La recuperación
Pero entonces apareció el primero de una serie de notables emperadores oriundos de Iliria que arrancaron al Imperio de las garras de la destrucción.
En 268, después de la muerte de Galieno, las tropas proclamaron emperador a Marcus Aurelius Claudius, comúnmente llamado Claudio II. De oscuro origen ilírico, había prestado eficientes servicios bajo Decio, Valeriano y Galieno, y ahora, como emperador, le llegó el turno de luchar con los bárbaros.
Los resultados fueron excelentes. Derrotó a los alamanes y los rechazó al otro lado de los Alpes. Luego viajó a Mesia, donde rechazó en reiteradas ocasiones diversas incursiones de los godos. En 269 y 270, ganó enormes victorias sobre ellos y fue llamado Claudius Gothicus (nombre que honraba una conquista, como en los grandes días de la República).
Fue el único emperador de este período que no sufrió una muerte violenta. Murió de una enfermedad en 270 (1023 A.U.C.), como un romano corriente. Pero antes de morir brindó un último servicio al Imperio nombrando un digno sucesor, el jefe de su caballería y compatriota ilirio, Aureliano (Lucius Domitius Aurelianus).
Aureliano halló que toda la obra de Claudio había quedado deshecha por su muerte, pues los bárbaros, aunque derrotados, supusieron que con un nuevo emperador tenían una nueva oportunidad. Hicieron nuevas incursiones hacia el Sur, y Aureliano tuvo que derrotar a los godos y los alamanes por segunda vez, para mostrarles que ahora un emperador capaz había sido sucedido por otro igualmente capaz.
Aseguradas las fronteras septentrionales, al menos de un modo transitorio, Aureliano dirigió su mirada al Este, donde Zenobia gobernaba con esplendor. Comprendió claramente que un viaje al Este podía dar origen a nuevas incursiones desde el Norte y, en 271, adoptó la desesperada medida de iniciar la construcción de una muralla fortificada alrededor de Roma, ciudad que no tenía murallas desde hacía cinco siglos. ¡Cuán claramente demostró esto hasta qué punto había decaído el Imperio!
Además, Aureliano trasladó a todos los colonos romanos de Dacia y los asentó al sur del Danubio. Habría sido inútil tratar de proteger esa expuesta provincia contra los godos. El precio de tal protección era prohibitivo y sus resultados desalentadores. Así, Dacia fue abandonada un siglo y medio después de su conquista por Trajano.
Ahora Aureliano se sintió seguro como para marcharse al Este. Entró en Asia Menor y redujo a todas las ciudades que intentaron resistir. Invadió Siria, derrotó a los palmirenses cerca de Antioquía y finalmente se apoderó de la misma Palmira. Al principio trató de imponer términos suaves, pero cuando los palmirenses se rebelaron y dieron muerte a la guarnición romana que había dejado, volvió y arrasó totalmente la ciudad en 273. La prosperidad de Palmira fue destruida para siempre, y sólo ruinas y unas pocas miserables casuchas señalan hoy su emplazamiento.
Aureliano se desplazó luego a Occidente y halló la Galia tranquila. El «emperador» galo estaba viejo y tenía sus propios problemas con los bárbaros. Con el conquistador Aureliano ya en marcha, no tenía sentido librar una batalla sin esperanzas. El «emperador» galo se rindió inmediatamente y el Oeste quedó unido nuevamente a Roma en 274 (1027 A. U. C.).
Aureliano retornó a Roma y antes de terminar el año 274 celebró un magnífico triunfo en el que Zenobia fue conducida en cadenas. Se le saludó como al «Restaurador del Mundo», y este lema («Restitutor Orbis») aparece en las monedas acuñadas ese año. No era una frase ociosa, pues Aureliano y su predecesor, Claudio II, habían rechazado a los bárbaros y recuperado el Este y el Oeste. Sólo le quedaba al infatigable Emperador dar una lección a los persas. Se dirigió al Este con tal fin, pero no fue posible cambiar los hábitos de décadas. Los soldados se rebelaban rápidamente para matar a emperadores indignos; y se rebelaron con igual rapidez para dar muerte a un emperador aguerrido. En 275 Aureliano fue asesinado por sus soldados en Tracia.
Marco Claudio Tácito, quien sucedió a Aureliano, marcó un sorprendente retroceso a una situación anterior. Era un viejo y rico noble italiano que fue nombrado (contra su voluntad) por el Senado, curiosamente. Con inesperado vigor, Tácito (quien pretendía descender del historiador, (véase página) trató de ser otro Nerva. Trató de restaurar cierto poder al Senado y de hacer algunas reformas. Pero en aquellos días ningún emperador podía hacer mucho más que combatir con las tribus germánicas, y Tácito no fue una excepción. Los godos estaban nuevamente invadiendo Asia Menor, y el ejército tuvo que ser conducido contra ellos. Los godos fueron derrotados, pero Tácito murió en 276, después de un reinado de medio año. Se contó la historia habitual, de que fue muerto por sus soldados, pero era un hombre viejo y probablemente murió de muerte natural.
El general que estaba al frente de las legiones en el Este, bajo Tácito, era Marco Aurelio Probo, nacido en Panonia, provincia situada al norte de Iliria, y que había combatido eficientemente bajo Aureliano. Tan pronto como el trono estuvo vacante, los soldados lo proclamaron emperador, y siguió limpiando de godos el Asia Menor.
Pero una vez que el Este pudo respirar en paz nuevamente, cometió un error. Creyó que los hombres dispuestos a arriesgar su vida contra los godos también lo estarían a sudar un poco en trabajos pacíficos. Los canales de Egipto necesitaban ser limpiados para que la provisión de cereales del Imperio fuese adecuada, pues indudablemente el hambre era un enemigo tan peligroso como los bárbaros. Así, Probo puso a los soldados a limpiar los canales, pero ellos, resentidos, lo mataron en 281.
Ahora le tocó el turno a otro ilirio (el tercero), Marco Aurelio Caro, quien, como Probo, había luchado bajo Aureliano. Fue el primer emperador que juzgó completa mente innecesario hacer que el Senado aprobase su elección y le otorgase los diversos derechos asociados al cargo imperial. Sin duda, hacía largo tiempo que tal aprobación senatorial era una pura formalidad y con frecuencia había sido impuesta a un Senado muy renuente. Sin embargo, hasta entonces todos los emperadores habían pasado por ella, por muy carente de importancia que fuese. El hecho de que Caro no sintiese ninguna necesidad de hacerlo muestra cuán bajo había caído el prestigio senatorial y cuan cercanas a su extinción se hallaban las convenciones del principado de Augusto.
Caro castigó a los asesinos de su predecesor, pero no hizo intento alguno de mantener los trabajos pacíficos y benéficos. Si los soldados querían guerra, eso sería lo que les daría. Dejó a su hijo a cargo de los asuntos internos y condujo el ejército a Persia en 282, para reanudar la labor de Aureliano, que había quedado en suspenso desde la muerte de éste, siete años antes.
En Persia, Caro tuvo un éxito sorprendente. Como Trajano, despejó Armenia y Mesopotamia de enemigos y avanzó sobre Ctesifonte. Pero entonces también él fue muerto por los soldados, quienes al parecer no deseaban tanta guerra.
Aparentemente, nada podía detener el monótono ciclo. Fuesen los emperadores viejos o jóvenes, aguerridos o no, victoriosos o no, todos eran regularmente asesinados por sus hombres. Esto había ocurrido durante cincuenta años y nada parecía poder frenarlo.
Lo que se necesitaba era un hombre suficientemente enérgico y creador como para elaborar un nuevo sistema que se adaptase a los nuevos tiempos. El principado estaba agotado, y se necesitaba un nuevo Augusto que pusiese fin a otra serie de guerras civiles y modelase, una vez más, una nueva forma de gobierno.
Y otro Augusto apareció, encarnado en un cuarto emperador ilirio.
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