6. La anarquía
Los persas y los godos
Dos veces antes en su historia, Roma había contemplado la extinción de un linaje de emperadores seguida por una guerra civil. Después del asesinato de Nerón, en 68, había habido una mitigada guerra civil durante un año. Después del asesinato de Cómodo, en 192, se produjo una grave guerra civil que por cuatro años asoló a un Imperio debilitado.
Ahora, después del asesinato de Alejandro Severo, en 235, Roma era aún más débil y pasó por una serie de guerras civiles y de invasiones extranjeras que duraron cincuenta años y desgarraron el Imperio.
En ese medio siglo, veintiséis hombres reclamaron el trono imperial con, al menos, cierto grado de aceptación, y muchos otros lo intentaron sin éxito. Todos excepto uno de éstos sufrieron una muerte violenta.
La causa básica de la anarquía residía en el hecho de que el ejército dominaba al Estado, y ese ejército ya no era una fuerza unida siquiera por los más vagos de los ideales comunes. Era reclutado cada vez más en las provincias y entre las clases más pobres, y vivía en condiciones que lo alejaban completamente de los civiles del Imperio. Peor aún, un número creciente de soldados fueron reclutados entre los bárbaros germanos que habitaban al norte de la frontera romana. Eran buenos combatientes ansiosos de alistarse por el dinero y la elevación del nivel de vida que el ejército les brindaba, mientras que los romanos eran cada vez más renuentes al servicio militar.
Cualquier jefe legionario podía usar a sus soldados para elevarse al trono imperial, y aunque este trono se convirtió en una forma invariable de suicidio, los candidatos nunca faltaban. En verdad, todo hombre que lograba apoderarse del Estado imperial se esforzaba por dedicarse a la importante tarea que tenía ante sí con una seriedad sorprendente, considerando las dificultades casi insalvables que se le presentaban.
El medio siglo de anarquía empezó cuando Maximino (Gaius Julius Verus Maximinus), un campesino tracio gigantesco que había conducido a los rebeldes que asesinaron a Alejandro Severo en la Galia, se hizo proclamar emperador en el mismo lugar. Fue el primer emperador que puede ser considerado como un soldado raso y casi nada más. Pero su influencia no fue más allá de los ejércitos que ahora trataba de comandar.
Lejos, en el Sur, se hizo un intento de imitar la juiciosa elección de Nerva siglo y medio antes. Fue proclamado emperador un hombre honorable y de edad, Gordiano (Marcus Antonius Gordianus).
Gordiano había nacido en 159 y pretendía descender de Trajano. Había llevado una vida virtuosa y laboriosa, en verdad, casi como si fuese un Antonino. Bajo Alejandro Severo, fue gobernador de África, y aún ocupaba este cargo cuando las legiones locales le pidieron que se proclamase emperador.
Gordiano no sólo recordó el éxito de Nerva sino también el fracaso de Pertinax (véase página) y subrayó que tenía casi ochenta años y no podría soportar la carga del gobierno. Los soldados lo amenazaron de muerte si no asumía el trono, de modo que, suspirando, asoció al gobierno a su hijo y tocayo. Ambos fueron proclamados emperadores, y los conocemos por los nombres de Gordiano I y Gordiano II. (Gordiano II fue notable como gran protector de la literatura, y tenía una biblioteca de 62.000 volúmenes.)
Ambos fueron aceptados por el Senado, pero gobernaron apenas un poco más de un mes. Gordiano II murió luchando contra una facción militar de oposición, y Gordiano I, deshecho de dolor, se suicidó.
Mientras tanto, Maximino también halló la muerte a manos de sus propios soldados, a la par que los generales aspirantes al trono de las tropas que habían dado muerte a los Gordianos fueron, a su vez, muertos por otros soldados.
El nieto de doce años y tocayo de Gordiano I estaba en Roma, y el Senado insistió en hacerlo el nuevo emperador. Fue Gordiano III, y comenzó su reinado en 238 (991 A.U.C.).
Durante unos pocos años esta situación se mantuvo, pero si bien hubo un respiro momentáneo interiormente, en las fronteras irrumpieron repentinamente fuerzas invasoras.
En 241, el segundo rey de la dinastía sasánida, Sapor I, subió al trono persa. Ansioso de demostrar que era un conquistador y no previendo dificultades con un Imperio que mataba a sus emperadores tan pronto como los entronizaba, invadió Siria y ocupó Antioquía, la capital de la provincia.
El joven Emperador, Gordiano III, no era un guerrero, por supuesto, pero ya se había casado y su suegro, Timesiteo (Gaius Furius Timesitheus), suplió tal carencia. Conduciendo con eficiencia a las legiones romanas, expulsó a los persas de Siria. Desgraciadamente, Timesiteo murió de una enfermedad en 243 y el ejército quedó bajo el dominio de Marco Julio Filipo, quien hizo asesinar a Gordiano III y se proclamó emperador en 244 (997 A.U.C.).
Filipo había nacido en la provincia de Arabia, por lo que es conocido en la historia como «Filipo el árabe». Compró una rápida y vergonzosa paz con los persas, sobornándolos para que suspendieran la lucha mientras él volvía a Roma para confirmar su elección.
Su gobierno duró cinco años y es notable principalmente porque en él Roma pasó por un importante jalón. En 248 (1000-1001 A. U. C.), Roma llegó al año mil de su existencia.
Augusto había iniciado la costumbre de celebrar «juegos seculares» especiales y elaborados para señalar el fin de ciertas épocas en la historia de la ciudad. (La palabra «secular» deriva de una voz latina que significa un ciclo o época de la historia del mundo, por lo que el término ha llegado a significar también «mundano», en oposición a «religioso».) Parecía muy razonable celebrar esos juegos al final de un número redondo de siglos de existencia de la ciudad. Claudio celebró el año 800 de la ciudad, y Antonino Pío el 900. Filipo el Árabe supervisó los más elaborados juegos realizados hasta entonces para festejar el año 1000. No sólo fueron los más elaborados, sino también los últimos. Nunca volvieron a celebrarse.
El año mil no trajo suerte a Filipo. Por todas partes había tropas en rebelión. Filipo envió a uno de sus defensores. Decio (Gaius Messius Quintus Trajanus Decius), al Danubio para sofocar allí una rebelión. A su llegada, los soldados saludaron a Decio como a su emperador. Decio no deseaba el cargo y de buena gana hubiese impedido la acción, pero una vez proclamado emperador tenía que seguir adelante y ocupar el cargo, pues la única alternativa era su ejecución. Por ello, se puso al mando de la rebelión y condujo las tropas a Italia. Filipo fue muerto en batalla, en el norte de Italia, en 249, y Decio se convirtió de hecho en emperador.
Por entonces, el número creciente de cristianos perturbaba al gobierno y al populacho romanos. A medida que se acumulaban los infortunios, constituyeron un chivo emisario propicio (como en el incendio que se produjo bajo Nerón o en la peste que se propagó bajo Marco Aurelio).
Maximino, como reacción a la actitud tolerante de Alejandro Severo, el hombre al que había dado muerte, tomó medidas para lanzar una persecución, pero no gobernó sobre territorios suficientemente vastos ni durante el tiempo suficiente para ir muy lejos en esa vía. Filipo el Árabe, de quien se supone que tenía una esposa cristiana, mantuvo la tolerancia, pero bajo Decio se desencadenó la tormenta.
En 250 se hizo obligatorio el culto imperial para todos los súbditos leales. Sólo era necesario dejar caer una pizca de incienso y murmurar una fórmula de palabras sin sentido. No hacerlo equivalía a exponerse a ser ejecutado, pues eso era para los romanos lo que en tiempos recientes ha sido para algunos norteamericanos un «juramento de lealtad».
Muchos cristianos optaron por el martirio antes que aceptar la mancha de la idolatría que acompañaba al culto imperial. Orígenes fue la víctima de mayor relieve en la persecución de Decio. En realidad, no se le mató, pero fue tan maltratado que no sobrevivió mucho tiempo. Cipriano de Cartago recibió la muerte, y lo mismo los obispos de Roma, Antioquía y Jerusalén.
Los cristianos de la ciudad de Roma se vieron obligados entonces a meterse bajo tierra, en las ahora famosas catacumbas, escondrijos y corredores subterráneos que servían como lugares de entierro suburbanos y ahora fueron usados también como iglesias y lugares secretos de reunión del culto ilegal.
En tiempo de Decio, apareció un nuevo grupo de bárbaros, los godos. Eran un pueblo germánico que, antes de la era cristiana, probablemente, ocuparon partes de la actual Suecia. (Una isla del mar Báltico situada al sudeste de Suecia es llamada Gotland todavía hoy.)
Por la época de Augusto, parecen haberse desplazado hacia el Sur para ocupar la región que forma la Polonia moderna. Gradualmente, a lo largo de los siglos siguientes, se movieron hacia el sudeste, hasta que, en el reinado de Caracalla, llegaron al mar Negro. Luego se dividieron en dos grupos. Uno de ellos ocupó, en el Este, las llanuras de la actual Ucrania. Eran los godos del Este u ostrogodos («ost» es la palabra germánica que significa «Este»). El segundo grupo permaneció en el Oeste, presionando sobre la provincia romana de Dacia. Eran los godos del Oeste, o visigodos (posiblemente, «visi-» derivaba de una antigua palabra teutónica que significaba «bueno», de modo que el nombre era una especie de autoelogio, hecho común entre todos los pueblos).
Caracalla rechazó a estos godos en 214, pero sus incursiones se hicieron cada vez más frecuentes a medida que las legiones de Dacia se dedicaron de modo creciente a rebelarse contra Roma en lugar de combatir a los bárbaros. Peor aún, al aumentar el número de bárbaros alistados en las legiones, se hizo mayor para ellos la tentación de unirse al saqueo de las provincias romanas. De tal manera, podían compartir un fácil botín, en vez de luchar contra hombres que, a fin de cuentas, eran de su propia estirpe.
En tiempos de Decio, los godos invadieron Dacia, expulsando a los romanos de todas partes excepto unos pocos puestos fortificados. Luego, después de llegar al Danubio, lo atravesaron y empezaron a sembrar la muerte y la destrucción en provincias que desde ciento cincuenta años atrás no habían pasado por los sufrimientos de las correrías bárbaras.
Decio luchó contra ellos y obtuvo algunas victorias, pero en 251 (1004 A. U. C.) fue derrotado y muerto. Era la primera vez que un emperador moría en batalla contra un enemigo extranjero.
Uno de los subordinados de Decio, Galo (Gaius Vibius Tribonianus Gallus), fue elegido emperador en el lugar y trató de resistir. Entre otros recursos, trató de librarse de los godos mediante dinero, pero aunque éstos lo aceptaron, después de un tiempo no resistieron la tentación de reanudar las incursiones, penetrando hasta Grecia y Asia Menor. La misma Atenas fue saqueada en 267.
A medida que la amenaza goda obligaba a las legiones a concentrarse en el Danubio inferior, debía debilitarse la guardia en el Danubio superior y el Rin. De ello se aprovecharon otras tribus germánicas. Los alemanes de la Germania meridional se dirigieron al Sur y penetraron en el norte de Italia. Una nueva confederación de tribus germánicas occidentales cuyos miembros se llamaban a sí mismos «francos» («hombres libres») cruzaron el Rin en 256, atravesaron toda la Galia y penetraron en España. Algunos contingentes llegaron hasta África.
Las desesperadas ciudades del Imperio, comprendiendo que ya no estaban protegidas contra la destrucción por un gobierno eficiente y un ejército fuerte, empezaron a construir murallas y se dispusieron a resistir asedios.
Entre tanto, Galo había muerto en batalla contra un general rebelde y fue sucedido en 253 por Valeriano (Publius Licinius Valerianus), un subordinado de Galo que llegó demasiado tarde para salvarlo. Valeriano hizo co-emperador a su hijo Galieno (Publius Licinius Gallienus) y juntos se dispusieron a enfrentar la crisis.
Fue una tarea sobrehumana. La frontera septentrional estaba hecha jirones y hacía agua por todos lados. Lograron infligir una derrota a los godos del sur del Danubio y expulsar a las tribus germánicas de la Galia, pero entonces los marcomanos invadieron Italia. Tan pronto como los emperadores se lanzaban en una dirección, aparecían invasores desde otra. Galieno era íntimo amigo del filósofo neoplatónico Plotino, pero uno no puede por menos de preguntarse si cualquier cantidad de filosofía podía compensar al Emperador por los problemas de la época.
Y en medio de toda esta confusión, Persia atacó nuevamente. Sapor I todavía era rey. Diez años antes había fracasado contra el joven Gordiano III y su aguerrido suegro, pero Roma había pasado diez años de desastres. Ahora hizo nuevamente el intento. Una vez más, invadió Siria y tomó Antioquía.
Valeriano marchó apresuradamente hacia el Este para proteger Siria. Logró expulsar a los persas de Siria, pero su ejército fue debilitado por las enfermedades. Consciente de esta debilidad, Valeriano convino en iniciar negociaciones de paz con los persas, quienes lo capturaron traicioneramente en 259 (1012 A. U. C.). Fue mantenido en cautiverio por el resto de su vida, sobre la cual no se sabe nada más, aunque circularon muchos rumores según los cuales padeció todo género de ignominias. Valeriano fue el primer emperador capturado vivo por un enemigo extranjero, y esto fue un golpe tremendo para el prestigio romano.
Galieno siguió reinando después de la captura de su padre, pero a sus dificultades con los bárbaros se sumó tal cantidad de aspirantes al trono en una u otra parte que se conoce ese período como la época de los «treinta tiranos», con referencia a un conocido período de igual nombre en la historia ateniense. Es un poco exagerado —sólo hubo dieciocho—, pero es bastante. El temperamento de Galieno fue siempre suave, bajo todas estas provocaciones. Aunque su padre, Valeriano, había continuado la persecución de Decio contra los cristianos, Galieno volvió a una política de tolerancia.
El año 260 fue crítico para el Imperio Romano. Parecía que se estaba derrumbando y desintegrando. Un emperador estaba cautivo y el otro libraba una lucha incesante e inútil. Todo el tercio occidental del Imperio —la Galia, España y Britania— se separó y adhirió a un general rival. En la lucha contra este general, Galieno fue herido y su hijo muerto. Tuvo que abandonar su intento de reintegrar bajo su mando a todo el Occidente, y el «Imperio Gálico» mantuvo una existencia independiente durante catorce años.
Mientras tanto, Sapor, después de la captura de Valeriano, ocupó Siria de nuevo e hizo profundas incursiones por Asia Menor. Si fue detenido, no se debió tanto a los esfuerzos romanos como a los de un reino del desierto que hasta entonces no había dejado huellas en la historia.
En Siria, a unos 240 kilómetros al sudeste de Antioquía, había una ciudad que, según la tradición judía, fue fundada por el rey Salomón y llamada Tadmar («ciudad de las palmas»). Para los griegos y los romanos este nombre se convirtió en «Palmira». En tiempos de Vespasiano, cayó bajo el dominio de Roma, y por la época de los Antoninos se había enriquecido mucho porque era una escala natural de las caravanas comerciales que atravesaban las regiones desérticas. Adriano la visitó, y cuando sus habitantes se convirtieron en ciudadanos romanos, bajo Caracalla, empezaron a adoptar nombres romanos.
Alejandro Severo visitó Palmira durante su campaña oriental y nombró senador a un distinguido nativo, Odenato (Septimius Odeinath). Su hijo, del mismo nombre, recibió igual honor.
Odenato, hijo, estaba al frente del gobierno de Palmira en el período posterior a la captura de Valeriano. Mantenía el equilibrio de poderes en la región y se decidió a favor de Roma, pues estaba lejos y parecía, por el momento, en proceso de disolución, mientras que Persia estaba cerca y se hallaba unida bajo un vigoroso rey. Las probabilidades de independencia para Palmira, evidentemente, eran mayores bajo una Roma débil que bajo una Persia fuerte.
Así, Odenato emprendió la guerra contra Persia que Galieno, ocupado en Europa, no podía llevar adelante. Derrotó a las fuerzas persas en varios encuentros y hasta llevó la lucha al territorio persa. Estimulado por el éxito, hasta se lanzó a Asia Menor para enfrentarse a los godos invasores, pero éstos se habían marchado antes de su llegada.
Galieno, agradecido por estos servicios, hizo a Odenato príncipe hereditario de Palmira y gobernante delegado de las provincias orientales del Imperio que, de no haber sido por él, habrían caído en poder del enemigo persa.
Pero en 267, en el cenit de su fortuna, Odenato, junto con su hijo mayor, fue asesinado. Su enérgica esposa, Septimia Zenobia, se apoderó de las riendas del gobierno y los éxitos de Palmira siguieron sin interrupción.
Cuando Galieno fue muerto por sus tropas, en 268, Zenobia reaccionó ante este hecho como si no sólo se considerase sucesora de su marido en el gobierno del Este (en nombre de su hijo menor), sino también del mismo trono imperial. Ya dominaba Siria, y ahora se dirigió a Egipto y Asia Menor. En 271, se proclamó emperatriz, y a su hijo, emperador.
Ahora el Imperio Romano estaba fragmentado en tercios. El Oeste y el Este eran independientes, y la corte de Italia sólo dominaba el tercio central: la misma Italia, Iliria, Grecia y África. Naturalmente, la economía se hallaba en un estado desastroso, las finanzas en el caos, y la población declinó más rápidamente que nunca. Una generación de continuos desastres arruinó al Imperio, y en ninguna parte parecía haber signos de salvación.
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