7. Diocleciano
El fin del principado
El hombre del momento era Diocles. Provenía de una familia campesina pobre y su nombre de resonancia griega obedecía, al parecer, al hecho de que había nacido (en 245) en Dioclea, una aldea de la costa ilírica. Se desempeñó bien en el ejército, bajo las órdenes de Aureliano y Probo. En el momento de la muerte de Caro, tenía casi cuarenta años y se había elevado del rango de soldado raso al de jefe de la guardia de corps imperial.
A la muerte de Caro, Diocles fue proclamado emperador por sus hombres y, como Caro, no juzgó necesario buscar la aprobación del Senado.
Su primera acción fue formar un sumarísimo consejo de guerra para juzgar al general que se suponía había planeado la muerte de Caro y luego la había ejecutado con sus propias manos. Esto puso en claro su posición con respecto al asesinato de emperadores, sobre todo ahora que lo era él. La duración media del reinado de los emperadores del medio siglo anterior (dejando de lado co-emperadores, usurpadores y aspirantes fracasados) había sido de dos años, aproximadamente, y Diocles estaba fieramente decidido a superar ese promedio.
Al subir al trono, Diocles asumió el nombre regio de Gaius Aurelius Valerius Diocletianus (más conocido en español como Diocleciano) y entró en la ciudad de Nicomedia, situada en el noroeste de Asia Menor, en 284 (1037 A. U. C.). En la medida en que pudo, Diocleciano hizo de esta ciudad su residencia, por lo que se convirtió en la capital del Imperio durante su reinado.
Eso fue el reconocimiento de un hecho importante. Italia ya no era la provincia dominante del Imperio ni Roma era la ciudad dominante. De hecho, que un emperador se estableciese en Roma como en los viejos días de Augusto o aun de Antonino Pío habría sido imprudente. La tarea del emperador era la defensa del Imperio y tenía que estar cerca de las expuestas provincias exteriores. Desde Nicomedia, Diocleciano estaba a una razonable distancia de la frontera persa, al sudeste, y de las hordas godas, al noroeste, y en Nicomedia permaneció cuando no estaba empeñado en alguna guerra.
Durante todo su reinado, Diocleciano se dedicó a una reorganización completa del Imperio.
Su primera preocupación fue la protección de la persona del emperador. Augusto podía haber desempeñado el papel de «Primer Ciudadano» y actuado como si fuese un romano común que por casualidad estaba al frente del Estado. Vivía en tiempos pacíficos y en medio de una Italia tranquila y desarmada. Pero ahora los emperadores vivían en medio de ejércitos de un Imperio en desintegración, combatiendo a los bárbaros con soldados que muy a menudo eran ellos mismos bárbaros contratados. Andar entre los soldados sencillamente como otro romano común era invitar a que le clavasen una lanza en el vientre, como lo habían demostrado dos docenas de emperadores en el medio siglo anterior.
Por ello, Diocleciano se recluyó. Hizo de sí mismo más que un princeps («primer ciudadano»); se hizo un «dominus» («señor»). Introdujo todo el ceremonial de una monarquía oriental. Los hombres sólo podían acercarse cuando él los invitaba a hacerlo, y aun entonces sólo con grandes reverencias. Se adoptaron diversos rituales para que la posición y la persona del emperador apareciesen como excepcionales e inspirasen un reverente temor, y para diferenciarlas claramente de lo ordinario. Este género de ceremonial había estado apareciendo lentamente en reinados anteriores, sobre todo bajo Aureliano, pero ahora Diocleciano lo intensificó mucho.
Esto señala el fin del principado, que había durado tres siglos. Aunque Diocleciano nunca adoptó el título de rey, de hecho lo era, y el Imperio Romano se convirtió en una monarquía. El Senado aún se reunía en Roma, pero se había convertido en un mero club social.
El sistema de Diocleciano se adecuaba a su tiempo, como el de Augusto se había adecuado al suyo. Un emperador inaccesible, rodeado de una sagrada veneración y cuyos pasos medidos eran acompañados de incienso, trompetas y las reverencias de multitud de lacayos, impresionaba e intimidaba a los soldados. Tales emperadores eran difíciles de matar, pues las propias supersticiones del soldado lo refrenaban. Fue por esta razón, al menos en parte, por lo que Diocleciano logró reinar durante veintiún años, el más largo reinado desde el de Antonino Pío de un siglo y medio antes.
Más aún, aunque hubo bastantes problemas y desórdenes en los tiempos posteriores a Diocleciano, se puso fin a la costumbre de que un emperador tras otro fuese muerto por sus propias tropas, en rápida sucesión, y por cualquier capricho trivial. El Imperio levantó cabeza.
Pero levantó cabeza de una manera poco sólida. El Imperio ya no era lo que había sido antaño, en modo alguno. La destrucción provocada por la peste y las devastaciones de las invasiones bárbaras no podían ser reparadas. De hecho, el esfuerzo más firme de Diocleciano para rechazar los ataques extranjeros empeoraron las cosas en algunos aspectos. Diocleciano tuvo que mantener un ejército que era mayor en número que el de Augusto, y ello con menos recursos.
Diocleciano y sus sucesores tuvieron que mantener el abastecimiento del ejército mediante pesados impuestos. La moneda de ley había desaparecido en el siglo anterior, cuando la acuñación se derrumbó, y los impuestos eran recaudados en especie. Se hizo responsables de la recaudación a las cabezas de los municipios, quienes debían compensar cualquier déficit. Esquilmaban con dureza a la gente y ellos mismos eran esquilmados por los funcionarios del gobierno. La vida económica del Imperio quedó asfixiada. Los pequeños labradores no podían obtener lo suficiente para vivir y entraron en las grandes propiedades como siervos. No se permitió a los artesanos y los comerciantes buscar modos mejores de hacer dinero, sino que fueron obligados por ley, y bajo la amenaza de severos castigos, a seguir en sus profesiones y a permanecer en sus trabajos, necesarios para la economía pero que no les daban más que una mínima remuneración, una vez deducidos los impuestos. Ni siquiera se les permitió entrar en el ejército, que estuvo formado cada vez más por bandas de bárbaros contratados.
Hacia el final de su reinado, Diocleciano reconoció las insoportables dificultades que abrumaban a la población en general. En el famoso «Edicto de Diocleciano» de 301 (1054 A. U. C.) trató de estabilizar las cosas mediante una lista de precios máximos y salarios mínimos. Su intención era impedir que los grandes terratenientes se aprovechasen a costa de muchas vidas humanas en tiempos de escasez de alimentos, y también que se aprovechasen los trabajadores en tiempos de escasez de mano de obra. Aunque Diocleciano trató de ser muy severo y decretó la deportación y, en ciertas circunstancias, hasta la pena de muerte por el incumplimiento del edicto, su esfuerzo fue un fracaso. Nada podía detener el lento deterioro económico del Imperio.
Para la población general del Imperio, era poco el beneficio que obtenía del gobierno. ¿Qué importaba si una batalla la ganaban los bárbaros o los romanos? Ambos ejércitos eran bárbaros; ambos eran implacables en su saqueo de la región que ocupaban, pues ambos tendían cada vez más a vivir de la tierra. Y las devastaciones de cualquier ejército no eran peores que las del recaudador de impuestos.
No es de extrañarse que aumentara la apatía del populacho romano y hallase pocos alicientes para el patriotismo o para su identificación con el Imperio. Y si el ejército romano caía ante los bárbaros y las hordas germánicas se apoderaban del Imperio, no era probable que hallasen resistencia alguna de la población; no habría guerra de guerrillas ni levantamientos populares. Y cuando llegó el momento, no los hubo.
Pero fuesen cuales fuesen los sufrimientos del Imperio, Diocleciano le brindó dos beneficios: un ejército que era nuevamente fiable y un gobierno que, aunque duro, era estable. Indudablemente, el Imperio Romano duró más como resultado de la obra de Diocleciano de lo que habría durado si las cosas hubiesen continuado como antes.
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