jueves, enero 12

ANIBAL. epílogo por Gisbert Haefs

Aníbal
(lat.), pún. Khenu Baal (Hnb'l) «Gracia de Baal«, gr. Hannibas. A diferencia de
Alejandro, Gengis Khan, Napoleón, etc. (pienso que tan pronto el hechizo deja paso a la fría
observación de sus actos, todos estos personajes, más allá del sangriento absurdo de sus
explicaciones de conquista, se corresponden con un arquetipo negativo cuyo más terrible
rostro es el de Hitler), el cartaginés continúa ejerciendo una fuerte fascinación en nuestros
días. Como los autores de la Antigüedad escribían, casi sin excepción, historias de guerras, no
poseemos muchos datos sobre lo que quizá sea la parte más emocionante de la vida de Aníbal:
su carrera «civil», dedicada a las reformas económicas, modificaciones constitucionales,
democratización. No obstante, las historias de guerras, los aspectos políticos y de derecho
internacional, y las consecuencias y efectos posteriores para las potencias en juego son muy
interesantes. La «política exterior» de Roma distinguía entre tres tipos de territorios
extranjeros: Estados/regiones todavía no sometidos; territorios independientes, que en un
primer momento podían continuar disfrutando de cierta autonomía; el resto del mundo,
regiones demasiado lejanas/calurosas/pantanosas, etc. Aliados romanos como Massaha,
Siracusa o Egipto se convirtieron tarde o temprano en provincias romanas; no existían aliados
que gozaran de los mismos derechos, sobre la base de la coexistencia. En la época de la
República los «censos de población» sólo incluían a los hombres capaces de manejar armas:
cada romano, un legionario. Mommsen no ha sido el último historiador que ha reconocido
veneración a las «virtudes» romanas de la época republicana; yo reconozco que, teniendo
presente la agresión y expansión sistemáticas, el deseo totalitario de dominar el mundo, la
estrategia de devastar el territorio, las masacres contra la población civil, el terror, las
continuas rupturas de tratados y el genocidio, me vienen a la mente paralelos más bien poco
reverentes y sin duda ilícitos con los acontecimientos de nuestro pasado inmediato. (En Roma
y Cartago también pueden encontrarse propuestas sobre asuntos como la «planificación» o el
«desarme unilateral»).
Si olvidamos las guerras civiles, la Segunda Guerra Púnica fue también la última
guerra emprendida por Roma hasta el ocaso del Imperio Romano (de Occidente); todos los
demás conflictos «externos» fueron campañas limitadas regionalmente. La batalla de
Teutoburgo costó a Roma tres legiones, mientras que sólo en Cannae, Roma perdió a dieciséis
legiones, incluyendo a sus aliados.
El terrible enemigo, que tuvo que quitarse la vida, ya anciano, para que los romanos
pudieran dormir tranquilos, no planeaba en modo alguno la conquista y destrucción de Roma.
La oferta de paz realizada por Aníbal tras la batalla de Cannae y la formulación de objetivos
en el tratado firmado con Filipo de Macedonia muestran que únicamente le interesaba reponer
el statu quo. Livio tuvo que convertir a Aníbal en un demonio para poder justificar
jurídicamente a Roma; sin embargo, en las más de mil páginas de los libros Ad urbe condita,
que tratan de la guerra de Aníbal, no aparece ni un solo ejemplo del carácter cruel y
traicionero que Livio atribuye a Aníbal. Dejando de lado la inhumanidad que subyace a todas
las guerras, la manera de hacer la guerra de Aníbal (en una guerra principalmente defensiva
que él no deseaba, pero tuvo que emprender tras la declaración de guerra de Roma) era
notablemente humanitaria; Aníbal se dirigía casi exclusivamente contra objetivos militares, y
en muy contadas ocasiones utilizó el terror o la devastación para alcanzar objetivos tácticos,
mientras que esto formaba parte habitual de la estrategia romana.
La guerra fue una continuación consecuente de la política llevada hasta entonces por
ambas partes: expansión romana, política de conservación púnica. Mientras que Roma
transformaba y romanizaba con relativa rapidez todas las regiones conquistadas, Cartago no
tocó durante siglos los idiomas, costumbres e instituciones autónomas de regiones que no
«ocupaba» realmente (a excepción de los territorios inmediatamente limítrofes): para
comerciar hacen falta personas con quienes comerciar; las ideologías totalitarias pueden, de
ser necesario, prescindir de las personas. A excepción de algunas tropas coloniales y de
vigilancia, Cartago no mantenía ningún ejército permanente; cuando sus intereses comerciales
se veían amenazados, los cartagineses reclutaban mercenarios, por un período de tiempo
limitado. Contra Roma, esta política llevó al suicidio; la guerra sólo podía decidirse en Italia,
pero casi todas las provisiones y refuerzos cartagineses fueron enviados a regiones en las que
se encontraban en juego sus intereses comerciales.
Además de esta obcecación por el comercio, seguramente en Cartago también se
preguntaban qué deberían hacer, en caso de lograr la victoria, con el vencedor y sus soldados,
fieles no a la ciudad, sino a su estratega.
Probablemente algunas de las cosas que ocurrieron, o bien no ocurrieron, sólo se
pueden explicar recurriendo al difuso concepto de patriotismo (no chauvinismo; éste quedaba
para Roma): por qué Amílcar y Asdrúbal no dieron un golpe de Estado en el 237 a.C.; por qué
Asdrúbal (a quien las tribus ibéricas habían nombrado su rey) no proclamó su reino ibérico
propio después de fundar una capital llamada Cartago, acuñar monedas propias y negociar
con Roma el tratado del Ebro sin consultar con nadie; por qué Aníbal, sin refuerzos y
abandonado a su suerte, no mandó simplemente todo al cuerno en Italia, o por qué no asumió
el poder en Cartago en el 203 a.C., en lugar de continuar la guerra por orden del Consejo. Yo
no soy quién para juzgar si la lealtad incondicional de Amílcar, Asdrúbal y Aníbal constituye
o disminuye la grandeza histórica de estos personajes.

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