El vándalo Genserico
Ambas mitades del Imperio tenían ahora que elegir nuevos gobernantes.
En Constantinopla, el hombre más poderoso era Aspar, un germano que era jefe de las tropas bárbaras que custodiaban la capital. Podía haberse proclamado emperador, pero era arriano y sabía que, como gobernante, tendría que enfrentarse con la constante e infatigable oposición de los monjes y del pueblo. No valía la pena, evidentemente. Era más fácil poner a algún católico anodino en el trono y gobernar mediante él. La elección de Aspar recayó en León de Tracia (por la provincia en que había nacido), un anciano y respetado general.
El ascenso al trono de León puso de relieve otro cambio importante. Antaño había sido el Senado el que oficialmente nombraba un emperador, luego fue el ejército y ahora era la Iglesia. El patriarca de Constantinopla colocó la diadema de púrpura sobre la cabeza de León I, y la coronación del jefe del Estado por el jefe de la Iglesia ha sido habitual desde entonces.
Como Marciano antes que él, León actuó mejor de lo esperado. Entre otras cosas, no fue el títere de Aspar. En verdad, León se dispuso cuidadosamente a socavar la posición de Aspar, y una manera de hacerlo era cambiar el cuerpo de guardia imperial de germanos por otro de isaurios, miembros de ciertas tribus de Asia Menor oriental. Tal substitución hizo que León no temiera ser asesinado cuando se enfrentase con Aspar. Además, le proporcionó un grupo confiable de hombres al cual oponer contra los germanos de Aspar, en caso de una disputa violenta. Además, consolidó su situación dando en matrimonio a su hija al general de las tropas isaurias (quien adoptó el nombre griego de Zenón).
Este fue un proceso de importancia decisiva y marcó una diferencia esencial en el desarrollo de las historias de los Imperios Oriental y Occidental. El Oeste, desde la muerte de Teodosio I, más de medio siglo antes, había caído cada vez más en las manos de tropas y generales germanos, hasta que no quedó ningún romano que se resistiese a la completa germanización del Imperio. Pero en el Este hubo una efectiva resistencia contra los germanos. Después del asesinato de Rufino (véase página), los sucesivos germanos hacedores de reyes vieron reducirse cada vez más sus poderes, hasta que, bajo León I, los reclutamientos se hicieron entre los isaurios y otros pueblos del Imperio. Estos formaron un ejército nativo que pudo rechazar a los enemigos externos, mantener intactas las fronteras del Imperio Oriental y preservar su continuidad cultural durante mil años.
En el Oeste, un patricio romano, Petronio Máximo, fue elevado al trono después de la muerte de Valentiniano III. Para arrojar un brillo de legitimidad a la situación, Petronio obligó a Eudoxia, la viuda de Valentiniano, a casarse con él. Se dice que Eudoxia concibió un gran resentimiento por esto, en parte porque no le atraía mucho el anciano Petronio como persona y en parte porque sospechaba que éste había planeado el asesinato de su difunto esposo. Por ello, buscó ayuda para escapar de la situación.
Por entonces, el hombre más poderoso de Occidente era el vándalo Genserico. Estaba en los sesenta y tantos años, y él y sus vándalos gobernaban la provincia africana desde hacía un cuarto de siglo, pero su vigor no había disminuido en nada. Los otros bárbaros poderosos de la época —el visigodo Teodorico y el huno Atila— habían muerto, pero Genserico seguía vivo.
Más aún, fue el único de los bárbaros del siglo V que construyó una flota. Su dominación sobre la tierra firme africana no fue tan extensa como había sido la romana, pues las tribus nativas del norte de África nuevamente dominaban Mauritania y partes de Numidia, pero con su flota Genserico podía compensar esto en otras partes.
Dominaba Córcega, Cerdeña, las islas Baleares y hasta la punta occidental de Sicilia. Hacía incursiones, casi a su capricho, por la línea costera septentrional, en el Este y en el Oeste. Bajo Genserico, parecía haber renacido el antiguo imperio marítimo de Cartago, y Roma se enfrentaba ahora con él como antaño se había enfrentado con Cartago siete siglos antes.
Pero Roma no era ya la Roma de siete siglos antes. Ahora carecía de capacidad de resistencia, y Eudoxia, la Emperatriz, invitó a Genserico a ir a Roma, dándole seguridades de su debilidad y garantizándole el éxito, totalmente dispuesta a lograr su rescate personal a costa del sufrimiento general.
Genserico no necesitaba que le repitiesen la invitación. En junio de 455 (1208 A. U. C.), los barcos de Genserico llegaron a la desembocadura del Tíber. El emperador Petronio trató de huir, pero fue muerto por una muchedumbre presa del pánico que esperaba de este modo apaciguar al enemigo, y los vándalos entraron en la ciudad sin hallar oposición. Cuarenta y cinco años después de la entrada de Alarico en Roma, la ciudad del Tíber fue saqueada por segunda vez. La situación era particularmente curiosa, pues los invasores venían de Cartago. Hasta podemos imaginar al implacable espectro de Aníbal acuciándolos.
El papa León trató de usar su influencia con Genserico, como había hecho con Atila, pero la situación era diferente. Atila era un pagano que podía quedar impresionado por la aureola general de lo sobrenatural. Genserico era un arriano para quien el obispo católico no significaba nada.
Con todo, Genserico era un hombre eficiente. Había acudido en busca de botín y nada más. Durante dos semanas, de manera sistemática y casi científica se apoderó de todo lo que podía haber de valor para llevárselo a Cartago. No hubo ninguna destrucción inútil ni ninguna carnicería sádica. Roma se empobreció, pero, como después del saqueo de Alarico, quedó intacta. Por ello, es paradójico que la amarga denuncia romana de los robos de los vándalos haya hecho que hoy el término «vándalo» sea sinónimo de alguien que destruye insensatamente; esto fue precisamente lo que los vándalos no hicieron en esta ocasión.
Entre otras cosas, Genserico se apoderó de los vasos sagrados que Tito había llevado a Roma del destruido Templo de Jerusalén casi cuatro siglos antes. También ellos fueron llevados a Cartago.
En cuanto a Eudoxia, recibió el trato que debía haber esperado. Lejos de rescatarla y restaurarle su dignidad, el frío y poco sentimental Genserico la despojó de sus joyas y ordenó que ella y sus dos hermanas fuesen llevadas a Cartago como prisioneras.
El saco de Roma fue motivo de melancólicas reflexiones por parte de algunos historiadores de la época, particularmente Sidonio Apolinar (Gaius Sollius Apollinaris Sidonius), galo nacido en 430, que vivió durante las etapas finales del Imperio Romano de Occidente.
Sidonio llamó la atención sobre la manera en que, según la leyenda, había sido fundada Roma . Rómulo y Remo esperaron en la mañana un prodigio. Remo vio seis águilas (o buitres) y Rómulo doce. Prevaleció Rómulo y fue él quien fundó Roma.
A lo largo de toda la historia romana, subsistió una superstición según la cual cada águila representaba un siglo. Si Remo hubiese construido la ciudad, habría durado seis siglos —según esa superstición—, hasta 153 a. C. (600 A. U. C.). Esa fue la época en la cual Cartago había sido finalmente destruida por los romanos victoriosos. ¿Podía haber sucedido que una Roma fundada por Remo hubiese sido derrotada por Aníbal después de la batalla de Cannas, para subsistir otro medio siglo, hasta su destrucción final a manos de los cartagineses?
Como Rómulo fundó la ciudad, ésta duró doce siglos, uno por cada águila. Los doce siglos terminaban en 447 (1200 A. U. C), y fue poco después cuando llegó Genserico, y llegó de Cartago, como si Roma, tarde o temprano, no pudiese eludir su destino. «Ahora, Roma, ya conoces tu destino», escribió Sidonio Apolinar.
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