XXXI. César en tanto, bien que ignorante todavía de sus
tramas, no dejaba de recelarse, vista la desgracia de la armada y su
dilación en la entrega de los rehenes, que al cabo harían lo que
hicieron. Por lo cual trataba de apercibirse para todo acontecimiento,
acarreando cada día trigo de las aldeas a los cuarteles, sirviéndose de
la madera y clavazón de las naves derrotadas para carenar las otras y
haciendo traer de tierra firme los aderezos necesarios. Con eso y la
aplicación grande de los soldados a la obra, dado que se perdieron
doce navíos, logró que los demás quedasen de buen servicio para
navegar.
XXXII. En este entretanto, habiendo destacado la legión
séptima en busca de trigo, como solía, sin que hasta entonces
hubiese la más leve sospecha de guerra, puesto que los isleños unos
estaban en cortijos, otros iban y venían continuamente a nuestras
tiendas, los que ante éstas hacían guardia dieron aviso a César que
por la banda que la legión había ido se veía una polvareda mayor de
la ordinaria. César, sospechando lo que era, que los bárbaros
hubiesen cometido algún atentado, mandó que fuesen consigo las
cohortes que estaban de guardia; que dos la mudasen, que las demás
tomasen las armas y viniesen detrás. Ya que hubo andado una buena
pieza, advirtió que los suyos eran apremiados de los enemigos, y a
duras penas se defendían, lloviendo dardos por todas partes sobre la
legión apiñada. Fue el caso que como sólo quedase por segar una
heredad, estándolo ya las demás, previendo los enemigos que a ella
irían los nuestros, se habían emboscado por la noche en las selvas; y
a la hora que los nuestros desparramados y sin armas se ocupaban
en la siega, embistiendo de improviso, mataron algunos, y a los
demás antes de poder ordenarse los asaltaron y rodearon con la
caballería y carricoches.
XXXIII. Su modo de pelear en tales vehículos es éste: corren
primero por todas partes, arrojando dardos; con el espanto de los
caballos y estruendo de las ruedas desordenan las filas, y si llegan a
meterse entre escuadrones de caballería, desmontan y pelean a pie.
Los carreros, en tanto, se retiran algunos pasos del campo de batalla
y se apostan de suerte que los combatientes, si se ven apretados del
enemigo, tienen a mano el asilo del carricoche. Así juntan en las
batallas la ligereza de la caballería con la consistencia de la
infantería; y por el uso continuo y ejercicio es tanta su destreza, que
aun por cuestas y despeñaderos hacen parar los caballos en medio de
la carrera, cejar y dar vuelta con sola una sofrenada; corren por el
timón, se tienen en pie sobre el yugo, y con un salto dan la vuelta al
asiento.
XXXIV. Hallándose, pues, los nuestros consternados a vista de
tan extraños guerreros, acudió César a socorrerlos al mejor tiempo,
porque con su venida los enemigos se contuvieron, y se recobraron
del miedo los nuestros. Contento con eso, reflexionando ser fuera de
sazón el provocar al enemigo y empeñarse en nueva acción, estúvose
quieto en su puesto, y a poco rato se retiró con las legiones a los
reales. Mientras tanto que pasaba esto, y los nuestros se empleaban
en las maniobras, dejaron sus labranzas los que aun quedaban en
ellas. Siguiéronse un día tras otro lluvias continuas, que impedían a
los nuestros la salida de sus tiendas y al enemigo los asaltos. Entre
tanto los bárbaros despacharon mensajeros a todas partes
ponderando el corto número de nuestros soldados, y poniendo
delante la buena ocasión que se les ofrecía de hacerse ricos con los
despojos y asegurar su libertad para siempre, si lograban desalojar a
los romanos. De esta manera, en breve se juntó gran número de
gente de a pie y de a caballo con que vinieron sobre nuestro campo.
XXXV. Como quiera que preveía César que había de suceder lo
mismo que antes, que por más batidos que fuesen los enemigos se
pondrían en cobro con su ligereza, no obstante, aprovechándose de
treinta caballos que Comió el Atrebatense había traído consigo,
ordenó en batalla las legiones delante de los reales. Trabado el
choque, no pudieron los enemigos sufrir mucho tiempo la carga de
los nuestros, antes volvieron las espaldas. Corriendo en su alcance
los nuestros hasta que se cansaron, mataron a muchos, y a la vuelta
quemando cuantos edificios encontraban, se recogieron a su
alojamiento.
XXXVI. Aquel mismo día vinieron mensajeros de paz por parte
de los enemigos. César les dobló el número de rehenes antes tasado,
mandando que se los llevasen a tierra firme, pues acercándose ya el
equinoccio,84 no le parecía cordura exponerse con navíos estropeados
a navegar en invierno. Por tanto, aprovechándose del buen tiempo,
levó poco después de medianoche, y arribó con todas las naves al
Continente. Sólo dos de carga no pudieron tomar el mismo puerto,
sino que fueron llevadas un poco más abajo por el viento.
XXXVII. Desembarcaron de estas naves cerca de trescientos
soldados, y encaminándose a los reales, los morinos, a quienes César
dejó en paz en su partida a Bretaña, codiciosos del pillaje, los
cercaron, no muchos al principio, intimándoles que rindiesen las
armas si querían salvar las vidas, mas como los nuestros formados en
círculo hiciesen resistencia, luego a las voces acudieron al pie de seis
mil hombres. César al primer aviso destacó toda la caballería al
socorro de los suyos. Los nuestros entre tanto aguantaron la carga de
los enemigos, y por más de cuatro horas combatieron
valerosísimamente matando a muchos y recibiendo pocas heridas.
Pero después que se dejó ver nuestra caballería, arrojando los
enemigos sus armas, volvieron las espaldas y se hizo en ellos gran
carnicería.
XXXVIII. César al día siguiente envió al teniente general Tito
Labieno con las legiones que acababan de llegar de la Bretaña, contra
los merinos rebeldes; los cuales no teniendo donde refugiarse, por
estar secas las lagunas que en otro tiempo les sirvieron de guarida,
vinieron a caer casi todos en manos de Labieno. Por otra parte, los
legados Quinto Titurio y Lucio Cota, que habían conducido sus
legiones al país de los menapios, por haberse éstos escondido entre
las espesuras de los bosques, talados sus campos, destruidas sus
mieses, e incendiadas sus habitaciones, vinieron a reunirse con
César, quien dispuso en los belgas cuarteles de invierno para todas
las legiones. No más que dos ciudades de Bretaña enviaron acá
rehenes; las demás no hicieron caso. Por estas hazañas, y en vista de
las cartas de César, decretó el Senado veinte días de solemnes fiestas
en hacimiento de gracias.
84
Es el de otoño, y por consiguiente, el invierno Que comienza presto en el Norte.
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