la región noroccidental de Italia. Estilicón atacó el domingo de Pascua de 402 (1155 A. U. C.) y tomó a Alarico desprevenido, pues éste suponía que no iba a combatirse en un día santo. El resultado fue una estrecha victoria de Estilicón, seguida por otra más categórica en Verona, más al Este. Alarico tuvo que evacuar Italia en 403 y retirarse a Iliria para tomar aliento y recuperarse.
Pero se había hecho un daño considerable. Milán, que había sido la capital del Imperio de Occidente durante un siglo, fue amenazada por los godos, y el gobierno ya no se sintió seguro allí. En 404 (1157 A. U. C.), el joven Emperador —quien, como su hermano Arcadio, fue y siguió siendo una completa nulidad— se trasladó a Ravena, a unos 350 kilómetros al sudeste, sobre las costas del Adriático. Era una posición fuerte que, durante tres siglos y medio, sería el centro del poder imperial en Italia. Al dejar de ser Milán la capital, el obispo de esta ciudad perdió su prestigio y dejó de ser un rival para el poder eclesiástico del obispo de Roma.
Asimismo, el peligro inmediato en que estuvo Italia y la corte imperial hizo que se llamase con pánico a algunas de las legiones distantes. Las fuerzas estacionadas en Britania habían sido debilitadas veinte años antes, cuando el asesinato de Graciano. En la breve guerra civil que siguió, intervinieron legiones de Britania y muchas de ellas nunca volvieron a la isla. Las debilitadas fuerzas romanas que permanecieron en Britania tuvieron que refugiarse en forma permanente detrás de la Muralla de Adriano. En la situación de emergencia creada por la invasión de Alarico del norte de Italia, las tropas que pudieron hallarse en Britania fueron llevadas a Italia para combatir en Pollentia.
Algunas volvieron a Britania después de Pollentia, pero los pictos se lanzaron al Sur en masa desde las Tierras Altas escocesas e invasores germanos empezaron a invadir Britania a través del mar del Norte. Los soldados romanos podían hacer poco más que divertirse proclamando emperadores a sus generales y en 407 (1160 A. U. C.) las legiones abandonaron Britania para siempre. Después de tres siglos de civilización romana, Britania volvió a la barbarie y el paganismo bajo los invasores germánicos.
En sí misma, la pérdida de Britania no fue fatal para el Imperio. Era una provincia tan externa como lo había sido Dacia, y como ésta una adición tardía al Imperio; además, peor que Dacia, era una gran provincia separada del resto del Imperio por el mar.
Pero la pérdida de Britania fue lo de menos. La preocupación del Imperio Occidental por Alarico brindó una oportunidad a las otras tribus germánicas. Las que habitaban al este del Rin y el norte de Danubio sentían la constante presión de los hunos al este. Una confederación de tribus, llamadas colectivamente «suevi» por los romanos («Schwaben» en alemán y «suevos» en español), se lanzaron hacia el Sur a través de los Alpes e invadieron el norte de Italia una vez más, casi inmediatamente después de ser rechazado Alarico. Estilicón los derrotó también, en 405, pero sólo al precio de dejar prácticamente sin defensas las fronteras del Rin.
Por ello, el último día del 406, los suevos, junto con varios grupos de vándalos (el pueblo de origen de Estilicón) y un contingente de alanos, tribu no germánica proveniente del Cáucaso, atravesaron el Rin. No hallaron ninguna oposición digna de nota y atravesaron toda la Galia para penetrar en España. Para el 409 se habían establecido aquí, los suevos en el noroeste, los vándalos en el sur y los alanos entre ellos. (La permanencia de los vándalos en el sur de España ha dejado su huella hasta hoy, pues esa parte de la península todavía es llamada según el nombre de ese pueblo. Quitando la V inicial, esa región es «Andalucía».)
Por entonces, quizá nadie se percató al principio de que esa oleada hacia el Oeste y el Sur de los germanos era algo nuevo. Después de todo, hacía casi dos siglos que las tribus germánicas periódicamente se desbordaban sobre la Galia presionando a un imperio cada vez más débil. Siempre hasta entonces, aunque a un costo en constante crecimiento, los romanos habían logrado rechazarlos. Sólo medio siglo antes, bajo Juliano (véase página), los romanos habían logrado hacerlo cubriéndose de considerable gloria.
Pero la invasión del último día del 406 fue diferente porque fue permanente. Una tribu germánica podía derrotar y reemplazar a otra, pero nunca más las provincias occidentales se verían totalmente libres de esos pueblos. Es posible que esto no hubiese sucedido si Estilicón hubiese seguido al mando. Había derrotado primero a los visigodos y después a los suevos en el norte de Italia. Podía haber organizado una ofensiva contra los germanos en España, pero no tuvo la ocasión de hacerlo. Sus enemigos estaban venciendo en el interior.
Esos enemigos dijeron a Honorio que su aguerrido ministro planeaba poner a su propio hijo en el trono. El imbécil Honorio lo creyó y ordenó la ejecución de su general, legalizando lo que de otra forma habría sido meramente un asesinato. Estilicón fue decapitado en 408 (1161 A. U. C.). Fue un acto de increíble locura y selló el destino del Imperio Occidental.
Los godos del ejército de Estilicón, leales hasta entonces, se sintieron ultrajados por esa acción, y los enfureció aún más las medidas antiarrianas tomadas por los nuevos ministros que llegaron al poder. Los godos desertaron por decenas de miles y se pasaron a Alarico, quien aún rondaba cerca de las fronteras de Italia.
Una vez más Alarico penetró en Italia, y esta vez no había ningún Estilicón ni prácticamente ningún ejército que lo detuviese. Marchó hacia el Sur sin hallar oposición notable y al mes de la suicida ejecución de Estilicón por el gobierno romano, Alarico estuvo ante las puertas de Roma. Por primera vez en seiscientos años, Roma vio a un enemigo extranjero ante sus murallas, algo que no había ocurrido desde la época de Aníbal de Cartago.
Pero Alarico no tenía intención de destruir Roma. Los verdaderos conquistadores del período no podían avenirse a creer que el Imperio estaba enfermo de muerte. Había durado tanto tiempo que parecía casi una ley natural que durase por siempre, y hasta parecía una blasfemia tratar de destruirlo. Todo lo que Alarico quería era formar una parte importante de ese imperio eterno, gobernar una provincia, estar al mando de sus ejércitos y tener tierras y botín para sus tropas.
Roma capituló, sin esperanzas, pero Alarico que tenía que recibir el consentimiento del Emperador para dar legalidad a las cosas, no lo pudo obtener. La bien fortificada y casi inaccesible Ravena estaba a salvo del saqueo de los godos, y mientras fue así Honorio se dejó persuadir por sus ministros, rechazando las exigencias de Alarico. (Ellos estaban a salvo, y por ende se sentían valientes.)
Alarico tuvo que retornar al asedio de Roma por segunda vez, para forzar un acuerdo temporal, y cuando el gobierno se negó a ello, volvió por tercera y última vez, en 410 (1163 A. U. C.). Este tercer asedio lo prosiguió hasta el fin. Roma se rindió en agosto, justamente dos años después de la ejecución de Estilicón, y por primera vez desde el 390 a. C. (exactamente ocho siglos antes), un ejército bárbaro ocupó y saqueó Roma, la ciudad de Escipión, César y Marco Aurelio.
Pero Alarico sólo permaneció seis días en Roma, y luego marchó hacia el Sur. El saqueo fue suave y los daños ocasionados a la ciudad ligeros, pero el prestigio de Roma y su imperio quedó destruido irreparablemente. Desapareció el terror que inspiraba el nombre de Roma.
Alarico, en su marcha hacia el Sur, tenía la intención, al parecer, de atravesar el Mediterráneo e invadir África donde, en una parte alejada del Imperio, poder convertirse en amo de una provincia, como los suevos, alanos y vándalos habían hecho en España. Pero lo detuvo un enemigo más poderoso que los romanos. Sus barcos fueron destruidos por una tormenta, y poco después murió de una fiebre en el sur de Italia. Fue sucedido por su cuñado Atawulf (Ataulf, en la versión latina, y Ataúlfo en castellano).

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