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miércoles, noviembre 30
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parte 39. teodosio
Teodosio
Con la muerte de Valente, Graciano se convirtió prácticamente en el único gobernante del Imperio, ya que el emperador niño Valentiniano II no contaba. Era más de lo que Graciano podía soportar —sólo tenía veinte años por entonces— y buscó a alguien con quien compartir el gobierno.
Su elección cayó en Flavio Teodosio, quien a la sazón tenía unos treinta y tres años. Su padre era el capaz y triunfante general que había pacificado Britania y luego fue ejecutado injustamente, pocos años antes.
Teodosio frenó a los godos victoriosos, no mediante la lucha directa (lo de Adrianópolis no podía repetirse), sino enfrentando a una facción contra otra e induciéndolos a incorporarse al ejército romano. También convino en permitirles asentarse al sur del Danubio como aliados romanos (en teoría), pero bajo sus propios gobernantes y sus propias leyes.
De este modo, poco a poco la frontera quedó custodiada y las provincias se pacificaron, pero a un elevado precio, pues se sentó el precedente de permitir la existencia de reinos bárbaros dentro de los límites del Imperio. Además, ahora los ejércitos romanos se llenaron casi completamente de bárbaros. En verdad, para que los romanos pudiesen combatir al nuevo estilo, con la caballería como soporte principal del ejército, tenían que depender cada vez más de los jinetes bárbaros. Los bárbaros de diverso origen llegaron a ocupar los más altos cargos militares del Estado. Sólo el emperador —aún romano en el sentido de que descendía de los pueblos nativos— estaba por encima de ellos. Si llegase el tiempo en que gobernase un emperador débil, serían los bárbaros germanos quienes gobernarían realmente el Imperio, y ese momento iba a llegar pronto.
Bajo Graciano y Teodosio, la corriente se volvió de manera total y definitiva contra el paganismo. El proselitismo cristiano tenía más éxito que nunca, y los paganos se volvían cristianos en proporciones torrenciales, ahora que las preferencias de emperadores cristianos se dirigían automáticamente hacia los cristianos. Y si los paganos conversos a menudo sólo prestaban un homenaje verbal al cristianismo, sus hijos, educados en la Iglesia, eran sinceramente cristianos. Empezó a cernirse la oscuridad final sobre la cultura de la antigua Grecia y Roma.
Una de las principales figuras que asistieron al lecho de muerte del paganismo fue Ambrosio (Ambrosius), nacido alrededor del 340 e hijo de un alto funcionario del gobierno. El mismo entró al servicio del gobierno, pero quedó atrapado en los conflictos mundanos entre católicos y arríanos ocasionados por la muerte del viejo obispo de Milán y las consiguientes querellas por la identidad confesional del nuevo ocupante del cargo. Ambrosio pronunció un discurso de tanto éxito a favor del punto de vista católico que él mismo fue nombrado para el obispado en 374.
Durante el siglo IV, cuando los emperadores occidentales tenían su corte en Milán, esta ciudad fue el obispado más influyente del Oeste, dejando totalmente en la sombra —al menos temporalmente— a los diversos obispos de Roma. Esto fue más cierto que nunca bajo Ambrosio, un eclesiástico audaz y dinámico.
Ambrosio ganó gran influencia sobre Graciano y lo obligó a abandonar su anterior política de tolerancia. El poder del Imperio fue ahora descargado sobre lo que quedaba del paganismo. En 382 Graciano renunció al título de Pontifex Maximus, por el que hacía las veces de «sumo sacerdote» en nombre de la parte pagana de la población del Imperio. También quitó el altar pagano de la victoria del Senado romano, prohibió tener propiedades a las vírgenes vestales, extinguió la «llama eterna» que habían mantenido durante siglos y, en general, dejó claramente sentado que los paganos eran ciudadanos de segunda clase. Ambrosio inspiró a los emperadores una política de represión, no sólo de los paganos, sino también de los arríanos. Por primera vez desde el Concilio de Nicea de medio siglo antes, el Emperador del Este, Teodosio, era un ardiente católico. Desde ese momento, la herejía arriana empezó a decaer en el Imperio. No sólo reinaría el cristianismo, sino el cristianismo católico.
Pero Graciano perdió popularidad a medida que se interesó más por los placeres del poder que por sus responsabilidades. Se entregó al juego de la caza en compañía de jinetes bárbaros, y generales usurpadores se echaron al ruedo. Las legiones de Britania proclamaron emperador a su general, Magno Máximo, quien se adueñó de la Galia y mató a Graciano en 383 (1136 A. U. C).
Teodosio aún no había acabado la pacificación de los godos en el Este y se vio obligado a reconocer al usurpador a condición de que Valentiniano II, medio hermano de Graciano, tuviese bajo su dominio Italia. Tampoco ésta era una solución ideal, pues Valentiniano II (que ahora tenía doce años) estaba bajo la dominación de su madre, quien era una arriana declarada e hizo lo que pudo para fortalecer la herejía.
Algunos años más tarde, cuando Máximo invadió Italia, Teodosio vio allí su oportunidad. Acababa de casarse con una nueva Esposa, Gala, la hermana de Valentiniano II e hija de Valentiniano I. Esto lo hizo miembro de la familia, por así decir, y le brindó otro motivo para vengar la muerte de Graciano. Teodosio selló otra paz desventajosa con Persia y marchó hacia el norte de Italia. Allí derrotó a Máximo, en 388, y lo hizo matar.
Teodosio ahora dominaba todo el Imperio, en efecto. Celebró un triunfo en Roma y otorgó al joven Valentiniano II el gobierno nominal de la Galia, bajo la custodia de unos de sus propios generales, un franco llamado Arbogasto, que había limpiado la Galia de adeptos de Máximo. Fue la primera vez que un emperador tenía el mando nominal, y un general germano el poder real detrás del trono. Esta iba a ser la regla en Occidente durante el siglo siguiente.
Arbogasto, incapaz de controlar a Valentiniano II, quien empezaba a mostrar independencia y capacidad a medida que crecía, hizo asesinar al joven co-emperador en 392 (1145 A. U. C.). Una vez más, Teodosio tuvo que vengar la muerte de un colega occidental.
Consiguió hacerlo, derrotando al franco en 394. Arbogasto se suicidó y el Imperio quedó unido —por última vez— bajo un solo gobernante. Sin embargo, la experiencia con Arbogasto no disuadió a Teodosio de usar a los germanos en cargos importantes. En realidad, no tenía más remedio que hacerlo. Sólo el ejército podía proteger a un emperador, sobre todo si era joven, y los generales del ejército eran germanos. Sencillamente era así.
Uno de los oficiales en quienes más confió Teodosio hacia el final de su reinado era Flavio Estilicón. Era hijo de un vándalo (según una tradición aceptada), una de las tribus germánicas que habían acosado al Imperio en tiempos recientes e iban a volver a hacerlo en un futuro cercano. Pero Estilicón fue y siguió siendo un firme puntal del Imperio.
Muerto el arriano Valentiniano II y con el católico Teodosio como gobernante de todo el Imperio, la tendencia a la victoria total del cristianismo católico se aceleró aún más. Por sus servicios a este respecto, los historiadores eclesiásticos agradecidos le dieron el título de «Teodosio el Grande». En 394, por ejemplo, Teodosio puso fin a los Juegos Olímpicos, que se habían celebrado en Grecia desde 776 a. C., es decir, durante cerca de doce siglos. La tradición sólo sería reanudada quince siglos más tarde.
Pero el incidente más famoso del reinado de Teodosio se produjo en 390, cuando Arbogasto y Valentiniano II aún gobernaban la Galia. Ese año, los oficiales de la guarnición de Tesalónica, ciudad del noroeste de Grecia, fueron linchados por una multitud en el curso de una disputa local de escasa importancia.
Teodosio, en un momento de ciega cólera, ordenó que Tesalónica fuese saqueada por el ejército y murieron unas siete mil personas. Ambrosio, obispo de Milán, quedó horrorizado por este acto y notificó a Teodosio que no sería admitido en los ritos de la Iglesia hasta que no hiciese una penitencia pública por esa acción. Teodosio resistió ocho meses, pero finalmente cedió.
Fue el primer gran ejemplo de que la Iglesia podía actuar independientemente del Estado y hasta, en cierto modo, ser superior al Estado. Es significativo que esto ocurriese en el Imperio Occidental y no en el Oriental, pues a medida que los siglos pasaron la Iglesia iba a ser cada vez más independiente del Estado.
Teodosio murió en 395 (1148 A. U. C.) y, sorprendentemente, el Imperio quedó prácticamente intacto. Durante un siglo y medio había logrado rechazar las continuas correrías de los bárbaros del Norte. Había luchado periódicamente con los persas, en el Este, y contra generales insurgentes, en el interior. Había soportado los desgarramientos de las disputas religiosas de cristianos contra paganos y de cristianos contra cristianos. Su economía estaba marchita; su pueblo, agotado; sus ejércitos habían sido derrotados muchas veces y finalmente habían sufrido una matanza en Adrianópolis; y su administración había quedado en manos de los germanos.
Sin embargo, las fronteras del Imperio estaban prácticamente intactas. Sin duda, las provincias conquistadas por Trajano en el último período de conquistas imperiales habían sido abandonadas —Dacia, Armenia y Mesopotamia—, pero nada más.
Ello obedeció, en parte, a que los bárbaros estaban desorganizados. Nunca se unían bajo un solo líder para llevar un ataque coordinado contra el Imperio. Se especializaban en rápidas incursiones que realmente sólo tenían éxito cuando Roma era cogida de improviso o estaba inmersa en guerras civiles. Raramente podían resistir al ejército romano cuando éste era conducido capazmente. En resumen, para que los bárbaros pudiesen destruir el Imperio Romano o cualquier parte de él, éste debía estar consumido interiormente. Ni siquiera los desastres de un siglo y medio lo habían desgastado lo suficiente para eso. Todavía no. Ni en el momento de la muerte de Teodosio. Pero tampoco el Imperio había estado nunca en situación tan precaria. Todos los esfuerzos de los emperadores y generales durante un siglo y medio, todos los trabajos sobrehumanos de Aureliano, Diocleciano, Constantino, Juliano, Valentiniano y Teodosio sólo habían conseguido hacer que el Imperio aguantase. Persia aún amenazaba codiciosamente en dirección a Siria, los germanos aún hacían incursiones a través del Danubio y el Rin, siempre que podían (mientras los hunos esperaban amenazadoramente detrás de ellos) y aún surgían usurpadores en toda ocasión.
Sin duda, había lugares del Imperio donde las condiciones habían mejorado con respecto a las espantosas ruinas en que habían caído durante el medio siglo de anarquía anterior a Diocleciano. Egipto y Siria eran casi prósperos y en todas partes algunos terratenientes se enriquecían mientras la mayoría de la población se empobrecía. Pero en conjunto, el barco imperial se estaba hundiendo, y con cada década que pasaba el esfuerzo del Imperio por mantenerse solamente a flote era un poco mayor, su población declinaba un poco más, las ciudades se empobrecían y arruinaban un poco más y la administración se sumergía algo más a fondo en la corrupción y la ineficacia.
La vida intelectual también declinaba. La literatura pagana (naturalmente) se fue apagando hasta su última débil llama que fue Símaco (Quintus Aurelius Symmachus), nacido alrededor de 345 y casi el último representante del paganismo virtuoso y próspero en Roma. Desempeñó muchos altos cargos y se distinguió por su honestidad y humanidad. Fue el último de los grandes oradores paganos y no temió oponer sus escritos retóricos frente al irresistible avance del cristianismo. Representó al menguante contingente de senadores paganos, y cuando Graciano quitó el altar de la Victoria del Senado, Símaco dirigió una carta a Valentiniano II, gobernante titular de Italia, pidiéndole que el símbolo de la antigua Roma fuese restablecido. Pero no lo fue y, en cambio, Símaco fue desterrado de Roma. Más tarde se le perdonó y siguió sirviendo a Roma en altos cargos, para morir finalmente en paz.
El poeta romano Ausonio (Decimus Magnus Ausonius) encarnó una especie de semipaganismo. Nació en Burdigala (la moderna Burdeos) alrededor del 310 y creó en esa ciudad una escuela muy popular de retórica. Su padre había sido médico privado de Valentiniano I, y el hijo fue nombrado tutor del joven Graciano. Para poder ocupar el cargo, rindió un homenaje verbal al cristianismo. En el reinado de Graciano alcanzó altos honores, inclusive el consulado, pero después de la muerte de aquél se retiró a su ciudad natal, donde siguió produciendo mala poesía hasta su muerte, a la avanzada edad de ochenta años.
Con la muerte de Valente, Graciano se convirtió prácticamente en el único gobernante del Imperio, ya que el emperador niño Valentiniano II no contaba. Era más de lo que Graciano podía soportar —sólo tenía veinte años por entonces— y buscó a alguien con quien compartir el gobierno.
Su elección cayó en Flavio Teodosio, quien a la sazón tenía unos treinta y tres años. Su padre era el capaz y triunfante general que había pacificado Britania y luego fue ejecutado injustamente, pocos años antes.
Teodosio frenó a los godos victoriosos, no mediante la lucha directa (lo de Adrianópolis no podía repetirse), sino enfrentando a una facción contra otra e induciéndolos a incorporarse al ejército romano. También convino en permitirles asentarse al sur del Danubio como aliados romanos (en teoría), pero bajo sus propios gobernantes y sus propias leyes.
De este modo, poco a poco la frontera quedó custodiada y las provincias se pacificaron, pero a un elevado precio, pues se sentó el precedente de permitir la existencia de reinos bárbaros dentro de los límites del Imperio. Además, ahora los ejércitos romanos se llenaron casi completamente de bárbaros. En verdad, para que los romanos pudiesen combatir al nuevo estilo, con la caballería como soporte principal del ejército, tenían que depender cada vez más de los jinetes bárbaros. Los bárbaros de diverso origen llegaron a ocupar los más altos cargos militares del Estado. Sólo el emperador —aún romano en el sentido de que descendía de los pueblos nativos— estaba por encima de ellos. Si llegase el tiempo en que gobernase un emperador débil, serían los bárbaros germanos quienes gobernarían realmente el Imperio, y ese momento iba a llegar pronto.
Bajo Graciano y Teodosio, la corriente se volvió de manera total y definitiva contra el paganismo. El proselitismo cristiano tenía más éxito que nunca, y los paganos se volvían cristianos en proporciones torrenciales, ahora que las preferencias de emperadores cristianos se dirigían automáticamente hacia los cristianos. Y si los paganos conversos a menudo sólo prestaban un homenaje verbal al cristianismo, sus hijos, educados en la Iglesia, eran sinceramente cristianos. Empezó a cernirse la oscuridad final sobre la cultura de la antigua Grecia y Roma.
Una de las principales figuras que asistieron al lecho de muerte del paganismo fue Ambrosio (Ambrosius), nacido alrededor del 340 e hijo de un alto funcionario del gobierno. El mismo entró al servicio del gobierno, pero quedó atrapado en los conflictos mundanos entre católicos y arríanos ocasionados por la muerte del viejo obispo de Milán y las consiguientes querellas por la identidad confesional del nuevo ocupante del cargo. Ambrosio pronunció un discurso de tanto éxito a favor del punto de vista católico que él mismo fue nombrado para el obispado en 374.
Durante el siglo IV, cuando los emperadores occidentales tenían su corte en Milán, esta ciudad fue el obispado más influyente del Oeste, dejando totalmente en la sombra —al menos temporalmente— a los diversos obispos de Roma. Esto fue más cierto que nunca bajo Ambrosio, un eclesiástico audaz y dinámico.
Ambrosio ganó gran influencia sobre Graciano y lo obligó a abandonar su anterior política de tolerancia. El poder del Imperio fue ahora descargado sobre lo que quedaba del paganismo. En 382 Graciano renunció al título de Pontifex Maximus, por el que hacía las veces de «sumo sacerdote» en nombre de la parte pagana de la población del Imperio. También quitó el altar pagano de la victoria del Senado romano, prohibió tener propiedades a las vírgenes vestales, extinguió la «llama eterna» que habían mantenido durante siglos y, en general, dejó claramente sentado que los paganos eran ciudadanos de segunda clase. Ambrosio inspiró a los emperadores una política de represión, no sólo de los paganos, sino también de los arríanos. Por primera vez desde el Concilio de Nicea de medio siglo antes, el Emperador del Este, Teodosio, era un ardiente católico. Desde ese momento, la herejía arriana empezó a decaer en el Imperio. No sólo reinaría el cristianismo, sino el cristianismo católico.
Pero Graciano perdió popularidad a medida que se interesó más por los placeres del poder que por sus responsabilidades. Se entregó al juego de la caza en compañía de jinetes bárbaros, y generales usurpadores se echaron al ruedo. Las legiones de Britania proclamaron emperador a su general, Magno Máximo, quien se adueñó de la Galia y mató a Graciano en 383 (1136 A. U. C).
Teodosio aún no había acabado la pacificación de los godos en el Este y se vio obligado a reconocer al usurpador a condición de que Valentiniano II, medio hermano de Graciano, tuviese bajo su dominio Italia. Tampoco ésta era una solución ideal, pues Valentiniano II (que ahora tenía doce años) estaba bajo la dominación de su madre, quien era una arriana declarada e hizo lo que pudo para fortalecer la herejía.
Algunos años más tarde, cuando Máximo invadió Italia, Teodosio vio allí su oportunidad. Acababa de casarse con una nueva Esposa, Gala, la hermana de Valentiniano II e hija de Valentiniano I. Esto lo hizo miembro de la familia, por así decir, y le brindó otro motivo para vengar la muerte de Graciano. Teodosio selló otra paz desventajosa con Persia y marchó hacia el norte de Italia. Allí derrotó a Máximo, en 388, y lo hizo matar.
Teodosio ahora dominaba todo el Imperio, en efecto. Celebró un triunfo en Roma y otorgó al joven Valentiniano II el gobierno nominal de la Galia, bajo la custodia de unos de sus propios generales, un franco llamado Arbogasto, que había limpiado la Galia de adeptos de Máximo. Fue la primera vez que un emperador tenía el mando nominal, y un general germano el poder real detrás del trono. Esta iba a ser la regla en Occidente durante el siglo siguiente.
Arbogasto, incapaz de controlar a Valentiniano II, quien empezaba a mostrar independencia y capacidad a medida que crecía, hizo asesinar al joven co-emperador en 392 (1145 A. U. C.). Una vez más, Teodosio tuvo que vengar la muerte de un colega occidental.
Consiguió hacerlo, derrotando al franco en 394. Arbogasto se suicidó y el Imperio quedó unido —por última vez— bajo un solo gobernante. Sin embargo, la experiencia con Arbogasto no disuadió a Teodosio de usar a los germanos en cargos importantes. En realidad, no tenía más remedio que hacerlo. Sólo el ejército podía proteger a un emperador, sobre todo si era joven, y los generales del ejército eran germanos. Sencillamente era así.
Uno de los oficiales en quienes más confió Teodosio hacia el final de su reinado era Flavio Estilicón. Era hijo de un vándalo (según una tradición aceptada), una de las tribus germánicas que habían acosado al Imperio en tiempos recientes e iban a volver a hacerlo en un futuro cercano. Pero Estilicón fue y siguió siendo un firme puntal del Imperio.
Muerto el arriano Valentiniano II y con el católico Teodosio como gobernante de todo el Imperio, la tendencia a la victoria total del cristianismo católico se aceleró aún más. Por sus servicios a este respecto, los historiadores eclesiásticos agradecidos le dieron el título de «Teodosio el Grande». En 394, por ejemplo, Teodosio puso fin a los Juegos Olímpicos, que se habían celebrado en Grecia desde 776 a. C., es decir, durante cerca de doce siglos. La tradición sólo sería reanudada quince siglos más tarde.
Pero el incidente más famoso del reinado de Teodosio se produjo en 390, cuando Arbogasto y Valentiniano II aún gobernaban la Galia. Ese año, los oficiales de la guarnición de Tesalónica, ciudad del noroeste de Grecia, fueron linchados por una multitud en el curso de una disputa local de escasa importancia.
Teodosio, en un momento de ciega cólera, ordenó que Tesalónica fuese saqueada por el ejército y murieron unas siete mil personas. Ambrosio, obispo de Milán, quedó horrorizado por este acto y notificó a Teodosio que no sería admitido en los ritos de la Iglesia hasta que no hiciese una penitencia pública por esa acción. Teodosio resistió ocho meses, pero finalmente cedió.
Fue el primer gran ejemplo de que la Iglesia podía actuar independientemente del Estado y hasta, en cierto modo, ser superior al Estado. Es significativo que esto ocurriese en el Imperio Occidental y no en el Oriental, pues a medida que los siglos pasaron la Iglesia iba a ser cada vez más independiente del Estado.
Teodosio murió en 395 (1148 A. U. C.) y, sorprendentemente, el Imperio quedó prácticamente intacto. Durante un siglo y medio había logrado rechazar las continuas correrías de los bárbaros del Norte. Había luchado periódicamente con los persas, en el Este, y contra generales insurgentes, en el interior. Había soportado los desgarramientos de las disputas religiosas de cristianos contra paganos y de cristianos contra cristianos. Su economía estaba marchita; su pueblo, agotado; sus ejércitos habían sido derrotados muchas veces y finalmente habían sufrido una matanza en Adrianópolis; y su administración había quedado en manos de los germanos.
Sin embargo, las fronteras del Imperio estaban prácticamente intactas. Sin duda, las provincias conquistadas por Trajano en el último período de conquistas imperiales habían sido abandonadas —Dacia, Armenia y Mesopotamia—, pero nada más.
Ello obedeció, en parte, a que los bárbaros estaban desorganizados. Nunca se unían bajo un solo líder para llevar un ataque coordinado contra el Imperio. Se especializaban en rápidas incursiones que realmente sólo tenían éxito cuando Roma era cogida de improviso o estaba inmersa en guerras civiles. Raramente podían resistir al ejército romano cuando éste era conducido capazmente. En resumen, para que los bárbaros pudiesen destruir el Imperio Romano o cualquier parte de él, éste debía estar consumido interiormente. Ni siquiera los desastres de un siglo y medio lo habían desgastado lo suficiente para eso. Todavía no. Ni en el momento de la muerte de Teodosio. Pero tampoco el Imperio había estado nunca en situación tan precaria. Todos los esfuerzos de los emperadores y generales durante un siglo y medio, todos los trabajos sobrehumanos de Aureliano, Diocleciano, Constantino, Juliano, Valentiniano y Teodosio sólo habían conseguido hacer que el Imperio aguantase. Persia aún amenazaba codiciosamente en dirección a Siria, los germanos aún hacían incursiones a través del Danubio y el Rin, siempre que podían (mientras los hunos esperaban amenazadoramente detrás de ellos) y aún surgían usurpadores en toda ocasión.
Sin duda, había lugares del Imperio donde las condiciones habían mejorado con respecto a las espantosas ruinas en que habían caído durante el medio siglo de anarquía anterior a Diocleciano. Egipto y Siria eran casi prósperos y en todas partes algunos terratenientes se enriquecían mientras la mayoría de la población se empobrecía. Pero en conjunto, el barco imperial se estaba hundiendo, y con cada década que pasaba el esfuerzo del Imperio por mantenerse solamente a flote era un poco mayor, su población declinaba un poco más, las ciudades se empobrecían y arruinaban un poco más y la administración se sumergía algo más a fondo en la corrupción y la ineficacia.
La vida intelectual también declinaba. La literatura pagana (naturalmente) se fue apagando hasta su última débil llama que fue Símaco (Quintus Aurelius Symmachus), nacido alrededor de 345 y casi el último representante del paganismo virtuoso y próspero en Roma. Desempeñó muchos altos cargos y se distinguió por su honestidad y humanidad. Fue el último de los grandes oradores paganos y no temió oponer sus escritos retóricos frente al irresistible avance del cristianismo. Representó al menguante contingente de senadores paganos, y cuando Graciano quitó el altar de la Victoria del Senado, Símaco dirigió una carta a Valentiniano II, gobernante titular de Italia, pidiéndole que el símbolo de la antigua Roma fuese restablecido. Pero no lo fue y, en cambio, Símaco fue desterrado de Roma. Más tarde se le perdonó y siguió sirviendo a Roma en altos cargos, para morir finalmente en paz.
El poeta romano Ausonio (Decimus Magnus Ausonius) encarnó una especie de semipaganismo. Nació en Burdigala (la moderna Burdeos) alrededor del 310 y creó en esa ciudad una escuela muy popular de retórica. Su padre había sido médico privado de Valentiniano I, y el hijo fue nombrado tutor del joven Graciano. Para poder ocupar el cargo, rindió un homenaje verbal al cristianismo. En el reinado de Graciano alcanzó altos honores, inclusive el consulado, pero después de la muerte de aquél se retiró a su ciudad natal, donde siguió produciendo mala poesía hasta su muerte, a la avanzada edad de ochenta años.
martes, noviembre 29
hoy descanso
esta mañana no he puesto nada, pero apsaros por pretorianos.webcindario.com y disfrutad de la presentación en flash...
ha sido muy fácil, y podría tener mejor resolución pero no se vería igual...
saludos
ha sido muy fácil, y podría tener mejor resolución pero no se vería igual...
saludos
lunes, noviembre 28
parte 38. 9. El linaje de Valentiniano. Valentiniano y Valente
9. El linaje de Valentiniano
Valentiniano y Valente
Muerto Juliano, el ejército proclamó emperador en el lugar a Joviano (Flavius Claudius Jovianus), un general oscuro pero cristiano. Sin duda, el desastre en que terminó la gran expedición de Juliano convenció a muchos de que el cielo estaba colérico por el paganismo de Juliano, y sólo bajo un emperador cristiano estarían seguros.
Joviano hizo dos cosas. Anuló la política religiosa de Juliano, volviendo a la situación existente bajo Constantino (aunque sin ningún intento de efectuar una persecución activa de los paganos). También anuló la política militar de Constancio y Juliano, firmando una paz desventajosa con Sapor. Abandonó Armenia y otra regiones que los romanos conservaban desde el tiempo de Diocleciano. Muy en particular, y desafortunadamente, cedió la fortaleza de Nisibis, que Sapor nunca había podido conquistar en lucha abierta.
Joviano hizo la paz para poder volver a Constantinopla lo antes posible a fin de asumir toda la pompa del Imperio. Pero en el viaje de vuelta murió, y sólo su cadáver entró en Constantinopla en 364.
Los soldados eligieron otro emperador, esta vez un capaz oficial llamado Valentiniano (Flavius Valentinianus) que había nacido en Panonia. Compartió el gobierno con su hermano, Valente (Flavius Valens). Valentiniano era católico, pero tolerante con los disidentes, mientras que Valente era un arriano ferviente y proselitista. No obstante, los hermanos se llevaban bien, pese a la diferencia de religión y de temperamento.
Valentiniano era el más capaz de los dos. Tenía escasa educación y desconfiaba de las clases superiores, pero trató de mejorar la situación del conjunto de la población. Por desgracia, sus esfuerzos fueron vanos. Todos los intentos de mejorar el Imperio chocaban con la permanente sangría de las necesidades militares.
Valente se quedó en el Este, mientras Valentiniano asumió la defensa del Oeste y estableció su capital en Milán. Después de la partida de Juliano de la Galia, cuatro años antes, las tribus germánicas se aventuraron nuevamente a cruzar el Rin. Pero en Valentiniano hallaron otro Juliano. Una vez más, tuvieron que retirarse; y una vez más los ejércitos romanos atravesaron el Rin en represalia.
Valentiniano luego se abalanzó al Sur para defender el Danubio superior, con igual éxito, mientras su capaz general Teodosio desempeñó eficazmente los mismos servicios en Britania, expulsando a los pictos y los escotos de la parte romana de la isla.
Lamentablemente, Valentiniano murió de un ataque en 375, al montar en cólera durante un parlamento con el jefe de ciertas tribus bárbaras. En cuanto a Teodosio, fue falsamente acusado de traición por funcionarios cuya corrupción estaba él poniendo de manifiesto, y fue ejecutado ese mismo año.
Valentiniano fue sucedido por su hijo mayor, Graciano (Flavius Gratianus), quien gobernó en asociación con un medio hermano, Valentiniano II (Flavius Valentinianus).
Dado que éste sólo tenía cuatro años, Graciano fue el verdadero gobernante del Oeste.
Pero fue en el Este donde se acercaban acontecimientos sombríos. Desde hacía un siglo y cuarto, los godos habían habitado las regiones situadas al norte del Danubio y el mar Negro. Habían librado una guerra más o menos constante con los romanos, pero habían sido derrotados una y otra vez por una serie de emperadores romanos capaces.
Pero ahora los godos tuvieron ante sí un adversario más terrorífico que los romanos, un adversario que se acercaba desde recónditos lugares de Asia.
Los vastos tramos de Asia Central han arrojado periódicamente, a lo largo de toda la historia, hordas de jinetes. De ordinario, el Asia Central brindaba pastos a los nómadas, duros hombres que comían, dormían y vivían a caballo, cuyo hogar no estaba en ninguna parte y estaba en todas a la vez, pero que seguían los pastos de estación en estación. Los nómadas aumentaron gradualmente de número gracias a sucesiones de años buenos con abundantes lluvias, pero de tanto en tanto, faltaban las lluvias durante varios años seguidos y las tierras ya no podían sustentar a la población.
De esas estepas, pues, brotaban los jinetes. Llevaban consigo todo lo que necesitaban, sus ganados y sus familias. Podían vivir de casi nada, de sangre de caballo y leche de yegua, si era necesario, y no necesitaban preocuparse de tener líneas de abastecimiento. En sus veloces caballos, podían atravesar las distancias casi tan rápidamente como un ejército moderno, de modo que podían caer como el rayo donde menos se los esperaba. Era el terror de su avance en torbellino y su impetuosa carga lo que destruía a sus enemigos, así como su frustrante capacidad de desaparecer ante una resistencia firme sólo para volver desde otra dirección.
La sucesión de pueblos que vivieron al norte del mar Negro en tiempos antiguos fue probablemente el producto de una serie de invasiones desde las estepas de Asia Central. En la época de Homero, vivían allí los cimerios; en tiempo de Heródoto, habían sido sucedidos por los escitas; en tiempos romanos, por los sármatas.
Era raro, en verdad, que los godos que llegaron después proviniesen del norte europeo y no del este asiático. Pero ahora, en tiempos de Valentiniano y Valente, el viejo orden se estaba restableciendo. Una nueva oleada de nómadas avanzaba hacia el Oeste.
Esos nómadas se habían lanzado hacia el Sur y el Este, contra China, durante siglos. Los chinos los habían llamado los Hsiung-nu y, en el siglo III a C. (cuando Roma luchaba contra Cartago) construyeron la Gran Muralla o Muralla China, enorme defensa que se extendía por más de 1.600 kilómetros, en un intento de rechazarlos.
Fue quizá desdichado para Europa que los chinos tuviesen tanto éxito, pues los Hsiung-nu, frustrados en el Este, se volvieron a Occidente. El atónito y aterrorizado mundo occidental llamó a los nuevos invasores los hunos. En 374, los hunos llegaron al territorio de los ostrogodos, al norte del mar Negro, después de conquistar y obligar a aliarse con ellos a las tribus que habían encontrado en su camino. Los ostrogodos fueron derrotados, a su vez, y obligados a someterse. Los hunos atacaron entonces a los visigodos que habitaban al norte del Danubio.
Los visigodos, demasiado aterrorizados para poder combatir, retrocedieron sobre el Danubio y, en 376, pidieron a sus viejos enemigos, los romanos, refugio dentro del Imperio. Los romanos pusieron condiciones duras: los godos debían llegar desarmados y sus mujeres serían transportadas a Asia como rehenes. Los godos no tenían más remedio que aceptar, y varios cientos de miles de ellos penetraron en el Imperio mientras los hunos avanzaban sobre el Danubio.
Todo podía haber marchado razonablemente bien si los romanos hubiesen podido resistir la tentación de explotar a los refugiados godos. Les vendieron alimentos a precios exorbitantes y les hicieron sentir de diversos modos que eran unos cobardes y débiles que eran salvados por la caridad romana. (En cierto modo, era así, pero esto no significa que les agradase ser tratados de esa manera.)
El resultado fue que hallaron armas en alguna parte y empezaron a saquear como si hubiesen invadido el Imperio, en vez de ser admitidos como refugiados. Hasta se asociaron a algunos de los hunos ante los cuales habían huido, pues los hunos estaban muy deseosos de compartir el botín romano.
Las noticias llegaron al emperador Valente en Siria, donde los ejércitos romanos estaban luchando una vez más contra el anciano rey persa Sapor. (Este se acercaba a sus setenta años y había sido rey durante toda su larga vida.) Los romanos habían ganado algunas victorias, pero ahora se vieron forzados a sellar una paz desfavorable. A fin de cuentas, Valente debía ocuparse de los godos.
En 378, Valente marchó impetuosamente al Oeste desde Constantinopla, para encontrar a las hordas godas en la vecindad de Adrianópolis, la ciudad fundada por el emperador Adriano dos siglos y medio antes. Las fuerzas de Valente eran inferiores en número a las de los godos, y podía haber esperado a su sobrino, Graciano, quien avanzaba apresuradamente hacia el Este para unirse a él, pero Valente no juzgó necesario el refuerzo. Estaba completamente equivocado; en verdad, ni siquiera ese refuerzo quizás hubiese bastado, pues se abría una nueva era en el arte de la guerra.
A través de toda la historia, el soldado de a pie había sido el rey de la guerra. Habían sido los soldados de infantería de la falange macedónica quienes habían conquistado vastas extensiones del Este para Alejandro Magno. Y fueron los soldados de infantería de las legiones romanas los que conquistaron el mundo mediterráneo para Roma.
También había habido jinetes y carros, pero eran pocos y caros, y raramente habían sido decisivos a la larga en tiempos griegos y romanos. Podían ser usados para apoyar a los soldados de infantería y, manejados hábilmente, podían convertir una retirada en una derrota, o efectuar eficaces correrías contra un enemigo desprevenido. Pero no podían ser usados en una batalla cuerpo a cuerpo contra infantes resueltos y disciplinados.
Una posible razón de ello quizá sea que los primeros jinetes no tenían estribos, y su equilibrio era siempre inestable. Un lanzazo podía fácilmente arrojarlos del caballo, y esto los obligaba a mantenerse a distancia, lo cual reducía su efectividad.
Fueron los jinetes de las estepas quienes inventaron el estribo. Su equilibrio era firme y podían girar y apartarse a voluntad mientras sus pies estaban bien plantados. Un hombre a caballo, con buenos estribos, podía resistir un lanzazo y, a su vez, esgrimir una lanza o una espada con fuerza.
Los soldados romanos tuvieron que adaptarse a la necesidad de luchar con un número creciente de jinetes de caballerías bárbaras cada vez más eficaces. La armadura romana fue aligerada para aumentar la movilidad y se puso fin a la rígida regla por la cual los ejércitos romanos debían construir campamentos fortificados cada tarde. Las espadas se hicieron más largas y se empezaron a usar lanzas, pues el largo era necesario para que un soldado de a pie alcanzase a un jinete. Roma empezó a invertir mil años de tradición militar, haciendo un uso creciente de la caballería y multiplicando su número hasta el punto de que casi rivalizó con la infantería en número e importancia.
Pero Roma confiaba aún en el soldado de infantería. Las legiones siempre habían triunfado antes, y seguramente seguirían triunfando hasta el fin de los tiempos.
En Adrianópolis, las legiones romanas se enfrentaron con una caballería godo-huna que tenía estribos y de una habilidad nunca igualada antes. Los infantes, mal conducidos, quedaron inermes. Fueron acorralados por los jinetes, que hicieron una matanza con ellos. Todo el ejército romano fue destruido, y el mismo Emperador, Valente, con él.
En 378 (1131 A. U. C), en esta batalla de Adrianópolis, llegó a su fin la era del soldado de infantería. Las legiones que durante tanto tiempo fueron el soporte de Roma quedaron destruidas como fuerza de combate útil. Durante mil años los jinetes iban a dominar Europa y sólo con la invención de la pólvora los soldados de a pie recuperarían su valor.
Valentiniano y Valente
Muerto Juliano, el ejército proclamó emperador en el lugar a Joviano (Flavius Claudius Jovianus), un general oscuro pero cristiano. Sin duda, el desastre en que terminó la gran expedición de Juliano convenció a muchos de que el cielo estaba colérico por el paganismo de Juliano, y sólo bajo un emperador cristiano estarían seguros.
Joviano hizo dos cosas. Anuló la política religiosa de Juliano, volviendo a la situación existente bajo Constantino (aunque sin ningún intento de efectuar una persecución activa de los paganos). También anuló la política militar de Constancio y Juliano, firmando una paz desventajosa con Sapor. Abandonó Armenia y otra regiones que los romanos conservaban desde el tiempo de Diocleciano. Muy en particular, y desafortunadamente, cedió la fortaleza de Nisibis, que Sapor nunca había podido conquistar en lucha abierta.
Joviano hizo la paz para poder volver a Constantinopla lo antes posible a fin de asumir toda la pompa del Imperio. Pero en el viaje de vuelta murió, y sólo su cadáver entró en Constantinopla en 364.
Los soldados eligieron otro emperador, esta vez un capaz oficial llamado Valentiniano (Flavius Valentinianus) que había nacido en Panonia. Compartió el gobierno con su hermano, Valente (Flavius Valens). Valentiniano era católico, pero tolerante con los disidentes, mientras que Valente era un arriano ferviente y proselitista. No obstante, los hermanos se llevaban bien, pese a la diferencia de religión y de temperamento.
Valentiniano era el más capaz de los dos. Tenía escasa educación y desconfiaba de las clases superiores, pero trató de mejorar la situación del conjunto de la población. Por desgracia, sus esfuerzos fueron vanos. Todos los intentos de mejorar el Imperio chocaban con la permanente sangría de las necesidades militares.
Valente se quedó en el Este, mientras Valentiniano asumió la defensa del Oeste y estableció su capital en Milán. Después de la partida de Juliano de la Galia, cuatro años antes, las tribus germánicas se aventuraron nuevamente a cruzar el Rin. Pero en Valentiniano hallaron otro Juliano. Una vez más, tuvieron que retirarse; y una vez más los ejércitos romanos atravesaron el Rin en represalia.
Valentiniano luego se abalanzó al Sur para defender el Danubio superior, con igual éxito, mientras su capaz general Teodosio desempeñó eficazmente los mismos servicios en Britania, expulsando a los pictos y los escotos de la parte romana de la isla.
Lamentablemente, Valentiniano murió de un ataque en 375, al montar en cólera durante un parlamento con el jefe de ciertas tribus bárbaras. En cuanto a Teodosio, fue falsamente acusado de traición por funcionarios cuya corrupción estaba él poniendo de manifiesto, y fue ejecutado ese mismo año.
Valentiniano fue sucedido por su hijo mayor, Graciano (Flavius Gratianus), quien gobernó en asociación con un medio hermano, Valentiniano II (Flavius Valentinianus).
Dado que éste sólo tenía cuatro años, Graciano fue el verdadero gobernante del Oeste.
Pero fue en el Este donde se acercaban acontecimientos sombríos. Desde hacía un siglo y cuarto, los godos habían habitado las regiones situadas al norte del Danubio y el mar Negro. Habían librado una guerra más o menos constante con los romanos, pero habían sido derrotados una y otra vez por una serie de emperadores romanos capaces.
Pero ahora los godos tuvieron ante sí un adversario más terrorífico que los romanos, un adversario que se acercaba desde recónditos lugares de Asia.
Los vastos tramos de Asia Central han arrojado periódicamente, a lo largo de toda la historia, hordas de jinetes. De ordinario, el Asia Central brindaba pastos a los nómadas, duros hombres que comían, dormían y vivían a caballo, cuyo hogar no estaba en ninguna parte y estaba en todas a la vez, pero que seguían los pastos de estación en estación. Los nómadas aumentaron gradualmente de número gracias a sucesiones de años buenos con abundantes lluvias, pero de tanto en tanto, faltaban las lluvias durante varios años seguidos y las tierras ya no podían sustentar a la población.
De esas estepas, pues, brotaban los jinetes. Llevaban consigo todo lo que necesitaban, sus ganados y sus familias. Podían vivir de casi nada, de sangre de caballo y leche de yegua, si era necesario, y no necesitaban preocuparse de tener líneas de abastecimiento. En sus veloces caballos, podían atravesar las distancias casi tan rápidamente como un ejército moderno, de modo que podían caer como el rayo donde menos se los esperaba. Era el terror de su avance en torbellino y su impetuosa carga lo que destruía a sus enemigos, así como su frustrante capacidad de desaparecer ante una resistencia firme sólo para volver desde otra dirección.
La sucesión de pueblos que vivieron al norte del mar Negro en tiempos antiguos fue probablemente el producto de una serie de invasiones desde las estepas de Asia Central. En la época de Homero, vivían allí los cimerios; en tiempo de Heródoto, habían sido sucedidos por los escitas; en tiempos romanos, por los sármatas.
Era raro, en verdad, que los godos que llegaron después proviniesen del norte europeo y no del este asiático. Pero ahora, en tiempos de Valentiniano y Valente, el viejo orden se estaba restableciendo. Una nueva oleada de nómadas avanzaba hacia el Oeste.
Esos nómadas se habían lanzado hacia el Sur y el Este, contra China, durante siglos. Los chinos los habían llamado los Hsiung-nu y, en el siglo III a C. (cuando Roma luchaba contra Cartago) construyeron la Gran Muralla o Muralla China, enorme defensa que se extendía por más de 1.600 kilómetros, en un intento de rechazarlos.
Fue quizá desdichado para Europa que los chinos tuviesen tanto éxito, pues los Hsiung-nu, frustrados en el Este, se volvieron a Occidente. El atónito y aterrorizado mundo occidental llamó a los nuevos invasores los hunos. En 374, los hunos llegaron al territorio de los ostrogodos, al norte del mar Negro, después de conquistar y obligar a aliarse con ellos a las tribus que habían encontrado en su camino. Los ostrogodos fueron derrotados, a su vez, y obligados a someterse. Los hunos atacaron entonces a los visigodos que habitaban al norte del Danubio.
Los visigodos, demasiado aterrorizados para poder combatir, retrocedieron sobre el Danubio y, en 376, pidieron a sus viejos enemigos, los romanos, refugio dentro del Imperio. Los romanos pusieron condiciones duras: los godos debían llegar desarmados y sus mujeres serían transportadas a Asia como rehenes. Los godos no tenían más remedio que aceptar, y varios cientos de miles de ellos penetraron en el Imperio mientras los hunos avanzaban sobre el Danubio.
Todo podía haber marchado razonablemente bien si los romanos hubiesen podido resistir la tentación de explotar a los refugiados godos. Les vendieron alimentos a precios exorbitantes y les hicieron sentir de diversos modos que eran unos cobardes y débiles que eran salvados por la caridad romana. (En cierto modo, era así, pero esto no significa que les agradase ser tratados de esa manera.)
El resultado fue que hallaron armas en alguna parte y empezaron a saquear como si hubiesen invadido el Imperio, en vez de ser admitidos como refugiados. Hasta se asociaron a algunos de los hunos ante los cuales habían huido, pues los hunos estaban muy deseosos de compartir el botín romano.
Las noticias llegaron al emperador Valente en Siria, donde los ejércitos romanos estaban luchando una vez más contra el anciano rey persa Sapor. (Este se acercaba a sus setenta años y había sido rey durante toda su larga vida.) Los romanos habían ganado algunas victorias, pero ahora se vieron forzados a sellar una paz desfavorable. A fin de cuentas, Valente debía ocuparse de los godos.
En 378, Valente marchó impetuosamente al Oeste desde Constantinopla, para encontrar a las hordas godas en la vecindad de Adrianópolis, la ciudad fundada por el emperador Adriano dos siglos y medio antes. Las fuerzas de Valente eran inferiores en número a las de los godos, y podía haber esperado a su sobrino, Graciano, quien avanzaba apresuradamente hacia el Este para unirse a él, pero Valente no juzgó necesario el refuerzo. Estaba completamente equivocado; en verdad, ni siquiera ese refuerzo quizás hubiese bastado, pues se abría una nueva era en el arte de la guerra.
A través de toda la historia, el soldado de a pie había sido el rey de la guerra. Habían sido los soldados de infantería de la falange macedónica quienes habían conquistado vastas extensiones del Este para Alejandro Magno. Y fueron los soldados de infantería de las legiones romanas los que conquistaron el mundo mediterráneo para Roma.
También había habido jinetes y carros, pero eran pocos y caros, y raramente habían sido decisivos a la larga en tiempos griegos y romanos. Podían ser usados para apoyar a los soldados de infantería y, manejados hábilmente, podían convertir una retirada en una derrota, o efectuar eficaces correrías contra un enemigo desprevenido. Pero no podían ser usados en una batalla cuerpo a cuerpo contra infantes resueltos y disciplinados.
Una posible razón de ello quizá sea que los primeros jinetes no tenían estribos, y su equilibrio era siempre inestable. Un lanzazo podía fácilmente arrojarlos del caballo, y esto los obligaba a mantenerse a distancia, lo cual reducía su efectividad.
Fueron los jinetes de las estepas quienes inventaron el estribo. Su equilibrio era firme y podían girar y apartarse a voluntad mientras sus pies estaban bien plantados. Un hombre a caballo, con buenos estribos, podía resistir un lanzazo y, a su vez, esgrimir una lanza o una espada con fuerza.
Los soldados romanos tuvieron que adaptarse a la necesidad de luchar con un número creciente de jinetes de caballerías bárbaras cada vez más eficaces. La armadura romana fue aligerada para aumentar la movilidad y se puso fin a la rígida regla por la cual los ejércitos romanos debían construir campamentos fortificados cada tarde. Las espadas se hicieron más largas y se empezaron a usar lanzas, pues el largo era necesario para que un soldado de a pie alcanzase a un jinete. Roma empezó a invertir mil años de tradición militar, haciendo un uso creciente de la caballería y multiplicando su número hasta el punto de que casi rivalizó con la infantería en número e importancia.
Pero Roma confiaba aún en el soldado de infantería. Las legiones siempre habían triunfado antes, y seguramente seguirían triunfando hasta el fin de los tiempos.
En Adrianópolis, las legiones romanas se enfrentaron con una caballería godo-huna que tenía estribos y de una habilidad nunca igualada antes. Los infantes, mal conducidos, quedaron inermes. Fueron acorralados por los jinetes, que hicieron una matanza con ellos. Todo el ejército romano fue destruido, y el mismo Emperador, Valente, con él.
En 378 (1131 A. U. C), en esta batalla de Adrianópolis, llegó a su fin la era del soldado de infantería. Las legiones que durante tanto tiempo fueron el soporte de Roma quedaron destruidas como fuerza de combate útil. Durante mil años los jinetes iban a dominar Europa y sólo con la invención de la pólvora los soldados de a pie recuperarían su valor.
viernes, noviembre 25
parte 37. juliano
Juliano
Los dos hermanos de Constancio habían muerto sin dejar herederos. Constancio tampoco tenía hijos y había matado a la mayor parte de las ramas colaterales del linaje de Constancio Cloro. ¿Dónde podía hallar un heredero, alguien a quien pudiese hacer César y a quien confiar parte de las cargas imperiales?
Los únicos que quedaban eran un par de jóvenes que eran hijos de un medio hermano de Constantino I, medio hermano a quien Constancio había hecho ejecutar. Esos jóvenes (hijos de madres diferentes y, por tanto, medio hermanos), eran nietos de Constancio Cloro y primos de Constancio II.
Eran Galo (Flavius Claudius Constancius Gallus) y Juliano (Flavius Claudius Julianus). Eran niños en el momento de la ejecución de su padre y hasta Constancio pensó que eran quizá demasiado jóvenes para matarlos.
Galo tenía edad suficiente para ser desterrado de Constantinopla y mantenido bajo vigilancia estricta, pero Juliano (con sólo seis años cuando murió su padre), permaneció durante un tiempo en Constantinopla. Recibió una cuidadosa educación cristiana bajo Eusebio de Nicomedia, uno de los más importantes obispos arrianos. (El mismo Constancio tenía fuertes simpatías arrianas.) Ni Galo ni Juliano estaban seguros de si el malhumorado e irascible Constancio no podía ordenar su muerte en cualquier momento, de modo que no tuvieron una juventud feliz.
En 351 Constancio estaba en Occidente, combatiendo con el general usurpador que había dado muerte a su hermano menor Constante. Necesitaba a alguien que se hiciera cargo del Este, en vista de los continuos problemas con Persia. Optó por Galo, que entonces tenía veinticinco años, y el joven fue llevado repentinamente de la prisión al rango de César en Antioquía. Como signo de su nueva posición, se casó con Constancia, la hermana de Constancio.
Galo no estuvo a la altura de la tarea. Se cuentan muchas historias sobre la frivolidad y crueldad de Galo y Constancia. Esto sólo no habría fastidiado a Constancio, pero corrieron rumores de que estaban intrigando para derrocar al Emperador. Eso ya era diferente. Después de que Constancia muriese de muerte natural, Galo fue arrestado, llevado ante Constancio, condenado y ejecutado en 354.
Juliano, quien había sido liberado cuando su hermano subió al rango de César, fue repentinamente exiliado y puesto en prisión. Pero al año siguiente, Constancio, atormentado por las guerras contra los germanos en Occidente, sintió más necesidad que nunca de alguien que compartiese su carga. Sólo quedaba Juliano, quien por ende fue nombrado César en 355 y enviado a que se pusiese al frente del Oeste, mientras Constancio se dirigió hacia el Este para ocuparse una vez más de los persas.
La principal tarea de Juliano estaba en la Galia, donde las tribus germánicas, en particular los francos, estaban haciendo correrías a través del Rin y estaban penetrando profundamente en la provincia.
Casi como un nuevo Julio César, el joven Juliano (que hacía honor a su nombre), quien sólo contaba alrededor de veinticinco años y no tenía experiencia previa en la guerra, atacó vigorosa y eficazmente, rechazando a las tribus germánicas, liberando la provincia y reparando los estragos. Hasta pasó el Rin en tres distintas incursiones de éxito (Julio César sólo había realizado dos).
Juliano estableció su cuartel general en Lutecia, donde su abuelo, Constancio Cloro, estaba estacionado cuando fue nombrado César. El nombre completo de la ciudad era Lutetia Parisiorum («Lutecia de los parisinos»), por el nombre tribal de sus primeros habitantes. A veces era llamada París, y este nombre alternativo se generalizó mientras estuvo Juliano allí, y así entró en la historia este nombre que en siglos posteriores iba a hacerse tan famoso.
Juliano ganó enorme popularidad por su capacidad y su carácter humanitario. Puesto que nada favorece tanto como el éxito, fue el niño mimado del ejército.
El hosco y malhumorado Constancio, al observar esto desde lejos montó en cólera, pues era bien consciente de que sus propios y continuados fracasos con los persas parecían aún peores en contraste con los éxitos de su sobrino. Sapor había derrotado a sus enemigos bárbaros y había vuelto al ataque contra Roma más ferozmente que nunca. Los puntos fortificados romanos comenzaron a ceder, y en 359 Amida, fortaleza situada a 160 kilómetros al noroeste de Nisibis, cayó después de un sitio de diez semanas.
Constancio usó esto como excusa para debilitar a Juliano llamando al Este a parte de su ejército. Juliano señaló el peligro que esto significaba para la Galia, pero obedeció. Mas el ejército mismo se negó a abandonar a su comandante. Exigió que Juliano se proclamase emperador, y éste no tuvo más opción que aceptar.
Marchó hacia Constantinopla, y Constancio se lanzó hacia el Oeste desde Siria para ir a su encuentro, mientras Sapor se congratulaba ante la idea de la guerra civil que iba a producirse. Pero no hubo tal guerra. Antes de que los ejércitos se encontraran, Constancio murió de una enfermedad en Tarso, y Juliano se convirtió en gobernante de un Imperio unido en 361 (1114 A. U. C.).
Juliano fue un emperador muy fuera de lo común en un aspecto, pues no era cristiano. Había recibido una educación cristiana, sin duda, pero ésta no había arraigado en él. Constancio II, el emperador cristiano, había matado a su familia y Juliano había vivido en el constante temor de su propia muerte. Si eso era el cristianismo, ¿en qué se diferenciaba de cualquier otra religión que alentase la tiranía y la crueldad?
En cambio, se sintió atraído por las enseñanzas de los filósofos paganos (y la mitad del Imperio aún era pagano). En los filósofos halló el recuerdo de una antigua Grecia de sabios y demócratas coloreada por la bruma dorada de siete siglos de historia. Secretamente, Juliano se volvió pagano y se hizo iniciar en los misterios eleusinos.
Juliano aspiraba a recrear la maravillosa época en que Platón se paseaba por su Academia, instruyendo a sus discípulos y platicando con otros filósofos. Esos tiempos, desde luego, habían sido tan brutales como los de Juliano, pero hay una especie de memoria selectiva que se adueña de los hombres cuando contemplan el pasado. Sólo ven lo bueno y pasan por alto lo malo.
Muerto Constancio y aceptado Juliano como emperador, proclamó abiertamente su fe pagana, por lo que fue llegado a conocer en la historia como «Juliano el Apóstata», es decir, una persona que renuncia a su religión. (Por supuesto, nadie llama al anterior emperador «Constantino el Apóstata» porque renunció al paganismo para convertirse al cristianismo. Todo depende de quién escriba los libros de historia.)
Juliano no intentó reprimir el cristianismo. En cambio, proclamó la libertad religiosa y la completa tolerancia de judíos y paganos, así como de los cristianos. Además, proclamó la tolerancia de todas las diversas herejías dentro del cristianismo e hizo volver a los obispos exiliados por una u otra herejía.
Evidentemente, en su opinión, la represión directa del cristianismo era innecesaria. Si el catolicismo, el arrianismo, el donatismo y una docena de otros «ismos» gozaban de libertad para combatirse unos a otros sin que el poder del Estado apoyase a ninguno, el cristianismo se desintegraría en un gran número de religiones débiles y rivales y ya no sería un poder. (Su cálculo era correcto, pues esto es exactamente lo que ha ocurrido en muchas partes del mundo moderno, pero el reinado de Juliano no duró lo suficiente para obtener este resultado.)
El humanitario Juliano llevó una vida de elevada moralidad, trató de gobernar con sensatez, moderación y justicia, trató al Senado con respeto y, en general, se comportó de una manera mucho más cristiana que casi todos los emperadores cristianos que gobernaron a Roma antes y después de Juliano. Hasta trató de modificar el paganismo según la línea del monoteísmo y la ética cristiana. Pero esto no lo hizo más aceptable para los cristianos de la época; más bien todo lo contrario. Un pagano virtuoso es más peligroso que uno malvado, porque es más atractivo.
Después de asentarse en el gobierno y de establecer lo que esperaba que fuese el nuevo orden religioso, Juliano condujo su ejército a Siria para reanudar la guerra con los persas. Allí abrigó la esperanza de continuar su osado estilo de hacer la guerra. Si en Galia había imitado con éxito al gran Julio César, en el Este esperaba imitar al gran Trajano.
Puso una flota en el río Eufrates y con un fuerte ejército marchó a lo largo de la Mesopotamia, como había hecho Trajano. Llegó a la capital persa, Ctesifonte, y atravesó el Tigris, derrotando al ejército persa en cada encuentro.
Pero aquí Juliano cometió un error fatal. Sus éxitos militares juveniles le inspiraron la idea de que era más que Trajano, de que era nada menos que Alejandro Magno redivivo. Desechó la idea de sitiar Ctesifonte y decidió perseguir al ejército persa como antaño había hecho Alejandro Magno.
Desgraciadamente para Juliano, sólo hubo un Alejandro en la historia. El astuto Sapor tenía espacio de sobra para retirarse y mantuvo su ejército intacto y lejos de Juliano. Las fuerzas persas desaparecieron, y Juliano redujo a su ejército al agotamiento sin conseguir nada. Tuvo que volver por una región cálida y desértica, rechazando los ataques de los persas a cada paso.
Mientras Juliano permaneció vivo, los romanos siguieron ganando todas las batallas, pero cada vez estaban más debilitados. Luego, el 26 de julio de 363 (1116 A. U. C.) fue herido por una lanza de origen desconocido. Se dijo que fue un persa enemigo quien arrojó esa lanza, pero es al menos igualmente probable que la mano que blandió esa lanza fuese la de un soldado romano cristiano. Juliano murió a la edad de treinta y dos años, después de un reinado de veinte meses.
Según una historia famosa (pero muy probablemente falsa), sus últimas palabras fueron: «Vicisti, Galileae» («has vencido, Galileo»). Pero si no las dijo, bien podía haberlas dicho. El intento de restablecer el paganismo, o al menos de restablecer la tolerancia religiosa, fracasó inmediatamente con su muerte. Ningún pagano declarado iba a volver a ocupar el trono romano, y el paganismo, en general, continuó decayendo constantemente dentro de los dominios romanos, aunque filósofos paganos siguieron enseñando en Atenas durante otro siglo y medio.
Desde la época en que Constancio Cloro se convirtió en uno de los cuatro gobernantes del Imperio Romano, en 293, habían pasado setenta años, durante los cuales él y cinco de sus descendientes gobernaron todo o parte del Imperio. Pero Juliano no tenía hijos, y con él murió el último de los descendientes varones de Constancio.
Los dos hermanos de Constancio habían muerto sin dejar herederos. Constancio tampoco tenía hijos y había matado a la mayor parte de las ramas colaterales del linaje de Constancio Cloro. ¿Dónde podía hallar un heredero, alguien a quien pudiese hacer César y a quien confiar parte de las cargas imperiales?
Los únicos que quedaban eran un par de jóvenes que eran hijos de un medio hermano de Constantino I, medio hermano a quien Constancio había hecho ejecutar. Esos jóvenes (hijos de madres diferentes y, por tanto, medio hermanos), eran nietos de Constancio Cloro y primos de Constancio II.
Eran Galo (Flavius Claudius Constancius Gallus) y Juliano (Flavius Claudius Julianus). Eran niños en el momento de la ejecución de su padre y hasta Constancio pensó que eran quizá demasiado jóvenes para matarlos.
Galo tenía edad suficiente para ser desterrado de Constantinopla y mantenido bajo vigilancia estricta, pero Juliano (con sólo seis años cuando murió su padre), permaneció durante un tiempo en Constantinopla. Recibió una cuidadosa educación cristiana bajo Eusebio de Nicomedia, uno de los más importantes obispos arrianos. (El mismo Constancio tenía fuertes simpatías arrianas.) Ni Galo ni Juliano estaban seguros de si el malhumorado e irascible Constancio no podía ordenar su muerte en cualquier momento, de modo que no tuvieron una juventud feliz.
En 351 Constancio estaba en Occidente, combatiendo con el general usurpador que había dado muerte a su hermano menor Constante. Necesitaba a alguien que se hiciera cargo del Este, en vista de los continuos problemas con Persia. Optó por Galo, que entonces tenía veinticinco años, y el joven fue llevado repentinamente de la prisión al rango de César en Antioquía. Como signo de su nueva posición, se casó con Constancia, la hermana de Constancio.
Galo no estuvo a la altura de la tarea. Se cuentan muchas historias sobre la frivolidad y crueldad de Galo y Constancia. Esto sólo no habría fastidiado a Constancio, pero corrieron rumores de que estaban intrigando para derrocar al Emperador. Eso ya era diferente. Después de que Constancia muriese de muerte natural, Galo fue arrestado, llevado ante Constancio, condenado y ejecutado en 354.
Juliano, quien había sido liberado cuando su hermano subió al rango de César, fue repentinamente exiliado y puesto en prisión. Pero al año siguiente, Constancio, atormentado por las guerras contra los germanos en Occidente, sintió más necesidad que nunca de alguien que compartiese su carga. Sólo quedaba Juliano, quien por ende fue nombrado César en 355 y enviado a que se pusiese al frente del Oeste, mientras Constancio se dirigió hacia el Este para ocuparse una vez más de los persas.
La principal tarea de Juliano estaba en la Galia, donde las tribus germánicas, en particular los francos, estaban haciendo correrías a través del Rin y estaban penetrando profundamente en la provincia.
Casi como un nuevo Julio César, el joven Juliano (que hacía honor a su nombre), quien sólo contaba alrededor de veinticinco años y no tenía experiencia previa en la guerra, atacó vigorosa y eficazmente, rechazando a las tribus germánicas, liberando la provincia y reparando los estragos. Hasta pasó el Rin en tres distintas incursiones de éxito (Julio César sólo había realizado dos).
Juliano estableció su cuartel general en Lutecia, donde su abuelo, Constancio Cloro, estaba estacionado cuando fue nombrado César. El nombre completo de la ciudad era Lutetia Parisiorum («Lutecia de los parisinos»), por el nombre tribal de sus primeros habitantes. A veces era llamada París, y este nombre alternativo se generalizó mientras estuvo Juliano allí, y así entró en la historia este nombre que en siglos posteriores iba a hacerse tan famoso.
Juliano ganó enorme popularidad por su capacidad y su carácter humanitario. Puesto que nada favorece tanto como el éxito, fue el niño mimado del ejército.
El hosco y malhumorado Constancio, al observar esto desde lejos montó en cólera, pues era bien consciente de que sus propios y continuados fracasos con los persas parecían aún peores en contraste con los éxitos de su sobrino. Sapor había derrotado a sus enemigos bárbaros y había vuelto al ataque contra Roma más ferozmente que nunca. Los puntos fortificados romanos comenzaron a ceder, y en 359 Amida, fortaleza situada a 160 kilómetros al noroeste de Nisibis, cayó después de un sitio de diez semanas.
Constancio usó esto como excusa para debilitar a Juliano llamando al Este a parte de su ejército. Juliano señaló el peligro que esto significaba para la Galia, pero obedeció. Mas el ejército mismo se negó a abandonar a su comandante. Exigió que Juliano se proclamase emperador, y éste no tuvo más opción que aceptar.
Marchó hacia Constantinopla, y Constancio se lanzó hacia el Oeste desde Siria para ir a su encuentro, mientras Sapor se congratulaba ante la idea de la guerra civil que iba a producirse. Pero no hubo tal guerra. Antes de que los ejércitos se encontraran, Constancio murió de una enfermedad en Tarso, y Juliano se convirtió en gobernante de un Imperio unido en 361 (1114 A. U. C.).
Juliano fue un emperador muy fuera de lo común en un aspecto, pues no era cristiano. Había recibido una educación cristiana, sin duda, pero ésta no había arraigado en él. Constancio II, el emperador cristiano, había matado a su familia y Juliano había vivido en el constante temor de su propia muerte. Si eso era el cristianismo, ¿en qué se diferenciaba de cualquier otra religión que alentase la tiranía y la crueldad?
En cambio, se sintió atraído por las enseñanzas de los filósofos paganos (y la mitad del Imperio aún era pagano). En los filósofos halló el recuerdo de una antigua Grecia de sabios y demócratas coloreada por la bruma dorada de siete siglos de historia. Secretamente, Juliano se volvió pagano y se hizo iniciar en los misterios eleusinos.
Juliano aspiraba a recrear la maravillosa época en que Platón se paseaba por su Academia, instruyendo a sus discípulos y platicando con otros filósofos. Esos tiempos, desde luego, habían sido tan brutales como los de Juliano, pero hay una especie de memoria selectiva que se adueña de los hombres cuando contemplan el pasado. Sólo ven lo bueno y pasan por alto lo malo.
Muerto Constancio y aceptado Juliano como emperador, proclamó abiertamente su fe pagana, por lo que fue llegado a conocer en la historia como «Juliano el Apóstata», es decir, una persona que renuncia a su religión. (Por supuesto, nadie llama al anterior emperador «Constantino el Apóstata» porque renunció al paganismo para convertirse al cristianismo. Todo depende de quién escriba los libros de historia.)
Juliano no intentó reprimir el cristianismo. En cambio, proclamó la libertad religiosa y la completa tolerancia de judíos y paganos, así como de los cristianos. Además, proclamó la tolerancia de todas las diversas herejías dentro del cristianismo e hizo volver a los obispos exiliados por una u otra herejía.
Evidentemente, en su opinión, la represión directa del cristianismo era innecesaria. Si el catolicismo, el arrianismo, el donatismo y una docena de otros «ismos» gozaban de libertad para combatirse unos a otros sin que el poder del Estado apoyase a ninguno, el cristianismo se desintegraría en un gran número de religiones débiles y rivales y ya no sería un poder. (Su cálculo era correcto, pues esto es exactamente lo que ha ocurrido en muchas partes del mundo moderno, pero el reinado de Juliano no duró lo suficiente para obtener este resultado.)
El humanitario Juliano llevó una vida de elevada moralidad, trató de gobernar con sensatez, moderación y justicia, trató al Senado con respeto y, en general, se comportó de una manera mucho más cristiana que casi todos los emperadores cristianos que gobernaron a Roma antes y después de Juliano. Hasta trató de modificar el paganismo según la línea del monoteísmo y la ética cristiana. Pero esto no lo hizo más aceptable para los cristianos de la época; más bien todo lo contrario. Un pagano virtuoso es más peligroso que uno malvado, porque es más atractivo.
Después de asentarse en el gobierno y de establecer lo que esperaba que fuese el nuevo orden religioso, Juliano condujo su ejército a Siria para reanudar la guerra con los persas. Allí abrigó la esperanza de continuar su osado estilo de hacer la guerra. Si en Galia había imitado con éxito al gran Julio César, en el Este esperaba imitar al gran Trajano.
Puso una flota en el río Eufrates y con un fuerte ejército marchó a lo largo de la Mesopotamia, como había hecho Trajano. Llegó a la capital persa, Ctesifonte, y atravesó el Tigris, derrotando al ejército persa en cada encuentro.
Pero aquí Juliano cometió un error fatal. Sus éxitos militares juveniles le inspiraron la idea de que era más que Trajano, de que era nada menos que Alejandro Magno redivivo. Desechó la idea de sitiar Ctesifonte y decidió perseguir al ejército persa como antaño había hecho Alejandro Magno.
Desgraciadamente para Juliano, sólo hubo un Alejandro en la historia. El astuto Sapor tenía espacio de sobra para retirarse y mantuvo su ejército intacto y lejos de Juliano. Las fuerzas persas desaparecieron, y Juliano redujo a su ejército al agotamiento sin conseguir nada. Tuvo que volver por una región cálida y desértica, rechazando los ataques de los persas a cada paso.
Mientras Juliano permaneció vivo, los romanos siguieron ganando todas las batallas, pero cada vez estaban más debilitados. Luego, el 26 de julio de 363 (1116 A. U. C.) fue herido por una lanza de origen desconocido. Se dijo que fue un persa enemigo quien arrojó esa lanza, pero es al menos igualmente probable que la mano que blandió esa lanza fuese la de un soldado romano cristiano. Juliano murió a la edad de treinta y dos años, después de un reinado de veinte meses.
Según una historia famosa (pero muy probablemente falsa), sus últimas palabras fueron: «Vicisti, Galileae» («has vencido, Galileo»). Pero si no las dijo, bien podía haberlas dicho. El intento de restablecer el paganismo, o al menos de restablecer la tolerancia religiosa, fracasó inmediatamente con su muerte. Ningún pagano declarado iba a volver a ocupar el trono romano, y el paganismo, en general, continuó decayendo constantemente dentro de los dominios romanos, aunque filósofos paganos siguieron enseñando en Atenas durante otro siglo y medio.
Desde la época en que Constancio Cloro se convirtió en uno de los cuatro gobernantes del Imperio Romano, en 293, habían pasado setenta años, durante los cuales él y cinco de sus descendientes gobernaron todo o parte del Imperio. Pero Juliano no tenía hijos, y con él murió el último de los descendientes varones de Constancio.
jueves, noviembre 24
parte 36. Constancio II
Constancio II
Sobrevivieron a Constantino tres de sus hijos: Constantino II (Flavius Claudius Constantinus), Constancio II (Flavius Julius Constantius) y Constante (Flavius Julius Constans). El Imperio fue dividido entre ellos.
La parte oriental correspondió intacta al hijo del medio, Constancio II. El Imperio Occidental fue dividido entre el hermano mayor y el menor: Constantino II obtuvo Britania, Galia y España, mientras a Constante le correspondieron Italia, Iliria y África.
Fueron los primeros emperadores que recibieron una educación cristiana, y sería grato poder decir que, como resultado de ello, se produjo un gran cambio en el Imperio. Desgraciadamente, no es posible decirlo. Los hijos de Constantino eran crueles y pendencieros. Prácticamente el primer acto de Constancio II, por ejemplo, fue matar a dos de sus primos, además de otros miembros de la familia, porque pensaba que podían disputarle el trono.
En cuanto a los otros hermanos, Constantino II, por ser el mayor, pretendió ser el emperador en jefe. Cuando Constante se resistió a ello y exigió un rango igual. Constantino II invadió Italia. Pero Constante obtuvo la victoria, y Constantino fue derrotado y muerto en 340.
Durante un tiempo, gobernaron los dos hermanos restantes: Constante en Occidente y Constancio en el Este. Pero en 350 Constante fue asesinado por uno de sus generales, que aspiraba al trono. Como venganza, Constancio II, último de los hijos de Constantino, marchó al Oeste para combatir con ese general, al que luego derrotó y mató.
En 351 (1104 A. U. C.), pues, el Imperio Romano se hallaba de nuevo bajo un solo gobernante, Constancio II. Pero no tuvo un gobierno tranquilo, ni siquiera como único emperador. Casi desde el momento de su ascenso al poder, después de la muerte de su padre, tuvo que luchar contra los persas.
Después de la derrota de los persas por Galerio, en 297, en verdad hubo un período de reposo para los romanos que duró hasta el reinado de Constantino I. En 310, murió el rey persa y sus tres hijos fueron descartados del trono por los nobles persas. En cambio, otorgaron la corona a un hijo aún no nacido de una de las esposas del viejo rey. Buscaban un rey del linaje real, pero tan joven que hubiera una larga minoría durante la cual los nobles pudiesen hacer lo que quisieran.
El hijo, al nacer, resultó varón e inmediatamente fue reconocido con el nombre de Sapor II.
Durante la desvalida infancia de ese rey, Persia estuvo bajo la dominación de las familias nobles y sufrió incursiones de los árabes. (El gobierno egoísta de nobles peleones siempre es desastroso para una nación, hasta para los mismos nobles, pero este sencillo hecho de la historia parece que nunca penetra en los aristocráticos cerebros de individuos que esperan beneficiarse con la debilidad nacional.) En 327, Sapor tenía edad suficiente para adueñarse del poder. Rápidamente invadió Arabia y aporreó de tal modo a las tribus árabes que durante un período mantuvieron una hosca quietud.
Luego, en 337, al morir Constantino I y aparecer la probabilidad de que manos más débiles asieran el timón romano, Sapor atacó a Roma. En cierto modo, sólo fue uno más de los interminables conflictos que se habían producido entre Persia, al este, y Grecia primero y Roma después, al oeste, conflictos que por entonces duraban hacía ocho siglos. Pero ahora había un elemento nuevo: el cristianismo.
Como religión universal, el cristianismo no pretendía quedar limitado por las fronteras del Imperio Romano. Ardientes misioneros cristianos trataron de salvar almas también más allá de esas fronteras. Uno de ellos era Gregorio, llamado «el Iluminador», quien, según la leyenda, era persa de nacimiento. El padre de Gregorio murió en guerra cuando éste era un niño, y el muchacho fue llevado a Asia Menor por una nodriza cristiana y allí recibió una educación cristiana. Con el tiempo, viajó al Noroeste, hacia el reino tapón de Armenia. Este ya había sufrido influencias cristianas, pero la llegada de Gregorio completó la tarea.
En 303, convirtió al rey Tirídates de Armenia, lo persuadió a que borrase los últimos vestigios de paganismo en la nación y a que estableciera el cristianismo como religión oficial. Así, Armenia fue la primera nación cristiana, cuando la misma Roma aún era oficialmente pagana. En verdad, por la época en que Armenia se hacía cristiana, Diocleciano y Galerio estaban lanzando la última y la mayor de las persecuciones contra los cristianos.
Pero cuando Constantino I hizo cristiana a Roma, esto alteró seriamente el equilibrio de poderes. Durante cuatro siglos, Armenia había oscilado entre Roma y Persia (o Partia, antes de Persia). Ahora, una Armenia cristiana estaba obligada a elegir una Roma cristiana en vez de una Persia pagana.
Además, el cristianismo se estaba infiltrando en la misma Persia. En una guerra entre una Roma cristiana y una Persia pagana, ¿de qué lado estarían los cristianos persas? Por ello, Sapor inició una persecución total de los cristianos, y la guerra entre el Imperio Romano y Persia no sólo fue ya una guerra de naciones, sino también una guerra de religiones.
La guerra entre Sapor II y Constancio II fue la primera de una larga serie de guerras entre la Roma cristiana y una potencia no cristiana del Este.
Constancio II no tuvo mucho éxito contra el enérgico rey persa. Fue continuamente derrotado por las fuerzas persas en batallas campales, pero los persas nunca tuvieron fuerza suficiente para conquistar los puntos romanos fortificados y ocupar las provincias romanas. En particular, la fortaleza de Nisibis, en la Mesopotamia superior, situada a unos quinientos kilómetros al noreste de Antioquía, era un importantísimo punto fortificado romano. Tres veces Sapor la asedió; y tres veces tuvo que retirarse sin éxito.
Pero entonces ninguno de los reyes pudo dedicar toda su atención a la guerra. Sapor tuvo que hacer frente a correrías bárbaras por las partes orientales de su imperio, lo cual le impidió volcar toda su fuerza sobre Roma. Constancio, por su parte, estaba dedicado a problemas dinásticos.
Sobrevivieron a Constantino tres de sus hijos: Constantino II (Flavius Claudius Constantinus), Constancio II (Flavius Julius Constantius) y Constante (Flavius Julius Constans). El Imperio fue dividido entre ellos.
La parte oriental correspondió intacta al hijo del medio, Constancio II. El Imperio Occidental fue dividido entre el hermano mayor y el menor: Constantino II obtuvo Britania, Galia y España, mientras a Constante le correspondieron Italia, Iliria y África.
Fueron los primeros emperadores que recibieron una educación cristiana, y sería grato poder decir que, como resultado de ello, se produjo un gran cambio en el Imperio. Desgraciadamente, no es posible decirlo. Los hijos de Constantino eran crueles y pendencieros. Prácticamente el primer acto de Constancio II, por ejemplo, fue matar a dos de sus primos, además de otros miembros de la familia, porque pensaba que podían disputarle el trono.
En cuanto a los otros hermanos, Constantino II, por ser el mayor, pretendió ser el emperador en jefe. Cuando Constante se resistió a ello y exigió un rango igual. Constantino II invadió Italia. Pero Constante obtuvo la victoria, y Constantino fue derrotado y muerto en 340.
Durante un tiempo, gobernaron los dos hermanos restantes: Constante en Occidente y Constancio en el Este. Pero en 350 Constante fue asesinado por uno de sus generales, que aspiraba al trono. Como venganza, Constancio II, último de los hijos de Constantino, marchó al Oeste para combatir con ese general, al que luego derrotó y mató.
En 351 (1104 A. U. C.), pues, el Imperio Romano se hallaba de nuevo bajo un solo gobernante, Constancio II. Pero no tuvo un gobierno tranquilo, ni siquiera como único emperador. Casi desde el momento de su ascenso al poder, después de la muerte de su padre, tuvo que luchar contra los persas.
Después de la derrota de los persas por Galerio, en 297, en verdad hubo un período de reposo para los romanos que duró hasta el reinado de Constantino I. En 310, murió el rey persa y sus tres hijos fueron descartados del trono por los nobles persas. En cambio, otorgaron la corona a un hijo aún no nacido de una de las esposas del viejo rey. Buscaban un rey del linaje real, pero tan joven que hubiera una larga minoría durante la cual los nobles pudiesen hacer lo que quisieran.
El hijo, al nacer, resultó varón e inmediatamente fue reconocido con el nombre de Sapor II.
Durante la desvalida infancia de ese rey, Persia estuvo bajo la dominación de las familias nobles y sufrió incursiones de los árabes. (El gobierno egoísta de nobles peleones siempre es desastroso para una nación, hasta para los mismos nobles, pero este sencillo hecho de la historia parece que nunca penetra en los aristocráticos cerebros de individuos que esperan beneficiarse con la debilidad nacional.) En 327, Sapor tenía edad suficiente para adueñarse del poder. Rápidamente invadió Arabia y aporreó de tal modo a las tribus árabes que durante un período mantuvieron una hosca quietud.
Luego, en 337, al morir Constantino I y aparecer la probabilidad de que manos más débiles asieran el timón romano, Sapor atacó a Roma. En cierto modo, sólo fue uno más de los interminables conflictos que se habían producido entre Persia, al este, y Grecia primero y Roma después, al oeste, conflictos que por entonces duraban hacía ocho siglos. Pero ahora había un elemento nuevo: el cristianismo.
Como religión universal, el cristianismo no pretendía quedar limitado por las fronteras del Imperio Romano. Ardientes misioneros cristianos trataron de salvar almas también más allá de esas fronteras. Uno de ellos era Gregorio, llamado «el Iluminador», quien, según la leyenda, era persa de nacimiento. El padre de Gregorio murió en guerra cuando éste era un niño, y el muchacho fue llevado a Asia Menor por una nodriza cristiana y allí recibió una educación cristiana. Con el tiempo, viajó al Noroeste, hacia el reino tapón de Armenia. Este ya había sufrido influencias cristianas, pero la llegada de Gregorio completó la tarea.
En 303, convirtió al rey Tirídates de Armenia, lo persuadió a que borrase los últimos vestigios de paganismo en la nación y a que estableciera el cristianismo como religión oficial. Así, Armenia fue la primera nación cristiana, cuando la misma Roma aún era oficialmente pagana. En verdad, por la época en que Armenia se hacía cristiana, Diocleciano y Galerio estaban lanzando la última y la mayor de las persecuciones contra los cristianos.
Pero cuando Constantino I hizo cristiana a Roma, esto alteró seriamente el equilibrio de poderes. Durante cuatro siglos, Armenia había oscilado entre Roma y Persia (o Partia, antes de Persia). Ahora, una Armenia cristiana estaba obligada a elegir una Roma cristiana en vez de una Persia pagana.
Además, el cristianismo se estaba infiltrando en la misma Persia. En una guerra entre una Roma cristiana y una Persia pagana, ¿de qué lado estarían los cristianos persas? Por ello, Sapor inició una persecución total de los cristianos, y la guerra entre el Imperio Romano y Persia no sólo fue ya una guerra de naciones, sino también una guerra de religiones.
La guerra entre Sapor II y Constancio II fue la primera de una larga serie de guerras entre la Roma cristiana y una potencia no cristiana del Este.
Constancio II no tuvo mucho éxito contra el enérgico rey persa. Fue continuamente derrotado por las fuerzas persas en batallas campales, pero los persas nunca tuvieron fuerza suficiente para conquistar los puntos romanos fortificados y ocupar las provincias romanas. En particular, la fortaleza de Nisibis, en la Mesopotamia superior, situada a unos quinientos kilómetros al noreste de Antioquía, era un importantísimo punto fortificado romano. Tres veces Sapor la asedió; y tres veces tuvo que retirarse sin éxito.
Pero entonces ninguno de los reyes pudo dedicar toda su atención a la guerra. Sapor tuvo que hacer frente a correrías bárbaras por las partes orientales de su imperio, lo cual le impidió volcar toda su fuerza sobre Roma. Constancio, por su parte, estaba dedicado a problemas dinásticos.
miércoles, noviembre 23
SALVAPANTALLAS PRETORIANOS
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serie sobre roma: ROME y anibal
En una lista de correo sobre roma, han recomendado la siguiente serie:
hbo:rome
está en emule, subtitulada en español, por que todavía no lo han traducido...
además, otro documental que he leído recomendado es el siguiente:
hannibal v rome
más parece una peli de peter jackson en el trailer... jejeje...
esta no se si estará en le emule...
saludos
hbo:rome
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saludos
parte 35. constantinopla
Constantinopla
Mientras se reunía el Concilio de Nicea, Constantino reflexionaba sobre la cuestión de cuál sería la capital del Imperio.
Desde que Diocleciano convirtió el Imperio en una monarquía absoluta, la capital, en un sentido muy concreto, podía estar en cualquier parte. No era la ciudad de Roma, ni ninguna otra ciudad, la que gobernaba el Imperio, sino sólo el emperador. Por ello, la capital del Imperio era aquella donde estaba el emperador. Desde hacía más de una generación, los emperadores más importantes, Diocleciano, Galerio y Constantino, habían permanecido en el Este, principalmente en Nicomedia. El Este era la parte más fuerte, rica y vital del Imperio, y sus fronteras eran muy vulnerables en ese período, a causa de los continuos ataques de persas y godos, de modo que el emperador debía estar allí. Pero la cuestión consistía en determinar si Nicomedia era el lugar más adecuado.
Constantino estudió la cuestión y su atención fue atraída por la antigua ciudad de Bizancio. Ésta, fundada por los griegos mil años antes (657 a. C. es la fecha tradicional, o sea 96 A. U. C.), ocupaba una posición maravillosa. Estaba situada a ochenta kilómetros al oeste de Nicomedia, en la parte europea del Bósforo. Este era el angosto estrecho por el que debían pasar todos los barcos que llevaban cereales desde las grandes llanuras situadas al norte del mar Negro hasta las ricas y populosas ciudades de Grecia, Asia Menor y Siria.
Desde el momento de su fundación, Bizancio se halló a horcajadas de esta ruta comercial y, como consecuencia de ello, prosperó. Habría prosperado aún más si no hubiese sido objeto de la codicia de potencias mayores que ella. Durante todo el período de la grandeza ateniense, del 500 a. C. al 300 a. C., Atenas dependió de los embarques de cereales del mar Negro para su alimentación, de modo que luchó por la dominación de Bizancio primero con Persia, luego con Esparta y finalmente con Macedonia.
Bizancio siempre fue capaz de resistir los asedios notablemente bien porque se hallaba estratégicamente ubicada. Rodeada de agua por tres lados, no podía ser rendida por hambre mediante un asedio terrestre solamente. Si Bizancio era bien defendida, un atacante tenía que ser fuerte por tierra y mar simultáneamente para tomarla, o debía tener a su servicio, traidores dentro de la ciudad. En 339 a. C., por ejemplo, Bizancio resistió con éxito un sitio efectuado por Filipo de Macedonia, padre de Alejandro Magno. Fue uno de los pocos fracasos de Filipo.
Cuando Roma se convirtió en la potencia dominante en el Este, Bizancio entró en alianza con ella y mantuvo su posición como ciudad autónoma hasta la época del emperador Vespasiano. Éste barrió con los últimos restos de autonomía en Asia Menor, lo cual incluía a Bizancio.
Después de la muerte de Cómodo, Bizancio pasó por tiempos duros. Fue atrapada en las guerras civiles que siguieron y luchó del lado perdedor; por Níger y contra Septimio Severo. Este la sitió en 196, logró tomarla y la sometió a un salvaje saqueo del que nunca se recuperó totalmente. Había sido reconstruida y llevaba una vida vegetativa cuando los ojos de Constantino se posaron sobre ella. El la había asediado y tomado en 324, en el momento de su última guerra con Licinio, de modo que conocía bien sus potencialidades.
Poco después del Concilio de Nicea, pues, Constantino empezó a ampliar Bizancio, llevando a ella trabajadores y arquitectos de todo el Imperio y gastando grandes sumas en el proyecto. El Imperio ya no poseía la cantidad necesaria de artistas y escultores para embellecerla de la manera que un Imperio histórico tan grande tenía derecho a esperar, por lo que Constantino hizo lo único que podía hacer en esas circunstancias. Despojó de sus estatuas y otros objetos artísticos a las ciudades más viejas del Imperio y llevó lo mejor del botín a Bizancio.
El 11 de mayo de 330 (1083 A. U. C.) fue inaugurada la nueva capital. Era la Nova Roma (la «Nueva Roma») o «Konstantinou polis» (la «Ciudad de Constantino»). Este nombre se convirtió en Constantinopolis en latín y Constantinopla en castellano. Tenía todos los elementos de la vieja Roma, con juegos y todo, y Constantino hasta ordenó la distribución gratuita de alimento para el populacho. Diez años más tarde, se creó en Constantinopla un Senado, que era en todo aspecto tan importante como el de Roma.
Constantinopla creció rápidamente, pues como sede del Emperador y de la corte, inevitablemente se llenó de un gran número de funcionarios del gobierno. Se convirtió en el centro de prestigio del Imperio, por lo que muchos se trasladaron a ella desde otras ciudades que, de pronto, se convirtieron en provincianas. Un siglo después, rivalizaba con Roma en tamaño y riqueza, y estaba destinada a ser la más grande, más fuerte y más rica ciudad de Europa durante mil años.
La existencia de Constantinopla afectó profundamente a la existencia de la Iglesia. El obispo de Constantinopla ganó particular importancia, porque estaba cerca del emperador en todo momento. Constantinopla se convirtió en una de las grandes ciudades cuyos obispos fueron ahora considerados como preeminentes sobre todos los demás. Esos obispos fueron llamados «patriarcas», que significa «padres principales» o, puesto que «padre» era un modo común de designar a un sacerdote, «sacerdotes principales».
Los patriarcas eran cinco. Uno de ellos era el obispo de Jerusalén, respetado por la asociación de Jerusalén con sucesos de la Biblia. Los otros eran los obispos de las cuatro ciudades más grandes del Imperio: Roma, Constantinopla, Alejandría y Antioquía.
Los patriarcados de Antioquía, Jerusalén y Alejandría sufrieron el inconveniente de estar demasiado a la sombra de Constantinopla. Tendieron a decaer. En parte por envidia al gran poder de Constantinopla, los otros patriarcas fueron fácilmente atraídos por una u otra herejía, lo que debilitó aún más su poder. No pasó mucho tiempo antes de que el patriarca de Constantinopla se convirtiese de hecho, si no en teoría, en la cabeza de la parte oriental de la Iglesia Católica.
Frente a Constantinopla, estaba el relativamente distante y, por ende, no ensombrecido patriarcado de Roma. Era el único patriarcado de habla latina, el único patriarcado occidental y llevaba sobre sí el nombre magnífico de «Roma». El Emperador había pasado de la vieja Roma a la nueva Roma; lo mismo la administración pública; lo mismo los representantes de muchas de las familias principales; lo mismo muchos de los ricos y poderosos. Pero quedaba un personaje: el obispo de Roma. Tras él, no sólo había auténticos sentimientos religiosos, que apoyaban la concepción estrictamente católica ortodoxa contra el Este sutil, versátil, parlanchín y discutidor, sino también las fuerzas del nacionalismo. Eran los que experimentaban resentimiento por el hecho de que el Este griego, después de haber sido conquistado por Roma menos de cinco siglos antes, ahora dominaba al Oeste.
Durante siglos, la historia de la cristiandad iba a girar cada vez más alrededor de la batalla por la supremacía entre el obispo de Constantinopla y el de Roma. La batalla nunca terminaría con una tajante victoria de alguna de las partes.
Hacia el fin de su reinado, Constantino se vio obligado a enfrentar una invasión bárbara del Imperio, una vez más. En su mayor parte, las fronteras habían estado tranquilas desde la anarquía del siglo III. Bajo Diocleciano y Constantino, el ejército había estado bajo un control suficientemente firme como para custodiar la frontera adecuadamente, y el Imperio había podido permitirse nuevas guerras civiles.
Ahora, en 332, los godos se desbordaron nuevamente sobre el Danubio inferior, y Constantino se vio forzado a hacerles frente. Lo hizo con eficacia. Los godos sufrieron enormes pérdidas e ignominiosas derrotas, y se retiraron nuevamente detrás del Danubio.
Pero la salud de Constantino estaba decayendo. Estaba avanzado en los cincuenta años y se sentía agotado por una vida muy fatigosa. Extrañamente, no murió en Constantinopla. Se retiró a su viejo palacio de Nicomedia para descansar y cambiar de aire. Allí su enfermedad se agravó, por lo que se hizo bautizar, y murió en 337 (1090 A. U. C).
Habían pasado treinta y un años desde que fue proclamado emperador en Britania. Ningún emperador romano había tenido un reinado tan largo desde Augusto. En este reinado, el cristianismo se estableció como religión oficial del Imperio Romano, y Constantinopla se convirtió en su capital. Historiadores cristianos admiradores suyos lo llamaron «Constantino el Grande», pero la decadencia del poderío romano no podía ser salvado por ningún emperador, por grande que fuese. Constantino, como Diocleciano, postergó la declinación pero no la detuvo.
Mientras se reunía el Concilio de Nicea, Constantino reflexionaba sobre la cuestión de cuál sería la capital del Imperio.
Desde que Diocleciano convirtió el Imperio en una monarquía absoluta, la capital, en un sentido muy concreto, podía estar en cualquier parte. No era la ciudad de Roma, ni ninguna otra ciudad, la que gobernaba el Imperio, sino sólo el emperador. Por ello, la capital del Imperio era aquella donde estaba el emperador. Desde hacía más de una generación, los emperadores más importantes, Diocleciano, Galerio y Constantino, habían permanecido en el Este, principalmente en Nicomedia. El Este era la parte más fuerte, rica y vital del Imperio, y sus fronteras eran muy vulnerables en ese período, a causa de los continuos ataques de persas y godos, de modo que el emperador debía estar allí. Pero la cuestión consistía en determinar si Nicomedia era el lugar más adecuado.
Constantino estudió la cuestión y su atención fue atraída por la antigua ciudad de Bizancio. Ésta, fundada por los griegos mil años antes (657 a. C. es la fecha tradicional, o sea 96 A. U. C.), ocupaba una posición maravillosa. Estaba situada a ochenta kilómetros al oeste de Nicomedia, en la parte europea del Bósforo. Este era el angosto estrecho por el que debían pasar todos los barcos que llevaban cereales desde las grandes llanuras situadas al norte del mar Negro hasta las ricas y populosas ciudades de Grecia, Asia Menor y Siria.
Desde el momento de su fundación, Bizancio se halló a horcajadas de esta ruta comercial y, como consecuencia de ello, prosperó. Habría prosperado aún más si no hubiese sido objeto de la codicia de potencias mayores que ella. Durante todo el período de la grandeza ateniense, del 500 a. C. al 300 a. C., Atenas dependió de los embarques de cereales del mar Negro para su alimentación, de modo que luchó por la dominación de Bizancio primero con Persia, luego con Esparta y finalmente con Macedonia.
Bizancio siempre fue capaz de resistir los asedios notablemente bien porque se hallaba estratégicamente ubicada. Rodeada de agua por tres lados, no podía ser rendida por hambre mediante un asedio terrestre solamente. Si Bizancio era bien defendida, un atacante tenía que ser fuerte por tierra y mar simultáneamente para tomarla, o debía tener a su servicio, traidores dentro de la ciudad. En 339 a. C., por ejemplo, Bizancio resistió con éxito un sitio efectuado por Filipo de Macedonia, padre de Alejandro Magno. Fue uno de los pocos fracasos de Filipo.
Cuando Roma se convirtió en la potencia dominante en el Este, Bizancio entró en alianza con ella y mantuvo su posición como ciudad autónoma hasta la época del emperador Vespasiano. Éste barrió con los últimos restos de autonomía en Asia Menor, lo cual incluía a Bizancio.
Después de la muerte de Cómodo, Bizancio pasó por tiempos duros. Fue atrapada en las guerras civiles que siguieron y luchó del lado perdedor; por Níger y contra Septimio Severo. Este la sitió en 196, logró tomarla y la sometió a un salvaje saqueo del que nunca se recuperó totalmente. Había sido reconstruida y llevaba una vida vegetativa cuando los ojos de Constantino se posaron sobre ella. El la había asediado y tomado en 324, en el momento de su última guerra con Licinio, de modo que conocía bien sus potencialidades.
Poco después del Concilio de Nicea, pues, Constantino empezó a ampliar Bizancio, llevando a ella trabajadores y arquitectos de todo el Imperio y gastando grandes sumas en el proyecto. El Imperio ya no poseía la cantidad necesaria de artistas y escultores para embellecerla de la manera que un Imperio histórico tan grande tenía derecho a esperar, por lo que Constantino hizo lo único que podía hacer en esas circunstancias. Despojó de sus estatuas y otros objetos artísticos a las ciudades más viejas del Imperio y llevó lo mejor del botín a Bizancio.
El 11 de mayo de 330 (1083 A. U. C.) fue inaugurada la nueva capital. Era la Nova Roma (la «Nueva Roma») o «Konstantinou polis» (la «Ciudad de Constantino»). Este nombre se convirtió en Constantinopolis en latín y Constantinopla en castellano. Tenía todos los elementos de la vieja Roma, con juegos y todo, y Constantino hasta ordenó la distribución gratuita de alimento para el populacho. Diez años más tarde, se creó en Constantinopla un Senado, que era en todo aspecto tan importante como el de Roma.
Constantinopla creció rápidamente, pues como sede del Emperador y de la corte, inevitablemente se llenó de un gran número de funcionarios del gobierno. Se convirtió en el centro de prestigio del Imperio, por lo que muchos se trasladaron a ella desde otras ciudades que, de pronto, se convirtieron en provincianas. Un siglo después, rivalizaba con Roma en tamaño y riqueza, y estaba destinada a ser la más grande, más fuerte y más rica ciudad de Europa durante mil años.
La existencia de Constantinopla afectó profundamente a la existencia de la Iglesia. El obispo de Constantinopla ganó particular importancia, porque estaba cerca del emperador en todo momento. Constantinopla se convirtió en una de las grandes ciudades cuyos obispos fueron ahora considerados como preeminentes sobre todos los demás. Esos obispos fueron llamados «patriarcas», que significa «padres principales» o, puesto que «padre» era un modo común de designar a un sacerdote, «sacerdotes principales».
Los patriarcas eran cinco. Uno de ellos era el obispo de Jerusalén, respetado por la asociación de Jerusalén con sucesos de la Biblia. Los otros eran los obispos de las cuatro ciudades más grandes del Imperio: Roma, Constantinopla, Alejandría y Antioquía.
Los patriarcados de Antioquía, Jerusalén y Alejandría sufrieron el inconveniente de estar demasiado a la sombra de Constantinopla. Tendieron a decaer. En parte por envidia al gran poder de Constantinopla, los otros patriarcas fueron fácilmente atraídos por una u otra herejía, lo que debilitó aún más su poder. No pasó mucho tiempo antes de que el patriarca de Constantinopla se convirtiese de hecho, si no en teoría, en la cabeza de la parte oriental de la Iglesia Católica.
Frente a Constantinopla, estaba el relativamente distante y, por ende, no ensombrecido patriarcado de Roma. Era el único patriarcado de habla latina, el único patriarcado occidental y llevaba sobre sí el nombre magnífico de «Roma». El Emperador había pasado de la vieja Roma a la nueva Roma; lo mismo la administración pública; lo mismo los representantes de muchas de las familias principales; lo mismo muchos de los ricos y poderosos. Pero quedaba un personaje: el obispo de Roma. Tras él, no sólo había auténticos sentimientos religiosos, que apoyaban la concepción estrictamente católica ortodoxa contra el Este sutil, versátil, parlanchín y discutidor, sino también las fuerzas del nacionalismo. Eran los que experimentaban resentimiento por el hecho de que el Este griego, después de haber sido conquistado por Roma menos de cinco siglos antes, ahora dominaba al Oeste.
Durante siglos, la historia de la cristiandad iba a girar cada vez más alrededor de la batalla por la supremacía entre el obispo de Constantinopla y el de Roma. La batalla nunca terminaría con una tajante victoria de alguna de las partes.
Hacia el fin de su reinado, Constantino se vio obligado a enfrentar una invasión bárbara del Imperio, una vez más. En su mayor parte, las fronteras habían estado tranquilas desde la anarquía del siglo III. Bajo Diocleciano y Constantino, el ejército había estado bajo un control suficientemente firme como para custodiar la frontera adecuadamente, y el Imperio había podido permitirse nuevas guerras civiles.
Ahora, en 332, los godos se desbordaron nuevamente sobre el Danubio inferior, y Constantino se vio forzado a hacerles frente. Lo hizo con eficacia. Los godos sufrieron enormes pérdidas e ignominiosas derrotas, y se retiraron nuevamente detrás del Danubio.
Pero la salud de Constantino estaba decayendo. Estaba avanzado en los cincuenta años y se sentía agotado por una vida muy fatigosa. Extrañamente, no murió en Constantinopla. Se retiró a su viejo palacio de Nicomedia para descansar y cambiar de aire. Allí su enfermedad se agravó, por lo que se hizo bautizar, y murió en 337 (1090 A. U. C).
Habían pasado treinta y un años desde que fue proclamado emperador en Britania. Ningún emperador romano había tenido un reinado tan largo desde Augusto. En este reinado, el cristianismo se estableció como religión oficial del Imperio Romano, y Constantinopla se convirtió en su capital. Historiadores cristianos admiradores suyos lo llamaron «Constantino el Grande», pero la decadencia del poderío romano no podía ser salvado por ningún emperador, por grande que fuese. Constantino, como Diocleciano, postergó la declinación pero no la detuvo.
martes, noviembre 22
parte 34. El Concilio de Nicea
El Concilio de Nicea
La carga del Imperio pesaba ahora sobre Constantino. Licinio la compartió con él, pero con una suerte que declinó cada año. Fueron mutuamente hostiles, y a medida que Constantino se hacía cada vez más favorable a los cristianos, Licinio automáticamente se volvía cada vez más anticristiano. Combatieron en 314 y, nuevamente, en 324, y ambas veces Licinio fue derrotado. La segunda vez, Licinio fue muerto, de modo que Constantino quedó al frente de un imperio unido.
Constantino continuó y completó las reformas de Diocleciano, y mucho del sistema atribuido al primero fue realmente obra del segundo. Por ejemplo, Constantino prosiguió la tendencia a la monarquía adoptando el símbolo de la diadema en 325. Esta era una estrecha cinta de lino blanco usada como símbolo de la autoridad suprema por los reyes de Persia y los reinos helenísticos que surgieron sobre las ruinas de Persia. Con los emperadores siguientes, la diadema se hizo cada vez más elaborada, al igual que todos los atavíos y símbolos de la realeza . No pasó mucho tiempo antes de que la diadema se hiciese de color púrpura, el color regio, y llevase incrustaciones de perlas.
Pero Constantino modificó algunos aspectos del sistema de Diocleciano. Eliminó la artificial medida de nombrar Augustos y Césares, y volvió al sistema más natural de la sucesión dentro de un linaje real nombrando Césares a sus hijos.
Siguió la práctica de Diocleciano de admitir bárbaros en el ejército y hasta permitió que bandas de bárbaros se asentasen en regiones despobladas del Imperio. En general, ésta habría sido una sabia medida si el Imperio hubiese gozado de buena salud y su cultura hubiera sido suficientemente vigorosa como para absorber el elemento bárbaro y romanizarlo. Por desgracia, Roma ya no gozaba de esa buena salud.
El reinado de Constantino fue una época de reformas jurídicas, muchas de ellas influidas por las enseñanzas cristianas. El tratamiento de los prisioneros y esclavos se hizo más humanitario, pero, por otro lado, los violadores de la moral (particularmente de la moral sexual) fueron tratados mucho más duramente que antes. También estableció el domingo como día legal de reposo, pero entonces era el día del Sol tanto como el día del Señor.
Constantino, después de mostrarse como simpatizante del cristianismo, si no realmente como cristiano, inmediatamente empezó a interesarse por los asuntos de la Iglesia. Anteriormente, la Iglesia, en las querellas de unos obispos contra otros, no había tenido a nadie a quien apelar y se vio llevada a las luchas intestinas; además, la parte vencedora no tenía modo alguno de obligar a los perdedores a abandonar sus ideas. Pero ahora, los obispos tenían un tribunal de apelación, y podían dirigirse a un emperador presumiblemente piadoso y devoto e indudablemente poderoso para recabar su juicio. Y la parte ganadora podía abrigar la esperanza de usar el poder del Estado contra los perdedores.
En los primeros años del reinado de Constantino, la Iglesia estaba desgarrada por la herejía donatista, que recibía su nombre de Donato, obispo de Cartago que era el más conocido defensor de la causa. Fue en relación con esta herejía como Constantino tuvo su primera ocasión de intervenir en disputas teológicas.
El punto en discusión era si un hombre indigno podía ser sacerdote. Los donatistas eran puritanos que creían que la Iglesia era una asociación de hombres sabios y que los sacerdotes, en particular, sólo podían serlo mientras no hubiesen ofendido a Dios. Así, en el curso de las persecuciones de Diocleciano y Galerio, muchos sacerdotes habían eludido el martirio entregando los libros sagrados que estaban a su cuidado y repudiando el cristianismo. Cuando pasaron las persecuciones, volvieron al redil, pero, ¿podían ser sacerdotes nuevamente?
Los obispos más moderados adoptaron la actitud de que los sacerdotes sólo eran seres humanos y que, frente a la muerte por tortura, podían flaquear. Había modos de expiar ese pecado. Además, si los sacramentos de la Iglesia eran ineficaces al ser administrados por un sacerdote indigno, ¿cómo podía confiarse en los sacramentos en cualquier momento? ¿Cuándo se podía estar seguro de que un sacerdote era digno? Sostuvieron, pues, que sólo la Iglesia como institución era sagrada y que sus poderes espirituales eran efectivos aunque fueran usados por un hombre imperfecto.
En Cartago, los donatistas, que no compartían para nada esa moderación, fueron victoriosos, pero los moderados apelaron a Constantino, quien convocó un sínodo especial en 314. El sínodo se pronunció contra los donatistas. En 316, Constantino en persona oyó los argumentos en pro y en contra, y también se pronunció contra los donatistas.
No sirvió de nada. Los edictos de los emperadores paganos no habían logrado eliminar el cristianismo, y los edictos de emperadores cristianos no fueron suficientes para suprimir las herejías. Los donatistas se mantuvieron en África, aunque se aprobaron contra ellos edictos tras edictos. Disminuyeron en número y poder, pero subsistieron hasta que la invasión árabe, tres siglos después, borró todo género de cristianismo, donatista y católico por igual, en el norte de África.
Pero aunque la intervención de Constantino no tuvo mucho efecto, se estableció un principio importante. El Emperador había actuado como si fuese la cabeza de la Iglesia, y ésta lo había aceptado. Este fue el primer paso de la batalla entre la Iglesia y el Estado que ha durado, de uno u otro modo, hasta la actualidad.
Una vez que Constantino se convirtió en amo indiscutido de un Imperio unido, en 324, pudo hacer más manifiestas sus simpatías cristianas. Decidió convocar un concilio de obispos que abordase una herejía aún más seria y difundida que el donatismo.
Los sínodos de obispos ya constituían una vieja costumbre, pero bajo los emperadores paganos se habían reunido con dificultad y muchos hallaban inseguro efectuar un largo viaje. Ahora la situación había cambiado. Todos los obispos fueron urgidos a asistir al concilio bajo protección oficial y el estímulo del Imperio. Iba a ser un concilio ecuménico («mundial») de la Iglesia, el primero de su clase.
En 325 (1078 A. U. C.) los obispos se reunieron en la ciudad de Nicea, en Bitinia, ciudad situada no muy lejos de Nicomedia, que había sido la capital de Diocleciano y era ahora la de Constantino. Era también un lugar de fácil acceso desde los grandes centros cristianos del Este, particularmente desde Alejandría, Antioquía y Jerusalén. El Occidente estuvo escasamente representado a causa de las grandes distancias, pero acudieron obispos hasta de España.
El punto principal en discusión era la herejía arriana. Cierto diácono de Alejandría llamado Arrio había predicado desde hacía décadas una doctrina estrictamente monoteísta. Sólo había un Dios, sostenía, diferente de todos los objetos creados. Jesús, aunque superior a todo hombre y a toda cosa creada, era sin embargo un ser creado y no era eterno en el mismo sentido en que lo era Dios. Había aspectos de Jesús que eran similares a Dios, pero no idénticos a él. (En griego, las palabras que significan «similar» e «idéntico» difieren en una sola letra, una iota, que era la letra más pequeña del alfabeto griego. Es sorprendente los siglos de encono, desdicha y derramamiento de sangre que provocó esa disputa representada por la presencia o ausencia de esa pequeña marca.)
La creencia alternativa, expresada de la manera más elocuente por Atanasio, otro diácono de Alejandría, era que los miembros de la Trinidad (el Padre, que era el Dios del Antiguo Testamento, el Hijo, que era Jesús, y el Espíritu Santo, que representaba las acciones de Dios en la naturaleza y el hombre) eran todos aspectos iguales de un solo Dios, todos ellos eternos y no creados, y todos idénticos, no sólo similares.
Surgieron en Alejandría, y luego en otras partes del Imperio, un partido arriano y otro atanasiano, y las reyertas y disputas se hicieron cada vez más enconadas a medida que unos obispos maldecían a otros infatigablemente.
Constantino consideró la situación con extrema preocupación. Si habría de usar la Iglesia Cristiana como arma para mantener unido y fuerte el Imperio, no podía permitir que la Iglesia se desintegrase por disputas doctrinales. La cuestión debía ser dirimida de modo inmediato y definitivo.
Fue por esa razón por lo que convocó el Primer Concilio Ecuménico en Nicea. En el curso de sus sesiones, mantenidas desde el 20 de mayo hasta el 25 de julio de 325, los obispos se pronunciaron a favor de Atanasio. Se emitió una declaración oficial (el «Credo de Nicea») que mantenía la posición de Atanasio y a la que todos los cristianos, se esperaba, debían suscribir.
Esto fijó la posición de la Iglesia, de modo que la concepción atanasiana fue y siguió siendo la doctrina oficial del catolicismo y en adelante podemos llamar a los atanasianos sencillamente los católicos.
Pero por entonces el Concilio de Nicea no tuvo mucho efecto. Quienes habían llegado a él como arrianos salieron como arrianos y continuaron manteniendo su posición enérgicamente. En verdad, el mismo Constantino fue inclinándose gradualmente a la posición arriana. Eusebio, obispo de Nicomedia y arriano destacado, lentamente ganó influencia sobre Constantino, y Atanasio sufrió el primero de los que serían muchos exilios. La controversia prosiguió en el Este con gran intensidad por medio siglo, y los sucesivos emperadores habitualmente se pusieron de lado de los arrianos contra los católicos.
Esto hizo que surgiese una nueva línea divisoria entre las partes oriental y occidental del Imperio. Había, primero, la línea divisoria de la lengua: el latín en Occidente, y el griego en Oriente. Luego había una división política, con emperadores distintos en el Este y el Oeste. Ahora se añadió el comienzo de una diferenciación religiosa. El Oeste siguió siendo firmemente católico, en toda su extensión, mientras que el Este contenía una grande e influyente minoría arriana. Esta sólo fue la primera de una serie de divisiones religiosas que iban a hacerse constantemente más amplias e intensas, hasta que, siete siglos más tarde, las ramas occidental y oriental del cristianismo se separaron en forma permanente.
La carga del Imperio pesaba ahora sobre Constantino. Licinio la compartió con él, pero con una suerte que declinó cada año. Fueron mutuamente hostiles, y a medida que Constantino se hacía cada vez más favorable a los cristianos, Licinio automáticamente se volvía cada vez más anticristiano. Combatieron en 314 y, nuevamente, en 324, y ambas veces Licinio fue derrotado. La segunda vez, Licinio fue muerto, de modo que Constantino quedó al frente de un imperio unido.
Constantino continuó y completó las reformas de Diocleciano, y mucho del sistema atribuido al primero fue realmente obra del segundo. Por ejemplo, Constantino prosiguió la tendencia a la monarquía adoptando el símbolo de la diadema en 325. Esta era una estrecha cinta de lino blanco usada como símbolo de la autoridad suprema por los reyes de Persia y los reinos helenísticos que surgieron sobre las ruinas de Persia. Con los emperadores siguientes, la diadema se hizo cada vez más elaborada, al igual que todos los atavíos y símbolos de la realeza . No pasó mucho tiempo antes de que la diadema se hiciese de color púrpura, el color regio, y llevase incrustaciones de perlas.
Pero Constantino modificó algunos aspectos del sistema de Diocleciano. Eliminó la artificial medida de nombrar Augustos y Césares, y volvió al sistema más natural de la sucesión dentro de un linaje real nombrando Césares a sus hijos.
Siguió la práctica de Diocleciano de admitir bárbaros en el ejército y hasta permitió que bandas de bárbaros se asentasen en regiones despobladas del Imperio. En general, ésta habría sido una sabia medida si el Imperio hubiese gozado de buena salud y su cultura hubiera sido suficientemente vigorosa como para absorber el elemento bárbaro y romanizarlo. Por desgracia, Roma ya no gozaba de esa buena salud.
El reinado de Constantino fue una época de reformas jurídicas, muchas de ellas influidas por las enseñanzas cristianas. El tratamiento de los prisioneros y esclavos se hizo más humanitario, pero, por otro lado, los violadores de la moral (particularmente de la moral sexual) fueron tratados mucho más duramente que antes. También estableció el domingo como día legal de reposo, pero entonces era el día del Sol tanto como el día del Señor.
Constantino, después de mostrarse como simpatizante del cristianismo, si no realmente como cristiano, inmediatamente empezó a interesarse por los asuntos de la Iglesia. Anteriormente, la Iglesia, en las querellas de unos obispos contra otros, no había tenido a nadie a quien apelar y se vio llevada a las luchas intestinas; además, la parte vencedora no tenía modo alguno de obligar a los perdedores a abandonar sus ideas. Pero ahora, los obispos tenían un tribunal de apelación, y podían dirigirse a un emperador presumiblemente piadoso y devoto e indudablemente poderoso para recabar su juicio. Y la parte ganadora podía abrigar la esperanza de usar el poder del Estado contra los perdedores.
En los primeros años del reinado de Constantino, la Iglesia estaba desgarrada por la herejía donatista, que recibía su nombre de Donato, obispo de Cartago que era el más conocido defensor de la causa. Fue en relación con esta herejía como Constantino tuvo su primera ocasión de intervenir en disputas teológicas.
El punto en discusión era si un hombre indigno podía ser sacerdote. Los donatistas eran puritanos que creían que la Iglesia era una asociación de hombres sabios y que los sacerdotes, en particular, sólo podían serlo mientras no hubiesen ofendido a Dios. Así, en el curso de las persecuciones de Diocleciano y Galerio, muchos sacerdotes habían eludido el martirio entregando los libros sagrados que estaban a su cuidado y repudiando el cristianismo. Cuando pasaron las persecuciones, volvieron al redil, pero, ¿podían ser sacerdotes nuevamente?
Los obispos más moderados adoptaron la actitud de que los sacerdotes sólo eran seres humanos y que, frente a la muerte por tortura, podían flaquear. Había modos de expiar ese pecado. Además, si los sacramentos de la Iglesia eran ineficaces al ser administrados por un sacerdote indigno, ¿cómo podía confiarse en los sacramentos en cualquier momento? ¿Cuándo se podía estar seguro de que un sacerdote era digno? Sostuvieron, pues, que sólo la Iglesia como institución era sagrada y que sus poderes espirituales eran efectivos aunque fueran usados por un hombre imperfecto.
En Cartago, los donatistas, que no compartían para nada esa moderación, fueron victoriosos, pero los moderados apelaron a Constantino, quien convocó un sínodo especial en 314. El sínodo se pronunció contra los donatistas. En 316, Constantino en persona oyó los argumentos en pro y en contra, y también se pronunció contra los donatistas.
No sirvió de nada. Los edictos de los emperadores paganos no habían logrado eliminar el cristianismo, y los edictos de emperadores cristianos no fueron suficientes para suprimir las herejías. Los donatistas se mantuvieron en África, aunque se aprobaron contra ellos edictos tras edictos. Disminuyeron en número y poder, pero subsistieron hasta que la invasión árabe, tres siglos después, borró todo género de cristianismo, donatista y católico por igual, en el norte de África.
Pero aunque la intervención de Constantino no tuvo mucho efecto, se estableció un principio importante. El Emperador había actuado como si fuese la cabeza de la Iglesia, y ésta lo había aceptado. Este fue el primer paso de la batalla entre la Iglesia y el Estado que ha durado, de uno u otro modo, hasta la actualidad.
Una vez que Constantino se convirtió en amo indiscutido de un Imperio unido, en 324, pudo hacer más manifiestas sus simpatías cristianas. Decidió convocar un concilio de obispos que abordase una herejía aún más seria y difundida que el donatismo.
Los sínodos de obispos ya constituían una vieja costumbre, pero bajo los emperadores paganos se habían reunido con dificultad y muchos hallaban inseguro efectuar un largo viaje. Ahora la situación había cambiado. Todos los obispos fueron urgidos a asistir al concilio bajo protección oficial y el estímulo del Imperio. Iba a ser un concilio ecuménico («mundial») de la Iglesia, el primero de su clase.
En 325 (1078 A. U. C.) los obispos se reunieron en la ciudad de Nicea, en Bitinia, ciudad situada no muy lejos de Nicomedia, que había sido la capital de Diocleciano y era ahora la de Constantino. Era también un lugar de fácil acceso desde los grandes centros cristianos del Este, particularmente desde Alejandría, Antioquía y Jerusalén. El Occidente estuvo escasamente representado a causa de las grandes distancias, pero acudieron obispos hasta de España.
El punto principal en discusión era la herejía arriana. Cierto diácono de Alejandría llamado Arrio había predicado desde hacía décadas una doctrina estrictamente monoteísta. Sólo había un Dios, sostenía, diferente de todos los objetos creados. Jesús, aunque superior a todo hombre y a toda cosa creada, era sin embargo un ser creado y no era eterno en el mismo sentido en que lo era Dios. Había aspectos de Jesús que eran similares a Dios, pero no idénticos a él. (En griego, las palabras que significan «similar» e «idéntico» difieren en una sola letra, una iota, que era la letra más pequeña del alfabeto griego. Es sorprendente los siglos de encono, desdicha y derramamiento de sangre que provocó esa disputa representada por la presencia o ausencia de esa pequeña marca.)
La creencia alternativa, expresada de la manera más elocuente por Atanasio, otro diácono de Alejandría, era que los miembros de la Trinidad (el Padre, que era el Dios del Antiguo Testamento, el Hijo, que era Jesús, y el Espíritu Santo, que representaba las acciones de Dios en la naturaleza y el hombre) eran todos aspectos iguales de un solo Dios, todos ellos eternos y no creados, y todos idénticos, no sólo similares.
Surgieron en Alejandría, y luego en otras partes del Imperio, un partido arriano y otro atanasiano, y las reyertas y disputas se hicieron cada vez más enconadas a medida que unos obispos maldecían a otros infatigablemente.
Constantino consideró la situación con extrema preocupación. Si habría de usar la Iglesia Cristiana como arma para mantener unido y fuerte el Imperio, no podía permitir que la Iglesia se desintegrase por disputas doctrinales. La cuestión debía ser dirimida de modo inmediato y definitivo.
Fue por esa razón por lo que convocó el Primer Concilio Ecuménico en Nicea. En el curso de sus sesiones, mantenidas desde el 20 de mayo hasta el 25 de julio de 325, los obispos se pronunciaron a favor de Atanasio. Se emitió una declaración oficial (el «Credo de Nicea») que mantenía la posición de Atanasio y a la que todos los cristianos, se esperaba, debían suscribir.
Esto fijó la posición de la Iglesia, de modo que la concepción atanasiana fue y siguió siendo la doctrina oficial del catolicismo y en adelante podemos llamar a los atanasianos sencillamente los católicos.
Pero por entonces el Concilio de Nicea no tuvo mucho efecto. Quienes habían llegado a él como arrianos salieron como arrianos y continuaron manteniendo su posición enérgicamente. En verdad, el mismo Constantino fue inclinándose gradualmente a la posición arriana. Eusebio, obispo de Nicomedia y arriano destacado, lentamente ganó influencia sobre Constantino, y Atanasio sufrió el primero de los que serían muchos exilios. La controversia prosiguió en el Este con gran intensidad por medio siglo, y los sucesivos emperadores habitualmente se pusieron de lado de los arrianos contra los católicos.
Esto hizo que surgiese una nueva línea divisoria entre las partes oriental y occidental del Imperio. Había, primero, la línea divisoria de la lengua: el latín en Occidente, y el griego en Oriente. Luego había una división política, con emperadores distintos en el Este y el Oeste. Ahora se añadió el comienzo de una diferenciación religiosa. El Oeste siguió siendo firmemente católico, en toda su extensión, mientras que el Este contenía una grande e influyente minoría arriana. Esta sólo fue la primera de una serie de divisiones religiosas que iban a hacerse constantemente más amplias e intensas, hasta que, siete siglos más tarde, las ramas occidental y oriental del cristianismo se separaron en forma permanente.
lunes, noviembre 21
parte 33. 8. El linaje de Constancio. Constancio I
8. El linaje de Constancio
Constancio I
Diocleciano tenía ideas definidas sobre cómo debía funcionar la tetrarquía. Cuando abdicó, obligó a abdicar también a su colega Augusto, Maximiano, para que ambos Césares, Galeno y Constancio, ascendieran simultáneamente. El paso siguiente fue designar dos nuevos Césares.
Idealmente, debían ser nombrados dos buenos soldados experimentados, firmes, capaces y leales. Más tarde, algún día sucederían a Galerio y Constancio y designarían otros buenos Césares. Si se podía hacer que el plan de Diocleciano funcionara, nunca habría ninguna disputa sobre la sucesión y los emperadores capaces se sucederían unos a otros.
Desgraciadamente, los seres humanos son seres humanos. Los dos Augustos podían discrepar sobre la selección de los Césares y considerar más capaces a parientes suyos antes que a extraños.
En este caso particular, fue Galerio quien sucedió directamente a Diocleciano y quien gobernó sobre el Imperio Romano de Oriente. No pudo por menos de considerarse como el Emperador-en-jefe, como lo había sido Diocleciano. Por ello, Galerio nombró inmediatamente dos Césares, uno para sí mismo y otro para Constancio; no se molestó en consultar a Constancio sobre la cuestión. (Probablemente, a Galerio le disgustaba Constancio por ser «suave con los cristianos», cosa que indudablemente era. Galerio hizo que las persecuciones a los cristianos continuasen durante todo su reinado.)
Galerio eligió para sí a uno de sus sobrinos, Maximino Daia, como César y sucesor, y para Constancio designó a uno de sus propios hombres, Severo (Flavius Valerius Severus).
El hijo del viejo co-emperador Maximiano, Majencio (Marcus Aurelius Valerius Maxentius), fue dejado de lado. Majencio, indignado por haber sido pasado por alto y pensando que tenía un derecho hereditario a la corona de su padre, se hizo proclamar emperador en Roma y llamó a su padre para que asumiese nuevamente el gobierno. (El viejo Maximiano, quien disfrutaba siendo emperador y estaba amargamente resentido por haberse visto obligado a abdicar, volvió gozoso al trono.)
Pero Galerio no estaba en modo alguno gozoso. Envió a Italia a Severo con un ejército, pero fue derrotado y muerto, y Majencio mantuvo la dominación de Italia.
Tampoco a Constancio le agradaba el nuevo acuerdo. También él tenía un hijo que había sido dejado de lado. Sin duda, Constancio habría emprendido una acción similar a la de Majencio, pero estaba ocupado en una campaña contra las tribus del norte de Britania. Luego, antes de poner fin a ésta, murió en el 306 en Eboracum, donde un siglo antes había muerto Septimio Severo.
Pero antes de morir, Constancio recomendó a sus tropas a su hijo Constantino (Gaius Flavius Valerius Aurelius Claudius Constantinus), y el joven, que sólo tenía dieciocho años en ese momento, pronto fue proclamado emperador. Como emperador, podemos llamarlo Constantino I, pues iba a haber muchos Constantinos después de él.
Constantino había nacido en 288, cuando su padre era gobernador de Iliria. Su ciudad natal era Naissus, la moderna Nish, en Yugoslavia, de modo que fue otro de los grandes ilirios. Al parecer, era hijo ilegítimo, pues su madre era una pobre mesonera que había cautivado a Constancio. (Como Constancio pasó buena parte de su vida posterior en Britania, surgió el mito —cuidadosamente patrocinado por los primitivos historiadores ingleses-— de que la madre de Constancio era una princesa británica, pero esto es sin duda falso.)
Constantino pasó su juventud en la corte de Diocleciano, pues el prudente Emperador lo retuvo como una especie de rehén de la buena conducta de su padre. Cuando Diocleciano abdicó, Constantino permaneció bajo la vigilancia de Galerio, aunque en un clima de mutuas sospechas. Mientras Constancio estuviese vivo, Galerio no haría daño al joven, pues provocaría una guerra civil. Pero cuando a Constantino le llegaron noticias de que su padre estaba agonizando, comprendió que para Galerio le sería más útil muerto que vivo.
Por ello, Constantino escapó y atravesó toda Europa huyendo de la persecución de los agentes del Emperador y llegó a Britania justo a tiempo para ver a su padre antes de morir y ser aclamado emperador inmediatamente después. (Según otra versión menos dramática, Constancio reclamó a su hijo inmediatamente después de la abdicación de Diocleciano, y Galerio, con alguna reluctancia envió al joven a su padre.)
Constantino se fortaleció contra la hostilidad de Galerio buscando aliados. En 307 se casó con la hija de Maximiano, el viejo Emperador, quien pronto reconoció a su yerno como co-emperador. Ahora Galerio se enfrentó con tres amenazas en Occidente: Maximiano, su hijo Majencio y su yerno Constantino. Trató de penetrar en Italia, pero fue derrotado y rechazado.
Galerio apeló entonces a Diocleciano, en 310, y le pidió que hiciese algún arreglo. Diocleciano, por última vez, tomó las riendas del Imperio. Destituyó a Maximiano y nombró a Licinio (Valerius Licinianus Licinius) emperador de Occidente. Mantuvo en calma a Constantino, reconociéndolo como co-emperador.
Maximiano naturalmente se resistió a ser destituido por segunda vez y trató de enfrentarse con los otros. Pronto fue derrotado por Constantino, quien tenía la posición que deseaba sin Maximiano, ya no necesitaba más al viejo y, por ende, no tuvo escrúpulos en hacer ejecutar a su suegro.
Galerio murió en 311 (1064 A. U. C.) y fue sucedido por Maximino Daia, su César. Maximino Daia continuó la persecución de los cristianos y trató de consolidarse llegando a un acuerdo con Majencio, quien aún gobernaba Italia.
De este modo, la situación era propicia para una nueva guerra civil. Majencio en Italia y Maximino Daia en Asia Menor estaban frente a Constantino en la Galia y Licinio en las provincias danubianas.
Constantino invadió Italia en 312. Era la tercera vez que un ejército marchaba sobre Italia para combatir contra Majencio, pero, a diferencia de los dos primeros ejércitos, el de Constantino no fue rápidamente derrotado y expulsado. Constantino derrotó a las fuerzas de Majencio en el valle del Po y luego avanzó sobre la misma Roma. Majencio se dispuso a enfrentarlo y los dos ejércitos se encontraron en un puente del río Tíber (el Puente Milvio). Constantino trató de cruzarlo y Majencio pretendió impedírselo.
Antes de la batalla (según los posteriores historiadores cristianos), vio una cruz brillante en el cielo y, bajo ella, palabras que decían «in hoc signo vinces» («bajo este signo vencerás»). Se supone que esto alentó a Constantino, quien ordenó que se pusiera una insignia cristiana en los escudos de los soldados y luego los envió confiadamente a la batalla. Las fuerzas de Majencio fueron completamente derrotadas y el mismo Majencio halló la muerte. Constantino quedó dueño de Occidente y fue proclamado emperador por el Senado. Luego procedió a disolver definitivamente a la guardia pretoriana, con lo que llegó a su fin esta perturbadora banda que antaño había hecho y deshecho emperadores.
Se supuso que el signo de la cruz que Constantino había visto en el cielo lo llevó a convertirse al cristianismo, pero no fue así. Constantino fue durante toda su vida un político realista y, muy probablemente, lo que en verdad ocurrió fue que Constantino constituyó el primer emperador que llegó a la conclusión de que el futuro pertenecía al cristianismo. Decidió que no tenía objeto perseguir a la parte que seguramente iba a ganar. Era mejor unirse a ella, y lo hizo. Pero no se convirtió oficialmente al cristianismo hasta mucho después en su vida, cuando se persuadió de que era seguro hacerlo. (A fin de cuentas, los cristianos del Imperio siguieron siendo una minoría hasta el final mismo de su reinado.)
Constantino continuó cautelosamente rindiendo honores al Dios-Sol de su padre y no permitió que lo bautizaran hasta su lecho de muerte, para lavar sus pecados en un momento en que ya no estaba en condiciones de seguir cometiéndolos.
Pero si bien Constantino no se convirtió al cristianismo por la época de la batalla de Puente Milvio, empezó a adoptar medidas para hacer cristiano el Imperio, o al menos asegurarse la lealtad de los cristianos.
Licinio había derrotado a Maximino Daia en el Este, y los dos vencedores se reunieron en una especie de conferencia cumbre en Milán, en 313 (1066 A.U.C.). Allí, Constantino y Licinio promulgaron el «Edicto de Milán», que garantizaba la tolerancia religiosa en todo el Imperio. Los cristianos podían llevar a cabo su culto libremente, y por primera vez el cristianismo fue oficialmente una religión legal en el Imperio.
En ese mismo año murió Diocleciano. Desde su abdicación, había visto su intento de disponer una sucesión automática degenerar en guerra civil, y su tentativa de borrar el cristianismo fracasar completamente. Es muy probable que no le importase. En su palacio aislado, indudablemente pasó los años más felices de su vida. En verdad, cuando Maximiano escribió a Diocleciano unos años antes para instarlo a que tomase nuevamente las riendas del Imperio, se cuenta que Diocleciano le respondió: «Si vinieses a Salona y vieses los vegetales que cultivo en mi jardín con mis propias manos, no me hablarías del Imperio».
El insensato Maximiano siguió su camino hasta una muerte violenta, pero Diocleciano murió en la paz y la alegría, sabio hasta el fin.
Constancio I
Diocleciano tenía ideas definidas sobre cómo debía funcionar la tetrarquía. Cuando abdicó, obligó a abdicar también a su colega Augusto, Maximiano, para que ambos Césares, Galeno y Constancio, ascendieran simultáneamente. El paso siguiente fue designar dos nuevos Césares.
Idealmente, debían ser nombrados dos buenos soldados experimentados, firmes, capaces y leales. Más tarde, algún día sucederían a Galerio y Constancio y designarían otros buenos Césares. Si se podía hacer que el plan de Diocleciano funcionara, nunca habría ninguna disputa sobre la sucesión y los emperadores capaces se sucederían unos a otros.
Desgraciadamente, los seres humanos son seres humanos. Los dos Augustos podían discrepar sobre la selección de los Césares y considerar más capaces a parientes suyos antes que a extraños.
En este caso particular, fue Galerio quien sucedió directamente a Diocleciano y quien gobernó sobre el Imperio Romano de Oriente. No pudo por menos de considerarse como el Emperador-en-jefe, como lo había sido Diocleciano. Por ello, Galerio nombró inmediatamente dos Césares, uno para sí mismo y otro para Constancio; no se molestó en consultar a Constancio sobre la cuestión. (Probablemente, a Galerio le disgustaba Constancio por ser «suave con los cristianos», cosa que indudablemente era. Galerio hizo que las persecuciones a los cristianos continuasen durante todo su reinado.)
Galerio eligió para sí a uno de sus sobrinos, Maximino Daia, como César y sucesor, y para Constancio designó a uno de sus propios hombres, Severo (Flavius Valerius Severus).
El hijo del viejo co-emperador Maximiano, Majencio (Marcus Aurelius Valerius Maxentius), fue dejado de lado. Majencio, indignado por haber sido pasado por alto y pensando que tenía un derecho hereditario a la corona de su padre, se hizo proclamar emperador en Roma y llamó a su padre para que asumiese nuevamente el gobierno. (El viejo Maximiano, quien disfrutaba siendo emperador y estaba amargamente resentido por haberse visto obligado a abdicar, volvió gozoso al trono.)
Pero Galerio no estaba en modo alguno gozoso. Envió a Italia a Severo con un ejército, pero fue derrotado y muerto, y Majencio mantuvo la dominación de Italia.
Tampoco a Constancio le agradaba el nuevo acuerdo. También él tenía un hijo que había sido dejado de lado. Sin duda, Constancio habría emprendido una acción similar a la de Majencio, pero estaba ocupado en una campaña contra las tribus del norte de Britania. Luego, antes de poner fin a ésta, murió en el 306 en Eboracum, donde un siglo antes había muerto Septimio Severo.
Pero antes de morir, Constancio recomendó a sus tropas a su hijo Constantino (Gaius Flavius Valerius Aurelius Claudius Constantinus), y el joven, que sólo tenía dieciocho años en ese momento, pronto fue proclamado emperador. Como emperador, podemos llamarlo Constantino I, pues iba a haber muchos Constantinos después de él.
Constantino había nacido en 288, cuando su padre era gobernador de Iliria. Su ciudad natal era Naissus, la moderna Nish, en Yugoslavia, de modo que fue otro de los grandes ilirios. Al parecer, era hijo ilegítimo, pues su madre era una pobre mesonera que había cautivado a Constancio. (Como Constancio pasó buena parte de su vida posterior en Britania, surgió el mito —cuidadosamente patrocinado por los primitivos historiadores ingleses-— de que la madre de Constancio era una princesa británica, pero esto es sin duda falso.)
Constantino pasó su juventud en la corte de Diocleciano, pues el prudente Emperador lo retuvo como una especie de rehén de la buena conducta de su padre. Cuando Diocleciano abdicó, Constantino permaneció bajo la vigilancia de Galerio, aunque en un clima de mutuas sospechas. Mientras Constancio estuviese vivo, Galerio no haría daño al joven, pues provocaría una guerra civil. Pero cuando a Constantino le llegaron noticias de que su padre estaba agonizando, comprendió que para Galerio le sería más útil muerto que vivo.
Por ello, Constantino escapó y atravesó toda Europa huyendo de la persecución de los agentes del Emperador y llegó a Britania justo a tiempo para ver a su padre antes de morir y ser aclamado emperador inmediatamente después. (Según otra versión menos dramática, Constancio reclamó a su hijo inmediatamente después de la abdicación de Diocleciano, y Galerio, con alguna reluctancia envió al joven a su padre.)
Constantino se fortaleció contra la hostilidad de Galerio buscando aliados. En 307 se casó con la hija de Maximiano, el viejo Emperador, quien pronto reconoció a su yerno como co-emperador. Ahora Galerio se enfrentó con tres amenazas en Occidente: Maximiano, su hijo Majencio y su yerno Constantino. Trató de penetrar en Italia, pero fue derrotado y rechazado.
Galerio apeló entonces a Diocleciano, en 310, y le pidió que hiciese algún arreglo. Diocleciano, por última vez, tomó las riendas del Imperio. Destituyó a Maximiano y nombró a Licinio (Valerius Licinianus Licinius) emperador de Occidente. Mantuvo en calma a Constantino, reconociéndolo como co-emperador.
Maximiano naturalmente se resistió a ser destituido por segunda vez y trató de enfrentarse con los otros. Pronto fue derrotado por Constantino, quien tenía la posición que deseaba sin Maximiano, ya no necesitaba más al viejo y, por ende, no tuvo escrúpulos en hacer ejecutar a su suegro.
Galerio murió en 311 (1064 A. U. C.) y fue sucedido por Maximino Daia, su César. Maximino Daia continuó la persecución de los cristianos y trató de consolidarse llegando a un acuerdo con Majencio, quien aún gobernaba Italia.
De este modo, la situación era propicia para una nueva guerra civil. Majencio en Italia y Maximino Daia en Asia Menor estaban frente a Constantino en la Galia y Licinio en las provincias danubianas.
Constantino invadió Italia en 312. Era la tercera vez que un ejército marchaba sobre Italia para combatir contra Majencio, pero, a diferencia de los dos primeros ejércitos, el de Constantino no fue rápidamente derrotado y expulsado. Constantino derrotó a las fuerzas de Majencio en el valle del Po y luego avanzó sobre la misma Roma. Majencio se dispuso a enfrentarlo y los dos ejércitos se encontraron en un puente del río Tíber (el Puente Milvio). Constantino trató de cruzarlo y Majencio pretendió impedírselo.
Antes de la batalla (según los posteriores historiadores cristianos), vio una cruz brillante en el cielo y, bajo ella, palabras que decían «in hoc signo vinces» («bajo este signo vencerás»). Se supone que esto alentó a Constantino, quien ordenó que se pusiera una insignia cristiana en los escudos de los soldados y luego los envió confiadamente a la batalla. Las fuerzas de Majencio fueron completamente derrotadas y el mismo Majencio halló la muerte. Constantino quedó dueño de Occidente y fue proclamado emperador por el Senado. Luego procedió a disolver definitivamente a la guardia pretoriana, con lo que llegó a su fin esta perturbadora banda que antaño había hecho y deshecho emperadores.
Se supuso que el signo de la cruz que Constantino había visto en el cielo lo llevó a convertirse al cristianismo, pero no fue así. Constantino fue durante toda su vida un político realista y, muy probablemente, lo que en verdad ocurrió fue que Constantino constituyó el primer emperador que llegó a la conclusión de que el futuro pertenecía al cristianismo. Decidió que no tenía objeto perseguir a la parte que seguramente iba a ganar. Era mejor unirse a ella, y lo hizo. Pero no se convirtió oficialmente al cristianismo hasta mucho después en su vida, cuando se persuadió de que era seguro hacerlo. (A fin de cuentas, los cristianos del Imperio siguieron siendo una minoría hasta el final mismo de su reinado.)
Constantino continuó cautelosamente rindiendo honores al Dios-Sol de su padre y no permitió que lo bautizaran hasta su lecho de muerte, para lavar sus pecados en un momento en que ya no estaba en condiciones de seguir cometiéndolos.
Pero si bien Constantino no se convirtió al cristianismo por la época de la batalla de Puente Milvio, empezó a adoptar medidas para hacer cristiano el Imperio, o al menos asegurarse la lealtad de los cristianos.
Licinio había derrotado a Maximino Daia en el Este, y los dos vencedores se reunieron en una especie de conferencia cumbre en Milán, en 313 (1066 A.U.C.). Allí, Constantino y Licinio promulgaron el «Edicto de Milán», que garantizaba la tolerancia religiosa en todo el Imperio. Los cristianos podían llevar a cabo su culto libremente, y por primera vez el cristianismo fue oficialmente una religión legal en el Imperio.
En ese mismo año murió Diocleciano. Desde su abdicación, había visto su intento de disponer una sucesión automática degenerar en guerra civil, y su tentativa de borrar el cristianismo fracasar completamente. Es muy probable que no le importase. En su palacio aislado, indudablemente pasó los años más felices de su vida. En verdad, cuando Maximiano escribió a Diocleciano unos años antes para instarlo a que tomase nuevamente las riendas del Imperio, se cuenta que Diocleciano le respondió: «Si vinieses a Salona y vieses los vegetales que cultivo en mi jardín con mis propias manos, no me hablarías del Imperio».
El insensato Maximiano siguió su camino hasta una muerte violenta, pero Diocleciano murió en la paz y la alegría, sabio hasta el fin.
viernes, noviembre 18
parte 32. los obispos
Los obispos
Pero el nuevo sistema de Diocleciano no era el único poder importante en el Imperio. Los desórdenes de las generaciones anteriores habían provocado un gran aumento de la fuerza del cristianismo, pese a las persecuciones de Decio y Valerio. Ahora, en la época de Diocleciano, casi el diez por ciento de la población del Imperio era cristiana. Y era un diez por ciento importante, pues los cristianos estaban bien organizados y solían ser fervientes en sus creencias, mientras que la mayoría pagana tendía a ser tibia o indiferente.
Las causas del crecimiento del cristianismo fueron varías. Entre otras, la inminente desintegración del Imperio hacía parecer más probable que las cosas del mundo estuvieran llegando a su fin y que se produjera el predicho segundo advenimiento de Cristo. Esto aumentaba el fervor de los que ya eran cristianos y convencía a los vacilantes. También, la decadencia de la sociedad y las crecientes penurias que sufrían los hombres hacían este mundo menos atractivo y la promesa del otro mundo más deseable. Esto hacía al cristianismo más atractivo para muchos que hallaban ese otro mundo más convincente que el ofrecido por los diversos misterios no cristianos. Asimismo, la Iglesia, que fortalecía su organización y eficiencia mientras el Imperio perdía las suyas, parecía cada vez más una roca segura en un mundo perturbado y miserable.
Por otro lado, la Iglesia, al aumentar el número de sus adeptos, se vio sumergida en nuevos problemas. Ya no era un puñado de visionarios, ardientes de celo por el martirio. Hombres y mujeres de todas las clases y condiciones eran ahora cristianos, muchos de ellos gente común que deseaba vivir vidas comunes. Por ello, el cristianismo se hizo cada vez más sosegado y hasta «respetable».
La presión por parte de los cristianos comunes estaba dirigida a aumentar el brillo del ceremonial y a la multiplicación de los objetos para venerar. Un monoteísmo frío, austero y absoluto carecía de dramatismo. Por ello, se proporcionaba ese dramatismo aumentando la importancia del principio femenino en la forma de la madre de Jesús, María, y la adición de muchos santos y mártires. Los ritos en su honor, a menudo adaptaciones de diversos ritos paganos, se hicieron más complejos, y esto también contribuyó a difundir el cristianismo; pues a medida que disminuían las diferencias superficiales entre los rituales del paganismo y el cristianismo, se hizo más fácil para la gente atravesar la frontera hacia este último.
Pero a medida que la forma del culto se hizo más compleja y el número de feligreses aumentó, se hizo más fácil que se desarrollasen diferencias de detalle. Las diferencias en el ritual podían aparecer y, lentamente, hacerse más pronunciadas de una provincia a otra y de una iglesia a otra. Hasta dentro de una misma iglesia podía haber quienes favoreciesen un punto de vista o un tipo de conducta en vez de otra.
Para quienes no estaban sumergidos en la cuestión, las variaciones podían parecer secundarías, sin importancia y apenas dignas de algo más que un encogimiento de hombros. Mas para quienes creían que cada elemento del credo y el ritual era parte de una cadena que conducía al Cielo y que toda desviación de él implicaba la condena al Infierno, tales variaciones no podían ser secundarias. No sólo eran cuestión de vida o muerte, sino también de vida eterna o muerte eterna.
Así, las diferencias en el ritual podían conducir a una especie de guerra civil dentro de la Iglesia, hacerla pedazos y, finalmente, destruirla. El que esto no ocurriese a la larga se debió al hecho de que la Iglesia gradualmente edificó una jerarquía compleja que decidió sobre cuestiones de creencia y ritual autoritariamente desde arriba.
De este modo, las iglesias y el clero de una región fueron colocados bajo un obispo (de la palabra griega «epíscopos», que significa «supervisor»), quien tenía autoridad para decidir en puntos discutidos de la religión.
Pero, ¿qué ocurría si el obispo de una región discrepaba con el de otra? Esto podía suceder, desde luego, y con frecuencia ocurrió, pero desde fines del siglo III se generalizó la costumbre de realizar «sínodos» (de una palabra griega que significa «reunión») en los que los obispos se reunían y discutían a fondo los puntos en disputa. Creció el sentimiento de que los acuerdos alcanzados en tales sínodos debían ser defendidos por todos los obispos, para que toda la cristiandad sostuviese un solo conjunto de concepciones y siguiese un solo conjunto de pautas en el ritual.
Había sólo una Iglesia, según esta corriente de pensamiento, una Iglesia Universal o, usando la palabra griega que significa «universal», una Iglesia Católica.
Las decisiones forjadas por los obispos, pues, eran las concepciones ortodoxas de la Iglesia Católica, y todas las demás eran herejías.
En principio, todos los obispos eran iguales, pero no ocurría así en la realidad. Los grandes centros de población tenían el mayor número de cristianos y las iglesias más influyentes. Esas iglesias atraían a los hombres más capaces y, como es de suponer, los obispos de ciudades como Antioquía y Alejandría serían grandes hombres, llenos de literatura y saber, que escribían sus grandes volúmenes y dirigían facciones poderosas entre los obispos.
En verdad, hubo varias ciudades importantes en la mitad oriental del Imperio, cuyos obispos a menudo andaban a la greña unos con otros. La mitad occidental del Imperio, donde generalmente los cristianos eran menos numerosos y menos poderosos, tenía sólo un obispo importante en tiempos de Diocleciano: el obispo de Roma.
En general, el Occidente era menos culto que el Este, tenía una tradición filosófica e intelectual más débil y estaba mucho menos envuelto en las disputas religiosas de la época. Ninguno de los primeros obispos de Roma fue un autor destacado o un gran polemista. Eran hombres moderados, quienes en todas las cuestiones del momento nunca defendieron causas perdidas o concepciones minoritarias. Esto significaba que el obispo de Roma fue el único gran obispado que nunca fue manchado por la herejía. Fue ortodoxo del principio al fin.
Además, alrededor de Roma se sentía el perfume del poder mundial. Fuese Roma o no realmente el centro del gobierno, era Roma la que dominaba el mundo en la mente de los hombres, y a muchos les parecía que el obispo de Roma era el equivalente eclesiástico del emperador romano. Esto fue así tanto más cuanto que era fuerte la tradición según la cual el primer obispo de Roma había sido el mismo Pedro, el primero de los discípulos de Jesús.
Por ello, aunque el obispo de Roma, en los primeros siglos, no tenía un brillo particular en comparación con los obispos de Alejandría y Antioquía, y aun con los de ciudades como Cartago, el futuro (al menos para gran parte del mundo cristiano) era totalmente suyo.
Diocleciano, pues, al contemplar su imperio halló que su autoridad era desafiada por otra, la de la Iglesia. Esto le fastidió y, según algunas historias, fastidió a su César y sucesor, Galerio, aún más.
En 303, a instancias de Galerio, Diocleciano inició una intensa campaña contra todos los cristianos, y más contra la organización de la Iglesia (la cual era lo que Diocleciano realmente temía) que contra los creyentes individualmente. Las iglesias fueron destruidas, las cruces quebradas y los libros sagrados arrancados de los obispos y luego quemados. A veces, cuando las muchedumbres paganas se descontrolaban, se mataba a cristianos. Naturalmente, los cristianos fueron despedidos de todos los cargos, expulsados del ejército, alejados de las cortes y, en general, acosados de todas maneras.
Fue la última y la más intensa persecución física organizada de cristianos en el Imperio, pero se extendió por todo el Imperio. Constancio Cloro, el más benévolo de los cuatro gobernantes del Imperio, hizo que su parte de los dominios romanos quedase exenta de persecuciones, aunque él no era cristiano, sino un devoto del Dios-Sol.
La acción de Diocleciano de iniciar la persecución fue el último acto importante de su reinado. Estaba totalmente harto de gobernar el Imperio. Su decepcionante viaje a Roma lo amargó y deprimió, y poco después de retornar a Nicomedia cayó enfermo. Se estaba acercando a los sesenta años, había sido emperador durante veinte y ya tenía bastante. Galerio, sucesor al trono, estaba totalmente dispuesto a, y hasta ansioso de, suceder a Diocleciano, y urgió al Emperador a abdicar. En 305 (1058 A. U. C.), lo hizo. Es muy poco común en la historia del mundo que un gobernante abdique por su propia voluntad, sencillamente porque se siente viejo y cansado, pero a veces ocurre. Diocleciano es un ejemplo de ello.
El ex emperador se retiró a la ciudad de Salona, cerca de la aldea donde había nacido, y allí construyó un gran palacio donde pasó los últimos ocho años de su vida. (Más tarde, el palacio cayó en ruinas, pero cuando la ciudad de Salona fue destruida por las invasiones bárbaras, tres siglos después de Domiciano, algunos de sus habitantes se trasladaron a las ruinas del palacio y construyeron allí sus hogares. Fueron los comienzos de la ciudad de Spalatum, llamada Spalato por los italianos y Split por los yugoslavos.)
Pero el nuevo sistema de Diocleciano no era el único poder importante en el Imperio. Los desórdenes de las generaciones anteriores habían provocado un gran aumento de la fuerza del cristianismo, pese a las persecuciones de Decio y Valerio. Ahora, en la época de Diocleciano, casi el diez por ciento de la población del Imperio era cristiana. Y era un diez por ciento importante, pues los cristianos estaban bien organizados y solían ser fervientes en sus creencias, mientras que la mayoría pagana tendía a ser tibia o indiferente.
Las causas del crecimiento del cristianismo fueron varías. Entre otras, la inminente desintegración del Imperio hacía parecer más probable que las cosas del mundo estuvieran llegando a su fin y que se produjera el predicho segundo advenimiento de Cristo. Esto aumentaba el fervor de los que ya eran cristianos y convencía a los vacilantes. También, la decadencia de la sociedad y las crecientes penurias que sufrían los hombres hacían este mundo menos atractivo y la promesa del otro mundo más deseable. Esto hacía al cristianismo más atractivo para muchos que hallaban ese otro mundo más convincente que el ofrecido por los diversos misterios no cristianos. Asimismo, la Iglesia, que fortalecía su organización y eficiencia mientras el Imperio perdía las suyas, parecía cada vez más una roca segura en un mundo perturbado y miserable.
Por otro lado, la Iglesia, al aumentar el número de sus adeptos, se vio sumergida en nuevos problemas. Ya no era un puñado de visionarios, ardientes de celo por el martirio. Hombres y mujeres de todas las clases y condiciones eran ahora cristianos, muchos de ellos gente común que deseaba vivir vidas comunes. Por ello, el cristianismo se hizo cada vez más sosegado y hasta «respetable».
La presión por parte de los cristianos comunes estaba dirigida a aumentar el brillo del ceremonial y a la multiplicación de los objetos para venerar. Un monoteísmo frío, austero y absoluto carecía de dramatismo. Por ello, se proporcionaba ese dramatismo aumentando la importancia del principio femenino en la forma de la madre de Jesús, María, y la adición de muchos santos y mártires. Los ritos en su honor, a menudo adaptaciones de diversos ritos paganos, se hicieron más complejos, y esto también contribuyó a difundir el cristianismo; pues a medida que disminuían las diferencias superficiales entre los rituales del paganismo y el cristianismo, se hizo más fácil para la gente atravesar la frontera hacia este último.
Pero a medida que la forma del culto se hizo más compleja y el número de feligreses aumentó, se hizo más fácil que se desarrollasen diferencias de detalle. Las diferencias en el ritual podían aparecer y, lentamente, hacerse más pronunciadas de una provincia a otra y de una iglesia a otra. Hasta dentro de una misma iglesia podía haber quienes favoreciesen un punto de vista o un tipo de conducta en vez de otra.
Para quienes no estaban sumergidos en la cuestión, las variaciones podían parecer secundarías, sin importancia y apenas dignas de algo más que un encogimiento de hombros. Mas para quienes creían que cada elemento del credo y el ritual era parte de una cadena que conducía al Cielo y que toda desviación de él implicaba la condena al Infierno, tales variaciones no podían ser secundarias. No sólo eran cuestión de vida o muerte, sino también de vida eterna o muerte eterna.
Así, las diferencias en el ritual podían conducir a una especie de guerra civil dentro de la Iglesia, hacerla pedazos y, finalmente, destruirla. El que esto no ocurriese a la larga se debió al hecho de que la Iglesia gradualmente edificó una jerarquía compleja que decidió sobre cuestiones de creencia y ritual autoritariamente desde arriba.
De este modo, las iglesias y el clero de una región fueron colocados bajo un obispo (de la palabra griega «epíscopos», que significa «supervisor»), quien tenía autoridad para decidir en puntos discutidos de la religión.
Pero, ¿qué ocurría si el obispo de una región discrepaba con el de otra? Esto podía suceder, desde luego, y con frecuencia ocurrió, pero desde fines del siglo III se generalizó la costumbre de realizar «sínodos» (de una palabra griega que significa «reunión») en los que los obispos se reunían y discutían a fondo los puntos en disputa. Creció el sentimiento de que los acuerdos alcanzados en tales sínodos debían ser defendidos por todos los obispos, para que toda la cristiandad sostuviese un solo conjunto de concepciones y siguiese un solo conjunto de pautas en el ritual.
Había sólo una Iglesia, según esta corriente de pensamiento, una Iglesia Universal o, usando la palabra griega que significa «universal», una Iglesia Católica.
Las decisiones forjadas por los obispos, pues, eran las concepciones ortodoxas de la Iglesia Católica, y todas las demás eran herejías.
En principio, todos los obispos eran iguales, pero no ocurría así en la realidad. Los grandes centros de población tenían el mayor número de cristianos y las iglesias más influyentes. Esas iglesias atraían a los hombres más capaces y, como es de suponer, los obispos de ciudades como Antioquía y Alejandría serían grandes hombres, llenos de literatura y saber, que escribían sus grandes volúmenes y dirigían facciones poderosas entre los obispos.
En verdad, hubo varias ciudades importantes en la mitad oriental del Imperio, cuyos obispos a menudo andaban a la greña unos con otros. La mitad occidental del Imperio, donde generalmente los cristianos eran menos numerosos y menos poderosos, tenía sólo un obispo importante en tiempos de Diocleciano: el obispo de Roma.
En general, el Occidente era menos culto que el Este, tenía una tradición filosófica e intelectual más débil y estaba mucho menos envuelto en las disputas religiosas de la época. Ninguno de los primeros obispos de Roma fue un autor destacado o un gran polemista. Eran hombres moderados, quienes en todas las cuestiones del momento nunca defendieron causas perdidas o concepciones minoritarias. Esto significaba que el obispo de Roma fue el único gran obispado que nunca fue manchado por la herejía. Fue ortodoxo del principio al fin.
Además, alrededor de Roma se sentía el perfume del poder mundial. Fuese Roma o no realmente el centro del gobierno, era Roma la que dominaba el mundo en la mente de los hombres, y a muchos les parecía que el obispo de Roma era el equivalente eclesiástico del emperador romano. Esto fue así tanto más cuanto que era fuerte la tradición según la cual el primer obispo de Roma había sido el mismo Pedro, el primero de los discípulos de Jesús.
Por ello, aunque el obispo de Roma, en los primeros siglos, no tenía un brillo particular en comparación con los obispos de Alejandría y Antioquía, y aun con los de ciudades como Cartago, el futuro (al menos para gran parte del mundo cristiano) era totalmente suyo.
Diocleciano, pues, al contemplar su imperio halló que su autoridad era desafiada por otra, la de la Iglesia. Esto le fastidió y, según algunas historias, fastidió a su César y sucesor, Galerio, aún más.
En 303, a instancias de Galerio, Diocleciano inició una intensa campaña contra todos los cristianos, y más contra la organización de la Iglesia (la cual era lo que Diocleciano realmente temía) que contra los creyentes individualmente. Las iglesias fueron destruidas, las cruces quebradas y los libros sagrados arrancados de los obispos y luego quemados. A veces, cuando las muchedumbres paganas se descontrolaban, se mataba a cristianos. Naturalmente, los cristianos fueron despedidos de todos los cargos, expulsados del ejército, alejados de las cortes y, en general, acosados de todas maneras.
Fue la última y la más intensa persecución física organizada de cristianos en el Imperio, pero se extendió por todo el Imperio. Constancio Cloro, el más benévolo de los cuatro gobernantes del Imperio, hizo que su parte de los dominios romanos quedase exenta de persecuciones, aunque él no era cristiano, sino un devoto del Dios-Sol.
La acción de Diocleciano de iniciar la persecución fue el último acto importante de su reinado. Estaba totalmente harto de gobernar el Imperio. Su decepcionante viaje a Roma lo amargó y deprimió, y poco después de retornar a Nicomedia cayó enfermo. Se estaba acercando a los sesenta años, había sido emperador durante veinte y ya tenía bastante. Galerio, sucesor al trono, estaba totalmente dispuesto a, y hasta ansioso de, suceder a Diocleciano, y urgió al Emperador a abdicar. En 305 (1058 A. U. C.), lo hizo. Es muy poco común en la historia del mundo que un gobernante abdique por su propia voluntad, sencillamente porque se siente viejo y cansado, pero a veces ocurre. Diocleciano es un ejemplo de ello.
El ex emperador se retiró a la ciudad de Salona, cerca de la aldea donde había nacido, y allí construyó un gran palacio donde pasó los últimos ocho años de su vida. (Más tarde, el palacio cayó en ruinas, pero cuando la ciudad de Salona fue destruida por las invasiones bárbaras, tres siglos después de Domiciano, algunos de sus habitantes se trasladaron a las ruinas del palacio y construyeron allí sus hogares. Fueron los comienzos de la ciudad de Spalatum, llamada Spalato por los italianos y Split por los yugoslavos.)
jueves, noviembre 17
parte 31. la tretarquía
La tetrarquía
El impulso hacia la estabilización dado por Diocleciano se facilitó por su comprensión de que no podía llevar a cabo él solo toda la tarea. Había demasiados problemas, el Imperio estaba demasiado dañado y las fronteras demasiado debilitadas en muchos lugares para que un solo hombre hiciera frente a todo. Por consiguiente. Diocleciano decidió adoptar un asociado.
Esto ya se había hecho antes. Marco Aurelio había gobernado con Lucio Vero como co-emperador, y el Imperio estuvo bajo el doble gobierno («diarquía») durante ocho años. Desde entonces, varios de los emperadores de reinados breves asociaron al gobierno a sus hijos y otros parientes.
Tales divisiones siempre habían sido recursos de urgencia y nunca habían constituido una política oficial. Ahora Diocleciano trató de hacerla oficial. En 286 (1039 A. U. C.) nombró colega suyo a un viejo amigo, Maximiano (Marcus Aurelius Valerius Maximianus). Maximiano, un panonio, tenía aproximadamente la edad de Diocleciano y, como él, era de origen campesino. Al igual que Diocleciano, había ascendido de soldado raso hasta el rango de general; pero, a diferencia de Diocleciano, no era particularmente brillante. Diocleciano vio en él a alguien en quien podía confiar que emprendería todas las acciones militares efectivas y cumpliría sus órdenes sin discusión, pero que no tendría el ánimo ni la capacidad para volverse contra su amo.
Diocleciano se reservó la mitad oriental del Imperio y dejó a Maximiano la mitad occidental; el límite entre los dos ámbitos pasaba por el estrecho que separa el talón de la bota italiana de la Grecia septentrional. Esta división subsistió, a intervalos, en los reinados siguientes, por lo que a partir de 286 podemos hablar de un «Imperio Romano Occidental» y un «Imperio Romano Oriental». Esto no significa en absoluto que el Imperio Romano estuviese dividido en dos naciones. En teoría, seguía siendo un imperio indivisible hasta su verdadero final en la historia. La división era puramente administrativa.
Podría parecer que Maximiano recibió la mejor parte, pues el Imperio Romano Occidental era mayor que el Imperio Romano Oriental. Además, el primero era de habla latina e incluía a Italia y Roma. Pero esto era de poca importancia.
El Imperio Romano Oriental era más pequeño y de habla griega, además de estar lejos de la antigua tradición romana. Sin embargo, era más rico. Roma no tenía más que una significación sentimental, y Nicomedia era el verdadero centro del gobierno, no Roma. Ni siquiera Maximiano, que asumió su puesto en el Oeste, hizo de Roma su capital. Permaneció en Mediolanum (la moderna Milán), en general, porque era un lugar más adecuado para la vigilancia contra las incursiones bárbaras a través del Rin y el Danubio superior. (No obstante, Roma conservó ciertos derechos tradicionales. Aún había alimentos y juegos gratuitos para el populacho, en recuerdo del pasado y del hecho de que Roma antaño había conquistado el mundo.)
Además, la mitad occidental del Imperio no era ninguna sinecura a la sazón. Maximiano tuvo que hacer frente a muchos problemas internos. Los campesinos de la Galia se rebelaron y formaron bandas que merodeaban sin destino fijo, incendiando y destruyendo cuanto encontraban en su paso, en una especie de furiosa desesperación por hallarse en una sociedad que los esquilmaba implacablemente sin darles nada a cambio.
No hizo ningún bien a los campesinos, excepto algún momentáneo placer que pudiesen derivar de apoderarse de las posesiones de los ricos. Maximiano libró una guerra regular contra ellos, enfrentando sus muchedumbres semidesarmadas con sus legiones llenas de bárbaros, haciendo gran matanza entre ellos, hasta que los sobrevivientes fueron obligados a someterse.
Y mientras Maximiano aporreaba a los campesinos galos con una mano, trataba de salvar a Britania con la otra. Los bárbaros germanos se habían lanzado al mar e hicieron correrías por la isla. Por ello, Maximiano se vio obligado a construir una flota. La idea era buena, pero el plan fracasó. El almirante puesto al mando de la flota llegó a un arreglo con los bárbaros y se proclamó emperador en Britania. Utilizando la flota (que ahora era suya), impuso su reconocimiento a todo lo largo de las costas atlánticas del Imperio. Maximiano había recibido plenos poderes imperiales en un total plano de igualdad con Diocleciano, de modo que pudo hacer libremente la guerra contra el rebelde sin tener que consultar con Diocleciano cada medida. Pero aun así, Maximiano tuvo mala suerte. Se construyó una flota propia, pero la perdió en una tormenta y, por el momento, no pudo hacer más que rechinar los dientes.
Diocleciano pensó que ni siquiera dos gobernantes eran suficientes, por lo que en 293 (1046 A. U. C.) dobló su número. El y Maximiano, ambos con el título de Augusto, adoptaron cada uno un sucesor, con el título de César. Esto les daría a Diocleciano y Maximiano un ayudante que necesitaban mucho y, además, resolvería el problema de la sucesión, ya que, en teoría, los Césares ascenderían para convertirse en Augustos con el tiempo, y estarían mejor preparados para el cargo supremo, dada la experiencia que ganarían en el segundo puesto.
Diocleciano eligió como César a Galerio (Gaius Galerius Valerius Maximianus), quien se casó con la hija del Emperador y, así, se convirtió en su yerno tanto como en su sucesor elegido. Galerio, que contaba poco más de cuarenta años, tenía una buena hoja de servicios como soldado y fue puesto al frente de las provincias europeas al sur del Danubio, inclusive Tracia, que era su provincia de nacimiento. Diocleciano se reservó Asia y Egipto.
Maximiano también dio su hija al hombre que eligió como César. Este era Flavius Valerius Constantius, que no es conocido comúnmente como Constancio Cloro (es decir, «Constancio el Pálido, probablemente por su piel clara). También se le podría llamar Constancio I, para distinguirlo de su nieto que iba a gobernar medio siglo más tarde con el nombre de Constancio II.
Constancio era otro ilirio que había gobernado su provincia natal antes de su ascenso, no sólo con eficiencia, sino también con suavidad y humanidad (cualidades bastante raras en esa época). Constancio recibió España, la Galia y Britania como jurisdicción, mientras Maximiano se reservó Italia y África.
Esta cuádruple división (una «tetrarquía»), hizo cambiar las cosas. Constancio se enfrentó con los ejércitos rebeldes en Britania y Galia. Aseguró la frontera del Rin y luego concentró su atención en Britania. Después de construir otra flota, la usó para desembarcar en la isla. Para el 300 la autoridad imperial había sido restaurada allí, y Constancio hizo de Britania su sede favorita de gobierno, rigiéndola con suavidad y equidad.
Mientras, en el Este, Diocleciano marchó a Egipto para reprimir la revuelta de un general, a la par que daba a Galerio instrucciones para que se ocupase de Persia. Ambas misiones fueron realizadas con éxito, y en 300 hubo paz de un extremo del Imperio al otro, y todas las fronteras estaban, por milagro, intactas.
En 303 (1056 A. U. C.), Diocleciano se dirigió a Roma para que él y Maximiano fuesen honrados con un triunfo. Pero no fue una ocasión feliz. A Diocleciano le disgustaba Roma, y Roma le devolvía el cumplido. Diocleciano hizo construir allí baños, así como una biblioteca, un museo y otros edificios, pero todo esto era un pobre consuelo para los romanos. Se mostraron hoscos ante el emperador romano que había abandonado a la antigua capital y le hicieron objeto de sus burlas y sarcasmos. Por ello, Diocleciano dejó Roma repentinamente, después de haber estado en ella sólo un mes. El mundo había cambiado, en verdad.
En dieciséis años, pues, Diocleciano había realizado una hazaña que debe de haber parecido sobrehumana. No sólo era aún emperador, sino que dominaba a otros tres emperadores o casi-emperadores.
Su reorganización interna también se mantuvo. El Imperio estaba dividido ahora en cuatro «prefecturas», así llamadas porque a su frente había «prefectos» (de una palabra latina que significa «poner por encima»). Ellas eran:
1) las provincias europeas situadas al noroeste de Italia; 2) Italia y África al oeste de Egipto; 3) las provincias europeas situadas al este de Italia, y 4) Asia y Egipto.
Cada una de ellas estaba bajo el gobierno de uno de los Césares o Augustos. Cada prefectura, a su vez, se dividía en varias diócesis (de una palabra latina que significaba «gobierno de la casa», que era lo que se esperaba de un gobernador que hiciera bien, por así decir). El gobernador de una diócesis era un «vicario» (esto es, un «subordinado del prefecto; la misma palabra figura en voces como «vicepresidente»). Cada diócesis se dividía en provincias, de las que había bastante más de cien en el Imperio. Cada provincia era lo suficientemente pequeña como para que un gobernador la administrase cómodamente, y todos los hilos de mando terminaban en el emperador, quien usaba un complejo servicio secreto para mantener la vigilancia personal sobre los diversos funcionarios.
La organización del ámbito militar era en un todo independiente del gobierno civil, pero seguía líneas paralelas. Cada provincia tenía su guarnición al mando de un «dux» (o «líder»). Algunos jefes del ejército eran llamados «comes» (que significa «compañero», es decir, compañero del emperador).
La reorganización establecida por Diocleciano y sus sucesores era pesada y rígida, y la presencia de cuatro cortes imperiales y todos los funcionarios que se necesitaba para mantener bien coordinadas a las cuatro eran sumamente costosos. Sin embargo, mantuvo unido al Imperio durante dos siglos más, y partes de ella mantuvieron una tradición continua durante más de mil años.
Aún después de que el Imperio dejara de existir, los nuevos reinos que lo reemplazaron conservaron partes de la organización tradicional, y algunos de los títulos se han mantenido hasta el presente. Lo que los romanos llaman «dux» y «comes» se convirtió en lo que hoy llamamos «duque» y «conde». Más aún, la organización imperial tal como existía bajo Diocleciano y sus sucesores fue imitada por la organización creciente de la Iglesia. Y hasta hoy la Iglesia Católica llama a la zona que está bajo la jurisdicción de un obispo una «diócesis»; y también tiene sus vicarios.
El impulso hacia la estabilización dado por Diocleciano se facilitó por su comprensión de que no podía llevar a cabo él solo toda la tarea. Había demasiados problemas, el Imperio estaba demasiado dañado y las fronteras demasiado debilitadas en muchos lugares para que un solo hombre hiciera frente a todo. Por consiguiente. Diocleciano decidió adoptar un asociado.
Esto ya se había hecho antes. Marco Aurelio había gobernado con Lucio Vero como co-emperador, y el Imperio estuvo bajo el doble gobierno («diarquía») durante ocho años. Desde entonces, varios de los emperadores de reinados breves asociaron al gobierno a sus hijos y otros parientes.
Tales divisiones siempre habían sido recursos de urgencia y nunca habían constituido una política oficial. Ahora Diocleciano trató de hacerla oficial. En 286 (1039 A. U. C.) nombró colega suyo a un viejo amigo, Maximiano (Marcus Aurelius Valerius Maximianus). Maximiano, un panonio, tenía aproximadamente la edad de Diocleciano y, como él, era de origen campesino. Al igual que Diocleciano, había ascendido de soldado raso hasta el rango de general; pero, a diferencia de Diocleciano, no era particularmente brillante. Diocleciano vio en él a alguien en quien podía confiar que emprendería todas las acciones militares efectivas y cumpliría sus órdenes sin discusión, pero que no tendría el ánimo ni la capacidad para volverse contra su amo.
Diocleciano se reservó la mitad oriental del Imperio y dejó a Maximiano la mitad occidental; el límite entre los dos ámbitos pasaba por el estrecho que separa el talón de la bota italiana de la Grecia septentrional. Esta división subsistió, a intervalos, en los reinados siguientes, por lo que a partir de 286 podemos hablar de un «Imperio Romano Occidental» y un «Imperio Romano Oriental». Esto no significa en absoluto que el Imperio Romano estuviese dividido en dos naciones. En teoría, seguía siendo un imperio indivisible hasta su verdadero final en la historia. La división era puramente administrativa.
Podría parecer que Maximiano recibió la mejor parte, pues el Imperio Romano Occidental era mayor que el Imperio Romano Oriental. Además, el primero era de habla latina e incluía a Italia y Roma. Pero esto era de poca importancia.
El Imperio Romano Oriental era más pequeño y de habla griega, además de estar lejos de la antigua tradición romana. Sin embargo, era más rico. Roma no tenía más que una significación sentimental, y Nicomedia era el verdadero centro del gobierno, no Roma. Ni siquiera Maximiano, que asumió su puesto en el Oeste, hizo de Roma su capital. Permaneció en Mediolanum (la moderna Milán), en general, porque era un lugar más adecuado para la vigilancia contra las incursiones bárbaras a través del Rin y el Danubio superior. (No obstante, Roma conservó ciertos derechos tradicionales. Aún había alimentos y juegos gratuitos para el populacho, en recuerdo del pasado y del hecho de que Roma antaño había conquistado el mundo.)
Además, la mitad occidental del Imperio no era ninguna sinecura a la sazón. Maximiano tuvo que hacer frente a muchos problemas internos. Los campesinos de la Galia se rebelaron y formaron bandas que merodeaban sin destino fijo, incendiando y destruyendo cuanto encontraban en su paso, en una especie de furiosa desesperación por hallarse en una sociedad que los esquilmaba implacablemente sin darles nada a cambio.
No hizo ningún bien a los campesinos, excepto algún momentáneo placer que pudiesen derivar de apoderarse de las posesiones de los ricos. Maximiano libró una guerra regular contra ellos, enfrentando sus muchedumbres semidesarmadas con sus legiones llenas de bárbaros, haciendo gran matanza entre ellos, hasta que los sobrevivientes fueron obligados a someterse.
Y mientras Maximiano aporreaba a los campesinos galos con una mano, trataba de salvar a Britania con la otra. Los bárbaros germanos se habían lanzado al mar e hicieron correrías por la isla. Por ello, Maximiano se vio obligado a construir una flota. La idea era buena, pero el plan fracasó. El almirante puesto al mando de la flota llegó a un arreglo con los bárbaros y se proclamó emperador en Britania. Utilizando la flota (que ahora era suya), impuso su reconocimiento a todo lo largo de las costas atlánticas del Imperio. Maximiano había recibido plenos poderes imperiales en un total plano de igualdad con Diocleciano, de modo que pudo hacer libremente la guerra contra el rebelde sin tener que consultar con Diocleciano cada medida. Pero aun así, Maximiano tuvo mala suerte. Se construyó una flota propia, pero la perdió en una tormenta y, por el momento, no pudo hacer más que rechinar los dientes.
Diocleciano pensó que ni siquiera dos gobernantes eran suficientes, por lo que en 293 (1046 A. U. C.) dobló su número. El y Maximiano, ambos con el título de Augusto, adoptaron cada uno un sucesor, con el título de César. Esto les daría a Diocleciano y Maximiano un ayudante que necesitaban mucho y, además, resolvería el problema de la sucesión, ya que, en teoría, los Césares ascenderían para convertirse en Augustos con el tiempo, y estarían mejor preparados para el cargo supremo, dada la experiencia que ganarían en el segundo puesto.
Diocleciano eligió como César a Galerio (Gaius Galerius Valerius Maximianus), quien se casó con la hija del Emperador y, así, se convirtió en su yerno tanto como en su sucesor elegido. Galerio, que contaba poco más de cuarenta años, tenía una buena hoja de servicios como soldado y fue puesto al frente de las provincias europeas al sur del Danubio, inclusive Tracia, que era su provincia de nacimiento. Diocleciano se reservó Asia y Egipto.
Maximiano también dio su hija al hombre que eligió como César. Este era Flavius Valerius Constantius, que no es conocido comúnmente como Constancio Cloro (es decir, «Constancio el Pálido, probablemente por su piel clara). También se le podría llamar Constancio I, para distinguirlo de su nieto que iba a gobernar medio siglo más tarde con el nombre de Constancio II.
Constancio era otro ilirio que había gobernado su provincia natal antes de su ascenso, no sólo con eficiencia, sino también con suavidad y humanidad (cualidades bastante raras en esa época). Constancio recibió España, la Galia y Britania como jurisdicción, mientras Maximiano se reservó Italia y África.
Esta cuádruple división (una «tetrarquía»), hizo cambiar las cosas. Constancio se enfrentó con los ejércitos rebeldes en Britania y Galia. Aseguró la frontera del Rin y luego concentró su atención en Britania. Después de construir otra flota, la usó para desembarcar en la isla. Para el 300 la autoridad imperial había sido restaurada allí, y Constancio hizo de Britania su sede favorita de gobierno, rigiéndola con suavidad y equidad.
Mientras, en el Este, Diocleciano marchó a Egipto para reprimir la revuelta de un general, a la par que daba a Galerio instrucciones para que se ocupase de Persia. Ambas misiones fueron realizadas con éxito, y en 300 hubo paz de un extremo del Imperio al otro, y todas las fronteras estaban, por milagro, intactas.
En 303 (1056 A. U. C.), Diocleciano se dirigió a Roma para que él y Maximiano fuesen honrados con un triunfo. Pero no fue una ocasión feliz. A Diocleciano le disgustaba Roma, y Roma le devolvía el cumplido. Diocleciano hizo construir allí baños, así como una biblioteca, un museo y otros edificios, pero todo esto era un pobre consuelo para los romanos. Se mostraron hoscos ante el emperador romano que había abandonado a la antigua capital y le hicieron objeto de sus burlas y sarcasmos. Por ello, Diocleciano dejó Roma repentinamente, después de haber estado en ella sólo un mes. El mundo había cambiado, en verdad.
En dieciséis años, pues, Diocleciano había realizado una hazaña que debe de haber parecido sobrehumana. No sólo era aún emperador, sino que dominaba a otros tres emperadores o casi-emperadores.
Su reorganización interna también se mantuvo. El Imperio estaba dividido ahora en cuatro «prefecturas», así llamadas porque a su frente había «prefectos» (de una palabra latina que significa «poner por encima»). Ellas eran:
1) las provincias europeas situadas al noroeste de Italia; 2) Italia y África al oeste de Egipto; 3) las provincias europeas situadas al este de Italia, y 4) Asia y Egipto.
Cada una de ellas estaba bajo el gobierno de uno de los Césares o Augustos. Cada prefectura, a su vez, se dividía en varias diócesis (de una palabra latina que significaba «gobierno de la casa», que era lo que se esperaba de un gobernador que hiciera bien, por así decir). El gobernador de una diócesis era un «vicario» (esto es, un «subordinado del prefecto; la misma palabra figura en voces como «vicepresidente»). Cada diócesis se dividía en provincias, de las que había bastante más de cien en el Imperio. Cada provincia era lo suficientemente pequeña como para que un gobernador la administrase cómodamente, y todos los hilos de mando terminaban en el emperador, quien usaba un complejo servicio secreto para mantener la vigilancia personal sobre los diversos funcionarios.
La organización del ámbito militar era en un todo independiente del gobierno civil, pero seguía líneas paralelas. Cada provincia tenía su guarnición al mando de un «dux» (o «líder»). Algunos jefes del ejército eran llamados «comes» (que significa «compañero», es decir, compañero del emperador).
La reorganización establecida por Diocleciano y sus sucesores era pesada y rígida, y la presencia de cuatro cortes imperiales y todos los funcionarios que se necesitaba para mantener bien coordinadas a las cuatro eran sumamente costosos. Sin embargo, mantuvo unido al Imperio durante dos siglos más, y partes de ella mantuvieron una tradición continua durante más de mil años.
Aún después de que el Imperio dejara de existir, los nuevos reinos que lo reemplazaron conservaron partes de la organización tradicional, y algunos de los títulos se han mantenido hasta el presente. Lo que los romanos llaman «dux» y «comes» se convirtió en lo que hoy llamamos «duque» y «conde». Más aún, la organización imperial tal como existía bajo Diocleciano y sus sucesores fue imitada por la organización creciente de la Iglesia. Y hasta hoy la Iglesia Católica llama a la zona que está bajo la jurisdicción de un obispo una «diócesis»; y también tiene sus vicarios.
miércoles, noviembre 16
Renovación de la página oficial.
Hemos realizado la renvación de la página oficial, por motivos obvios.
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http://www.guardiapretoriana.tk que era la antigua que ya utilizabamos por lo que será fácil entrar...
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Parte 30. Diocleciano. El fin del principado
7. Diocleciano
El fin del principado
El hombre del momento era Diocles. Provenía de una familia campesina pobre y su nombre de resonancia griega obedecía, al parecer, al hecho de que había nacido (en 245) en Dioclea, una aldea de la costa ilírica. Se desempeñó bien en el ejército, bajo las órdenes de Aureliano y Probo. En el momento de la muerte de Caro, tenía casi cuarenta años y se había elevado del rango de soldado raso al de jefe de la guardia de corps imperial.
A la muerte de Caro, Diocles fue proclamado emperador por sus hombres y, como Caro, no juzgó necesario buscar la aprobación del Senado.
Su primera acción fue formar un sumarísimo consejo de guerra para juzgar al general que se suponía había planeado la muerte de Caro y luego la había ejecutado con sus propias manos. Esto puso en claro su posición con respecto al asesinato de emperadores, sobre todo ahora que lo era él. La duración media del reinado de los emperadores del medio siglo anterior (dejando de lado co-emperadores, usurpadores y aspirantes fracasados) había sido de dos años, aproximadamente, y Diocles estaba fieramente decidido a superar ese promedio.
Al subir al trono, Diocles asumió el nombre regio de Gaius Aurelius Valerius Diocletianus (más conocido en español como Diocleciano) y entró en la ciudad de Nicomedia, situada en el noroeste de Asia Menor, en 284 (1037 A. U. C.). En la medida en que pudo, Diocleciano hizo de esta ciudad su residencia, por lo que se convirtió en la capital del Imperio durante su reinado.
Eso fue el reconocimiento de un hecho importante. Italia ya no era la provincia dominante del Imperio ni Roma era la ciudad dominante. De hecho, que un emperador se estableciese en Roma como en los viejos días de Augusto o aun de Antonino Pío habría sido imprudente. La tarea del emperador era la defensa del Imperio y tenía que estar cerca de las expuestas provincias exteriores. Desde Nicomedia, Diocleciano estaba a una razonable distancia de la frontera persa, al sudeste, y de las hordas godas, al noroeste, y en Nicomedia permaneció cuando no estaba empeñado en alguna guerra.
Durante todo su reinado, Diocleciano se dedicó a una reorganización completa del Imperio.
Su primera preocupación fue la protección de la persona del emperador. Augusto podía haber desempeñado el papel de «Primer Ciudadano» y actuado como si fuese un romano común que por casualidad estaba al frente del Estado. Vivía en tiempos pacíficos y en medio de una Italia tranquila y desarmada. Pero ahora los emperadores vivían en medio de ejércitos de un Imperio en desintegración, combatiendo a los bárbaros con soldados que muy a menudo eran ellos mismos bárbaros contratados. Andar entre los soldados sencillamente como otro romano común era invitar a que le clavasen una lanza en el vientre, como lo habían demostrado dos docenas de emperadores en el medio siglo anterior.
Por ello, Diocleciano se recluyó. Hizo de sí mismo más que un princeps («primer ciudadano»); se hizo un «dominus» («señor»). Introdujo todo el ceremonial de una monarquía oriental. Los hombres sólo podían acercarse cuando él los invitaba a hacerlo, y aun entonces sólo con grandes reverencias. Se adoptaron diversos rituales para que la posición y la persona del emperador apareciesen como excepcionales e inspirasen un reverente temor, y para diferenciarlas claramente de lo ordinario. Este género de ceremonial había estado apareciendo lentamente en reinados anteriores, sobre todo bajo Aureliano, pero ahora Diocleciano lo intensificó mucho.
Esto señala el fin del principado, que había durado tres siglos. Aunque Diocleciano nunca adoptó el título de rey, de hecho lo era, y el Imperio Romano se convirtió en una monarquía. El Senado aún se reunía en Roma, pero se había convertido en un mero club social.
El sistema de Diocleciano se adecuaba a su tiempo, como el de Augusto se había adecuado al suyo. Un emperador inaccesible, rodeado de una sagrada veneración y cuyos pasos medidos eran acompañados de incienso, trompetas y las reverencias de multitud de lacayos, impresionaba e intimidaba a los soldados. Tales emperadores eran difíciles de matar, pues las propias supersticiones del soldado lo refrenaban. Fue por esta razón, al menos en parte, por lo que Diocleciano logró reinar durante veintiún años, el más largo reinado desde el de Antonino Pío de un siglo y medio antes.
Más aún, aunque hubo bastantes problemas y desórdenes en los tiempos posteriores a Diocleciano, se puso fin a la costumbre de que un emperador tras otro fuese muerto por sus propias tropas, en rápida sucesión, y por cualquier capricho trivial. El Imperio levantó cabeza.
Pero levantó cabeza de una manera poco sólida. El Imperio ya no era lo que había sido antaño, en modo alguno. La destrucción provocada por la peste y las devastaciones de las invasiones bárbaras no podían ser reparadas. De hecho, el esfuerzo más firme de Diocleciano para rechazar los ataques extranjeros empeoraron las cosas en algunos aspectos. Diocleciano tuvo que mantener un ejército que era mayor en número que el de Augusto, y ello con menos recursos.
Diocleciano y sus sucesores tuvieron que mantener el abastecimiento del ejército mediante pesados impuestos. La moneda de ley había desaparecido en el siglo anterior, cuando la acuñación se derrumbó, y los impuestos eran recaudados en especie. Se hizo responsables de la recaudación a las cabezas de los municipios, quienes debían compensar cualquier déficit. Esquilmaban con dureza a la gente y ellos mismos eran esquilmados por los funcionarios del gobierno. La vida económica del Imperio quedó asfixiada. Los pequeños labradores no podían obtener lo suficiente para vivir y entraron en las grandes propiedades como siervos. No se permitió a los artesanos y los comerciantes buscar modos mejores de hacer dinero, sino que fueron obligados por ley, y bajo la amenaza de severos castigos, a seguir en sus profesiones y a permanecer en sus trabajos, necesarios para la economía pero que no les daban más que una mínima remuneración, una vez deducidos los impuestos. Ni siquiera se les permitió entrar en el ejército, que estuvo formado cada vez más por bandas de bárbaros contratados.
Hacia el final de su reinado, Diocleciano reconoció las insoportables dificultades que abrumaban a la población en general. En el famoso «Edicto de Diocleciano» de 301 (1054 A. U. C.) trató de estabilizar las cosas mediante una lista de precios máximos y salarios mínimos. Su intención era impedir que los grandes terratenientes se aprovechasen a costa de muchas vidas humanas en tiempos de escasez de alimentos, y también que se aprovechasen los trabajadores en tiempos de escasez de mano de obra. Aunque Diocleciano trató de ser muy severo y decretó la deportación y, en ciertas circunstancias, hasta la pena de muerte por el incumplimiento del edicto, su esfuerzo fue un fracaso. Nada podía detener el lento deterioro económico del Imperio.
Para la población general del Imperio, era poco el beneficio que obtenía del gobierno. ¿Qué importaba si una batalla la ganaban los bárbaros o los romanos? Ambos ejércitos eran bárbaros; ambos eran implacables en su saqueo de la región que ocupaban, pues ambos tendían cada vez más a vivir de la tierra. Y las devastaciones de cualquier ejército no eran peores que las del recaudador de impuestos.
No es de extrañarse que aumentara la apatía del populacho romano y hallase pocos alicientes para el patriotismo o para su identificación con el Imperio. Y si el ejército romano caía ante los bárbaros y las hordas germánicas se apoderaban del Imperio, no era probable que hallasen resistencia alguna de la población; no habría guerra de guerrillas ni levantamientos populares. Y cuando llegó el momento, no los hubo.
Pero fuesen cuales fuesen los sufrimientos del Imperio, Diocleciano le brindó dos beneficios: un ejército que era nuevamente fiable y un gobierno que, aunque duro, era estable. Indudablemente, el Imperio Romano duró más como resultado de la obra de Diocleciano de lo que habría durado si las cosas hubiesen continuado como antes.
El fin del principado
El hombre del momento era Diocles. Provenía de una familia campesina pobre y su nombre de resonancia griega obedecía, al parecer, al hecho de que había nacido (en 245) en Dioclea, una aldea de la costa ilírica. Se desempeñó bien en el ejército, bajo las órdenes de Aureliano y Probo. En el momento de la muerte de Caro, tenía casi cuarenta años y se había elevado del rango de soldado raso al de jefe de la guardia de corps imperial.
A la muerte de Caro, Diocles fue proclamado emperador por sus hombres y, como Caro, no juzgó necesario buscar la aprobación del Senado.
Su primera acción fue formar un sumarísimo consejo de guerra para juzgar al general que se suponía había planeado la muerte de Caro y luego la había ejecutado con sus propias manos. Esto puso en claro su posición con respecto al asesinato de emperadores, sobre todo ahora que lo era él. La duración media del reinado de los emperadores del medio siglo anterior (dejando de lado co-emperadores, usurpadores y aspirantes fracasados) había sido de dos años, aproximadamente, y Diocles estaba fieramente decidido a superar ese promedio.
Al subir al trono, Diocles asumió el nombre regio de Gaius Aurelius Valerius Diocletianus (más conocido en español como Diocleciano) y entró en la ciudad de Nicomedia, situada en el noroeste de Asia Menor, en 284 (1037 A. U. C.). En la medida en que pudo, Diocleciano hizo de esta ciudad su residencia, por lo que se convirtió en la capital del Imperio durante su reinado.
Eso fue el reconocimiento de un hecho importante. Italia ya no era la provincia dominante del Imperio ni Roma era la ciudad dominante. De hecho, que un emperador se estableciese en Roma como en los viejos días de Augusto o aun de Antonino Pío habría sido imprudente. La tarea del emperador era la defensa del Imperio y tenía que estar cerca de las expuestas provincias exteriores. Desde Nicomedia, Diocleciano estaba a una razonable distancia de la frontera persa, al sudeste, y de las hordas godas, al noroeste, y en Nicomedia permaneció cuando no estaba empeñado en alguna guerra.
Durante todo su reinado, Diocleciano se dedicó a una reorganización completa del Imperio.
Su primera preocupación fue la protección de la persona del emperador. Augusto podía haber desempeñado el papel de «Primer Ciudadano» y actuado como si fuese un romano común que por casualidad estaba al frente del Estado. Vivía en tiempos pacíficos y en medio de una Italia tranquila y desarmada. Pero ahora los emperadores vivían en medio de ejércitos de un Imperio en desintegración, combatiendo a los bárbaros con soldados que muy a menudo eran ellos mismos bárbaros contratados. Andar entre los soldados sencillamente como otro romano común era invitar a que le clavasen una lanza en el vientre, como lo habían demostrado dos docenas de emperadores en el medio siglo anterior.
Por ello, Diocleciano se recluyó. Hizo de sí mismo más que un princeps («primer ciudadano»); se hizo un «dominus» («señor»). Introdujo todo el ceremonial de una monarquía oriental. Los hombres sólo podían acercarse cuando él los invitaba a hacerlo, y aun entonces sólo con grandes reverencias. Se adoptaron diversos rituales para que la posición y la persona del emperador apareciesen como excepcionales e inspirasen un reverente temor, y para diferenciarlas claramente de lo ordinario. Este género de ceremonial había estado apareciendo lentamente en reinados anteriores, sobre todo bajo Aureliano, pero ahora Diocleciano lo intensificó mucho.
Esto señala el fin del principado, que había durado tres siglos. Aunque Diocleciano nunca adoptó el título de rey, de hecho lo era, y el Imperio Romano se convirtió en una monarquía. El Senado aún se reunía en Roma, pero se había convertido en un mero club social.
El sistema de Diocleciano se adecuaba a su tiempo, como el de Augusto se había adecuado al suyo. Un emperador inaccesible, rodeado de una sagrada veneración y cuyos pasos medidos eran acompañados de incienso, trompetas y las reverencias de multitud de lacayos, impresionaba e intimidaba a los soldados. Tales emperadores eran difíciles de matar, pues las propias supersticiones del soldado lo refrenaban. Fue por esta razón, al menos en parte, por lo que Diocleciano logró reinar durante veintiún años, el más largo reinado desde el de Antonino Pío de un siglo y medio antes.
Más aún, aunque hubo bastantes problemas y desórdenes en los tiempos posteriores a Diocleciano, se puso fin a la costumbre de que un emperador tras otro fuese muerto por sus propias tropas, en rápida sucesión, y por cualquier capricho trivial. El Imperio levantó cabeza.
Pero levantó cabeza de una manera poco sólida. El Imperio ya no era lo que había sido antaño, en modo alguno. La destrucción provocada por la peste y las devastaciones de las invasiones bárbaras no podían ser reparadas. De hecho, el esfuerzo más firme de Diocleciano para rechazar los ataques extranjeros empeoraron las cosas en algunos aspectos. Diocleciano tuvo que mantener un ejército que era mayor en número que el de Augusto, y ello con menos recursos.
Diocleciano y sus sucesores tuvieron que mantener el abastecimiento del ejército mediante pesados impuestos. La moneda de ley había desaparecido en el siglo anterior, cuando la acuñación se derrumbó, y los impuestos eran recaudados en especie. Se hizo responsables de la recaudación a las cabezas de los municipios, quienes debían compensar cualquier déficit. Esquilmaban con dureza a la gente y ellos mismos eran esquilmados por los funcionarios del gobierno. La vida económica del Imperio quedó asfixiada. Los pequeños labradores no podían obtener lo suficiente para vivir y entraron en las grandes propiedades como siervos. No se permitió a los artesanos y los comerciantes buscar modos mejores de hacer dinero, sino que fueron obligados por ley, y bajo la amenaza de severos castigos, a seguir en sus profesiones y a permanecer en sus trabajos, necesarios para la economía pero que no les daban más que una mínima remuneración, una vez deducidos los impuestos. Ni siquiera se les permitió entrar en el ejército, que estuvo formado cada vez más por bandas de bárbaros contratados.
Hacia el final de su reinado, Diocleciano reconoció las insoportables dificultades que abrumaban a la población en general. En el famoso «Edicto de Diocleciano» de 301 (1054 A. U. C.) trató de estabilizar las cosas mediante una lista de precios máximos y salarios mínimos. Su intención era impedir que los grandes terratenientes se aprovechasen a costa de muchas vidas humanas en tiempos de escasez de alimentos, y también que se aprovechasen los trabajadores en tiempos de escasez de mano de obra. Aunque Diocleciano trató de ser muy severo y decretó la deportación y, en ciertas circunstancias, hasta la pena de muerte por el incumplimiento del edicto, su esfuerzo fue un fracaso. Nada podía detener el lento deterioro económico del Imperio.
Para la población general del Imperio, era poco el beneficio que obtenía del gobierno. ¿Qué importaba si una batalla la ganaban los bárbaros o los romanos? Ambos ejércitos eran bárbaros; ambos eran implacables en su saqueo de la región que ocupaban, pues ambos tendían cada vez más a vivir de la tierra. Y las devastaciones de cualquier ejército no eran peores que las del recaudador de impuestos.
No es de extrañarse que aumentara la apatía del populacho romano y hallase pocos alicientes para el patriotismo o para su identificación con el Imperio. Y si el ejército romano caía ante los bárbaros y las hordas germánicas se apoderaban del Imperio, no era probable que hallasen resistencia alguna de la población; no habría guerra de guerrillas ni levantamientos populares. Y cuando llegó el momento, no los hubo.
Pero fuesen cuales fuesen los sufrimientos del Imperio, Diocleciano le brindó dos beneficios: un ejército que era nuevamente fiable y un gobierno que, aunque duro, era estable. Indudablemente, el Imperio Romano duró más como resultado de la obra de Diocleciano de lo que habría durado si las cosas hubiesen continuado como antes.
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