miércoles, mayo 25

cap 7. La conquista de sicilia. Pirro. Cartago.

4. La conquista de Sicilia
Pirro

Mientras los romanos estaban empeñados en su guerra de medio siglo con el Samnio, el hijo de Filipo de Macedonia llevaba a cabo la más asombrosa hazaña militar de los tiempos antiguos y quizá de todos los tiempos. Con su pequeño y magníficamente entrenado ejército, del que formaba parte la falange macedónica, Alejandro Magno pasó a Asia Menor y atravesó todo el Imperio Persa, ganando todas las batallas contra todos los enemigos. Llevó las armas griegas y la cultura griega a los desiertos de Asia Central, a la frontera noroccidental de la India y a Egipto. Todo el vasto Imperio Persa cayó bajo su dominio.
Pero en 323 a. C., Alejandro murió en Babilonia, a la edad de treinta y tres años. Sólo dejó para sucederle un hermano deficiente mental y un bebé. Pronto fueron suprimidos, y sus generales empezaron a disputarse el Imperio.



Lucharon unos contra otros incesantemente, y en 301, después de una gigantesca batalla librada en Asia Menor, parecía obvio que ninguno de ellos iba a quedarse con todo. El imperio de Alejandro quedó permanentemente dividido.
La principal parte de Asia —incluyendo Siria, Babilonia y las vastas regiones situadas al Este— cayeron bajo la dominación del general Seleuco, quien se proclamó rey. Sus descendientes iban a gobernar durante siglos lo que recibió habitualmente el nombre de Imperio Seléucida. Egipto cayó en manos de otro de los generales de Alejandro, Tolomeo. Sus descendientes, todos los cuales se llamaron Tolomeo, gobernaron Egipto como reyes, por lo cual esa tierra y ese período de su historia son llamados el Egipto Tolemaico.
Asia Menor quedó escindida en una serie de pequeños reinos, a los que nos referiremos más adelante. En conjunto, esas partes macedónicas del Imperio Persa constituyeron los reinos helenísticos, y en 281 a. C., cuando Roma y Tarento estaban a punto de combatir, se hallaban todos firmemente establecidos. Pero todos ellos estaban demasiado lejos para prestar ayuda a Tarento y, además, demasiado atareados en reñir unos con otros.
Más cerca estaba la misma Macedonia, pero se hallaba muy debilitada por el hecho de que tantos de sus mejores hombres hubiesen marchado al exterior para convertirse en gobernantes de vastos reinos, al Este y al Sur. La debilitó aún más el hecho de que hubiese desaparecido la vieja familia real macedónica y de que generales rivales luchasen por su dominio. En verdad, en 281 a. C., Macedonia se hallaba en un estado de total anarquía y no podía ayudar a nadie.
Contribuía a esa anarquía el Reino de Epiro, situado sobre la frontera occidental de Macedonia. Desde el 295 antes de Cristo, el rey de Epiro era Pirro, hijo menor de un primo de aquel Alejandro de Epiro que antaño había invadido Italia (véase página 28).
De todos los gobernantes helenísticos de la época, Pirro era, con mucho, el mejor general. Además, era el que más cerca se hallaba de Tarento. Por añadidura, era esencialmente un romántico que nunca se sentía más feliz que cuando estaba empeñado en alguna aventura militar. (En verdad, su gran fracaso consistió en que nunca se detuvo para consolidar una victoria, como siempre hacían los romanos, sino que constantemente se lanzaba a una nueva aventura antes de dar término a la anterior.)
Pirro había contribuido al infortunio de Macedonia, invadiéndola en 286 a. C., y la retuvo durante siete meses antes de ser expulsado de ella. Ahora hacía cinco años que estaba enmoheciéndose en la paz y estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de combatir.
A él, pues, se dirigieron los tarentinos, pues parecía hecho a la medida de ellos. Se hallaba a sólo 80 kilómetros, era un gran general y estaba ansioso de luchar. ¿Qué más podían pedir los tarentinos?
Pirro respondió al llamado, por supuesto, y en 280 antes de Cristo llegó a Tarento. Sin duda, no estaba allí sólo para ayudar a Tarento. Tenía sus propios planes. Iba a ponerse a la cabeza de un ejército griego que habría de derrotar a Roma y Cartago y establecer en Occidente un imperio tan grande como el que su primo lejano Alejandro Magno había creado en el Este. Pirro llevó consigo a 25.000 soldados veteranos y entrenados en la técnica de la falange, a la que los romanos iban a enfrentarse ahora por primera vez. Ya no se trataba de tribus italianas, que luchaban bravamente pero sin ciencia. Esta vez tendrían frente a ellos a un avezado general, maestro en todas las artes de la guerra.
Pirro no sólo llevó hombres. Cuando Alejandro llegó a la India en su marcha victoriosa, halló que los ejércitos indios luchaban con enormes elefantes de grandes colmillos. Los usaban como se usan los tanques en la actualidad: para aterrorizar al ejército enemigo y aplastarlo por el mero peso. Alejandro era suficientemente genial como para derrotar a los elefantes, pero sus generales no vieron ninguna razón por la cual no hacer uso de ellos. Durante una generación, los elefantes combatieron de una u otra parte (y a veces de ambas) en todas las grandes batallas que libraron los macedonios.
Pirro llevó veinte elefantes a Italia y empezó a actuar inmediatamente. Su primera tarea fue poner en vereda a los tarentinos. Si querían ayuda, tenían que colaborar. Cerró los teatros y los clubs y empezó a entrenar a los ciudadanos. Los tarentinos chillaron horrorizados, y Pirro envió a Epiro a los más ruidosos. Esto aquietó a los restantes.
Más tarde, ese mismo año, marchó al encuentro de los romanos hasta Heraclea, a mitad de camino entre Tarento y Thurii. Eligió un sitio de terreno suficientemente llano para su falange y preparó su caballería y sus elefantes. Los romanos contemplaron con terror a las enormes bestias. Nunca habían imaginado que pudieran existir tales seres, y los llamaron «bueyes rúcanos».
Los romanos atacaron, pero la falange permaneció inmutable, y cuando Pirro envió a los elefantes a la carga, los romanos tuvieron que retirarse, pero en buen orden. La primera batalla entre la falange y la legión había dado la victoria a la primera, pero Pirro no se llamó a engaño. Cabalgó sombríamente por el campo de batalla y observó que los muertos romanos tenían las heridas en la frente. No habían echado a correr ni siquiera ante los elefantes. Podían ser bárbaros no griegos, pensó Pirro, pero combatían como macedonios.
La victoria de Heraclea alentó a algunos de los enemigos de Roma apenas conquistados a rebelarse una vez más. Los samnitas, en particular, contemplaron con gozo la derrota romana y se unieron inmediatamente a Pirro. Pirro, que no estaba muy ansioso de seguir luchando contra los romanos, pensó que sería justo concertar una paz con Roma basada en el principio de vivir y dejar vivir. Por ello envió a Cineas, un griego que se había destacado por su habilidad oratoria, a Roma para que persuadiera a los romanos a hacer la paz.
Cineas habló ante el Senado, y su hábil discurso estuvo a punto de impulsar a los senadores a convenir la paz. Pero, según la tradición, en ese momento apareció en la escena el viejo censor Apio Claudio Caecus. El héroe de la Segunda Guerra Samnita y constructor de la Vía Apia estaba ya viejo y ciego. Se hallaba demasiado débil para caminar, por lo que tuvo que ser transportado hasta la cámara del Senado.
Sin embargo, sus palabras no fueron débiles. Con voz trémula planteó un solo requisito: nada de paz con Pirro, dijo, mientras uno solo de sus soldados permaneciera en suelo italiano. El Senado inmediatamente adoptó esta posición, y Cineas partió después de ver fracasar su misión.
Pirro tuvo que combatir. Marchó hacia el Noroeste, hasta la Campania, tomando ciudad tras ciudad y acercándose hasta 40 kilómetros de la misma Roma, pero no pudo conmover la lealtad de las ciudades latinas y se vio obligado a volver a Tarento para invernar.
Durante ese invierno, los romanos mandaron enviados a Pirro para negociar el rescate y el retorno de los prisioneros romanos. El principal enviado fue Cayo Fabricio. que había sido cónsul dos años antes.
Pirro recibió a Fabricio con grandes honores y trató de persuadirle a que instara al Senado romano a hacer la paz. Fabricio se negó. Cuando Pirro le ofreció sobornos cada vez mayores, Fabricio, aunque era un hombre pobre, los rechazó todos. Para poner a prueba aún más a Fabricio (según la tradición romana), Pirro ordenó que llevaran silenciosamente un elefante detrás de él y lo hicieran bramar. A Fabricio no se le movió un músculo.
Lleno de admiración, Pirro, que era un hombre generoso y caballeresco, ordenó que liberasen a los prisioneros sin rescate.
Fabricio tuvo oportunidad de retribuir esta generosidad durante la siguiente campaña estival. El médico de Pirro acudió secretamente al campamento romano y propuso envenenar al rey epirota por un soborno, pero Fabricio, indignado, hizo apresar al posible asesino y lo entregó a Pirro.
Puesto que los intentos de paz continuaron fracasando, Pirro marchó hacia el Norte nuevamente en 279 a. C. Maniobró para que los romanos le presentaran batalla por segunda vez en terreno llano, en Ausculum, a unos 160 kilómetros al norte de Tarento. Como antes, los romanos cargaron contra la falange sin lograr doblegarla. Como antes, Pirro hizo avanzar a sus elefantes y, nuevamente, los romanos tuvieron que retirarse. En esta batalla, uno de los cónsules romanos era Publio Decio Mus, nieto y tocayo del cónsul que había buscado la muerte para derrotar a los latinos e hijo y tocayo del cónsul que se había sacrificado para derrotar a los galos. Se dice que el nuevo Decio hizo lo mismo, pero esta vez su sacrificio no dio resultado. Pirro ganó igual.
Por segunda vez la legión y la falange se enfrentaron, y por segunda vez ganó la falange. Pero sería la última.
Tampoco esta segunda victoria fue muy satisfactoria para Pirro, Sus pérdidas habían sido grandes, particularmente entre las tropas que había llevado consigo, y esto era grave, porque no podía confiar en las tropas griegas de la Magna Grecia. Menos aún podía confiar en la lealtad de sus súbditos italianos.
Por ello, cuando uno de sus compañeros congratuló a Pirro por su victoria, éste respondió bruscamente: «Otra victoria como ésta y volveré a Epiro sin un solo hombre». De aquí viene la frase «victoria pírrica», la cual alude a una victoria tan costosa que equivale a una derrota.
Pirro quedó tan debilitado por su pírrica victoria que no se consideró en condiciones de perseguir a los romanos en retirada. ¡Que se vayan! Tampoco podía contar con recibir refuerzos de su patria, pues, mientras Pirro estaba combatiendo en Italia, bandas de galos descendieron repentinamente sobre Macedonia, Epiro y el norte de Grecia, paralizando toda la región. (Pirro habría hecho mejor en luchar en su país para salvar a su propia patria.)
Pirro buscó una salida honorable, y la encontró en el hecho de que ahora Roma había sellado una alianza con Cartago. Esta ciudad africana había estado combatiendo con los griegos durante siglos, y puesto que ahora también los romanos luchaban contra ellos, ¿por qué no formar una alianza?
Esto brindó al rey de Epiro una manera lógica de combatir con los romanos, que tan terribles eran aún en la derrota. Podía cruzar a Sicilia y luchar con Cartago, aliada de los romanos. En 278 a. C. partió hacia Sicilia.
Allí se enfrentó con dos enemigos. Estaban primero los cartagineses y luego los mamertinos («hijos de Marte»), que eran en realidad tropas italianas importadas a Sicilia por Agatocles para ser su guardia de corps personal. Tales soldados mercenarios (esto es, soldados que prestan servicio por una paga, no por lealtad a una patria particular) pueden ser muy útiles, pues luchan mientras se les pague y son muy leales a quien les paga. Además, como la guerra es su profesión, por lo común luchan bravamente, aunque sólo sea para aumentar su cotización en la batalla siguiente al demostrar que son valiosos.
Pero si la paga no llega, son proclives a apoderarse de lo que necesitan o quieren arrancándolo de la inerme población que los rodea, y habitualmente no vacilan en saquear la misma población para cuya defensa fueron contratados. Así, después de la muerte de Agatocles, los mamertinos fueron una pesada carga para la población griega.
Pirro atacó con éxito a ambos grupos, acosándolos en diferentes vértices de la isla triangular: a los mamertinos en el vértice septentrional y a los cartagineses en el occidental. Pero los griegos sicilianos se sintieron cada vez más incómodos con la disciplina bélica de Pirro y, como los romanos estaban haciendo progresos en Italia en su ausencia, los tarentinos volvieron a llamarlo desesperadamente.
Partió de vuelta para Italia en 276 a. C. y nuevamente avanzó hacia el Noroeste, al corazón de Italia. En 275 antes de Cristo estaba dispuesto para una nueva batalla, esta vez en Benevento, a unos 65 kilómetros al oeste de Ausculum.
Pero los romanos, después de enfrentarse con los elefantes y la falange dos veces, idearon una defensa contra ellos. Atacaron en una región montañosa, sin permitir a Pirro formar su falange en terreno llano. Además, antes de atacar hicieron que los arqueros arrojasen flechas bañadas en cera ardiente a los elefantes. Estos, heridos por el fuego, volvieron grupas y rompiesen las propias líneas de Pirro. La falange, que trató de formar filas en el desigual terreno, quedó dispersa e inerme. Las legiones romanas atacaron, la tercera batalla de Pirro terminó en una completa derrota para él.
Volvió a Tarento, renunció amargamente a todo intento ulterior de luchar con los romanos y se marchó a Epiro para lanzarse luego a otras guerras en Grecia. Murió tres años más tarde en las calles de una ciudad griega por una teja que una mujer arrojó sobre su cabeza. Hasta el fin de sus días siguió ganando batallas y perdiendo guerras.
Mientras tanto, en 272 a. C., los romanos tomaron Tarento y destruyeron toda su capacidad para librar guerras, pero le dejaron su autonomía. La última ciudad griega de la Magna Grecia que seguía libre era Reggio, en la punta del pie de la bota italiana. Los romanos la tomaron en 270 a. C.
Luego les tocó el turno a los samnitas. Roma estaba inflexiblemente decidida a castigarlos por la ayuda que brindaron a Pirro. En una sola campaña (a veces llamada la Cuarta Guerra Samnita) fue destruido lo que quedaba de la libertad samnita, en 269 a. C. También Etruria fue liquidada, y en 265 a. C. fue tomada la última ciudad libre que quedaba en ella.
C a r t a g o
Roma dominaba ahora toda Italia al sur de la frontera de la Galia Cisalpina. Esta frontera estaba en las márgenes del pequeño río Rubicón En siglos posteriores, aunque la marea de la conquista romana se había desbordado mucho más allá de ese límite, el río Rubicón siguió siendo considerado como la frontera de Italia.
No toda la Italia romana era gobernada del mismo modo. De hecho, Roma tenía una variedad de métodos de dominación y los usaba a todos. Algunas regiones eran completamente romanas y sus habitantes tenían plenos derechos de ciudadanía (y hasta podían votar si iban a Roma para hacerlo). En algunas ciudades tenían el poder colonos romanos, hombres de experiencia militar que vivían allí con sus familias, Permanecían como guarniciones en un territorio potencialmente hostil. Otras regiones tenían una alianza con Roma, con mayor o menor grado de autonomía. Y otras zonas en las que había existido considerable enemistad hacia Roma estaban sometidas a un rígido control, con escasa o ninguna autonomía. Las ciudades o regiones podían cambiar de rango, según su conducta, y recibir mayores derechos como recompensa por su lealtad o degradadas como castigo a la deslealtad.


En todos los casos, Roma tenía las riendas y arreglaba las cosas de modo de impedir que diferentes ciudades hiciesen causa común. Al colocar a distintas ciudades en diferentes sistemas de gobierno, hacía más improbable que hallaran una base para una acción común. A través de toda su historia, Roma mantuvo su ascendiente en parte dividiendo las regiones gobernadas y en parte uniendo todo lo posible los intereses de cada una de ellas con Roma, por el temor o por la esperanza. La política de « ¡Divide y triunfarás! » se hizo tan famosa que esa frase ha sido familiar para todas las generaciones siguientes, hasta nuestra época.


Roma ejercía ahora su dominación sobre más de ciento treinta mil kilómetros cuadrados, con una población de unos cuatro millones de habitantes. Un siglo después de haber sido arrasada por los galos había llegado a ser una potencia mundial, en pie de igualdad con Cartago y los diversos reinos helenísticos.
Como potencia mundial, y la última y la que más rápidamente había surgido, Roma tenía que despertar la envidia y las aprensiones de las viejas potencias. En particular, fue ahora Cartago la que se sintió alarmada, pues ella y Roma eran las dos grandes potencias del Mediterráneo Occidental, y Cartago pensó (con toda razón, como se vio más tarde) que sólo había lugar para una.
Dejé antes la historia de Cartago en la época de su fundación, con el cuento mítico de Dido y Eneas (véase página 6). Al principio, Cartago sólo fue una de una serie de ciudades coloniales del Mediterráneo Occidental fundadas por los fenicios, aunque ella fue la de mayor éxito. Pero poco después del 600 a. C., Nabucodonosor de Babilonia conquistó Fenicia y destruyó su poder. Esto dejó solas a las colonias fenicias, que se agruparon alrededor de Cartago, cuya flota se convirtió entonces en la más poderosa de Occidente.
Cartago halló sus principales enemigos en los colonos griegos, que a la sazón estaban expandiéndose hacia el Oeste desde hacía dos siglos y medio, desbordándose sobre Italia y Sicilia. A fin de combatir a los griegos, Cartago estaba dispuesta a aliarse con las potencias nativas de la tierra firme italiana. Al principio se aliaron con los etruscos, y en la batalla de Alalia (véase página 13), por el 550 a. C., la expansión griega fue frenada en forma permanente.
Bajo su primer líder militar enérgico, Magón, Cartago extendió su influencia sobre la gran isla de Cerdeña, situada al oeste de Italia, y sobre las Islas Baleares, más pequeñas y situadas a 360 kilómetros al oeste de Cerdeña. Se supone que en la más oriental de estas islas fundó una ciudad que en tiempos antiguos era llamada Portus Magonis y que aún hoy se llama Mahón.
Cartago estableció puestos comerciales en las costas del Mediterráneo Occidental y también efectuó exploraciones más allá del Mediterráneo. Hay oscuros relatos de expediciones al Atlántico que llegaron hasta las Islas Británicas y de otras que exploraron la costa occidental de África y que hasta quizá hayan circunnavegado este continente.
El principal y duradero conflicto de Cartago en los siglos de su grandeza fue con los griegos de Sicilia. Los griegos habían ocupado los dos tercios orientales de la isla, pero los cartagineses tenían el tercio occidental, que incluía Panormo, la moderna Palermo, sobre la costa septentrional, y Lilibeo en el extremo occidental.
Los avalares de la guerra en Sicilia variaban sin que se llegase nunca a una victoria completa de una parte u otra. Cuando los cartagineses tenían generales capaces se adueñaban de toda la isla, excepto de Siracusa. Nunca pudieron capturar esta ciudad. Cuando los griegos combatían bajo un jefe enérgico, como Dionisio, Agatocles o Pirro, se apoderaban de toda la isla, excepto Lilibeo, ciudad que nunca lograron capturar.
Pirro también fracasó en Lilibeo, y cuando abandonó Sicilia, en una clarividente profecía dijo: « ¡Qué campo de batalla dejo para los romanos y los cartagineses! »
Hasta entonces, Cartago y Roma habían sido amigas desde hacía dos siglos y medio, pues tenían un enemigo común en los griegos. Ya en 509 a. C., cuando Roma se hallaba aún bajo los Tarquines, Cartago había firmado un tratado comercial con ella. En 348 a. C. este tratado fue renovado y todavía en 277 a. C. Cartago y Roma formaron una alianza contra Pirro.
Pero ahora Pirro se había marchado y las ciudades griegas de Italia habían sido tomadas por Roma. Pero a Cartago le quedaba el viejo campo de batalla de Sicilia. Siracusa aún era fuerte y, después de la partida de Pirro, su general Hierón era el griego más destacado de Occidente. Había combatido bien bajo Pirro y era un hombre valiente y capaz.
La primera hazaña bélica de Hierón fue contra los mamertinos, a quienes Pirro había acorralado en Messana, en el extremo noreste de la isla (véase página 38). Ahora estaban surgiendo de nuevo y haciendo estragos. Hierón marchó contra ellos, los derrotó en 270 a. C. y los confinó nuevamente a Messana. Los agradecidos siracusanos lo hicieron rey, con el nombre de Hierón II.
Después de asegurar su dominación, Hierón decidió volver a Messana, en 265 a. C., y, en alianza con Cartago, arrasar para siempre la fortaleza mamertina. Bien podía haberlo hecho, pero los mamertinos, reflexionando en el hecho de que a fin de cuentas eran soldados italianos, pidieron ayuda a la potencia mundial italiana: Roma.
Roma siempre respondía a tales llamadas, y un ejército encabezado por Apio Claudio Caudex (un hijo del viejo censor) pasó a Sicilia y derrotó fácilmente a las fuerzas de Hierón, en 263 a. C.
Hierón no esperó una segunda derrota. Vio bien dónde estaba el futuro; se retiró a Siracusa y firmó una paz separada con Roma. Hasta el fin de su largo reinado (gobernó durante cincuenta y cinco años y murió en 215 antes de Cristo, cuando tenía más de noventa años de edad) fue un fiel aliado de Roma. Por ello, Roma dejó en paz a Siracusa y en el pleno goce de su autonomía. Fue el medio siglo más pacífico y próspero que tuvo nunca Siracusa, y mientras en otras partes se producía el ocaso del poder griego, Siracusa pasó por una Edad de Oro.
Pero la guerra entre Roma y Cartago continuó. Para Roma, los cartagineses eran «poeni» (su versión de «Fenicia», la tierra de la que provenían los cartagineses). Por ello esa primera guerra con Cartago es llamada la Primera Guerra Púnica.

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