miércoles, noviembre 23

parte 35. constantinopla

Constantinopla
Mientras se reunía el Concilio de Nicea, Constantino reflexionaba sobre la cuestión de cuál sería la capital del Imperio.
Desde que Diocleciano convirtió el Imperio en una monarquía absoluta, la capital, en un sentido muy concreto, podía estar en cualquier parte. No era la ciudad de Roma, ni ninguna otra ciudad, la que gobernaba el Imperio, sino sólo el emperador. Por ello, la capital del Imperio era aquella donde estaba el emperador. Desde hacía más de una generación, los emperadores más importantes, Diocleciano, Galerio y Constantino, habían permanecido en el Este, principalmente en Nicomedia. El Este era la parte más fuerte, rica y vital del Imperio, y sus fronteras eran muy vulnerables en ese período, a causa de los continuos ataques de persas y godos, de modo que el emperador debía estar allí. Pero la cuestión consistía en determinar si Nicomedia era el lugar más adecuado.
Constantino estudió la cuestión y su atención fue atraída por la antigua ciudad de Bizancio. Ésta, fundada por los griegos mil años antes (657 a. C. es la fecha tradicional, o sea 96 A. U. C.), ocupaba una posición maravillosa. Estaba situada a ochenta kilómetros al oeste de Nicomedia, en la parte europea del Bósforo. Este era el angosto estrecho por el que debían pasar todos los barcos que llevaban cereales desde las grandes llanuras situadas al norte del mar Negro hasta las ricas y populosas ciudades de Grecia, Asia Menor y Siria.
Desde el momento de su fundación, Bizancio se halló a horcajadas de esta ruta comercial y, como consecuencia de ello, prosperó. Habría prosperado aún más si no hubiese sido objeto de la codicia de potencias mayores que ella. Durante todo el período de la grandeza ateniense, del 500 a. C. al 300 a. C., Atenas dependió de los embarques de cereales del mar Negro para su alimentación, de modo que luchó por la dominación de Bizancio primero con Persia, luego con Esparta y finalmente con Macedonia.
Bizancio siempre fue capaz de resistir los asedios notablemente bien porque se hallaba estratégicamente ubicada. Rodeada de agua por tres lados, no podía ser rendida por hambre mediante un asedio terrestre solamente. Si Bizancio era bien defendida, un atacante tenía que ser fuerte por tierra y mar simultáneamente para tomarla, o debía tener a su servicio, traidores dentro de la ciudad. En 339 a. C., por ejemplo, Bizancio resistió con éxito un sitio efectuado por Filipo de Macedonia, padre de Alejandro Magno. Fue uno de los pocos fracasos de Filipo.
Cuando Roma se convirtió en la potencia dominante en el Este, Bizancio entró en alianza con ella y mantuvo su posición como ciudad autónoma hasta la época del emperador Vespasiano. Éste barrió con los últimos restos de autonomía en Asia Menor, lo cual incluía a Bizancio.
Después de la muerte de Cómodo, Bizancio pasó por tiempos duros. Fue atrapada en las guerras civiles que siguieron y luchó del lado perdedor; por Níger y contra Septimio Severo. Este la sitió en 196, logró tomarla y la sometió a un salvaje saqueo del que nunca se recuperó totalmente. Había sido reconstruida y llevaba una vida vegetativa cuando los ojos de Constantino se posaron sobre ella. El la había asediado y tomado en 324, en el momento de su última guerra con Licinio, de modo que conocía bien sus potencialidades.
Poco después del Concilio de Nicea, pues, Constantino empezó a ampliar Bizancio, llevando a ella trabajadores y arquitectos de todo el Imperio y gastando grandes sumas en el proyecto. El Imperio ya no poseía la cantidad necesaria de artistas y escultores para embellecerla de la manera que un Imperio histórico tan grande tenía derecho a esperar, por lo que Constantino hizo lo único que podía hacer en esas circunstancias. Despojó de sus estatuas y otros objetos artísticos a las ciudades más viejas del Imperio y llevó lo mejor del botín a Bizancio.
El 11 de mayo de 330 (1083 A. U. C.) fue inaugurada la nueva capital. Era la Nova Roma (la «Nueva Roma») o «Konstantinou polis» (la «Ciudad de Constantino»). Este nombre se convirtió en Constantinopolis en latín y Constantinopla en castellano. Tenía todos los elementos de la vieja Roma, con juegos y todo, y Constantino hasta ordenó la distribución gratuita de alimento para el populacho. Diez años más tarde, se creó en Constantinopla un Senado, que era en todo aspecto tan importante como el de Roma.
Constantinopla creció rápidamente, pues como sede del Emperador y de la corte, inevitablemente se llenó de un gran número de funcionarios del gobierno. Se convirtió en el centro de prestigio del Imperio, por lo que muchos se trasladaron a ella desde otras ciudades que, de pronto, se convirtieron en provincianas. Un siglo después, rivalizaba con Roma en tamaño y riqueza, y estaba destinada a ser la más grande, más fuerte y más rica ciudad de Europa durante mil años.
La existencia de Constantinopla afectó profundamente a la existencia de la Iglesia. El obispo de Constantinopla ganó particular importancia, porque estaba cerca del emperador en todo momento. Constantinopla se convirtió en una de las grandes ciudades cuyos obispos fueron ahora considerados como preeminentes sobre todos los demás. Esos obispos fueron llamados «patriarcas», que significa «padres principales» o, puesto que «padre» era un modo común de designar a un sacerdote, «sacerdotes principales».
Los patriarcas eran cinco. Uno de ellos era el obispo de Jerusalén, respetado por la asociación de Jerusalén con sucesos de la Biblia. Los otros eran los obispos de las cuatro ciudades más grandes del Imperio: Roma, Constantinopla, Alejandría y Antioquía.
Los patriarcados de Antioquía, Jerusalén y Alejandría sufrieron el inconveniente de estar demasiado a la sombra de Constantinopla. Tendieron a decaer. En parte por envidia al gran poder de Constantinopla, los otros patriarcas fueron fácilmente atraídos por una u otra herejía, lo que debilitó aún más su poder. No pasó mucho tiempo antes de que el patriarca de Constantinopla se convirtiese de hecho, si no en teoría, en la cabeza de la parte oriental de la Iglesia Católica.
Frente a Constantinopla, estaba el relativamente distante y, por ende, no ensombrecido patriarcado de Roma. Era el único patriarcado de habla latina, el único patriarcado occidental y llevaba sobre sí el nombre magnífico de «Roma». El Emperador había pasado de la vieja Roma a la nueva Roma; lo mismo la administración pública; lo mismo los representantes de muchas de las familias principales; lo mismo muchos de los ricos y poderosos. Pero quedaba un personaje: el obispo de Roma. Tras él, no sólo había auténticos sentimientos religiosos, que apoyaban la concepción estrictamente católica ortodoxa contra el Este sutil, versátil, parlanchín y discutidor, sino también las fuerzas del nacionalismo. Eran los que experimentaban resentimiento por el hecho de que el Este griego, después de haber sido conquistado por Roma menos de cinco siglos antes, ahora dominaba al Oeste.
Durante siglos, la historia de la cristiandad iba a girar cada vez más alrededor de la batalla por la supremacía entre el obispo de Constantinopla y el de Roma. La batalla nunca terminaría con una tajante victoria de alguna de las partes.
Hacia el fin de su reinado, Constantino se vio obligado a enfrentar una invasión bárbara del Imperio, una vez más. En su mayor parte, las fronteras habían estado tranquilas desde la anarquía del siglo III. Bajo Diocleciano y Constantino, el ejército había estado bajo un control suficientemente firme como para custodiar la frontera adecuadamente, y el Imperio había podido permitirse nuevas guerras civiles.
Ahora, en 332, los godos se desbordaron nuevamente sobre el Danubio inferior, y Constantino se vio forzado a hacerles frente. Lo hizo con eficacia. Los godos sufrieron enormes pérdidas e ignominiosas derrotas, y se retiraron nuevamente detrás del Danubio.
Pero la salud de Constantino estaba decayendo. Estaba avanzado en los cincuenta años y se sentía agotado por una vida muy fatigosa. Extrañamente, no murió en Constantinopla. Se retiró a su viejo palacio de Nicomedia para descansar y cambiar de aire. Allí su enfermedad se agravó, por lo que se hizo bautizar, y murió en 337 (1090 A. U. C).
Habían pasado treinta y un años desde que fue proclamado emperador en Britania. Ningún emperador romano había tenido un reinado tan largo desde Augusto. En este reinado, el cristianismo se estableció como religión oficial del Imperio Romano, y Constantinopla se convirtió en su capital. Historiadores cristianos admiradores suyos lo llamaron «Constantino el Grande», pero la decadencia del poderío romano no podía ser salvado por ningún emperador, por grande que fuese. Constantino, como Diocleciano, postergó la declinación pero no la detuvo.

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