XXI. Sabiendo ese mismo día, por los batidores, que los
enemigos habían hecho alto a la falda de un monte, distante ocho
millas de su campo, destacó algunos a reconocer aquel sitio, y qué tal
era la subida por la ladera del monte. Informáronle no ser agria. Con
eso, sobre la medianoche ordenó al primer comandante Tito Labieno,
que con dos legiones, y guiado de los prácticos en la senda, suba a la
cima, comunicándole su designio. Pasadas tres horas, marcha él en
seguimiento de los enemigos por la vereda misma que llevaban,
precedido de la caballería, y destacando antes con los batidores a
Publio Considio, tenido por muy experto en las artes de la guerra,
como quien había servido en el ejército de Lucio Sila y después en el
de Marco Craso.
XXII. Al amanecer, cuando ya Labieno estaba en la cumbre del
monte y César a milla y media del campo enemigo, sin que se
trasluciese su venida ni la de Labieno, como supo después por los
prisioneros, viene a él a la carrera abierta Considio con la noticia de
«que los enemigos ocupan el monte que había de tomar Labieno,
como le habían cerciorado sus armas y divisas». César recoge luego
sus tropas al collado más inmediato, y las ordena en batalla. Como
Labieno estaba prevenido con la orden de no pelear mientras no viese
a César con los suyos sobre el ejército enemigo, a fin de cargarle a
un tiempo por todas partes, dueño del monte, se mantenía sin entrar
en acción, aguardando a los nuestros. En conclusión, era ya muy
entrado el día cuando los exploradores informaron a César que era su
gente la que ocupaba el monte; que los enemigos continuaban su
marcha, y que Considio en su relación supuso de miedo lo que no
había visto. Con que César aquel día fue siguiendo al enemigo con
interposición del trecho acostumbrado, y se acampó a tres millas de
sus reales.
XXIII. Al día siguiente, atento que sólo restaban dos de término
para repartir las raciones de pan a los soldados,18 y que Bibracte,
ciudad muy populosa y abundante de los eduos, no distaba de allí
más de dieciocho millas, juzgó conveniente cuidar de la provisión del
trigo; por eso, dejando de seguir a los helvecios, tuerce hacia
Bibracte, resolución que luego supieron los enemigos por ciertos
esclavos de Lucio Emilio, decurión19 de la caballería galicana. Los
helvecios, o creyendo que los romanos se retiraban de cobardes,
mayormente cuando apostados el día antes en sitio tan ventajoso
habían rehusado la batalla, o confiando el poder interceptarles los
víveres, mudando de idea y de ruta, comenzaron a perseguir y picar
nuestra retaguardia.
XXIV. Luego que César lo advirtió, recoge su infantería en un
collado vecino, y hace avanzar la caballería con el fin de reprimir la
furia enemiga. Él, mientras tanto, hacia la mitad del collado dividió en
tres tercios las cuatro legiones de veteranos; por manera que,
colocadas en la cumbre y a la parte superior de las suyas las dos
nuevamente alistadas en la Galia Cisalpina y todas las tropas
auxiliares, el cerro venía a quedar cubierto todo de gente. Dispuso sin
perder tiempo que todo el bagaje se amontonase en un mismo sitio
bajo la escolta de los que ocupaban la cima. Los helvecios, que
llegaron después con todos sus carros, lo acomodaron también en un
mismo lugar, y formados en batalla, muy cerrados los escuadrones,
rechazaron nuestra caballería; y luego, haciendo empavesada,
arremetieron a la vanguardia. César, haciendo retirar del campo de
batalla todos los caballos, primero el suyo, y luego los de los otros,
para que siendo igual en todos el peligro, nadie pensase en huir,
animando a los suyos trabó el choque. Los soldados, disparando de
alto a bajo sus dardos, rompieron fácilmente la empavesada
enemiga, la cual desordenada, se arrojaron sobre ellos espada en
mano. Sucedíales a los galos una cosa de sumo embarazo en el
combate, y era que tal vez un dardo de los nuestros atravesaba de un
golpe varias de sus rodelas, las cuales, ensartadas en el astil y
lengüeta del dardo retorcido, ni podían desprenderlas, ni pelear sin
mucha incomodidad, teniendo sin juego la izquierda, de suerte, que
muchos, después de repetidos inútiles esfuerzos, se reducían a soltar
el broquel y pelear a cuerpo descubierto. Finalmente, desfallecidos de
las heridas, empezaron a cejar y retirarse a un monte distante cerca
de una milla. Acogidos a él, yendo los nuestros en su alcance, los
boyos y tulingos, que en número de casi quince mil cerraban el
ejército enemigo, cubriendo su retaguardia, asaltaron sobre la
marcha el flanco de los nuestros, tentando cogerlos en medio. Los
helvecios retirados al monte que tal vieron, cobrando nuevos bríos,
volvieron otra vez a la refriega. Los romanos se vieron precisados a
combatirlos dando tres frentes al ejército; oponiendo el primero y el
segundo contra los vencidos y derrotados, y el tercero contra los que
venían de refresco.
XXV. Así en doble batalla20 estuvieron peleando gran rato con
igual ardor, hasta que no pudiendo los enemigos resistir por más
tiempo al esfuerzo de los nuestros, los unos se refugiaron al monte,
como antes; los otros se retiraron al lugar de sus bagajes y
carruajes: por lo demás, en todo el discurso de la batalla, dado que
duró desde las siete de la mañana hasta la caída de la tarde, nadie
pudo ver las espaldas al enemigo; y gran parte de la noche duró
todavía el combate donde tenían el bagaje, puestos alrededor de él
por barrera los carros, desde los cuales disparaban con ventaja a los
que se arrimaban de los nuestros, y algunos por entre las pértigas y
ruedas los herían con pasadores21 y lanzas. En fin, después de un
porfiado combate, los nuestros se apoderaron de los reales, y en
ellos, de una hija y un hijo de Orgetórige. De esta jornada se
salvaron al pie de ciento treinta mil de los enemigos, los cuales
huyeron sin parar toda la noche; y no interrumpiendo un punto su
marcha, al cuarto día llegaron a tierra de Langres, sin que los
nuestros pudiesen seguirlos, por haberse detenido tres días a curar
los heridos y enterrar los muertos. Entre tanto César despachó
correos con cartas a los langreses, intimidándoles «no los socorriesen
con bastimentos ni cosa alguna, so pena de ser tratados como los
helvecios»; y pasados los tres días marchó con su ejército en su
seguimiento.
XXVI. Ellos, apretados con la falta de todas las cosas, le
enviaron diputados a tratar de la entrega; los cuales,
presentándosele al paso y postrados a sus pies, como le instasen por
la paz con súplicas y llantos, y respondiese él le aguardasen en el
lugar en que a la sazón se hallaban, obedecieron. Llegado allá César,
a más de la entrega de rehenes y armas, pidió la restitución de los
esclavos fugitivos. Mientras se andaba en estas diligencias, cerró la
noche; y a poco después unos seis mil del cantón llamado Urbígeno22
escabulléndose del campo de los helvecios, se retiraron hacia el Rin y
las fronteras de Germania, o temiendo no los matasen después de
desarmados, o confiando salvar las vidas, persuadidos a que entre
tantos prisioneros se podría encubrir su fuga, o ignorarla totalmente.
XXVII. César, que lo entendió, mandó a todos aquellos, por
cuyas tierras habían ido, que si querían justificarse con él, fuesen tras
ellos y los hiciesen volver. Vueltos ya, tratólos como a enemigos, y a
todos los demás, hecha la entrega de rehenes, armas y desertores,
los recibió bajo su protección. A los helvecios, tulingos y latóbrigos
mandó volviesen a poblar sus tierras abandonadas; y atento que, por
haber perdido los abastos, no tenían en su patria con qué vivir,
ordenó a los alóbroges los proveyesen de granos, obligando a ellos
mismos a reedificar las ciudades y aldeas quemadas. La principal
mira que en esto llevó, fue no querer que aquel país desamparado de
los helvecios quedase baldío; no fuese que los germanos de la otra
parte del Rin, atraídos de la fertilidad del terreno, pasasen de su
tierra a la de los helvecios, e hiciesen con eso mala vecindad a
nuestra provincia y a los alóbroges. A petición de los eduos les otorgó
que en sus Estados diesen establecimientos a los boyos, por ser
gente de conocido valor; y, en consecuencia, los hicieron por igual
participantes en sus tierras, fueros y exenciones.
XXVIII. Halláronse en los reales helvecios unas Memorias,
escritas con caracteres griegos que, presentadas a César, se vio
contenían por menor la cuenta de los que salieron de la patria en
edad de tomar armas, y en lista aparte los niños, viejos y mujeres. La
suma total de personas, era: de los helvecios doscientos setenta y
tres mil; de los tulingos treinta y seis mil; de los latóbrigos catorce
mil; de los rauracos veintidós mil; de los boyos treinta y dos mil; los
de armas eran noventa y dos mil: entre todos componían trescientos
sesenta y ocho mil. Los que volvieron a sus patrias, hecho el recuento
por orden de César, fueron ciento diez mil cabales.
XXIX. Terminada la guerra de los helvecios, vinieron legados de
casi toda la Galia los primeros personajes de cada república a
congratularse con César; diciendo que, si bien el Pueblo Romano era
el que con las armas había tomado la debida venganza de las injurias
antiguas de los helvecios, sin embargo, el fruto de la victoria
redundaba en utilidad no menos de la Galia que del Pueblo Romano;
siendo cierto que los helvecios en el mayor auge de su fortuna habían
abandonado su patria con intención de guerrear con toda la Galia,
señorearse de ella, escoger entre tantos para su habitación el país
que más cómodo y abundante les pareciese, y hacer tributarias a las
demás naciones. Suplicáronle que les concediese grata licencia para
convocar en un día señalado Cortes generales de todos los Estados de
la Galia, pues tenían que tratar ciertas cosas que de común acuerdo
querían pedirle. Otorgado el permiso, aplazaron el día; y se obligaron
con juramento a no divulgar lo tratado fuera de los que tuviesen
comisión de diputados.
XXX. Despedida la junta, volvieron a César los mismos
personajes de antes, y le pidieron les permitiese conferenciar con él a
solas de cosas en que se interesaba su vida y la de todos. Otorgada
también la demanda, echaronsele todos llorando a los pies, y le
protestan «que no tenían menos empeño y solicitud sobre que no se
publicasen las cosas que iban a confiarle, que sobre conseguir lo que
pretendían; previniendo que al más leve indicio incurrirían en penas
atrocísimas». Tomóles la palabra Diviciaco, y dijo: «estar la Galia
toda dividida en dos bandos: que del uno eran cabeza los eduos, del
otro los alvernos. Que habiendo disputado muchos años
obstinadamente la primacía, vino a suceder que los alvernos, unidos
con los secuanos, llamaron en su socorro algunas gentes de la
Germania; de donde al principio pasaron el Rin con quince mil
hombres. Mas después que, sin embargo, de ser tan fieros y
bárbaros, se aficionaron al clima, a la cultura y conveniencias de los
galos, transmigraron muchos más hasta el punto que al presente
sube su número en la Galia a ciento veinte mil. Con éstos han
peleado los eduos y sus parciales de poder a poder repetidas veces; y
siendo vencidos, se hallan en gran miseria con la pérdida de toda la
nobleza, de todo el Senado, de toda la caballería. Abatidos en fin con
sucesos tan desastrados lo que antes, así por su valentía como por el
arrimo y amistad del Pueblo Romano, eran los más poderosos de la
Galia, se han visto reducidos a dar en prendas a los secuanos las
personas más calificadas de su nación, empeñándose con juramento
a no pedir jamás su recobro, y mucho menos implorar el auxilio del
Pueblo Romano, ni tampoco sacudir el impuesto yugo de perpetua
sujeción y servidumbre. Que de todos los eduos él era el único a
quien nunca pudieron reducir a jurar, o dar sus hijos en rehenes; que
huyendo por esta razón de su patria, fue a Roma a solicitar socorro
del Senado; como quien solo ni estaba ligado con juramento, ni con
otra prenda. Con todo eso, ha cabido peor suerte a los vencedores
secuanos que a los eduos vencidos; pues que Ariovisto, rey de los
germanos, avecinándose allí, había ocupado la tercera parte de su
país, el más pingüe de toda la Galia; y ahora les mandaba evacuar
otra tercera parte, dando por razón que pocos meses ha le han
llegado veinticuatro mil harudes, a quien es forzoso preparar
alojamiento. Así que dentro de pocos años todos vendrán a ser
desterrados de la Galia, y los germanos a pasar el Rin; pues no tiene
que ver el terreno de la Galia con el de Germania, ni nuestro trato
con el suyo. Sobre todo Ariovisto, después de la completa victoria
que consiguió de los galos en la batalla de Amagetobria, ejerce un
imperio tiránico, exigiendo en parias los hijos de la primera nobleza;
y si éstos se desmandan en algo que no sea conforme a su antojo, los
trata con la más cruel inhumanidad. Es un hombre bárbaro, iracundo,
temerario; no se puede aguantar ya su despotismo. Si César y los
romanos no ponen remedio, todos los galos se verán forzados a
dejar, como los helvecios, su patria, e ir a domiciliarse en otras
regiones distantes de los germanos, y probar fortuna, sea la que
fuere. Y si las cosas aquí dichas llegan a noticia de Ariovisto, tomará
la más cruel venganza de todos los rehenes que tiene en su poder.
César es quien, o con su autoridad y el terror de su ejército, o por la
victoria recién ganada, o en nombre del Pueblo Romano, puede
intimidar a los germanos, para que no pase ya más gente los límites
del Rin, y librar a toda la Galia de la tiranía de Ariovisto».
18
Todos los meses se repartían las raciones a los soldados y se les pagaban sus haberes.
19
Cada compañía de caballos se componía de treinta hombres, y el primero de cada diez se llamaba
decurión, semejante a nuestros sargentos; bien que aun después de varias reformas en la milicia
romana se dio igual nombre al que mandaba toda la compañía.
20
César: ancipiti proelio. Se usa ordinariamente de esta frase latina para significar que la victoria no se
declara o in dina; que está pendiente, en peso o en balanzas, con suceso dudoso; mas en este lugar de
César, es de creer, por las circunstancias, que la batalla se daba en dos distintas partes, y que esto es lo
que dice César, que era doble el combate. Así se debe entender también esta frase en el séptimo de
estos Comentarios, cuando, en el sitio de Alesia, César escribe así: Nec erat omnium (Gallorum)
quisquam, qui aspectum modo tantae multitudinis sustinere posse arbitraretur, praesertin ancipite
praelio; quum ex oppido eruptione pugnaretur, et foris tantae copae cornerentur.
21
Según el Diccionario de la lengua castellana, pasador es cierto género de flecha o saeta muy aguda
que se dispara con ballesta.
22
Se ignora dónde estaba situado este cantón.
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