3. La conquista de Italia
El Lacio y más allá de él
Hagamos una pausa para examinar el cambio en la situación del mundo en los cuatro siglos transcurridos desde la fundación de Roma.
En el Este hacía tiempo que el Imperio Asirio había muerto, vencido y olvidado. En su lugar había surgido un reino aún más vasto, más poderoso y mejor gobernado: el Imperio Persa. En el 350 a. C., aunque el apogeo de Persia había pasado, aún gobernaba sobre grandes partes del Asia Occidental, desde el mar Egeo hasta la India, y además dominaba a Egipto.
Los griegos habían pasado por un período de gran esplendor durante el primer siglo de la República Romana. Mientras Roma se liberaba lentamente de la dominación etrusca, la ciudad griega de Atenas llegaba a una cima de la cultura que fue única en la historia del mundo.
Desgraciadamente, las ciudades griegas estaban en una lucha constante unas contra otras, y por la época en que los galos penetraban en Italia Central, Atenas fue derrotada en la guerra por su principal rival, Esparta, a tal punto que nunca logró recuperarse completamente. Poco después, Esparta también fue derrotada por la ciudad griega de Tebas. En 350 a. C., las querellas entre las ciudades griegas las había reducido a todas a un eterno tira y afloja en el que todas perdían y ninguna ganaba.
En Sicilia, al sur de Italia, hubo un chispazo de grandeza griega, pues mientras Roma se recuperaba de la conquista gala, la ciudad de Siracusa era dominada por un vigoroso gobernante, Dionisio. Casi toda Sicilia cayó bajo su dominación, y sólo el extremo occidental siguió siendo cartaginés. Además, su poder se extendió sobre buena parte de las regiones griegas de Italia Meridional. Pero en 350 a. C. hacía diecisiete años que Dionisio había muerto, y bajo sus débiles sucesores Siracusa decayó rápidamente.
Pero una pequeña tierra situada al norte de Grecia alcanzó una inesperada grandeza. Era Macedonia, cuyos habitantes hablaban un dialecto griego, pero eran considerados, en el mejor de los casos, como semibárbaros por los cultos griegos del Sur.
Hasta 359 a. C., Macedonia no había sido más que un remanso sin ninguna importancia en la historia, pero ese año llegó al poder un hombre extraordinario: Filipo II. Casi inmediatamente aplastó a las tribus bárbaras de las fronteras de Macedonia. Estas habían ocasionado continuos trastornos a los predecesores de Filipo en el trono y habían impedido que Macedonia desempeñase un papel importante en los asuntos mundiales. Ahora Filipo tuvo las manos libres.
Además, selló una alianza con el Epiro, país situado al oeste de Macedonia sobre la costa marina, separado del talón de la bota italiana por un estrecho brazo de mar de unos 80 kilómetros. Filipo se casó con una princesa de la familia real epirota y luego colocó a su cuñado Alejandro I en el trono de Epiro.
Filipo formó un grande y eficiente ejército, cuyo núcleo era una bien entrenada falange. Esta consistía en soldados de infantería dispuestos en filas muy apretadas.
Las filas traseras tenían largas lanzas que reposaban sobre los hombros de los que formaban las filas delanteras, de modo que la falange se asemejaba a un puercoespín erizado. La falange, entrenada para maniobrar con precisión, ya avanzase al paso, ya cambiase de posición a la derecha o la izquierda, podía sencillamente destrozar en su camino a ejércitos menos organizados como si fuera un ariete. (En verdad, la palabra «falange» proviene de un término griego que designa a un leño usado como ariete.)
Filipo hizo que la falange fuese apoyada por la caballería y un sistema de suministros eficientemente organizado. Por el 350 a. C., Filipo estaba haciendo sentir su poder en Grecia, y las ciudades griegas empezaron a intentar (vanamente) detenerlo.
Nada de esto afectó a los romanos. Todos estos sucesos, hasta el surgimiento de gobernantes fuertes en Sicilia y Macedonia, ocurrían demasiado lejos para que les preocupase en 350 a. C. Para Roma, sólo dos potencias representaban un peligro: las tribus galas del Norte y las tribus samnitas del Este y el Sur. Roma aprovechó todas las oportunidades que se le presentaron para debilitarlas y volverlas inocuas.
La primera oportunidad se le presentó a Roma por una especie de guerra civil entre los samnitas. Las tribus samnitas de Campania estaban en conflicto con las del mismo Samnio, y los campanienses solicitaron ayuda a Roma. (En los siglos siguientes, Roma siempre estuvo dispuesta a escuchar los pedidos de ayuda, siempre cumplió sus promesas y siempre se quedó con el botín. Al parecer, quienes usaron la peligrosa arma de la ayuda romana nunca aprendieron cuan fatal era su ayuda. Puede excusarse a los samnitas de Campania por ser los primeros.)
En 343 a. C., los romanos hicieron una alianza con la ciudad de Capua y declararon la guerra a los samnitas. Así empezó la Primera Guerra Samnita, que puede ser considerada como el primer paso de Roma hacia la dominación mundial. No fue una guerra particularmente notable, pero, después de dos años de combates no muy intensos, los samnitas fueron expulsados de Campania y se impuso la influencia romana sobre la región. En 341 antes de Cristo se convino la paz por ambas partes sin una tajante victoria de ninguna de ellas.
Probablemente Roma pensó que era prudente hacer la paz con los samnitas sin haber obtenido una victoria realmente aplastante, a fin de precaverse frente a problemas más cercanos. Mientras los ejércitos romanos luchaban en Campania, se suponía que sus aliados latinos mantendrían a raya a los samnitas del mismo Samnio. Pero los latinos en modo alguno deseaban hacer esto. Muchos de ellos pensaban que Roma era un amo opresivo, y ciertamente el momento parecía propicio para una revuelta, ya que los ejércitos romanos estaban ocupados en otra parte. En 340 a. C. comenzó la Guerra Latina
Desgraciadamente para los latinos, escogieron mal el momento. Por la época en que se había iniciado la revuelta, Roma se había percatado de lo que se preparaba; había hecho la paz con los samnitas y enviado sus ejércitos hacia el Norte nuevamente. En dos batallas campales, los romanos derrotaron completamente a los aliados latinos. En una de ellas, el cónsul romano Publio Decio Mus se hizo matar deliberadamente, pensando que mediante este sacrificio a los dioses inferiores podía asegurar la victoria para su ejército. (Este sacrificio tal vez fuese realmente útil, pues los soldados, pensando que ahora los dioses estaban de su lado, quizá luchasen con redoblado fervor, mientras que el enemigo, por el contrario, acaso se sintiese desalentado.)
Roma pudo volverse ahora cómodamente contra las ciudades latinas que aún resistían y las sometió una por una. Por el 338 a. C. se extendía por el Lacio la quietud de la muerte.
Durante décadas hubo también periódicas escaramuzas entre los romanos y los galos Los romanos triunfaron constantemente, aunque generalmente permanecieron a la defensiva contra el bien recordado y aún temido enemigo. Pero se hizo cada vez más obvio para los galos que obtendrían poco beneficio de su lucha con los romanos, y las victorias de éstos sobre los samnitas y los latinos parecían augurar aún menos provecho para el futuro. En 334 a. C, los galos concertaron una paz general y se retiraron a sus fértiles tierras del Valle del Po,
Samnitas y galos habían sido domesticados de algún modo y los aliados latinos castigados. Roma, pues, se dedicó a reorganizar sus dominios, que ahora se extendían por unos 11.500 kilómetros cuadrados y contenían una población de al menos medio millón de personas.
No hizo ningún nuevo intento de fingir que ella sólo era la cabeza de una liga de aliados. El Lacio fue convertido en territorio romano, y la mayoría de las ciudades tuvieron que abandonar toda forma de autogobierno y convertirse en meras colonias. Ya no pudieron hacer acuerdos entre ellas y sus mutuas relaciones recibieron la mediación de Roma. Las leyes que las gobernaban fueron establecidas por Roma, y fue al juicio de ésta al que debieron apelar. Sin embargo, sus habitantes podían adquirir la ciudadanía romana si se trasladaban a Roma.
Todo esto no fue tan malo como parece. En general, el gobierno romano fue eficiente. Quizá haya sido más duro que los tipos de gobierno a los que estamos acostumbrados, pues los romanos no tenían nuestra idea de la democracia, pero las ciudades latinas fueron gobernadas por Roma como se habían gobernado a sí mismas. Además, como parte de una región mayor, se vieron libres de las constantes guerras entre unas y otras. Con la paz aumentaron el comercio y la prosperidad.
Gracias al buen gobierno y a los buenos tiempos, las ciudades latinas y las otras regiones de Italia dominadas por Roma habitualmente permanecieron fieles a ella, aun cuando la ciudad sufrió grandes desastres un siglo más tarde y cuando las rebeliones podían haber destruido para siempre el poder romano. (La moraleja de esto, como podemos ver, es que las conquistas pueden parecer gloriosas e inspirar fascinantes capítulos en los libros de historia, pero los resultados duraderos se logran mediante la monótona, laboriosa y cotidiana tarea del buen gobierno.)
Los samnitas
Mientras los romanos estaban ocupados en la Guerra Latina, los samnitas podían pensar que era una buena oportunidad para restablecer su poder sobre la Campania. Pero los romanos siguieron teniendo buena suerte. Durante siglos, los romanos nunca tuvieron que luchar con más de un enemigo importante por vez. Siempre, cuando combatían contra un enemigo, la cautela o las dificultades de diverso género frenaban a otros enemigos.
En este caso, los samnitas estuvieron ocupados por problemas en otras partes. Durante decenios, ellos y otras tribus italianas habían ejercido una constante presión sobre las ciudades griegas del Sur. Por la época en que fueron fundadas las ciudades griegas, tres o cuatro siglos antes, los nativos italianos estaban completamente desorganizados y no causaron ningún problema. Pero ese tiempo había pasado, y las ciudades griegas buscaban permanentemente ayuda externa, pues temían no poder resistir la presión italiana.
En el pasado, los griegos del sur de Italia habían apelado a ciudades como Siracusa y Esparta, pero ahora estaban cerca otros posibles aliados, quizá más peligrosos.
La causa de esto fue el ascenso de Macedonia que mencioné antes. Filipo II de Macedonia había extendido su poder, y en 338 a. C. se enfrentó con los ejércitos de las dos ciudades griegas más poderosas de la época: Atenas y Tebas, y los destruyó. Las ciudades griegas cayeron bajo la dominación macedónica y seguirían estándolo durante un siglo y medio.
Los samnitas observaban todo esto con preocupación, pues si bien Filipo presionaba hacia el Sur, su cuñado, Alejandro de Epiro, mostraba signos de querer reproducir esas hazañas en el Oeste. Fue este peligro lo que mantuvo ocupados a los samnitas mientras los romanos aplastaban a las ciudades latinas y hacían la paz con los galos.
Es verdad que Filipo fue asesinado en 336 a. C. y que su hijo Alejandro III, más extraordinario aún (y que pronto sería llamado «el Grande»), se dirigió hacia el Este y llevó sus invencibles ejércitos a miles de kilómetros de Italia, pero Alejandro de Epiro, aunque de menor talla, aún estaba allí observando atentamente el talón de la bota italiana a través del mar.
En 332 a. C. cayó el golpe. Tarento, la principal ciudad de la Magna Grecia, pidió ayuda externa, como había hecho antes en varias ocasiones, y esta vez apeló a Alejandro de Epiro. Este respondió gustosamente, trasladó un ejército al sur de Italia y obtuvo varias victorias sobre los ejércitos italianos.
Durante un momento, las cosas tuvieron mal cariz para los italianos, pues Roma y Epiro sellaron un tratado y surgió la posibilidad de que las dos potencias se cerrasen como tenazas sobre los italianos y, en particular, sobre los samnitas. (Los romanos frecuentemente hacían tratados con las naciones que estaban más allá de sus vecinos, como medio para someter a éstos. Luego, la potencia que había sellado el tratado con Roma se convertía en un nuevo vecino y en la conquista siguiente, pero nuevamente los no romanos no parecen haber aprendido nunca esta lección.)
Desgraciadamente para Alejandro de Epiro, había tenido demasiado éxito para el pueblo de Tarento. Este quería ayuda, pero, al parecer, no demasiada. Pronto los tarentinos empezaron a temer que un Alejandro demasiado victorioso sería para ellos un peligro mayor que los nativos italianos. Por ello le retiraron su apoyo.
En 326 a. C. fue derrotado en Pandosia, ciudad costera del empeine de la bota italiana, y muerto en la retirada. Su sucesor estuvo demasiado envuelto en la política interna para llevar a cabo planes de conquista en Occidente, y por el momento desapareció la amenaza externa para Italia.
Esto permitió a los samnitas dirigir su atención hacia Roma; ciertamente sentían poca amistad hacia una potencia que se había mostrado dispuesta, más o menos abiertamente, a ayudar a Alejandro de Epiro. En 328 antes de Cristo, mientras los samnitas estaban dedicados a combatir con Alejandro, los romanos establecieron una colonia en Fregellae, en su propio territorio, sin duda, pero muy cerca de las fronteras del Samnio. Los samnitas pensaron que esta era una medida destinada a fortalecer a Roma en una futura guerra con el Samnio, y tenían mucha razón.
Ambas partes estaban deseosas de combatir y se hallaban dispuestas a usar cualquier excusa. Una querella local en Campania sirvió a tal fin, y en 326 a. C. empezó la Segunda Guerra Samnita.
Las guerras de Roma habían llegado a un punto en el que afectaban a toda Italia. Tanto Roma como el Samnio buscaron aliados en otras partes de la Península.
Al este del Samnio había dos regiones: Lucania, inmediatamente al norte del dedo del pie de la bota italiana, y Apulia, inmediatamente al noroeste del talón de dicha bota. Las tribus italianas de esas regiones habían luchado contra Alejandro junto a los samnitas, pero en la medida en que se trataba de una cuestión puramente italiana, consideraban que sus vecinos los samnitas eran más peligrosos que los distantes romanos. Así, lucharon de parte de Roma.
Para las ciudades de la Magna Grecia, los lucanos y los apulianos eran sus enemigos inmediatos. Puesto que éstos se habían puesto del lado de Roma, las ciudades griegas apoyaron al Samnio.
Durante cinco años se combatió sin resultados decisivos, aunque los romanos obtuvieron cierta ventaja. Luego, en 321 a. C., llegó el desastre para Roma. Un ejército romano de Campania recibió un falso informe (deliberadamente difundido por los samnitas), según el cual una ciudad de Apulia aliada de Roma estaba siendo atacada por un ejército samnita. Los romanos decidieron inmediatamente acudir al socorro de la ciudad, lo cual suponía atravesar el Samnio.
Al hacerlo pasaron por un estrecho valle situado inmediatamente al este de la ciudad samnita de Caudio, desfiladero por el que se podía entrar por un solo camino y del que se salía por otro único sendero. Este desfiladero era llamado las Horcas Caudinas.
Los samnitas estaban a la espera. Los romanos entraron en las Horcas sin dificultades, pero llegando a la salida del valle, hallaron el camino bloqueado por rocas y árboles cortados. Dieron media vuelta de inmediato y vieron el camino por el que habían entrado lleno de tropas samnitas, que se habían deslizado silenciosamente detrás de ellos. Estaban totalmente atrapados y sin esperanza alguna de poder escapar. Fue el suceso más humillante de la historia de Roma hasta ese momento. A fin de cuentas, una cosa es ser derrotado después de combatir fieramente y otra muy diferente sufrir la derrota por pura estupidez.
Los samnitas podían haber exterminado el ejército romano hasta el último hombre, pero tal victoria les hubiese costado bajas, y pensaron que podían lograr su propósito sin combatir. Sólo necesitaban cruzarse de brazos y dejar que los romanos se muriesen de hambre.
Tenían razón. El ejército romano consumió todos sus alimentos, y luego parecía que lo único que les quedaba por hacer era pedir condiciones para la rendición. Los samnitas presentaron tales condiciones. Los generales que conducían el ejército romano debían hacer la paz en nombre de Roma y convenir en ceder todo el territorio que ésta había arrebatado al Samnio. Bajo estas condiciones, el ejército sería liberado.
Por supuesto, los generales romanos no podían hacer la paz; sólo el Senado romano podía hacerla, y los samnitas lo sabían. Sin embargo, podía persuadirse al Senado a que ratificase el tratado de paz firmado por los generales haciendo que ello mereciese la pena, para lo cual los samnitas tomaron como rehenes a 600 de los mejores oficiales romanos.
Pero los samnitas subestimaron la determinación de su enemigo. Cuando los generales y su ejército derrotado retornaron a Roma, el Senado se reunió para tomar una decisión. Uno de los generales sugirió que él y su colega fuesen entregados a los samnitas por haberlos engañado con un falso acuerdo y que los rehenes fuesen abandonados. Casi todos los senadores tenían parientes entre los rehenes, pero aprobaron la medida. Los generales fueron entregados a los samnitas y el acuerdo no fue ratificado.
Los samnitas objetaron que si los romanos no ratificaban el tratado, no sólo tenían que poner nuevamente a los generales, sino también a todo el ejército derrotado, en las Horcas Caudinas. Por supuesto, los romanos no lo hicieron, y los samnitas mataron a los rehenes, pero comprendieron que habían perdido una gran oportunidad de obtener una verdadera victoria al aceptar la palabra de los romanos y liberar su ejército. No volverían a tener otra oportunidad.
Los romanos prosiguieron la guerra bajo la firme conducción de Lucio Papirio Cursor, quien fue cinco veces cónsul (la primera vez en 333 a. C. y la última en 313 antes de Cristo) y dos veces dictador. Era un hombre que imponía una dura disciplina y no era querido por sus tropas, pero obtenía victorias.
Los romanos lucharon tanto política como militarmente. Establecieron colonias sobre las fronteras del Samnio, llenándolas con soldados retirados y aliados latinos, de modo que podían estar seguros de la región rural, mientras que los samnitas, si trataban de avanzar contra Roma, estarían rodeados de poblaciones hostiles. Los romanos siguieron cultivando las alianzas con las tribus de la retaguardia de los samnitas.
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