9. El linaje de Valentiniano
Valentiniano y Valente
Muerto Juliano, el ejército proclamó emperador en el lugar a Joviano (Flavius Claudius Jovianus), un general oscuro pero cristiano. Sin duda, el desastre en que terminó la gran expedición de Juliano convenció a muchos de que el cielo estaba colérico por el paganismo de Juliano, y sólo bajo un emperador cristiano estarían seguros.
Joviano hizo dos cosas. Anuló la política religiosa de Juliano, volviendo a la situación existente bajo Constantino (aunque sin ningún intento de efectuar una persecución activa de los paganos). También anuló la política militar de Constancio y Juliano, firmando una paz desventajosa con Sapor. Abandonó Armenia y otra regiones que los romanos conservaban desde el tiempo de Diocleciano. Muy en particular, y desafortunadamente, cedió la fortaleza de Nisibis, que Sapor nunca había podido conquistar en lucha abierta.
Joviano hizo la paz para poder volver a Constantinopla lo antes posible a fin de asumir toda la pompa del Imperio. Pero en el viaje de vuelta murió, y sólo su cadáver entró en Constantinopla en 364.
Los soldados eligieron otro emperador, esta vez un capaz oficial llamado Valentiniano (Flavius Valentinianus) que había nacido en Panonia. Compartió el gobierno con su hermano, Valente (Flavius Valens). Valentiniano era católico, pero tolerante con los disidentes, mientras que Valente era un arriano ferviente y proselitista. No obstante, los hermanos se llevaban bien, pese a la diferencia de religión y de temperamento.
Valentiniano era el más capaz de los dos. Tenía escasa educación y desconfiaba de las clases superiores, pero trató de mejorar la situación del conjunto de la población. Por desgracia, sus esfuerzos fueron vanos. Todos los intentos de mejorar el Imperio chocaban con la permanente sangría de las necesidades militares.
Valente se quedó en el Este, mientras Valentiniano asumió la defensa del Oeste y estableció su capital en Milán. Después de la partida de Juliano de la Galia, cuatro años antes, las tribus germánicas se aventuraron nuevamente a cruzar el Rin. Pero en Valentiniano hallaron otro Juliano. Una vez más, tuvieron que retirarse; y una vez más los ejércitos romanos atravesaron el Rin en represalia.
Valentiniano luego se abalanzó al Sur para defender el Danubio superior, con igual éxito, mientras su capaz general Teodosio desempeñó eficazmente los mismos servicios en Britania, expulsando a los pictos y los escotos de la parte romana de la isla.
Lamentablemente, Valentiniano murió de un ataque en 375, al montar en cólera durante un parlamento con el jefe de ciertas tribus bárbaras. En cuanto a Teodosio, fue falsamente acusado de traición por funcionarios cuya corrupción estaba él poniendo de manifiesto, y fue ejecutado ese mismo año.
Valentiniano fue sucedido por su hijo mayor, Graciano (Flavius Gratianus), quien gobernó en asociación con un medio hermano, Valentiniano II (Flavius Valentinianus).
Dado que éste sólo tenía cuatro años, Graciano fue el verdadero gobernante del Oeste.
Pero fue en el Este donde se acercaban acontecimientos sombríos. Desde hacía un siglo y cuarto, los godos habían habitado las regiones situadas al norte del Danubio y el mar Negro. Habían librado una guerra más o menos constante con los romanos, pero habían sido derrotados una y otra vez por una serie de emperadores romanos capaces.
Pero ahora los godos tuvieron ante sí un adversario más terrorífico que los romanos, un adversario que se acercaba desde recónditos lugares de Asia.
Los vastos tramos de Asia Central han arrojado periódicamente, a lo largo de toda la historia, hordas de jinetes. De ordinario, el Asia Central brindaba pastos a los nómadas, duros hombres que comían, dormían y vivían a caballo, cuyo hogar no estaba en ninguna parte y estaba en todas a la vez, pero que seguían los pastos de estación en estación. Los nómadas aumentaron gradualmente de número gracias a sucesiones de años buenos con abundantes lluvias, pero de tanto en tanto, faltaban las lluvias durante varios años seguidos y las tierras ya no podían sustentar a la población.
De esas estepas, pues, brotaban los jinetes. Llevaban consigo todo lo que necesitaban, sus ganados y sus familias. Podían vivir de casi nada, de sangre de caballo y leche de yegua, si era necesario, y no necesitaban preocuparse de tener líneas de abastecimiento. En sus veloces caballos, podían atravesar las distancias casi tan rápidamente como un ejército moderno, de modo que podían caer como el rayo donde menos se los esperaba. Era el terror de su avance en torbellino y su impetuosa carga lo que destruía a sus enemigos, así como su frustrante capacidad de desaparecer ante una resistencia firme sólo para volver desde otra dirección.
La sucesión de pueblos que vivieron al norte del mar Negro en tiempos antiguos fue probablemente el producto de una serie de invasiones desde las estepas de Asia Central. En la época de Homero, vivían allí los cimerios; en tiempo de Heródoto, habían sido sucedidos por los escitas; en tiempos romanos, por los sármatas.
Era raro, en verdad, que los godos que llegaron después proviniesen del norte europeo y no del este asiático. Pero ahora, en tiempos de Valentiniano y Valente, el viejo orden se estaba restableciendo. Una nueva oleada de nómadas avanzaba hacia el Oeste.
Esos nómadas se habían lanzado hacia el Sur y el Este, contra China, durante siglos. Los chinos los habían llamado los Hsiung-nu y, en el siglo III a C. (cuando Roma luchaba contra Cartago) construyeron la Gran Muralla o Muralla China, enorme defensa que se extendía por más de 1.600 kilómetros, en un intento de rechazarlos.
Fue quizá desdichado para Europa que los chinos tuviesen tanto éxito, pues los Hsiung-nu, frustrados en el Este, se volvieron a Occidente. El atónito y aterrorizado mundo occidental llamó a los nuevos invasores los hunos. En 374, los hunos llegaron al territorio de los ostrogodos, al norte del mar Negro, después de conquistar y obligar a aliarse con ellos a las tribus que habían encontrado en su camino. Los ostrogodos fueron derrotados, a su vez, y obligados a someterse. Los hunos atacaron entonces a los visigodos que habitaban al norte del Danubio.
Los visigodos, demasiado aterrorizados para poder combatir, retrocedieron sobre el Danubio y, en 376, pidieron a sus viejos enemigos, los romanos, refugio dentro del Imperio. Los romanos pusieron condiciones duras: los godos debían llegar desarmados y sus mujeres serían transportadas a Asia como rehenes. Los godos no tenían más remedio que aceptar, y varios cientos de miles de ellos penetraron en el Imperio mientras los hunos avanzaban sobre el Danubio.
Todo podía haber marchado razonablemente bien si los romanos hubiesen podido resistir la tentación de explotar a los refugiados godos. Les vendieron alimentos a precios exorbitantes y les hicieron sentir de diversos modos que eran unos cobardes y débiles que eran salvados por la caridad romana. (En cierto modo, era así, pero esto no significa que les agradase ser tratados de esa manera.)
El resultado fue que hallaron armas en alguna parte y empezaron a saquear como si hubiesen invadido el Imperio, en vez de ser admitidos como refugiados. Hasta se asociaron a algunos de los hunos ante los cuales habían huido, pues los hunos estaban muy deseosos de compartir el botín romano.
Las noticias llegaron al emperador Valente en Siria, donde los ejércitos romanos estaban luchando una vez más contra el anciano rey persa Sapor. (Este se acercaba a sus setenta años y había sido rey durante toda su larga vida.) Los romanos habían ganado algunas victorias, pero ahora se vieron forzados a sellar una paz desfavorable. A fin de cuentas, Valente debía ocuparse de los godos.
En 378, Valente marchó impetuosamente al Oeste desde Constantinopla, para encontrar a las hordas godas en la vecindad de Adrianópolis, la ciudad fundada por el emperador Adriano dos siglos y medio antes. Las fuerzas de Valente eran inferiores en número a las de los godos, y podía haber esperado a su sobrino, Graciano, quien avanzaba apresuradamente hacia el Este para unirse a él, pero Valente no juzgó necesario el refuerzo. Estaba completamente equivocado; en verdad, ni siquiera ese refuerzo quizás hubiese bastado, pues se abría una nueva era en el arte de la guerra.
A través de toda la historia, el soldado de a pie había sido el rey de la guerra. Habían sido los soldados de infantería de la falange macedónica quienes habían conquistado vastas extensiones del Este para Alejandro Magno. Y fueron los soldados de infantería de las legiones romanas los que conquistaron el mundo mediterráneo para Roma.
También había habido jinetes y carros, pero eran pocos y caros, y raramente habían sido decisivos a la larga en tiempos griegos y romanos. Podían ser usados para apoyar a los soldados de infantería y, manejados hábilmente, podían convertir una retirada en una derrota, o efectuar eficaces correrías contra un enemigo desprevenido. Pero no podían ser usados en una batalla cuerpo a cuerpo contra infantes resueltos y disciplinados.
Una posible razón de ello quizá sea que los primeros jinetes no tenían estribos, y su equilibrio era siempre inestable. Un lanzazo podía fácilmente arrojarlos del caballo, y esto los obligaba a mantenerse a distancia, lo cual reducía su efectividad.
Fueron los jinetes de las estepas quienes inventaron el estribo. Su equilibrio era firme y podían girar y apartarse a voluntad mientras sus pies estaban bien plantados. Un hombre a caballo, con buenos estribos, podía resistir un lanzazo y, a su vez, esgrimir una lanza o una espada con fuerza.
Los soldados romanos tuvieron que adaptarse a la necesidad de luchar con un número creciente de jinetes de caballerías bárbaras cada vez más eficaces. La armadura romana fue aligerada para aumentar la movilidad y se puso fin a la rígida regla por la cual los ejércitos romanos debían construir campamentos fortificados cada tarde. Las espadas se hicieron más largas y se empezaron a usar lanzas, pues el largo era necesario para que un soldado de a pie alcanzase a un jinete. Roma empezó a invertir mil años de tradición militar, haciendo un uso creciente de la caballería y multiplicando su número hasta el punto de que casi rivalizó con la infantería en número e importancia.
Pero Roma confiaba aún en el soldado de infantería. Las legiones siempre habían triunfado antes, y seguramente seguirían triunfando hasta el fin de los tiempos.
En Adrianópolis, las legiones romanas se enfrentaron con una caballería godo-huna que tenía estribos y de una habilidad nunca igualada antes. Los infantes, mal conducidos, quedaron inermes. Fueron acorralados por los jinetes, que hicieron una matanza con ellos. Todo el ejército romano fue destruido, y el mismo Emperador, Valente, con él.
En 378 (1131 A. U. C), en esta batalla de Adrianópolis, llegó a su fin la era del soldado de infantería. Las legiones que durante tanto tiempo fueron el soporte de Roma quedaron destruidas como fuerza de combate útil. Durante mil años los jinetes iban a dominar Europa y sólo con la invención de la pólvora los soldados de a pie recuperarían su valor.
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