lunes, noviembre 7

Parte 24. 5. El linaje de Severo

5. El linaje de Severo
Septimio Severo

Antes de ese momento, dos dinastías importantes habían llegado a su fin, una con Nerón y otra con Domiciano. La primera vez, el Senado, cogido de improviso, tuvo que hacer frente a una breve guerra civil, con un final, afortunadamente, feliz. La segunda vez el Senado estaba preparado y las cosas salieron bien desde el principio.
El Senado trató ahora de seguir exactamente el segundo precedente. A Domiciano le siguió el anciano y respetado Nerva, y ahora dispusieron que Cómodo fuese seguido por el anciano y respetado Pertinax (Publius Helvius Pertinax).
Pertinax había nacido en un hogar humilde en 126, durante el reinado de Adriano. Ascendió laboriosamente en el servicio público hasta ser, en la época de la muerte de Cómodo, lo que hoy llamaríamos el alcalde de la ciudad de Roma.
Como Nerva, Pertinax se sintió demasiado viejo para asumir la pesada tarea de un emperador y se resistió. Pero la guardia pretoriana, que había sido convencida de que aceptase a Pertinax por su jefe (uno de los conspiradores contra Cómodo), insistió. Pertinax aceptó muy a su pesar.
Cuando Pertinax trató de restablecer la economía gubernamental después de los excesos de Cómodo, la guardia pretoriana rápidamente cambió de opinión. Precisamente fue esto lo que Galba trató de hacer después de Nerón, y el resultado ahora fue el mismo. La guardia pretoriana se rebeló, y cuando Pertinax se presentó ante ellos para calmarlos, lo mataron. Había reinado tres meses.
Luego siguieron sucesos que demostraron cuán bajo había caído Roma, hasta qué punto ejercían los soldados un gobierno total y cuán poco éstos (y, al parecer, nadie) se preocupaban por el bien abstracto del Imperio.
La guardia pretoriana puso el Imperio en subasta. Hoscamente conscientes de que Pertinax había tratado de reducir su paga, decidieron impedir que el próximo emperador hiciera lo mismo. Ofrecieron proclamar emperador a quienquiera que les pagase la suma más elevada.
Al oír esto, un rico senador, Marco Didio Juliano, decidió participar en la puja (quizá sólo como broma, al principio). Ganó al ofrecer el equivalente, en dinero moderno, de 1.250 dólares por hombre, e inmediatamente fue proclamado emperador.
Antes y después, se compraron y vendieron cargos, pero nunca un cargo tan alto y nunca tan abiertamente.
Pero Didio Juliano sólo compró su propia muerte, y a un precio muy caro. Después del asesinato de Nerón, las legiones convergieron sobre Roma, mientras cada general reclamaba el trono, y lo mismo sucedió ahora. Las legiones de Britania, de Siria y del Danubio se disputaron el premio.
El general del Danubio fue el más rápido. Se trataba de Lucio Septimio Severo. Como Trajano, era un provinciano: había nacido en África en 146. Quizá ni siquiera fuera de ascendencia italiana, pues aprendió latín relativamente tarde en su vida y siempre lo habló con acento africano.
Marchó hacia Roma apresuradamente y tan pronto como entró en Italia, en junio de 193, la guardia pretoriana se declaró de su parte (después de todo, tenía a su mando unas rudas legiones). El Senado se apresuró a hacer lo mismo, y el pobre tonto de Juliano fue ejecutado después de un reinado de dos meses. Mientras lo arrastraban al cadalso, gritaba: «Pero, ¿a quién he hecho daño?, ¿a quién he hecho daño?». A nadie, por supuesto, pero cuando alguien aspira a premios elevados debe estar dispuesto a correr grandes riesgos.
Severo, como emperador, tuvo que ajustar cuentas con los generales rivales. Una vez que se ha ofrecido la corona a un general y éste la ha aceptado, no hay modo de retroceder. Un candidato triunfante no puede permitir que otro derrotado permanezca vivo, pues una vez que el ansia de ser emperador se ha apoderado de un hombre, nunca se puede volver a confiar en él. Más aún, el candidato derrotado, sabiendo que nunca más se confiará en él, debe seguir luchando. Como resultado de esto, después del ascenso de Severo al trono, se produjo la primera guerra civil romana en doscientos años.
La guerra civil posterior a la muerte de Nerón sólo duró un año y la lucha no tuvo mucha importancia. Pero la guerra civil que siguió a la muerte de Cómodo duró cuatro años y en ella hubo grandes batallas. La Pax Romana fue seriamente quebrantada.
Severo marchó, primero, al Este, para combatir con Níger (Gaius Pescennius Niger Justus), jefe de las legiones de Siria. Níger era un viejo conocido de Severo y antaño ambos habían desempeñado juntos el consulado. Pero Níger era ahora el más popular de los generales rivales, y su posición en el Este le permitía ocupar Egipto y apoderarse del granero romano. Severo tenía que impedirlo, y una vieja amistad no lo haría desistir.
La popularidad de Níger fue su perdición, pues las provincias orientales se declararon a su favor y no se sintió urgido a hacer nada. Permaneció en Siria en una falsa seguridad y dejó que el enérgico Severo fuese hacia él. Severo lo hizo y ganó varias batallas en Asia Menor. Níger fue capturado en 194, mientras trataba de huir a Partia, y fue ejecutado en el acto.
Quedaba el jefe de las legiones de Britania, Albino (Decimus Clodius Septimus Albinus). Extrañamente, en latín Níger significa «negro», y Albinus significa «blanco», de modo que Severo tuvo que hacer frente al Negro y al Blanco.
En un comienzo, Severo, se aseguró la neutralidad de Albino declarándolo su heredero. Esto le dio tiempo para acabar con Níger. Albino, que esperaba un empate entre sus dos enemigos, pensó ahora que sólo era cuestión de tiempo para que Severo se volviese contra él. Decidió atacar primero, haciéndose proclamar emperador y marchando a la Galia en 197.
El enérgico Severo se abalanzó hacia el Norte para ir a su encuentro, y en Lugdunum (la moderna Lyon), la mayor ciudad de la Galia por entonces, los ejércitos se enfrentaron en la mayor batalla entre romanos que se habían librado desde la de Filipos, siglo y medio antes. Las fuerzas de Severo obtuvieron una victoria total, y Lugdunum fue saqueada tan ferozmente que nunca recuperó su prosperidad en los tiempos antiguos. A este precio, en 197 (950 A.U.C.), Severo fue finalmente el amo indiscutido del Imperio.
Los dominios romanos ahora se aquietaron bajo Severo, como antaño se habían aquietado bajo Vespasiano un siglo y cuarto antes. Pero esta vez Roma era más débil. Había sufrido la devastación de la peste y su población seguía declinando. También había sufrido los golpes, físicos y psicológicos, de una grave guerra civil.
Por ello, Severo no pudo restaurar el principado según el modelo de Augusto, como había tratado de hacer Vespasiano. Tal vez Severo tampoco lo deseaba. En cambio, se adaptó a la realidad aceptando el hecho de que sólo como amo del ejército un emperador podía ser amo de Roma. Ni el Senado ni el pueblo plantearon problemas sobre el gobierno.
Así, Severo empezó a mimar al ejército. Aumentó su paga y extendió los privilegios militares, permitiendo a los soldados casarse, por ejemplo, mientras prestaban servicio, y frecuentemente elevándolos al rango de la clase media al retirarse. Centralizó el ejército bajo su único mando, eliminando a los senadores hasta del control nominal de legiones particulares. Aumentó las dimensiones del ejército hasta llegar a constituir treinta y tres legiones, frente a las veinticinco que había en el momento de la muerte de Augusto. También se aumentaron las tropas auxiliares, y por el 200 el número total de hombres que tenían las fuerzas romanas quizá superó los 400.000.
Además, Severo desarmó y disolvió la guardia pretoriana que había puesto en venta el Imperio y la reemplazó por una de sus propias legiones danubianas. En lo sucesivo, la guardia pretoriana fue reclutada entre las legiones y ya no estuvo constituida particularmente por italianos. Al estacionar una legión en la misma Italia, Severo invirtió la política de Augusto de dos siglos antes y redujo a Italia al rango de las otras provincias. Desde entonces, en efecto, no hubo ninguna diferencia real entre Italia y las provincias. Todas las partes del Imperio estaban sometidas al ejército y su jefe.
Bajo Severo, continuó la centralización del Imperio. Subdividió algunas provincias en unidades menores para que los gobernadores fuesen menos poderosos y hubiese una jerarquía más compleja de funcionarios cuya cúspide era él mismo.
Pero en conjunto el vigor de Severo benefició al Imperio, que podía soportar mejor, por entonces, un despotismo militar que las extravagancias o la anarquía. De hecho, en tiempos de Severo, los límites romanos se mantuvieron, pese a que las legiones estaban ocupadas en luchar unas contra otras mientras las fronteras exteriores quedaban sin protección. Afortunadamente, la gran rival de Roma, Partia, proseguía sus propias guerras civiles y su potencia declinaba con mucho mayor rapidez que la de Roma, hasta el punto de que Severo pudo hacer frente a Partia desde una ventajosa posición.
Así, cuando Partia adoptó una actitud que parecía calculada para sacar ventaja de los problemas de Roma, Severo respondió con rapidez. Una guerra exterior era justamente lo que se necesitaba para unir el Imperio a su alrededor. Por ello, en 197, apenas obtenida su victoria sobre Albino, marchó al Este nuevamente y derrotó a Partia brillantemente. Cuando volvió a Roma, en 202, celebró un triunfo y erigió un arco (que aún está en pie) para conmemorar sus victorias.
En el período de paz que siguió, Severo reorganizó los procedimientos legales y las finanzas. Un estrecho colaborador de Septimio Severo fue el respetado jurista Papiniano (Aemilius Papinianus). Este emprendió una reorganización completa del derecho romano y, en verdad, los comentarios que escribió constituyeron la base de tal derecho durante los tres siglos siguientes. Pero la reorganización financiera no atenuó las debilidades subyacentes del Imperio, pues Severo se vio obligado a disminuir el contenido de plata de las monedas, signo seguro de una permanente enfermedad económica.
La esposa de Severo, la emperatriz Julia Domna, se interesaba por la filosofía y dio al reinado un tinte intelectual que era totalmente extraño al rudo y marcial Emperador. Ella se rodeó, por ejemplo, de pensadores como Galeno, el médico, quien a la sazón estaba en sus últimos años (murió alrededor del 200).
Otra figura de su círculo era Diógenes, comúnmente llamado Diógenes Laercio porque nació en la ciudad de Laerte, en Asia Menor. Su derecho a la fama se basa en que escribió breves biografías de varios filósofos antiguos de renombre. Su libro estaba destinado al consumo popular y consiste en gran medida en el relato de incidentes anecdóticos de la vida de los filósofos y algunas citas sorprendentes de sus obras. Indudablemente, era estupendo para caballeros ociosos que deseaban poder chismorrear sobre los filósofos y la filosofía sin tener que pasar por el arduo esfuerzo de leer realmente sus obras. No hay duda de que el libro fue considerado como carente de valor por los verdaderos sabios de la época.
Sin embargo, la misma popularidad del resumen de Diógenes Laercio causó que se hicieran muchas copias de él y que sobreviviera hasta los tiempos modernos, mientras que no nos han llegado las obras mucho más valiosas pero mucho menos populares de gran número de los filósofos mismos. Se desprende de esto que Diógenes Laercio nos dice todo lo que sabemos sobre muchos grandes hombres y que debemos estarle agradecido por ello.
Un amigo de Severo fue Dión Casio (Dion Cassius Cocceianus), historiador de cierto renombre. Nació en Asia Menor, donde su padre fue gobernador bajo Marco Aurelio. Dión Casio llegó a Roma en 180 y fue senador en el reinado de Cómodo; sobrevivió a los peligros de ese reinado y desempeñó altos cargos bajo Severo y sus sucesores. Dión Casio escribió una historia de Roma, de la cual nos han llegado los libros que tratan del último medio siglo de la República y el primer medio siglo del Imperio. Es gracias al accidente de esta supervivencia por lo que sabemos tanto de los tiempos de César y Augusto.
Los últimos años de Severo fueron perturbados por conflictos en Britania. Recordando el poder del gobernador de Britania, Albino, que había estado a punto de conquistar el Imperio, Severo dividió Britania en dos provincias. Así debilitó el poder de los generales allí apostados e hizo menos probable que se rebelasen. Pero también los hizo menos capaces de resistir a los pictos del Norte, sobre todo porque Albino, en su lucha por el trono, había retirado de Britania gran cantidad de buenos soldados que hallaron la muerte en Lugdunum.
En 208, Severo se vio obligado a viajar él mismo a Britania y a emprender vigorosas operaciones contra los duros montañeses del salvaje Norte. Pero el precio fue demasiado elevado. Las operaciones de guerrillas desgastaron a las legiones y sólo con dificultad se las podía abastecer y reforzar desde el cuerpo principal del Imperio. Finalmente, Severo tuvo que contentarse con algunos gestos nominales de sumisión de los nativos. Esto disimulaba el resultado real, que fue una retirada romana. Severo decidió que la improvisada Muralla de Antonino, erigida medio siglo antes en la mitad de Escocia, era demasiado difícil de defender y se retiró definitivamente detrás de la Muralla de Adriano, más práctica y que reforzó. Pero Severo no iba a dejar nunca Britania. Estaba en sus sesenta y tantos años y durante mucho tiempo había sufrido horriblemente de gota. En 211 (964 A. U. C.) murió de esta enfermedad en Eboracum (la moderna York).

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