XXXI. Mas cuando repararon que se movía y acercaba a las
murallas, espantados del nuevo y desusado espectáculo, despacharon
a César embajadores de paz, que hablaron de esta sustancia: «que
no podían menos de creer que los romanos guerreaban asistidos de
los dioses, cuando con tanta facilidad podían dar movimiento a
máquinas de tanta elevación, y pelear tan de cerca; por tanto, se
entregaban con todas las cosas en sus manos. Que si por dicha,
usando de su clemencia y mansedumbre, de que ya tenían noticia,
quisiese perdonar también a los aduáticos, una sola cosa le pedían y
suplicaban, no los despojase de las armas; que casi todos los
comarcanos eran sus enemigos y envidiosos de su poder, de quienes
mal podían defenderse sin ellas. En tal caso les sería mejor sufrir de
los romanos cualquier aventura, que morir atormentados a manos de
aquellos a quienes solían dar la ley».
XXXII. A esto respondió César: «que hubiera conservado la
ciudad, no porque lo mereciese, sino por ser esa su costumbre, caso
de haberse rendido antes de batir la muralla; pero ya no había lugar
a la rendición sin la entrega de las armas; haría sí con ellos lo mismo
que con los nervios, mandando a los confinantes que se guardasen de
hacer ningún agravio a los vasallos del Pueblo Romano». Comunicada
esta respuesta a los sitiados, dijeron estar prontos a cumplir lo
mandado. Arrojada, pues, gran cantidad de armas desde los muros al
foso que ceñía la plaza, de suerte que los montones de ellas casi
tocaban con las almenas y la plataforma, con ser que habían
escondido y reservado dentro una tercera parte, según se averiguó
después, abiertas las puertas, estuvieron en paz aquel día.
XXXIII. Al anochecer César mandó cerrarla, y a los soldados
que saliesen fuera de la plaza, porque no se desmandase alguno
contra los ciudadanos. Pero éstos de antemano, como se supo
después, convenidos entre sí, bajo el supuesto de que los nuestros,
hecha ya la entrega, o no harían guardias, o cuando mucho no
estarían tan alerta, parte valiéndose de las armas reservadas y
encubiertas, parte de rodelas hechas de cortezas de árbol y de
mimbre entretejidas, que aforraron de pronto con pieles (no
permitiéndole otra cosa la falta de tiempo) sobre la medianoche
salieron de tropel al improviso con todas sus tropas derechos adonde
parecía más fácil la subida a nuestras trincheras. Dado aviso al
instante con fuegos, como César lo tenía prevenido, acudieron allá
luego de los baluartes vecinos. Los enemigos combatieron con tal
coraje cual se debía esperar de hombres reducidos a la última
desesperación, sin embargo, de la desigualdad del sitio contra los que
desde la valla y torres disparaban, como quienes tenían librada la
esperanza de vivir en su brazo. Muertos hasta cuatro mil, los demás
fueron rebatidos a la plaza. Al otro día rompiendo las puertas, sin
haber quien resistiese, introducida nuestra tropa, César vendió en
almoneda todos los moradores de este pueblo con sus haciendas. El
número de personas vendidas, según la lista qué le exhibieron los
compradores, fue de cincuenta y tres mil.
XXXIV. Al mismo tiempo Publio Craso, enviado por César con
una legión a sujetar a los vénetos, únelos, osismios, curiosolitas,
sesuvios, aulercos y reñeses,55 pueblos marítimos sobre la costa del
Océano, le dio aviso cómo todos quedaban sujetos al Pueblo Romano.
XXXV. Concluidas estas empresas y pacificada la Galia toda, fue
tan célebre la fama de esta guerra divulgada hasta los bárbaros, que
las naciones transrenanas enviaban a porfía embajadores a César
prometiéndole la obediencia y rehenes en prendas de su lealtad. El
despacho de estos embajadores, por estar de partida para Italia y el
Ilírico, difirió por entonces César, remitiéndolos al principio del verano
siguiente. Con eso, repartidas las legiones en cuarteles de invierno
por las comarcas de Chartres, Anjou y Tours, vecinas a los países que
fueron el teatro de la guerra, marchó la vuelta de Italia. Por tan
prósperos sucesos, leídas en Roma las cartas de César, se mandaron
hacer fiestas solemnes por quince días;56 demostración hasta
entonces nunca hecha con ninguno.
55
Los de Vannes, Cotentin, S. Pablo de León, Freguier, Brieu, Quimpercorentin, Leez, Maine, Perche
Evreux y Rennes.
56
Estas fiestas se hacían por decreto del Senado, abriendo todos los temos de los dioses y cerrando los
tribunales y oficinas, para que hombres y mujeres acudiesen libres de otros negocios a los sacrificios en
acción de gracias por la victoria conseguida. Plutarco, en la Vida de César, lo pondera más. A Pompeyo,
a quien se hicieron más honores que a todos los generales precedentes, se concedieron solamente doce
días.
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