El monacato
La literatura latina cristiana, en cambio, floreció. Ambrosio de Milán escribió mucho, pero aún más importante fue la obra de Jerónimo (Eusebius Sophronius Hieronymus). Jerónimo nació en Iliria alrededor del 340 y, pese a ser cristiano de padres cristianos, se sintió fuertemente atraído por la literatura y el saber paganos; más aún, le desagradaban las Escrituras por el estilo torpe y pobre del latín en que estaban escritas.
Resolvió elaborar una traducción latina apropiada de la Biblia y, con este fin, viajó al Este y estudió no sólo griego, sino también hebreo. Con el tiempo, tradujo la Biblia al latín literario, sin despreciar la ayuda de rabinos eruditos. El resultado de sus esfuerzos fue la versión de la Biblia comúnmente llamada la «Vulgata» (es decir, escrita en la lengua «vulgar», la lengua de la gente común de Occidente —que por entonces era el latín—, y no en griego o hebreo, que eran las lenguas originales del Nuevo y del Viejo Testamento, respectivamente). La Vulgata ha sido desde entonces la Biblia de uso común en la Iglesia Católica.
Jerónimo volvió a Roma durante un tiempo, pero luego viajó al Este de nuevo y murió en Belén, en 420. Fue un firme defensor del celibato y el monacato que estaba surgiendo con fuerza creciente en el cristianismo del siglo IV.
El monacato (de una palabra griega que significa «solo») es el hábito de retirarse del mundo comúnmente con el fin de que las preocupaciones, la corrupción y los placeres de la vida cotidiana no distraigan de la vida buena o la devoción de Dios. Antes de la aparición del cristianismo, hubo grupos de judíos que formaban comunidades separadas en regiones aisladas donde podían adorar a Dios en la paz y la concentración. Hubo también algunos filósofos griegos que se retiraron, en ciertos aspectos, de la sociedad. Diógenes el Cínico fue uno de ellos.
Comúnmente, los monjes tendían a llevar una vida muy sencilla, en parte porque no podían hacer otra cosa en comunidades distantes y aisladas, y en parte porque pensaban que era un bien absoluto, pues creían que cuanto más descuidaran las necesidades y deseos del cuerpo, tanto más podrían concentrarse en el culto a Dios. Ese desprecio del bienestar corporal es llamado «ascetismo», de una voz griega que significa «ejercicio», porque los atletas griegos tenían que olvidarse de los placeres cuando se entrenaban para las competiciones atléticas. Un asceta, en otras palabras, es alguien que está «en entrenamiento».
Los primeros cristianos tendían a ser ascéticos, pues consideraban inmorales o idólatras muchos de los placeres de la sociedad romana común. Pero a medida que el cristianismo obtuvo más éxitos, también se hizo más mundano, y para muchas personas de espíritu ascético ser solamente cristiano no bastaba.
El primer monje cristiano notable fue un egipcio llamado Antonio, de quien se supone que vivió cien años, de 250 a 350. A los veinte años, se retiró al desierto para vivir solo y de una manera muy sencilla; autores posteriores (como Atanasio, quien admiraba mucho el celo de Antonio contra el arrianismo) contaron muchas historias dramáticas de él con respecto al modo como resistió las tentaciones que el Diablo le presentaba en la forma de todo género de visiones lujuriosas y lascivas.
El ejemplo de Antonio se hizo muy popular y el desierto egipcio llegó a contener muchos monjes. Ésta popularidad no es difícil de comprender. Para los hombres verdaderamente piadosos, podía ser un modo seguro de evitar las tentaciones y el pecado, y de asegurarse el ingreso al Cielo. Para muchos de los menos piadosos, era también una manera de quitarse el peso de un mundo fatigoso.
Ese tipo de monaquisino solitario, aunque se adecuaba literalmente a la palabra, tenía sus peligros. Entre otras cosas, cada monje, librado a sí mismo, podía considerar su papel casi de cualquier forma, y algunos fueron muy excéntricos en sus actividades. Por ejemplo, un monje sirio llamado Simeón (que vivió del 390 al 459) practicaba austeridades casi inimaginables. Construía pilares y vivía sobre ellos, sin descender nunca, de día o de noche y cualquiera que fuese el clima, durante treinta años. Por ello, es llamado «Simeón el Estilista» (de una palabra griega que significa «pilar»). Es sumamente desagradable pensar cómo puede haber sido su vida en un pilar semejante, y muchos no podían por menos de abrigar dudas sobre si esa clase de actitudes podía ser realmente grata a Dios.
Además, los monjes solitarios que se retiraban del mundo podían huir de sus tentaciones y su maldad, pero también eludían sus responsabilidades y esfuerzos. ¿Era justo abandonar a tantas almas que necesitaban salvación en pro de la preocupación fundamental por la propia alma solamente?
Por ello, Basilio, obispo de Cesárea, capital de Capadocia, en Asia Menor, creó una forma alternativa de monaquisino.
Basilio nació alrededor de 330 en una familia que contribuyó con muchas figuras notables a la historia de la Iglesia. Estaba muy interesado en el monacato y viajó por Siria y Egipto para estudiar a los monjes y su modo de vida.
Creyó concebir un modo mejor y más útil de dirigir las energías del hombre hacia Dios. En lugar de vivir totalmente solo, un monje debía formar parte de una comunidad separada. Así, forma parte de un grupo, pero el grupo mismo está lejos de las tentaciones.
Además, en vez de entregarse al ascetismo como meta de la vida, el grupo debe trabajar tanto como orar. Más aún, el trabajo no debe ser sólo otra forma de ascetismo; debe estar dirigido al bien de la humanidad. Esto suponía que el grupo debía estar situado cerca de los centros de población, para que su trabajo pudiese beneficiar a esos centros. Aunque evitando los pecados del mundo, los monjes debían contribuir al bien de éste.
Ese monaquismo basiliano siempre ha sido muy popular en el Este, pero en el siglo V también se difundió por Italia.
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