XXI. César, dadas las providencias necesarias, corriendo a
exhortar a los soldados adonde le guió la suerte, encontróse con la
legión décima. No dijo más a los soldados sino que se acordasen de
su antiguo valor, y sin asustarse resistiesen animosamente al ímpetu
de los enemigos. Y como éstos ya estaban a tiro de dardo, hizo señal
de acometer. Partiendo de allí a otra banda con el mismo fin de
alentarlos, los halló peleando. El tiempo fue tan corto, los enemigos
tan determinados al salto, que no dieron lugar a los nuestros para
ponerse las cimeras, ni aun siquiera para ajustar las viseras de los
yelmos y quitar las fundas a los escudos. Donde cada cual acertó a
encontrarse al partir mano del trabajo, allí se paró, agregándose a las
primeras banderas que se le pusieron delante, para no gastar tiempo
de pelear en buscar a los suyos.
XXII. Ordenado el ejército según lo permitían la situación del
lugar, la cuesta de la colina y la urgencia del tiempo más que
conforme al arte y disciplina militar; combatiendo separadas las
legiones, cuál en una parte y cuál en otra, impedida la vista por la
espesura de los bardales interpuestos, de que hicimos antes mención,
no era factible que un hombre sólo pudiese socorrer a todos a un
tiempo, ni dar las providencias necesarias, ni mandarlo todo. Por lo
cual, en concurrencia de cosas tan adversas, eran varios a proporción
los sucesos de la fortuna.
XXIII. Los soldados de la nona y la décima legiones,
escuadronados en el ala izquierda del ejército, disparando sus dardos
a los artesios, que tenían enfrente, presto los precipitaron el collado
abajo hasta el río, ya sin aliento del mucho correr y el cansancio, y
malparados de las heridas; y tentando pasarle, persiguiéndolos
espada en mano, degollaron gran parte de ellos cuando no podían
valerse. Los nuestros no dudaron atravesar el río, y como los
enemigos, viéndolos empeñados en un paraje peligroso, intentasen
hacerles frente, renovada la refriega los obligaron a huir de nuevo.
Por otra banda las legiones octava y undécima, después de desalojar
de la loma a los vermandeses sus contrarios, proseguían batiéndolos
en las márgenes mismas del río. Pero quedando sin defensa los reales
por el frente y costado izquierdo, estando apostada en el derecho la
legión duodécima y a corta distancia de ésta la séptima, todos los
nervios, acaudillados de su general Buduognato, cerrados en un
escuadrón muy apiñado, acometieron aquel puesto, tirando unos por
el flanco descubierto a coger en medio las legiones, y otros a subir la
cima de los reales.
XXIV. A este tiempo nuestros caballos, con los soldados ligeros
que, como ya referí, iban en su compañía, cuando fueron derrotados
al primer ataque de los enemigos, viniendo a guarecerse dentro de
las trincheras, tropezaban con los enemigos y echaban a huir por otro
lado. Pues los gastadores que a la puerta53 trasera desde la cumbre
del collado vieron a los nuestros pasar el río en forma de vencedores,
saliendo al pillaje, como mirasen atrás y viesen a los enemigos en
medio de nuestro campo, precipitadamente huían a todo huir. En
aquel punto y tiempo comenzaban a sentirse las voces y alaridos de
los que conducían el bagaje; con que corrían despavoridos unos acá,
otros acullá sin orden ni concierto. Entonces los caballos trevirenses,
muy alabados de valientes entre los galos, enviados de socorro a
César por su república, sobrecogidos de tantos malos sucesos, viendo
nuestros reales cubiertos de enemigos, las legiones estrechadas y
poco menos que cogidas; gastadores, caballos, honderos númidas
dispersos, descarriados, huyendo por donde podían, dándonos ya por
perdidos, se volvieron a su patria con la noticia de que los romanos
quedaban rotos y vencidos, sus reales y bagajes en poder de los
enemigos.
XXV. César, después de haber animado a la legión décima,
viniendo al costado derecho, como vio el aprieto de los suyos,
apiñadas las banderas, los soldados de la duodécima legión tan
pegados que no podían manejar las armas, muertos todos los
centuriones y el alférez de la cuarta cohorte, perdido el estandarte;
los de las otras legiones o muertos o heridos, y el principal de ellos
Publio Sextio Báculo, hombre valerosísimo, traspasado de muchas y
graves heridas sin poderse tener en pie; que los demás caían en
desaliento, y aun algunos, desamparados de los que les hacían
espaldas, abandonaban su puesto hurtando el cuerpo a los golpes;
que los enemigos subiendo la cuesta, ni por el frente daban treguas,
ni los dejaban respirar por los costados, reducidos al extremo sin
esperanza de ser ayudados; arrebatando el escudo a un soldado de
las últimas filas (que César se vino sin él por la prisa) se puso al
frente; y nombrando a los centuriones por su nombre, exhortando a
los demás, mandó avanzar y ensanchar las filas para que pudieran
servirse mejor de las espadas. Con su presencia recobrando los
soldados nueva esperanza y nuevos bríos, deseoso cada cual de
hacer los últimos esfuerzos a vista del general en medio de su mayor
peligro, cejó algún tanto el ímpetu de los enemigos.
XXVI. Advirtiendo César que la legión séptima, allí cerca, se
hallaba también en grande aprieto, insinuó a los tribunos que fuesen
poco a poco reuniendo las legiones, y todas a una cerrasen a
banderas desplegadas con el enemigo. Con esta evolución,
sosteniéndose recíprocamente sin temor ya de ser cogidos por la
espalda, comenzaron a resistir con más brío y a pelear con más
coraje. En esto las dos legiones que venían escoltando los bagajes de
retaguardia, con la noticia de la batalla apretando el paso, se dejaban
ya ver de los enemigos sobre la cima del collado. Y Tito Labieno, que
se había apoderado de sus reales, observando desde un alto el estado
de las cosas en los nuestros, destacó la décima legión a socorrernos.
Los soldados, infiriendo de la fuga de los caballos y gastadores la
triste situación y riesgo grande que corrían las trincheras, las legiones
y el general, no perdieron punto de tiempo.
XXVII. Con su llegada se trocaron tanto las suertes, que los
nuestros, aun los más postrados de las heridas, apoyados sobre los
escudos renovaron el combate; hasta los mismos furrieles, viendo
consternados a los enemigos, con estar desarmados, se atrevían con
los armados. Pues los caballeros, a trueque de borrar con proezas de
valor la infamia de la huida, combatían en todas partes, por
aventajarse a los soldados legionarios. Los enemigos, reducidos al
último extremo, se portaron con tal valentía, que al caer de los
primeros, luego ocupaban su puesto los inmediatos, peleando por
sobre los cuerpos de aquellos que yacían derribados y amontonados,
y parapetándose en los cuales nos disparaban los demás sus dardos,
recogían los que les tirábamos y volvíanlos a arrojar contra nosotros;
así que no es maravilla que hombres tan intrépidos osasen a
esguazar un río tan ancho, trepar por ribazos tan ásperos y apostarse
en lugar tan escarpado; y es que todas estas cosas, bien que de suyo
muy difíciles, se les facilitaba su bravura.
XXVIII. Acabada la batalla, y con ella casi toda la raza y
nombre de los nervios, los viejos que, según dijimos, estaban con los
niños y las mujeres recogidos entre pantanos y lagunas, sabedores
de la desgracia, considerando que para los vencedores todo es llano y
para los vencidos nada seguro, enviaron, de común consentimiento
de todos los que se salvaron, embajadores a César, entregándose a
discreción; y encareciendo el infortunio de su república, afirmaron
que de seiscientos senadores les quedaban solos tres, y de sesenta
mil combatientes apenas54 llegaban a quinientos. A los cuales César,
haciendo alarde de su clemencia para con los miserables y rendidos,
conservó con el mayor empeño, dejándolos en la libre posesión de
sus tierras y ciudades; y mandó a los rayanos que nadie osase
hacerles daño.
XXIX. Los aduáticos, de quien se habló ya, viniendo con todas
sus fuerzas en socorro de los nervios, oído el suceso de la batalla,
dieron desde el camino la vuelta a su casa; y abandonando las
poblaciones, se retiraron con cuanto tenían a una plaza muy fuerte
por naturaleza. Estaba ésta rodeada por todas partes de altísimos
riscos y despeñaderos, y por una sola tenía la entrada, no muy
pendiente, ni más ancha que de doscientos pies, pero guarnecida de
dos elevadísimos rebellines, sobre los cuales habían colocado piedras
gruesísimas y estacas puntiagudas. Eran los aduáticos descendientes
de los cimbros y teutones, que al partirse para nuestra provincia e
Italia, descargando a la orilla del Rin los fardos que no podían llevar
consigo, dejaron para su custodia y defensa a seis mil de los suyos.
Los cuales, muertos aquéllos, molestados por muchos años de los
vecinos con guerras ya ofensivas, ya defensivas, hechas al fin las
paces de común acuerdo, hicieron aquí su asiento.
53
César: decumana porta. Véase nota al pie número 59.
54
Plutarco, en su Vida de César, atribuye esta costosísima victoria, si bien a la pericia de los soldados,
mucho más al extremado valor del mismo César; y su relación es conforme en todo con ésta de los
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