LIBRO TERCERO
I. Estando César de partida para Italia, envió a Servio Galba
con la duodécima legión y parte de la caballería a los nantuates,
venagros y sioneses,57 que desde los confines de los olóbroges, lago
Lemán y río Ródano se extienden hasta lo más encumbrado de los
Alpes. Su mira en eso era franquear aquel camino, cuyo pasaje solía
ser de mucho riesgo y de gran dispendio para los mercaderes por los
portazgos. Diole permiso para invernar allí con la legión, si fuese
menester. Galba, después que hubo ganado algunas batallas,
conquistado varios castillos de estas gentes, y recibido embajadores
de aquellos contornos y rehenes en prendas de la paz concluida,
acordó alojar a dos cohortes en los nantuates, y él con las demás irse
a pasar el invierno en cierta aldea de los venagros, llamada
Octoduro,58 sita en una hondonada, a que seguía una llanura de corta
extensión entre altísimas montañas. Como el lugar estuviese dividido
por un río en dos partes, la una dejó a los vencidos; la otra
desocupada por éstos destinó para cuartel de las cohortes,
guarneciéndola con estacada y foso.
II. Pasada ya buena parte del invierno, y habiendo dado sus
órdenes para el acarreo de las provisiones, repentinamente le
avisaron los espías cómo los galos, de noche, habían todos
abandonado el arrabal que les concedió para su morada, y que las
alturas de las montañas estaban ocupadas de grandísimo gentío de
sioneses y veragros. Los motivos que tuvieron los galos para esta
arrebatada resolución de renovar la guerra con la sorpresa de la
legión, fueron éstos: primero, porque les parecía despreciable por su
corto número una legión, y ésta no completa, por haberse destacado
de ella dos cohortes y estar ausentes varios piquetes de soldados
enviados a buscar víveres por varias partes. Segundo, porque
considerada la desigualdad del sitio, bajando ellos de corrida desde
los montes al valle, disparando continuamente, se les figuraba que
los nuestros no podrían aguantar ni aun la primera descarga. Por otra
parte, sentían en el alma se les hubiesen quitado sus hijos a títulos
de rehenes, y daban por cierto que los romanos pretendían
apoderarse de los puertos de los Alpes, no sólo para segundad de los
caminos, sino también para señorearse de aquellos lugares y unirlos
a su provincia confinante.
III. Luego que recibió Galba este aviso (no estando todavía bien
atrincherado ni proveído de víveres, por padecerle que supuesta la
entrega y las prendas que tenía, no era de temer ninguna sorpresa),
convocando de pronto consejo de guerra, puso el caso en consulta.
Entre los vocales, a vista de peligro tan grande, impensado y
urgente, y de las alturas casi todas cubiertas de gente armada, sin
poder ser socorridos con tropas ni víveres, cerrados los pasos,
dándose casi por perdidos, eran algunos de dictamen que,
abandonado el bagaje, rompiendo por medio de los enemigos, por los
caminos que habían traído, se esforzasen a ponerse a salvo. Pero la
mayor parte fue de sentir que, reservado este partido para el último
trance, por ahora se probase fortuna, haciéndose fuertes en los
reales.
IV. A poco rato, cuanto apenas bastó para disponer y ejecutar
lo acordado, los enemigos, dada la señal, hételos que bajan corriendo
a bandadas, arrojando piedras y dardos a las trincheras. Al principio
los nuestros, estando con las fuerzas enteras, se defendían
vigorosamente sin perder tiro desde las barreras, y en viendo peligrar
alguna parte de los reales por falta de defensores, corrían allá luego a
cubrirla. Mas los enemigos tenían esta ventaja: que cansados unos
del choque continuado, los reemplazaban otros de refresco, lo que no
era posible por su corto número a los nuestros; pues no sólo el
cansado no podía retirarse de la batalla, mas ni aun el herido
desamparar su puesto.
V. Continuado el combate por más de seis horas, y faltando no
sólo las fuerzas, sino también las armas a los nuestros, cargando
cada vez con más furia los enemigos; como por la suma flaqueza de
los nuestros comenzasen a llenar el foso y a querer forzar las
trincheras, reducidas ya las cosas al extremo, el primer centurión
Publio Sestio Báculo, que, como queda dicho, recibió tantas heridas
en la jornada de los nervios, vase corriendo a Galba y tras él Cayo
Voluseno, tribuno, persona de gran talento y valor, y le representan
que no resta esperanza de salvarse si no se aventuran a salir
rompiendo por el campo enemigo. Galba, con esto, convocando a los
centuriones, advierte por su medio a los soldados que suspendan por
un poco el combate, y que no haciendo más que recoger las armas
que les tiren, tomen aliento; que después, al dar la señal, saliesen de
rebato, librando en su esfuerzo toda la esperanza de la vida.
VI. Como se lo mandaron, así lo hicieron: rompen de golpe por
todas las puertas,59 sin dar lugar al enemigo ni para reconocer qué
cosa fuese, ni menos para unirse. Con eso, trocaba la suerte,
cogiendo en medio a los que se imaginaban ya dueños de los reales,
los van matando a diestro y siniestro; y muerta más de la tercera
parte de más de treinta mil bárbaros (que tantos fueron, según
consta, los que asaltaron los reales), los restantes, atemorizados, son
puestos en fuga, sin dejarlos hacer alto ni aun en las cumbres de los
montes. Batidas así y desarmadas las tropas enemigas, se recogieron
los nuestros a sus cuarteles y trincheras. Pasada esta refriega, no
queriendo Galba tentar otra vez fortuna, atento que el suceso de su
jornada fue muy diverso del fin que tuvo en venir a inventar en estos
lugares; sobre todo, movido de la escasez de bastimentos, al día
siguiente, pegando fuego a todos los edificios del burgo, dio la vuelta
hacia la provincia, y sin oposición ni embarazo de ningún enemigo
condujo sana y salva la legión, primero a los nantuates, y de allí a los
alóbroges, donde pasó el resto del invierno.
VII Después de estos sucesos, cuando todo le persuadía a
César que la Galia quedaba enteramente apaciguada, por haber sido
sojuzgados los belgas, ahuyentados los germanos, vencidos en los
Alpes los sioneses; y como en esa confianza entrado el invierno se
partiese para el Ilírico con deseo de visitar también estas naciones y
enterarse de aquellos países, se suscitó de repente una guerra
imprevista en la Galia, con esta ocasión: Publio Craso el mozo, con la
legión séptima, tenía sus cuarteles de invierno en Anjou, no lejos del
Océano. Por carecer de granos aquel territorio, despachó a las
ciudades comarcanas algunos prefectos y tribunos militares en busca
de provisiones. De éstos era Tito Terrasidio enviado a los únelos,
Marco Trebio Galo a los curiosolitas, Quinto Velanio con Tito Silio a los
vanes es.
VIII. La república de estos últimos es la más poderosa entre
todas las de la costa, por cuanto tienen gran copia de navíos con que
suelen ir a comerciar en Bretaña. En la destreza y uso de la náutica
se aventajaban éstos a los demás, y como son dueños de los pocos
puertos que se encuentran en aquel golfo borrascoso y abierto, tienen
puestos en contribución a cuantos por él navegan. Los vaneses, pues,
dieron principio a las hostilidades, arrestando a Silio y Velanio, con la
esperanza de recobrar, en cambio, de Craso sus rehenes. Movidos de
su ejemplo los confinantes (que tan prontas y arrebatadas son las
resoluciones de los galos) arrestan por el mismo fin a Trebio y
Terrasidio, y al punto con recíprocas embajadas conspiran entre sí
por medio de sus cabezas, juramentándose de no hacer cosa sino de
común acuerdo, y de correr una misma suerte en todo
acontecimiento. Inducen igualmente a las demás comunidades a
querer antes conservar la libertad heredada que no sufrir la
esclavitud de los romanos. Atraídos en breve todos los de la costa a
su partido, despachan de mancomún a Publio Craso una embajada,
diciendo: «que si quiere rescatar los suyos, les restituya los
rehenes».
IX. Enterado César de estas novedades por Craso, como estaba
tan distante, da orden de construir en tanto galeras en el río Loire,
que desagua en el Océano, de traer remeros de la provincia, y juntar
marineros y pilotos. Ejecutadas estas órdenes con gran diligencia, él,
luego que se lo permitió la estación, vino derecho al ejército. Los
vaneses y demás aliados, sabida su llegada y reconociendo
juntamente la enormidad del delito que cometieron en haber
arrestado y puesto en prisiones a los embajadores (cuyo carácter fue
siempre inviolable y respetado de todas las naciones), conforme a la
grandeza del peligro que les amenazaba, tratan de hacer los
preparativos para la guerra, mayormente todo lo necesario para el
armamento de los navíos, muy esperanzados del buen suceso por la
ventaja del sitio. Sabían que los caminos por tierra estaban a cada
paso cortados por los pantanos; la navegación, embarazosa por la
ninguna práctica de aquellos parajes y ser muy contados los puertos.
Presumían además que nuestras tropas no podrían subsistir mucho
tiempo en su país por falta de víveres, y pensaban que aun cuando
todo les saliese al revés, todavía por mar serían superiores sus
fuerzas; pues los romanos ni tenían navíos ni conocimiento de los
bajíos, islas y puertos de los lugares en que habían de hacer la
guerra; además, que no es lo mismo navegar por el Mediterráneo
entre costas,60 como por el Océano, mar tan dilatado y abierto. Con
estos pensamientos fortifican sus ciudades, transportan a ellas el
trigo de los cortijos, juntan cuantas naves pueden en el puerto de
Vanes, no dudando que César abriría por aquí la campaña. Se
confederan con los osismios, lisienses, nanteses, ambialites, merinos,
dublintes, menapios, y piden socorro a la Bretaña, isla situada
enfrente de estas regiones.
X. Tantas como hemos dicho eran las dificultades de hacer la
guerra, pero no eran menos los incentivos que tenía César para
emprender ésta: el atentado de prender a los caballeros romanos; la
rebelión después de ya rendidos; las deslealtad contra la seguridad
dada con rehenes; la conjura de tantos pueblos, y sobre todo el
recelo de que si no hacía caso de esto, no siguiesen su ejemplo otras
naciones. Por tanto, considerando que casi todos los galos son
amibos de novedades, fáciles y ligeros en suscitar guerras y que
todos los hombres naturalmente son celosos de su libertad y
enemigos de la servidumbre, antes que otras naciones se ligasen con
los rebeldes, acordó dividir en varios trozos su ejército
distribuyéndolos después por las provincias.
57
El alto y el bajo Valois.
58
Martigny.
59
Cuatro solían ser las de los reales: la Praetoria, en el frente de ellos, donde se alojaba el general; la
Decumana, al lado opuesto, en las espaldas; la Principal por donde solían entrar y salir los oficiales de la
plana mayor; la Quintana por donde se introducían las provisiones. La Decumana que se llama trasera o
d« socorro, tenía también los nombres extraordinaria, quaest. eria.
60
Las naves romanas no sallan, en efecto del Mediterráneo.
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