viernes, enero 20

LIBRO CUARTO CAP 3

XXI. Para enterarse previamente de todo esto, despachó a Cayo
Voluseno, de quien estaba muy satisfecho, dándole comisión de que,
averiguado todo, volviese con la razón lo más presto que pudiera.
Entre tanto marchó él con su ejército a los morinos, porque desde allí
era el paso más corto para la Bretaña. Aquí mandó juntar todas las
naves de la comarca y la escuadra empleada el verano antecedente9
en la guerra de Vannes. En esto, sabido su intento, y divulgado por
los mercaderes entre los isleños, vinieron embajadores de diversas
ciudades de la isla a ofrecerle rehenes y prestar obediencia al Pueblo
Romano. Dióles grata audiencia y buenas palabras, y exhortándolos
al cumplimiento de sus promesas, los despidió, enviando en su
compañía a Comió Atrebatente, a quien él mismo, vencidos los de su
nación, coronó rey de ella. Era un hombre de cuyo valor, prudencia y
lealtad no dudaba, y cuya reputación era grande entre los de
Bretaña. Encárgale César que se introduzca en todas las ciudades que
pueda, y las exhorte a la alianza del Pueblo Romano, asegurándolas
de su pronto arribo. Voluseno, registrada la isla según que le fue
posible, no habiéndose atrevido a saltar en tierra y fiarse de los
bárbaros, volvió al quinto día a César con noticia de lo que había en
ella observado.
XXII. Durante la estancia de César en aquellos lugares con
motivo de aprestar las naves, viniéronle diputados de gran parte de
los morinos a excusarse de los levantamientos pasados; que por ser
extranjeros, y poco enseñados a nuestros usos, habían hecho la
guerra, y que ahora prometían estar a cuanto les mandase.
Pareciéndole a César hecha en buena coyuntura la oferta, pues ni
quería dejar enemigos a la espalda, ni la estación le permitía
emprender guerras, ni juzgaba conveniente anteponer a la expedición
de Bretaña el ocuparse en estas menudencias, mándales entregar
gran número de rehenes. Hecha la entrega, los recibió en su amistad.
Aprestadas cerca de ochenta naves de transporte, que a su parecer
bastaban para el embarco de dos legiones, lo que le quedaba de
galeras repartió entre el cuestor, legados y prefectos. Otros dieciocho
buques de carga, que por vientos contrarios estaban detenidos a ocho
millas de allí sin poder arribar al puerto, destinólos para la caballería.
El resto del ejército lo dejó a cargo de los tenientes generales Quinto
Titurio Sabino y Lucio Arunculeyo Cota, para que los condujesen a los
menapios y ciertos pueblos de los morinos que no habían enviado
embajadores. La defensa del puerto encomendó al legado Quinto
Sulpicio Rufo con la guarnición competente.
XXIII. Dadas estas disposiciones, con el primer viento favorable
izó velas a la medianoche; y mandó pasar la caballería al puerto de
más arriba con orden de que allí se embarcase y le siguiese. Como
ésta no hubiese podido hacerlo tan presto, él con las primeras naos
cerca de las cuatro del día79 tocó en la costa de Bretaña, donde
observó que las tropas enemigas estaban en armas ocupando todos
aquellos cerros. La playa, por su situación, estaba tan estrechada de
los montes, que desde lo alto se podía disparar a golpe seguro a la
ribera. No juzgando esta entrada propia para el desembarco, se
mantuvo hasta las nueve sobre las áncoras aguardando a los demás
buques. En tanto, convocando los legados y tribunos, les comunica
las noticias que le había dado Voluseno, y juntamente las órdenes de
lo que se había de hacer, advirtiéndoles estuviesen prontos a la
ejecución de cuanto fuese menester a la menor insinuación y a punto,
según lo requería la disciplina militar, y más en los lances de marina,
tan variables y expuestos a mudanzas repentinas. Con esto los
despidió, y logrando a un tiempo viento y creciente favorable, dada la
señal, levó áncoras, y navegando adelante, dio fondo con la escuadra
ocho millas de allí en una playa exenta y despejada.
XXIV. Pero los bárbaros, penetrado el designio de los romanos,
adelantándose con la caballería y los carros armados, de que suelen
servirse en las batallas, y siguiendo detrás con las demás tropas,
impedían a los nuestros el desembarco. A la verdad el embarazo era
sumo, porque los navíos por su grandeza, no podían dar fondo sino
mar adentro. Por otra parte, los soldados en parajes desconocidos,
embargadas las manos, y abrumados con el grave peso de las armas,
a un tiempo tenían que saltar de las naves, hacer pie entre las olas y
pelear con los enemigos; cuando ellos, a pie enjuto, o a la lengua del
agua, desembarazados totalmente y con conocimiento del terreno,
asestaban intrépidamente sus tiros y espoleaban los caballos
amaestrados. Con estos incidentes, acobardados los nuestros, como
nunca se habían visto en tan extraño género de combate, no todos
mostraban aquel brío y ardimiento que solían en las batallas dé
tierra.
XXV. Advirtiéndolo César, ordenó que las galeras cuya figura
fuese más extraña para los bárbaros, y el movimiento más veloz para
el caso, se separasen un poco de los transportes, y a fuerza de remos
se apostasen contra el costado descubierto de los enemigos, de
donde con hondas, trabucos y ballestas los arredrasen y alejasen.
Esto alivió mucho a los nuestros, porque atemorizados los bárbaros
de la extrañeza de los buques, del impulso de los remos, y del
disparo de tiros nunca visto, pararon y retrocedieron un poco. No
acabando todavía de resolverse los nuestros, especialmente a vista
de la profundidad del agua, el alférez mayor de la décima legión,
enarbolando el estandarte, e invocando en su favor a los dioses:
«Saltad, dijo, soldados, al agua, si no queréis ver el águila en poder
de los enemigos.80 Por lo menos ya habré cumplido con lo que debo a
la República y a mi general. » Dicho esto a voz en grito, se arrojó al
mar y empezó a marchar con el águila derecho a los enemigos. Al
punto los nuestros, animándose unos a otros a no pasar por tanta
mengua, todos a una saltaron del navío. Como vieron esto los de las
naves inmediatas, echándose al agua tras ellos, se fueron arrimando
a los enemigos.
XXVI. Peleóse por ambas partes con gran denuedo. Mas los
nuestros, que ni podían mantener las filas, ni hacer pie, ni seguir sus
banderas, sino que quién de una nave, quién de otra se agregaban
sin distinción a las primeras con que tropezaban, andaban sobre
manera confusos. Al contrario los enemigos, que tenían sondeados
todos los vados, en viendo de la orilla que algunos iban saliendo uno
a uno de algún barco, corriendo a caballo daban sobre ellos en medio
de la faena. Muchos acordonaban a pocos; otros por el flanco
descubierto disparaban dardos contra el grueso de los soldados.
Notando César el desorden, dispuso que así los esquifes de las
galeras como los pataches se llenasen de soldados, que viendo a
algunos en aprieto fuesen a socorrerlos. Apenas los nuestros fijaron
el pie en tierra, seguidos luego de todo el ejército, cargaron con furia
a los enemigos y los ahuyentaron; si bien no pudieron ejecutar el
alcance, a causa de no haber podido la caballería seguir el rumbo y
ganar la isla. En esto sólo anduvo escasa con César su fortuna.
XXVII. Los enemigos, perdida la jornada, luego que se
recobraron del susto de la huida, enviaron embajadores de paz a
César, prometiendo dar rehenes y sujetarse a su obediencia. Vino con
ellos Comió el de Artois, de quien dije arriba haberle César enviado
delante a Bretaña. Éste al salir de la nave a participarles las órdenes
del general, fue preso y encarcelado. Después de la batalla le
pusieron en libertad, y en los tratados de paz echaron la culpa del
atentado al populacho, pidiendo perdón de aquel yerro. César,
quejándose de que habiendo ellos de su agrado enviado embajadores
al Continente a pedirle la paz, sin motivo ninguno le hubiesen hecho
guerra, dijo que perdonaba su yerro y que le trajesen rehenes; de los
cuales parte le presentaron luego, y parte ofrecieron dar dentro de
algunos días, por tener que traerlos de más lejos. Entre tanto dieron
orden a los suyos de volver a sus labranzas; y los señores
concurrieron de todas partes a encomendar sus personas y ciudades
a César.
XXVIII. Asentadas así las paces al cuarto día de su arribo a
Bretaña, las dieciocho naves en que se embarcó, según queda dicho,
la caballería, se hicieron a la vela desde el puerto superior81 con
viento favorable; y estando ya tan cerca de las islas, que se divisaban
de los reales, se levantó de repente tal tormenta, que ninguna pudo
seguir su rumbo, sino que unas fueron rechazadas al puerto de su
salida, otras, a pique de naufragar, fueron arrojadas a la parte
inferior y más occidental de la isla; las cuales, sin embargo de eso,
habiéndolas anclado, como se llenasen de agua por la furia de las
olas, siendo forzoso por la noche tempestuosa meterlas en alta mar,
dieron la vuelta del Continente.
XXIX. Por desgracia, fue esta noche luna llena, que suele en el
Océano causar muy grandes mareas,82 lo que ignoraban los nuestros.
Con que también las galeras en que César transportó el ejército, y
estaban fuera del agua, iban a quedar anegadas en la creciente, al
mismo tiempo que los navíos de carga puestos al ancla eran
maltratados de la tempestad, sin que los nuestros tuviesen arbitrio
para maniobrar ni remediarlas. En fin, destrozadas muchas naves,
quedando las demás inútiles para la navegación, sin cables, sin
áncoras, sin rastro de jarcias, resultó, como era muy regular, una
turbación extraordinaria en todo el ejército, pues ni tenían otras
naves para el reembarco, ni aprestos algunos para reparar las otras;
y como todos estaban persuadidos a que se había de invernar en la
Galia, no se habían hecho aquí provisiones para el invierno.
XXX. Los señores de Bretaña que después de la batalla vinieron
a tomar las órdenes de César, echando de ver la penuria en que se
hallaban los romanos de caballos, naves y granos, y su corto número
por el recinto de los reales mucho más reducido de lo acostumbrado,
porque César condujo las legiones sin los equipajes, conferenciando
entre sí, deliberaron ser lo mejor de todo, rebelándose, privar a los
nuestros de los víveres, y alargar de esta suerte hasta el invierno83 la
campaña; con la confianza de que, vencidos una vez éstos, o atajado
su regreso, no habría en adelante quien osase venir a inquietarlos. En
conformidad de esto, tramada una nueva conjura, empezaron poco a
poco a escabullirse de los reales y a convocar ocultamente a la gente
del campo.

79
Esto es, como a las diez de mañana.
80
La insignia principal de cada legión era un águila de plata o de oro, que miraban los romanos como
cosa sagrada, y el perderla como la mayor ignominia del ejército. El que la llevaba se decía aquilifer
(aquilífero), y de aquí el español alférez.
81
Entiende un puerto situado más arriba, o a la derecha del puerto Iccio, de donde había salido el
grueso de la armada.

82
No es mucho que lo ignorasen, porque no tenían práctica sino del mar Mediterráneo, donde las
mareas son poco sensibles.
83
Si eso lograban, estaban ciertos de que lo» romanos perecerían de hambre y de frío.

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