XI. Ya los helvecios, transportadas sus tropas por los
desfiladeros y confines de los secuanos, habían penetrado por el país
de los eduos, y le corrían. Los eduos, no pudiendo defenderse de la
violencia, envían a pedir socorro a César, representándole: «haber
sido siempre tan leales al Pueblo Romano, que no debiera sufrirse
que casi a vista de nuestro ejército sus labranzas fuesen destruidas,
cautivados sus hijos y sus pueblos asolados». Al mismo tiempo que
los eduos, sus aliados y parientes los ambarros16 dan parte a César
cómo arrasadas ya sus heredades, a duras penas defienden los
lugares del furor enemigo; igualmente los alóbroges, que tenían
haciendas y granjas al otro lado del Ródano, van a ampararse de
César diciendo que nada les queda de lo suyo sino el suelo desnudo
de sus campos y heredades. César, en vista de tantos desafueros, no
quiso aguardar a que los helvecios, después de una desolación
general de los países aliados, llegasen sin contraste a los santones.
XII. Habían llegado los helvecios al río Arar, el cual desagua en
el Ródano, corriendo por tierras de los eduos y secuanos tan
mansamente, que no pueden discernir los ojos hacia qué parte corre,
y lo iban pasando en balsas y barcones. Mas informado César por sus
espías que los helvecios habían ya pasado tres partes de sus tropas al
otro lado del río, quedando de éste la cuarta sola, sobre la
medianoche moviendo con tres legiones, alcanzó aquel trozo, que
aún estaba por pasar el río, y acometiéndolos en el mayor calor de
esta maniobra, deshizo una gran parte de ellos; los demás echaron a
huir, escondiéndose dentro de los bosques cercanos. Éste era el
cantón Tigurino, uno de los cuatro17 en que está dividida toda la
Helvecia, y aquel mismo que, habiendo salido solo de su tierra en
tiempo de nuestros padres, mató al cónsul Lucio Casio y sujetó su
ejército a la ignominia del yugo. Así, o por acaso o por acuerdo de los
dioses inmortales, la parte del cuerpo helvético que tanto mal hizo al
Pueblo Romano, ésa fue la primera que pagó la pena; con la cual
vengó César las injurias no sólo de la República, sino también las
suyas propias; pues los tigurinos habían muerto al legado Lucio
Pisón, abuelo de su suegro, del propio nombre, en la misma batalla
en que mataron a Casio.
XIII. Después de esta acción, a fin de poder dar alcance a las
demás tropas enemigas, dispone echar un puente sobre el Arar, y por
él conduce su ejército a la otra parte. Los helvecios, espantados de su
repentino arribo, viendo ejecutado por él en un día el pasaje del río,
que apenas y con sumo trabajo pudieron ellos en veinte, despáchanle
una embajada, y por jefe de ella a Divicón, que acaudilló a los
helvecios en la guerra contra Casio; y habló a César en esta
sustancia: «que si el Pueblo Romano hacía paz con los helvecios,
estaban ellos prontos a ir y morar donde César lo mandase y tuviese
por conveniente; mas si persistía en hacerles guerra, se acordase de
la rota del ejército romano y del valor de los helvecios. Que la
sorpresa de un cantón sólo en sazón que los otros de la orilla opuesta
no podían socorrerle, ni era motivo para presumir de su propia
valentía, ni para menospreciarlos a ellos; que tenían por máxima
recibida de padre a hijos confiar en los combates más de la fortaleza
propia que no de ardides y estratagemas. Por tanto, no diese lugar a
que el sitio donde se hallaba se hiciese famoso por una calamidad del
Pueblo Romano, y testificase a la posteridad la derrota de su
ejército».
XIV. A estas razones respondió César: «que tenía muy presente
cuanto decían los embajadores helvecios; y que por lo mismo hallaba
menos motivos para vacilar en su resolución; los hallaba sí grandes
de sentimiento, y tanto mayor, cuanto menos se lo había merecido el
Pueblo Romano, quien, si se creyera culpado, hubiera fácilmente
evitado el golpe; pero fue lastimosamente engañado, por estar cierto
de no haber cometido cosa de qué temer, y pensar que no debía
recelarse sin causa. Y cuando quisiese olvidar el antiguo desacato,
¿cómo era posible borrar la memoria de las presentes injurias, cuales
eran haber intentado el paso de la provincia mal de su grado, y las
vejaciones hechas a los eduos, a los ambarros, a los alóbroges? Que
tanta insolencia en gloriarse de su victoria, y el extrañar que por
tanto tiempo se tolerasen sin castigo sus atentados, dimanaba de un
mismo principio; pues que suelen los dioses inmortales, cuando
quieren descargar su ira sobre los hombres en venganza de sus
maldades concederles tal vez prosperidad con impunidad más
prolongada, para que después les cause mayor tormento el trastorno
de su fortuna. Con todo esto, hará paz con ellos, si le aseguran con
rehenes que cumplirán lo prometido, y si reparan los daños hechos a
los eduos, a sus aliados y a los alóbroges». Respondió Divicón: «que
de sus mayores habían los helvecios aprendido la costumbre de
recibir rehenes, no de darlos; de que los romanos eran testigos».
Dicho esto, se despidió.
XV. Al día siguiente alzan los reales de aquel puesto. Hace lo
propio César; enviando delante la caballería compuesta de cuatro mil
hombres que había juntado en toda la provincia, en los eduos, y los
confederados de éstos, para que observasen hacia dónde marchaban
los enemigos. Más como diesen tras ellos con demasiado ardimiento,
vienen a trabarse en un mal paso con la caballería de los helvecios, y
mueren algunos de los nuestros. Engreído ellos con esta ventaja,
pues con quinientos caballos habían hecho retroceder a cuatro mil,
empezaron a esperar a los nuestros con mayor osadía, y a
provocarlos a combate vuelta de frente la retaguardia. César reprimía
el ardor de los suyos, contentándose por entonces con estorbar al
enemigo los robos, forrajes y talas. De este modo anduvieron cerca
de quince días, no distando su retaguardia de la vanguardia nuestra
más de cinco a seis millas.
XVI. Mientras tanto instaba César todos los días a los eduos por
el trigo que por acuerdo de la República le tenían ofrecido; y es que,
a causa de los fríos de aquel clima, que, como antes se dijo, es muy
septentrional, no sólo no estaba sazonado, pero ni aun alcanzaba el
forraje; y no podía tampoco servirse del trigo conducido en barcas
por el Arar, porque los helvecios se habían desviado de este río, y él
no quería perderlos de vista. Dábanle largas los eduos con decir que
lo estaban acopiando, que ya venía en camino, que luego llegaba.
Advirtiendo él que era entretenerlo no más, y que apuraba el plazo
en que debía repartir las raciones de pan a los soldados, habiendo
convocado a los principales de la nación, muchos de los cuales
militaban en su campo, y también a Diviciaco y Lisco, que tenían el
supremo magistrado (que los eduos llaman Vergobreto, y es anual
con derecho sobre la vida y muerte de sus nacionales) quéjase de
ellos agriamente, porque no pudiendo haber trigo por compra ni
cosecha, en tiempo de tanta necesidad, y con los enemigos a la vista,
no cuidaban de remediarle; que habiendo él emprendido aquella
guerra obligado en parte de sus ruegos, todavía sentía más el verse
así abandonado.
XVII. En fin, Lisco, movido del discurso de César, descubre lo
que hasta entonces había callado; y era «la mucha mano que algunos
de su nación tenían con la gente menuda, los cuales, con ser unos
meros particulares, mandaban más que los mismos magistrados;
ésos eran los que, vertiendo especies sediciosas y malignas,
disuadían al pueblo que no aprontase el trigo, diciendo que, pues no
pueden hacerse señores de la Galia, les vale más ser vasallos de los
galos que de los romanos; siendo cosa sin duda, que si una vez
vencen los romanos a los helvecios, han de quitar la libertad a los
eduos no menos que al resto de la Galia; que los mismos descubrían
a los enemigos nuestras trazas, y cuanto acaecía en los reales; y él
no podía irles a la mano; antes estaba previendo el gran riesgo que
corría su persona por habérselo manifestado a más no poder, y por
eso, mientras pudo, había disimulado».
XVIII. Bien conocía César que las expresiones de Lisco tildaban
a Dumnórige, hermano de Diviciaco; mas no queriendo tratar este
punto en presencia de tanta gente, despide luego a los de la junta,
menos a Lisco; examínale a solas sobre lo dicho; explícase él con
mayor libertad y franqueza; por informes secretos tomados de otros
halla ser la pura verdad: «que Dumnórige era el tal; hombre por
extremo osado, de gran séquito popular por su liberalidad, amigo de
novedades; que de muchos años atrás tenía en arriendo bien barato
el portazgo y todas las demás alcabalas de los eduos, porque
haciendo él postura, nadie se atrevía a pujarla. Con semejantes
arbitrios había engrosado su hacienda, y amontonado grandes
caudales para desahogo de sus profusiones; sustentaba siempre a su
sueldo un gran cuerpo de caballería, y andaba acompañado de él; con
sus larguezas dominaba, no sólo en su patria, sino también en las
naciones confinantes; que por asegurar este predominio había casado
a su madre entre los bituriges con un señor de la primera nobleza y
autoridad; su mujer era helvecia; una hermana suya por parte de
madre y varias parientas tenían maridos extranjeros; por estas
conexiones favorecía y procuraba el bien de los helvecios; por su
interés particular aborrecía igualmente a César y a los romanos;
porque con su venida le habían cercenado el poder, y restituido al
hermano Diviciaco el antiguo crédito y lustre. Que si aconteciese
algún azar a los romanos, entraba en grandes esperanzas de alzarse
con el reino con ayuda de los helvecios, mientras que durante el
imperio romano, no sólo desconfiaba de llegar al trono, sino aun de
mantener el séquito adquirido». Averiguó también César en estas
pesquisas que Dumnórige y su caballería (mandaba él la que los
eduos enviaron de socorro a César) fueron los primeros en huir en
aquel encuentro mal sostenido pocos días antes, y que con su fuga se
desordenaron los demás escuadrones.
XIX. Hechas estas averiguaciones y confirmados los indicios con
otras pruebas evidentísimas de haber sido él promotor del tránsito de
los helvecios por los secuanos, y de la entrega recíproca de los
rehenes; todo no sólo sin aprobación de César y del gobierno, pero
aun sin noticia de ellos; y, en fin, siendo su acusador el juez supremo
de los eduos, parecíale a César sobrada razón para castigarle o por sí
mismo, o por sentencia del tribunal de la nación. La única cosa que le
detenía era el haber experimentado en su hermano Diviciaco una
grande afición al Pueblo Romano, y para consigo una voluntad muy
fina, lealtad extremada, rectitud, moderación; y temía que con el
suplicio de Dumnórige no se diese por agraviado Diviciaco. Por lo
cual, antes de tomar ninguna resolución, manda llamar a Diviciaco, y
dejados los intérpretes ordinarios, por medio de Cayo Valerio Procilo,
persona principal de nuestra provincia, amigo íntimo suyo, y de quien
se fiaba en un todo, le declara sus sentimientos, trayéndole a la
memoria los cargos que a su presencia resultaron contra Dumnórige
en el consejo de los galos, y lo que cada uno en particular había
depuesto contra éste. Le ruega y amonesta no lleve a mal que o él
mismo, substanciado el proceso, sentencie al reo, o dé comisión de
hacerlo a los jueces de la nación.
XX. Diviciaco, abrazándose con César, deshecho en lágrimas, se
puso a suplicarle: «que no hiciese alguna demostración ruidosa con
su hermano; que bien sabía ser cierto lo que le achacaban; y nadie
sentía más vivamente que él los procederes de aquel hermano, a
quien cuando por su poca edad no hacía figura en la nación, le había
valido él con la mucha autoridad que tenía con los del pueblo y fuera
de él, para elevarlo al auge de poder en que ahora se halla, y de que
se vale, no sólo para desacreditarle, sino para destruirle si pudiera.
Sin embargo, podía más consigo el amor de hermano, y el qué dirán
las gentes, siendo claro que cualquiera demostración fuerte de César
la tendrían todos por suya, a causa de la mucha amistad que con él
tiene; por donde vendría él mismo a malquistarse con todos los
pueblos de la Galia». Repitiendo estas súplicas con tantas lágrimas
como palabras, tómale César de la mano, y consolándolo, le ruega no
hable más del asunto; asegúrale que aprecia tanto su amistad, que
por ella perdona las injurias hechas a la República y a su persona.
Luego hace venir a su presencia a Dumnórige; y delante de su
hermano le echa en cara las quejas de éste, las de toda la nación, y
lo que él mismo había averiguado por sí. Encárgale no dé ocasión a
más sospechas en adelante, diciendo que le perdona lo pasado por
atención a su hermano Diviciaco, y le pone espías para observar
todos sus movimientos y tratos.
16
Los ambarros ocupaban el territorio de Chalóns.
17
Corresponde al de Zurich.
No hay comentarios:
Publicar un comentario